Migraña
Nunca imaginé lo que traería el tocar el botón número 7 de aquel ascensor.
No sé como deje que sucediera, no sé como deje que mis instintos por primera vez se aprovecharan de mí.
Subirme al elevador había sido una decisión sencilla, solo contemplé un par de segundos la posibilidad de usar las escaleras, pero la deseché inmediatamente. Me dolía la cabeza, además debido a lo temprano que era, casi estaba completamente vacío el pequeño edificio.
Toqué el botón número 7, mi piso, y me recargué sobre el frío barandal de metal esperando a que las puertas por fin cerraran. Tan sólo quería llegar a mi apartamento y dormir.
Entonces fue cuando escuché tu voz grave pidiendo que detuviera el ascensor. Con sorpresa, lo hice, me percaté además que jamás te había visto por estos rumbos. Y cómo no percatarme, tu cuerpo era tan varonil. Espalda ancha, barba de madrugada adornando tu rostro. Ojos fríos. Me sentí pequeña al lado de tu 1.90.
“Gracias” me dijiste mientras tu tocabas el botón del piso número 10 mostrando una sonrisa, casi me dio miedo voltearte a ver. Sentí como mis rodillas se debilitaban y no entendía mi comportamiento. Yo no era así, me sentía nuevamente adolescente. Yo simplemente me limite a sonreírte de vuelta y a mirar mi celular. Un mensaje nuevo de mi ex novio. Me limité a ignorarlo, ya había tenido demasiado de sus juegos infantiles.
Sentí como me mirabas los pechos y tuve miedo de confirmarlo, pero lo estabas haciendo. Me mordí mi labio inferior.
Cuando estábamos a punto de llegar a mi piso, sucedió lo inesperado. El elevador se detuvo abruptamente, provocando que mi celular se resbalara de mis manos y callera al suelo, destrozando su pantalla. Las luces del elevador comenzaron a parpadear hasta que se apagaron. Te miré y me di cuenta que tu sonrisa juguetona seguía impregnada en tu rostro, comenzaste a reír mientras yo sentía mariposas destruyendo mi estómago.
“No me parece graciosa la situación” logré decir en un pequeño murmullo, tomando con fuerza el tubo de metal en el cual ya estaba recargada antes. Te acercaste con pasos sigilosos hacia mí, con tanta seguridad que hasta me asusté.
“A mí tampoco” mi respiración comenzó a agitarse en cuanto con tus grandes manos tomaste mi rostro, comenzando a rozar mi mejilla con tu dedo pulgar. “Me rio porque no puedo creer mi suerte” me costó trabajo poder tragar mi propia saliva. Con tu nariz comenzaste a tocar mi cuello, sentí mi piel temblar ante tu calor. Un travieso gemido se escapó de mi boca cuando con tus manos tomaste mi trasero y me sentaste en el barandal.
Acercaste aún más tu cuerpo hacía mí, sentí de inmediato tu paquete endurecido por la excitación en mi entrepierna. Te miré con miedo. Tus ojos ardían de pudor, querías sexo, y yo lo quería también.
Nuestras bocas se encontraron de repente, yo busqué tu espalda y me agarré de tu camisa gris, sintiendo tus músculos tensarse. Nuestras lenguas comenzaron a participar en una batalla en la cual ninguna parecía querer rendirse. Bajaste tus manos hasta mi cadera y comenzaste a hacerte cargo de mis leggins, deslizándolos hacia abajo con una delicadeza que me hizo estar segura que no estaba tratando con un principiante.
Tu boca descendió a mi cuello, besando y chupando como si mi cuerpo fuera un banquete que no podías esperar a probar. Mis manos bajaron hasta el comienzo de tu camisa y no tardé en quitártela, sentir tu piel bajo mis manos fue un placer que no esperaba sentir al momento que me desperté con tremendo dolor de cabeza esta misma mañana.
Tus manos comenzaron a jugar, deslizándose conocedoras por mis muslos internos, mis gemidos iban incrementando en volumen y cantidad. Tus dedos tocaron mi entrepierna por primera vez, y rozaron mi ya sensible y excitado clítoris con mi tanga aun puesta. Un espasmo recorrió mi cuerpo a manera de respuesta. Me tenías ya en bandeja de plata, y apenas habías comenzado.
Sentiste la humedad en mi entrepierna cuando decidiste que era hora de introducir un dedo dentro de mi ropa interior, segundos antes de hacerlo dentro de mí. Lo hacías con tanta seguridad, tanta experiencia se notaba en tus hábiles dedos.
Mis manos desabotonaron tus jeans, y con tu mano libre te deshiciste de ellos. Me mato ver tal coloso asomándose por tu ropa interior y decidí que te quería dentro de mí. Introdujiste un segundo dedo en mi vagina y tras unos sabios movimientos, exploté sobre tu mano. Sentí ligeras gotas de sudor deslizarse por mi espalda.
Pasaste tu lengua por mis labios mientras te quitaba por fin la prenda que hacía barrera entre tu miembro y yo. Juguetón, hiciste que se moviera cerca de mí, más no pasaba de tocar un poco mi entrada. Me estabas matando, y sabía que deseabas que te lo pidiera a gritos, y lo hice, susurrándote al oído lo mucho que me habías prendido y lo poco que podía esperar a que me follaras como el animal que sabía que eras.
Comenzaste a reír justo antes de meterlo con un fuerte movimiento. Mi gritó de dolor y placer llenó el elevador, por un momento temí que nos encontraran, hasta que moviste tus caderas de nuevo y callaste mis pensamientos. Con mis piernas te rodee, y te sentí aun más dentro, quise llorar, porque dolía tener tal monumento dentro. Tus movimientos comenzaron a aumentar de velocidad, y solo me dedicaba a pedirte más. Tus manos comenzaron a masajear mis sensibles pechos, los cuales te lo agradecieron endureciéndose aun más.
Mis manos se agarraron de tu espalda cuando los dos sabíamos que el final estaba cerca. Que el clímax de nuestro accidental encuentro estaba a punto de terminar, y explotamos. Los dos, tus gemidos en mi oído y los míos en el tuyo.
Te apoyaste en mi hombro unos segundos antes de salir de mi interior, y me dediqué a intentar tomar un ritmo de respiración normal. Sabía que no tardarían en llegar para abrir el ascensor, así que me vestí mientras te fumabas un cigarro, con tan solo tus bóxers cubriendo tu cuerpo tan estético.
“No se puede fumar aquí” te advertí, mientras señalaba las pequeñas válvulas de agua que se activan cuando hay un incendio. Sonreíste de manera tan maliciosa que me congelé. Noté que obviamente no te importaba en lo absoluto.
Tomaste tus pantalones del suelo y te los colocaste, volviéndote a acercar a mí como lo habías hecho antes. Te miré y me diste mi pobre celular, a lo cual agradecí con una sonrisa. Se abrieron las puertas de pronto, noté una aguda tristeza apoderarse de mí. No quería alejarme. Ambos salimos del ascensor a mi piso, el 7.
“Paso por ti en la noche, quiero que estés lista” me dijiste con la misma seguridad a la que me acostumbraste tan rápido, yo solo asentí antes de entrar a mí apartamento, sin rastro alguno del dolor de cabeza.