Mientras mi esposo hacía deporte

Aún no entiendo lo que pasó. Mientras mi esposo estaba corriendo una maratón, yo me sentí irresistiblemente atraída por aquel desconocido.

NOTA: Este relato es una edición a mi gusto de: “Citius, altius, fortius”, escrito por elamanuense, un escritor a quien recomiendo leer.

Mi marido corre maratones populares, un par de ellas todos los años. Yo deporte no hago, pero lo acompaño en esas escapadas que, si bien no me atrevería a calificar de románticas, al menos me sirven para conocer distintos lugares de la geografía española.

Tal fue el caso aquel fin de semana en que nos desplazamos a Valencia, una preciosa ciudad costera a orillas del Mediterráneo. Mi esposo pretendía mejorar su marca personal aprovechando las supuestas facilidades del recorrido y yo cambiaría de aires durante un par de días.

El sábado por la mañana lo dedicamos a visitar el asombroso Oceanic, un museo oceanográfico de visita obligatoria. Sin embargo, por la tarde tuvimos que realizar las tareas previas a cualquier carrera de atletismo de este nivel: verificar la inscripción, recogida de dorsal, visita a los stands de los patrocinadores del evento... No es que me apasione, pero es lo que toca. De todas formas, al día siguiente dispondría de tres horas para hacer lo que me apeteciese.

Había pensado pasear por la playa de la Malvarrosa y sentarme a leer en la cafetería con las butacas más cómodas que pudiera encontrar. Tenía a medio “El italiano”, la última novela de Pérez Reverte, uno de mis autores predilectos. Llevaba cuatro días con ella y me estaba resultando adictiva, una novela romántica y muy emocionante. Una combinación maravillosa de amor, guerra y mar Mediterráneo, precisamente.

Ese domingo todo comenzó como siempre que había competición, con mi marido muy nervioso y yo tratando de calmarle. Dejamos el hotel temprano, pasadas las ocho, pues la salida de la carrera estaba prevista para las nueve de la mañana. Siendo generosa diré que el día era otoñal, aunque podría haber dicho que el cielo amenazaba constantemente con dejar escapar la lluvia y el frescor matutino se aliaba con la humedad del lugar para calarme hasta los huesos.

Me despedí de mi marido con un beso deseándole que todo fuera bien y busqué un hueco entre la gente, casi todos acompañantes como yo, que se agolpaban en los primeros metros del recorrido atentos al paso de sus familiares o amigos.

Cuando se dio la salida pronto llegaron a mi altura los primeros atletas profesionales que tomaban parte en la carrera. Acto seguido comenzó a pasar una masa, todavía compacta, de corredores en la que si no hubiéramos tenido nuestro código de colocación y atuendo, me hubiera sido imposible identificar a mi marido. Pero lo vi, grité su nombre, le animé, y seguí su carrera hasta que se perdió en la marabunta.

Había pensado animarle en otro punto del trazado antes de irme a la playa, de modo que me dirigí hacia allí. Caminé a buen paso para llegar a tiempo y me situé en un lugar con buena visibilidad. Sin embargo, el paso constante de corredores por delante de mí, me empezó a marear. Así que, en una técnica aprendida con la experiencia, fijé la mirada en algo que no se moviera. Así fue como le vi.

No muy alto, sólo un poco más que yo, hombros anchos y erguidos, unos brazos que aparentaban ser igualmente recios y un físico que, bajo la cazadora que vestía, se diría más bien corpulento. Más que guapo, yo diría que era atractivo. De hecho, tuve que esforzarme para dejar de mirarle. Magnetismo a primera vista.

Aquel hombre aguardaba sin hacer excesivo caso de los corredores, daba la impresión de que sólo esperaba a que terminaran de pasar atletas para así poder cruzar la avenida. Le observé con devoción mientras él buscaba pacientemente el final de la interminable procesión de atletas. Desde la otra acera, a veinte metros o más de distancia, era imposible que aquel hombretón advirtiera entre el gentío mi mirada de rapaz clavada en él.

Cuando por fin cruzó, me quedé sin respiración. Me había pasado cerquísima. El corazón me palpitaba frenéticamente cuando me interné tras él por una de las calles perpendiculares a la prueba. Me costaba seguirle, pues iba muy cargada: el bolso con mi ejemplar de “El italiano”, la mochila de mi marido, el paraguas... Me fijé entonces en que llevaba un periódico bajo el brazo y me pregunté quién demonios compraría el periódico hoy día. Pero de pronto se detuvo frente a un lustroso portal de madera y sacó unas llaves del bolsillo de su cazadora.

— ¡Perdone! —lo abordé cuando ya comenzaba a abrir la puerta— ¿Sabe dónde hay una cafetería?

Por la cara que puso, debí ser un poco brusca. Pero eso era lo de menos... ¡Por qué estaba allí! ¡Por qué le había seguido!

No sabría decir. Simplemente había sentido la necesidad de ir tras él y luego una tremenda desesperación al ver que le perdería tras ese portal si no hacía algo para impedirlo.

— Acaba de pasar por delante de una panadería-cafetería —dijo educada, pero secamente tras un instante de vacilación.

Me creí morir de vergüenza. ¡Cómo iba a fijarme en una cafetería si sólo tenía ojos para él! Me giré hacia atrás y luego volví a mirarle con cara de idiota.

— Estaría cerrada —aduje.

— ¿Cerrada…? No creo.

Siguió mirándome durante un segundo o dos, quizá esperando que yo dijera algo y, de pronto, el brillo de sus ojos se intensificó, sonrió y sus labios pronunciaron aquellas maravillosas palabras.

— Te acompaño si quieres.

— Ah, estupendo.

Mi sonrisa debió iluminar tres manzanas a nuestro alrededor. Sacó las llaves de la cerradura y, caminando a la par, retrocedimos unos treinta metros hasta donde, efectivamente, la inconfundible mezcla de olor a café y a bollería recién hecha me delataba.

— Qué tonta. No la había visto —dije, sinceramente avergonzada.

— No pasa nada. Eres de fuera, ¿verdad?

¡Dios mío, de cerca era aún más imponente! Ese hombre me ponía tan nerviosa que no dejaba de hablar como una idiota. Y mirarle era peor aún, cada vez que lo hacía temía quedarme embobada. ¡Si me tocaba, me iba a desmayar!

“¡¡¡CÁLMATE!!!”, me increpé, furiosa conmigo misma.

— ¿Has venido por la carrera? —preguntó entonces, señalando con un gesto mi mochila.

— Eh… Sí —vacilé— Es de mi marido. Está corriendo.

Tras mencionar a mi esposo, el tiempo pareció detenerse. Se quedó pensativo, pero finalmente me preguntó si era la primera vez que visitaba Valencia. Aunque le dije que sí, comencé a hablar de mi visita al Oceanografic del día anterior. Lo cual dio pie a que él me hiciera un par de sugerencias. Total que nos pusimos a charlar en la puerta de la cafetería.

— ¿Puedo invitarte a un café? —ofrecí intentando no parecer desesperada.

Se me quedó mirando en silencio. Tras sus oscuros ojos pude leer su pensamiento con toda nitidez. Trataba de dilucidar cuáles eran mis intenciones antes de tomar una decisión. Una decisión que podría involucrarlo en un asunto espinoso.

Aguardé su respuesta con cara de nunca haber roto un plato, pero estar dispuesta a hacer añicos todos los que hiciera falta. Entonces, me pasó los dedos por la sien para colocarme un mechón de pelo y, de paso, dejarme sin aliento.

— Tú no quieres tomar café, ¿verdad? —chico listo…

Su casa está cerca, pero casi no es suficiente. Mis zapatos, tirados en el vestíbulo, son prueba de ello. Los pantalones también se han quedado por el camino. De lo que sí estoy segura es que eso que me quema la piel son sus dedos.

Acaricia mi sexo para hacerme alcanzar, al sprint, una humedad acorde al calentón que llevo. Luego, cuando su cuerpo se me viene encima y me aplasta contra la pared, asumo que va a ser allí, en el pasillo. Sus labios me arrollan, pero nunca he sentido tal alivio al no poder respirar. Mis manos aferran su ancha espalda reduciendo al mínimo el espacio que nos separa. Realmente no sé lo que hago, actúo por instinto.

Luego se separa de mí, mirándome, y recapacita. Comparado con nuestra atropellada entrada, a partir de ese momento todo avanza a cámara lenta.

— ¿Consientes? —pregunta.

— Sí.

Se arrodilla, me besa los pies, y venera el camino desde mis tobillos a mis muslos.

— ¿Esto también lo consientes?

— Sigue, por Dios… —y ahogo un gemido.

— Pero, ¿consientes? —insiste, circunspecto.

— Sí. Consiento todo.

Tira levemente de mi cuerpo para separarme de la pared y luego, muy lentamente, me baja la braguita. Le presiento entre mis muslos. Imagino ya su lengua en mi sexo, su saliva entre mis labios, los temblores de piernas… Pero no, vuelve a ponerse en pie y me gira de manera autoritaria, colocándome de cara a la pared y haciéndome sacar la grupa para recibirlo.

Después de todo lo pasado, es ahora cuando casi pierdo los nervios. Son sólo unos segundos, pero no puedo esperar. No puedo, el frío en mi trasero contrasta con el calor que me quema por dentro. Vuelvo la cabeza para ver qué demonios ocurre y empiezo a tocarme apresuradamente para facilitar las cosas. Su miembro es aún mayor de lo que yo deseaba.

Al primer intento se confirma que no va a ser fácil. Se ve obligado a rectificar, a colocarme mejor, a hacer que me recline otro poco y, de pronto, me ruborizo al percatarme de que estoy de puntillas, desesperada por que me la meta.

Entonces le oigo escupir de un modo desconcertantemente explícito y, seguido, siento el húmedo frescor de su glande en la entrada de mi sexo. Cuando vuelve a empujar para adentrarse en mí, aprecio esa humedad extra que mi coño tanto agradece.

Me sujeta por la cintura mientras su vaivén va ganando profundidad, hasta que la inercia lo empuja a follarme, y sus manos abandonan la seguridad de mis caderas para trepar por mis brazos y enredarse entre mis dedos. Es paciente, me folla de un modo sublime, profundo y enérgico. Sus toscas manos no se detienen bajo el jersey, suben por mi espalda en busca del broche del sujetador y, sin pérdida de tiempo, van hacia mis pechos, que le aguardan con impaciencia.

No llego a saber si son sus manos o su deseo lo que hace que se me suba el sujetador, pero no me quejo, ni mucho menos. Sé que tiene que ser así, rápido, furtivo, estremeciéndome apenas desnuda al compás de sus embestidas, tratando de condensar la acción de su sexo para moldear mi orgasmo.

Quiero evitar las odiosas comparaciones, pero… ¡Qué duro está…! Y qué fuerte. Hacía tanto que no… Cuanto echaba de menos que…

¡Ogh!

No es mejor ni peor, simplemente es el que deseo, el que mi cuerpo necesita. Es evidente que sabe lo que hace. A pesar del intenso comienzo, percibo el control que tiene de sí mismo. Puede que su ariete siga arremetiendo con la misma cadencia, pero me doy cuenta de que ha empezado a regular sus fuerzas.

Flexiono la espalda, me doblo obligándole a retroceder. Escucho el inmoral golpeteo de la hebilla de su cinturón contra el suelo. Son sus manos las que, agarrándose a mis caderas, me alertan de que se avecina la tormenta.

No tengo donde sujetarme, y sus fuertes envites me hacen estremecer una y otra vez. Me la clava hasta el fondo. Literalmente, siento que va a entrar en mi útero. Sabe que no voy a resistirme y va a tomarme completamente, toda entera.

Mientras decido si pedir demás o rogar de menos, mi boca no deja de jadear. Él me sacia, me colma, pero son mis fluidos íntimos los que se derraman en torno a su miembro. Conozco mi cuerpo, vivo en él. Mi vagina se ha adaptado a su polla y empieza a dar señales de que algo maravilloso me va a pasar.

Por si no tenía suficiente, una mano se desliza entre mis piernas. Sus dedos revuelven mi placer más allá de lo que mi clítoris está dispuesto a tolerar. No sólo intuyo el orgasmo, es que no hay nada más.

¡Sí! ¡Sí...! ¡¡¡AAAAAAAGH!!!

Jadeo, convulsiono, me tenso… Me estoy corriendo, es espantosamente evidente. No lo anuncio, es mi cuerpo el que me traiciona. Hay temblores, sacudidas, fluidos que escapan, gotas que caen... Veo, mortificada, el charquito que acabo de dejar sobre su tarima. “¡Qué va a pensar de mí!”

Pasa el tiempo, pero aún me siento inestable de los pies a la cabeza. Sigo ofuscada a causa del orgasmo y agradezco que él se haya quedado inmóvil, que me haya proporcionada el tiempo que necesitaba para regresar del paraíso. Es agradable, además, sentir que sigue muy duro y muy dentro de mí.

Toda mi entrepierna está mojada, y también el interior de mis muslos. De pronto es como si únicamente mi sexo supiese qué está ocurriendo. Sí, me está follando otra vez.

— Joder —murmullo, sin saber lo qué quiero o dejo de querer.

— Te está gustando, ¿eh, preciosa?

Le concedo otros 10 puntos por lo de “preciosa”.

— Para un momento, por favor.

El tipo tiene aguante, amén de un inaudito autocontrol. Sin embargo, tengo la necesidad de hacer algo, de dejar de ser como un juguete en sus manos.

Le hago retroceder. Ahora es su espalda la que está apoyada contra la pared del pasillo. Al principio, mis empujones hacia atrás son comedidos. Luego toma mis tetas y me las estruja, y dichos empujones se tornan descarados y enérgicos. Mi reciente orgasmo hace que sienta amplificadas cada una de mis idas y venidas. Mi vulva abierta, mi carne abrazando su tronco, la fricción que…

¡OH! ¡MALDITA SEA!

Me da rabia lo poco que he tardado en licuarme de nuevo. Me corro sin tantas estridencias como antes, aunque teniendo que apretar las piernas para resistir de pie. Tras unos breves instantes de quietud, lo vuelvo a intentar, pero es inútil. Unas pocas idas y venidas, me enrosco en su miembro y me vuelvo a estremecer sin remedio.

— No dejo de correrme —confieso con frustración.

— Ya veo.

Después de sacármela despiadadamente, me voltea para darme un beso que tenía más de mordisco que otra cosa. Nunca he sido de llevar la cuenta de los orgasmos, pero esta vez no habría podido aunque hubiese querido. El coño me palpita, y lo peor es que no he sido capaz de hacerle eyacular.

— ¡AH! —grito cuando me obliga a ponerme de rodillas.

Me quedo paralizada unos instantes ante la visión de su miembro. Me siento como una ardilla al descubrir que hay una serpiente acechándola, sólo que en este caso será la pequeña ardilla la que habrá de tragarse a la gran serpiente.

Tiene una polla preciosa, y no porque sea imponente, sino porque es bonita. Tan recta, tan uniforme, con un glande tan provocativo…

— ¡Vamos, acaba! —exige, viendo que me había quedado embobada.

Antes de ponerme a chupar, utilizo las manos para retirar mis fluidos de su miembro. Me aparto el pelo y comienzo. Aunque siento el sabor de mi sexo inundar toda mi boca, sé que a no tardar éste irá diluyéndose gracias a mi saliva.

Entra bien, pero la punta de mi nariz aún está lejos de su pubis cuando siento la arcada. Al menos me deja hacer, lo cual agradezco con un cabeceo lento y chupando con delicadeza. Esto se me da bien, o eso es lo que dice mi esposo. Así que lo hago a mi manera, poniendo todo mi esmero, chupando su pollón adelante y atrás con deliberada lentitud. Quiero hacerle perder la cabeza, igual que él ha hecho conmigo.

Le miro, y cuando veo que su gesto se tensa, entorno los ojos. Ahora soy yo la que se divierte. Chupar una polla es sumamente excitante, una nunca sabe hasta dónde puede llegar sin hacerla eyacular. Sé que se está conteniendo, y por mí puede aguantar todo lo que le apetezca. Pienso gozar de él hasta el último segundo.

Observo como su rostro se crispa a medida que incremento mi cabeceo y, en un momento dado, lo desafío sacando la lengua y colocándola bajo su glande. Quiero que sepa que estoy más que dispuesta a recibir su semen en mi boca.

Cuando por fin pierde el control, toma mi melena de un puñado y emprende el consabido y autoritario vaivén. Afortunadamente, no se excede. Si intuye que me haría vomitar, no se equivoca.

Estoy de rodillas chupándole la polla, así que no es preciso que me la haga tragar para hacerme saber quién manda. Él decide cuando trago, cuando respiro, si me la deja chupar o si vuelve a follarme la boca.

Entonces percibo el distintivo sabor de esas primeras gotitas que preceden al chaparrón. Sin embargo, él sigue yendo y viniendo en mi boca, así que intuyo que es de los que eyaculan dentro. Cinco segundos más tarde, no lo intuyo, lo sé. Sujeta firmemente mi cabeza y su semen inunda mi paladar.

Su miembro no deja de convulsionar y pronto su semen me arde en toda la boca. No voy a ser capaz de acoger su corrida y entonces, cuando sé que tendré que escupir, me doy cuenta de que aún llevo el jersey.

Cuando saca su miembro, lo poco que no me tragado se adhiere al interior de mi boca. Le veo sonreír con suficiencia y deseo insultarle, pero no soy tan hipócrita. No puedo reprocharle nada, no después de llevar casi una hora gozando de su masculinidad, esa que aún se yergue frente a mí.

Miro el reloj en cuanto recobro la decencia, pero confirmo mi primera impresión.

“Aún queda tiempo”, me digo. “Podríamos seguir”.

Sé perfectamente que me he perdido casi toda la carrera de mi marido, pero me gustaría al menos estar en la meta cuando llegue.

Quería venir sola, pero no me ha hecho caso. Tampoco he insistido, algo me dice que cuando se vaya no volveré a verle. Ha prometido, eso sí, acompañarme hasta el lugar por donde atravesó la avenida. Odio usar el navegador, así que al final le doy las gracias por ser tan amable.

Me siento genial, y no lo entiendo, porque yo sé que lo que acabamos de hacer no es normal. Sin embargo cuando el semáforo se pone en verde y me da la mano para cruzar y aprieto con fuerza sus dedos.

Desde el último lugar donde vi a mi marido quedarían algo más de dos kilómetros para meta. Vuelvo a mirar el reloj y calculo el tiempo que tendré antes de separarme definitivamente de él.

Con la misma amabilidad que tuvo cuando lo abordé con la excusa de buscar una cafetería, toma la mochila de mi marido y la cuelga de su hombro. Lo observo con el rabillo del ojo. Me gusta la imagen, y me río. Me río de lo inmadura que me siento.

Por contra, él sí parece haber olvidado lo que acabamos de hacer. Ahora se comporta de modo distante a medida que nos internamos en el gentío. Con su ayuda he encontrado el recorrido de la maratón rápidamente, pero sé que ahora yo también debería olvidar lo que acababa de suceder y pedirle que se marche.

Nos detenemos en el borde de la acera. Los coches van en una dirección y los atletas, disgregados en pequeños grupos, en la otra. Sin embargo, cuando vuelve a tirar de mi mano para cruzar los dos carriles de la avenida, me hace recordar cuando me manejaba a su antojo.

Me susurra que aún estoy a tiempo de ver la llegada de mi marido. “Podríamos haber seguido follando”, es su frase exacta. 02:41:50… 02:41:51… 02:41:52. Alfonso nunca ha bajado de las tres horas, de eso estoy segura.

Intento vislumbrar a mi marido entre los corredores, a lo lejos. Él se ha colocado a mi espalda, cerca, tomando mi cintura entre sus recias manos. No me siento culpable, ni siquiera estoy nerviosa. Nadie sabe que acabo de ponerle los cuernos a mi esposo. Es más, lo que parece es que mi marido sea ese hombre que tengo detrás. Entonces, cuando sus cautivadores brazos me arrastran, río como una niña a la que están meciendo en un columpio. Y el juego no ha hecho más que comenzar.

Mi cuerpo se frota con el suyo. Me giro, quiero fulminarlo con la mirada, pero él disimula contemplando a corredores tan anónimos como nosotros. Aún así, con la vista perdida en el infinito, sigue dando a sus brazos esa tensión que me mantiene pegada a él.

De nuevo no me atrevo a censurar su comportamiento, es demasiado excitante como para negarlo. Además, es mi insolente trasero el que se restriega contra su paquete. Siento como su polla se va endureciendo con cada roce, cómo el calor y la humedad afluyen de nuevo a mi sexo hasta dejar mi braguita igual que esas esponjas arrojadas por los atletas en los márgenes de la calzada.

Respetuosamente y por encima de la ropa, pero me posee delante de todo el mundo. Y lo peor es que no me importa que puedan vernos. No hay distancia entre nosotros, la fricción de su miembro entre mis nalgas es deliciosa. Incluso puede que sea yo la que frota el trasero contra su firme entrepierna.

Somos solamente dos personas más, dos anónimos entre el público, entregados en cuerpo y alma a ese juego inocente y explícito. Por eso nuestra sonrisa es diferente a la del resto de la gente, aunque eso nadie lo ve.

Todavía no sé cómo lo hizo, pero adivinó el momento en que mi marido aparecía al fondo de la avenida. "Anima a tu campeón", le oí decir antes de apartarse un par de metros detrás de mí.

Saberlo ahí, a apenas dos pasos, me produjo un súbito desorden. Alfonso estaba llegando.

¡¡¡ALFON!!!

Chillé tan fuerte que mi esposo me miró desconcertado. Salté eufórica cuando pasó corriendo frente a mí y le seguí animando a voz en grito mientras se alejaba a toda velocidad. Sólo entonces, cuando estuve segura de que ya no se detendría, busqué a aquel otro hombre que tres horas antes había captado mi atención. Había desaparecido.