Miércoles de pasión

Un afortunado encuentro entre trenes de cercanías y oficinas.

No podía creer que me la estuviera follando. Por fin todo se había confabulado. Se habían alineado los astros. A esas horas de la mañana en el baño del centro comercial apenas hay nadie. Y eso también jugaba a favor. Era increíble pero ahí la tenía. Ante mí, apoyada sobre el lavabo ofreciéndome sus redondas nalgas y su coño; vertiendo todos sus fluidos. Esperando que se la metiera y así lo hice. Vaya que si lo hice.

Todo había empezado quince días antes. Una mañana de mayo en que yo volvía a casa tempranamente del trabajo. No tenía nada claro que hacer y tomé el tren. Me baje en la estación del barrio de San Ginés. Es un solitario apeadero excavado en la roca, en pleno túnel. La única forma de acceso al barrio son los ascensores que salvan un desnivel de unos cuarenta metros. Aquel día bajé sin más del tren y recorrí el largo pasillo. Unos metros por delante iba una chica, no muy alta, vestida con una falda azul y una camiseta ceñida de rayas azules y blancas en la que apenas reparé al principio. A pesar de que sus tacones retumbaban en el pasillo cavernoso que nos conducía al vestíbulo de donde partían los ascensores.

Durante unos segundos estuvimos los dos, solos en la caverna esperando que descendiera alguno, hasta que se divisó la correa de uno de ellos. Una especie de serpiente que con su contoneo te avisa de que ya está próximo el elevador.

Llegó, se abrieron las puertas y montamos. Comenzó la ascensión, la lenta ascensión, con nosotros dos como únicos pasajeros. Transcurrieron unos segundos en los cuales tuve tiempo de fijarme en que sus pechos eran realmente atractivos. Redondos, turgentes, rebosantes. Su rostro no era muy agraciado, más bien dura de facciones tal vez. Y su pelo liso y castaño no expresaba nada en particular. Pero su camiseta a rayas, de esas que favorecen tanto a las mujeres de pecho generoso, presentaba un escote que dibujaba un canal profundo entre dos masas rotundas, carnosas, apetitosas…

De pronto, se inclinó ligeramente sobre su pie derecho. Debía de tener alguna piedrecilla molesta, puesto que tuvo que quitarse el zapato. En esa operación dejó al descubierto prácticamente la totalidad de su seno izquierdo. Fue un instante eterno, tremendo. Fue el segundo más largo de mi vida. Fue un frustrante milagro que su pezón no emergiera por alguna parte.

Cómo describir la oleada de deseo que esa visión despertó en mí. No sé si fue el calor, el mes de mayo o que aquel día andaba yo especialmente caliente, pero el caso es que noté ese calor dulce, palpitante, recorrer mi pene desde su base hasta la punta como hacía mucho tiempo no había sentido. Tragué saliva. Yo no soy impulsivo. Soy muy poco decidido con las mujeres y por eso dejé pasar esos segundos maravillosos sin actuar.

Antes de que pudiera salir de mi tensa perplejidad, ya había vuelto el zapato a su pie de origen, se habían abierto las puertas del ascensor y estábamos atravesando la canceladora. Fuera estaba lloviendo algo y ella se detuvo los segundos necesarios para abrir un paraguas. Yo me detuve mirando la lluvia, pero seguía en pleno aturdimiento. Por encima de mí mismo una fuerza inédita decidió que tenía que decirle algo, e increíblemente me escuché un “¿sabes que estás muy buena”? No debió resultar muy claro el mensaje, porque ella se acercó un poco musitando un “¿perdón?” ¿Sabes que estás realmente buena?” Esta vez sonó más alto y convincente. Algo debió de notar, tal vez no en mis palabras, sino en mi entonación, en mi mirada, en mi expresión, porque esas palabras salieron de forma telúrica como brota un torrente de lava del volcán. Algo debió de percibir, porque iniciando una carrera me dejó allí, plantado, como quien huye de una fuerza de la naturaleza a punto de desencadenarse. Así he visto yo en vídeos japoneses escapar de algún tsunami.

Recorrió los metros necesarios para zambullirse apresuradamente en el edificio de enfrente, un edificio de oficinas donde seguramente trabajaba. Yo fui andando apresuradamente hasta casa, donde me hice una de las mejores pajas de los últimos tiempos. Y eso que a mi edad tengo problemas para eyacular por mis propios medios. Hacía mucho que no me pajeaba solo. Y el recuerdo era tan intenso que eyaculé de forma poderosa, cálida, abundante...

La relajación subsiguiente no trajo la calma. No podía dejar de pensar en ella, y en mi mente se recreaba una y otra vez la escena del zapato, ese contraposto inaudito, ese momento de erotismo pleno que había vivido en el pequeño receptáculo del ascensor, en ese lugar único que a menudo arroja a los sexos a intimidades no deseadas y, por ello, morbosas.

Mis pensamientos se desencadenaban aceleradamente. Decidí que si en realidad trabajaba en una de aquellas oficinas era probable que tomara ese tren con regularidad. Sí, tenía aspecto de trabajadora administrativa de alguna oficina del edificio que estaba frente a la bocana de la estación.

Al día siguiente volví a hacer el mismo recorrido, pero esta vez no la vi. Entonces se me ocurrió que podría ser que solo acudiera a esas oficinas algunos días de la semana. Es por eso que volví al día siguiente, viernes, pero, ni rastro. Podría ser, tal vez, que solo lo hiciera semanalmente, con lo cual no me quedaba otra posibilidad que esperar ese mismo tren de las 11´40 del miércoles siguiente.

No es necesario repetir con cuánta tensión, deseo, anticipación... viví las jornadas que restaban. Contaba los días, las horas, los instantes. Hasta que llegó un nuevo miércoles. Monté como aquel día en la estación de Abrantes a las 11´20.  Según mis cálculos -ni por un momento se me ocurrió que no fueran acertados- debería de bajar del tren a las 11´40 en San Ginés. Y, como aquel día, la seguiría hasta el ascensor.

Mi nerviosismo, iba en aumento, se había hecho insoportable ya para cuando llegamos a la estación. Bajé del tren y, por fin, con un vuelco en el corazón, escuché ese taconeo atronador una vez más, unos metros por detrás. Me detuve estratégicamente para mirar sin ver un panel informativo, para ver si me sobrepasaba y podía seguirla por detrás. Lamentablemente, alguien más bajó del tren: una señora gruesa pero que caminaba a buen paso hizo su aparición en el andén. La deseada hembra me adelantó, por fin; la seguí por el pasillo que conducía al vestíbulo. Entró en el ascensor que, en esta ocasión esperaba abajo, y yo también lo hice tras ella. Mi corazón quería estallar de excitación cuando noté que ella se dio cuenta de mi presencia, porque algo así como un relámpago cruzó su mirada y dio lugar a una expresión en su rostro que no supe traducir en aquel momento. Cuando la puerta iba a cerrarse vi como aparecía la mujer gruesa, que inició una pequeña carrera que me hizo, increíblemente, pulsar el botón de apertura y así asesinar cualquier posibilidad de recrear la atmósfera erótica de aquel día. Todavía hoy no puedo entender que un prurito de cortesía se sobrepusiera al deseo desatado. Sí pude observar que llevaba un vestido azul, también escotado, aunque menos que el de aquel día, pero que dejaba bien a las claras la redondez y la voluminosidad de su pecho. Pero además, en esta ocasión su falda ajustada dejaba también sospechar las apeticibles y  bien formadas redondeces de su trasero.

Llegamos arriba, canceló su billete y yo me enredé con el mío perdiendo unos segundos preciosos. Ella desapareció súbitamente y súbitamente se perdió de nuevo en el edificio de oficinas al otro lado de la calle peatonal. Pero lo importante es que ya había descubierto cuál era la cadencia de sus viajes. Los miércoles cogía ese tren y, ése era mi día y mi momento. Tenía por delante toda una semana para soñar, planificar.... y pajearme. Durante todos esos días estuve analizando esa mirada y concluí, en un ejercicio tal vez de voluntarismo más que otra cosa, que esa mirada contenía una brasa de deseo. Deseo de ser asaltada por ese desconocido que era yo. Incluso la imaginé masturbándose, acariciándose el coño al pensar en mis manos sobando su cuerpo. Estaba asustado de mí mismo. Veía momento a momento crecer una desconocida determinación en mí que, de alguna manera, sabía que me podía llevar muy lejos. Tal vez, demasiado.

Me la iba a jugar. Por una vez en la vida iba a saltar el abismo. Ya he dicho que nunca había sido decidido con las mujeres. Yo era de esos chicos que se quedaban sin bailar en la discoteca por pura timidez. Pero a mi edad llega un momento en que caen ciertos pudores, como de una dentadura infantil caen los dientes de leche.

Y llegó un nuevo miércoles el tren a la estación de San Ginés a la misma hora. Bajé del tren y volví a escuchar el taconeo. Volví a detenerme frente al cartel y ella pasó a mi lado, pero, esta vez, de alguna manera sentí que volvió la cabeza. Sentí esa sensación que se nota en la nuca cuando alguien te mira. Esperé unos segundos, pocos. La seguí y casi se me sale el corazón del pecho cuando vi que vestía la camiseta ajustada del primer día. Con una falda azul, también ajustada. Esta vez no había nadie más. Entramos en el ascensor, se cerró la puerta. No sabía si ese elevador partía hacia el cielo o el infierno.

Todavía una fuerza en mi interior se debatía para decirme que no, pero mi alma vendida al diablo me obligó a dar un paso que sonó eterno apenas el elevador había iniciado su ascensión. Solo se estremeció levemente cuando notó que me movía, como si de alguna manera ya sospechara lo que iba a suceder. Me situé a su espalda y segundo más tarde estaba tocándole las tetas. Había saltado al profundo abismo. Pasó fugaz ese instante en que podía haberse resistido. Y cuando empecé a manosearle por dentro del escote estaba ya perdida, pues me topé con un pezón duro, grande, compacto, tenso como un arco. Su naturaleza la estaba traicionando, si alguna vez existió alguna voluntad de resistencia. Tuve tiempo de besarle el cuello, mientras le masajeaba el seno. Con un suspiro le abandonó cualquier fuerza que pudiera oponer. Para cuando llegamos arriba ya sabíamos los dos lo que iba a pasar. No había mediado palabra. No era necesario. Los dos sabíamos dónde estaba el baño público. Los dos sabíamos que a esas horas de la mañana estaría vacío.

Recorrimos los metros que nos separaban del edificio como dos animales en celo. En el momento de entrar al baño ella me cogió de la mano y me hizo entrar en el de mujeres. Cerramos la puerta. La apoyé sobre el lavabo y en esa postura me harté de sus pechos durante unos segundos eternos, celestiales. Hubiera pasado el resto de mi vida sobándole las tetas. Hasta que solté uno de ellos con mi mano derecha para bajar la cremallera lateral de su falda. Esta cayó al suelo y empecé a masajear sus nalgas esta vez, que aparecieron rotundos ante mí, como dos vergeles de lujuria. Me desabroché el pantalón y cayó el slip. Por fin, encajé mi pene en el canal de su culo y así pude dar un nuevo e intenso repaso a sus tetas, dando ligeros apretones en sus pezones. Ahí perdí la noción del tiempo y del espacio. El mundo parecía muy lejano. Hasta que ella empezó a contonear sus caderas, masajeando así mi polla, que no necesitaba de tal estímulo para estar cerca de la explosión. En uno de esos movimientos ella se arqueó de tal manera que mi miembro se liberó de su dulce prisión, y así mi glande quedó tocando a la puerta del cálido y muy húmedo universo de su vulva.

Retiré su tanga. Le hundí toda la polla al instante, sumergiéndola en la miel espesa y caliente de sus entrañas. Hasta el fondo, alojándola con absoluta plenitud y facilidad. Como si hubiera llegado al lugar donde siempre debió estar. No fueron necesarias muchas embestidas para soltar la leche caliente que el deseo de los últimos días había acumulado en mis testículos. Mi polla parecía quebrarse viva, encabritada en interminables espasmos, casi dolorosos de inaudito goce. Y, por fin, toda la fuerza del orgasmo se liberó de golpe en mi nuca, como una campanada celestial. No podía creer que tanto placer fuera posible.