Microantología Incompleta Vol. VI Mediorrelatos

Nueva compilación de textos breves

Contraproducente

  • Uffff- resoplo de admiración al verla aparecer doblando la esquina. Con su andar cadencioso, exagerado, hasta displicente diría, y unos pantaloncitos tan cortos que limitan el espacio de juego de mi imaginación, aquella mujer a la que conozco del barrio camina hacia mí, se aproxima más y más. Sin embargo el bufido y la puta mascarilla han empañado mis gafas, y cuando nos cruzamos ella apenas es una silueta informe detrás del vaho.

Macedonia

Sé que no es la traducción exacta, pero me gusta llamarte así, Almendrita, como la protagonista de aquella novela. Desnudos reposamos en la cama, mi mano traza círculos desde tu vientre, suave como la piel de un melocotón, a tus caderas, allí donde me gustaría poder quedarme a vivir y comprobar cómo los años la convertirán en piel de naranja. Tú eres mucho menos prosaica; tu mano estimula mi único fruto del amor.

  • Como sigas así voy a tener que volver a follarte- te advierto. Tú aceptas el envite y subes la apuesta y el ritmo de los manoseos; en pocos minutos me tienes listo de nuevo y encaramándome a tu cuerpo tendido boca arriba entre las sábanas revueltas.

Ya lo sé, labios de fresa sabor de amor dice la canción, pero quiero comprobar por mí mismo a qué saben los labios cuando son pequeños y salvajes como los tuyos, y por eso te beso: frambuesa. Mis labios comienzan a descender por tu cuello, tus hombros. Tus pechos coronados por un par de avellanas, los muerdo. Crujen como la cama cuando nos descontrolamos. Sigo descendiendo por tu vientre, caliente, palpitante, expectante. Hay quien lo llama higo, otros lo asemejan a una papaya, tu sexo sabe a ti, con todos tus matices, con su miel y con su hiel; hoy estás dulce. Acerco los dedos y comienzo a tocarte. Te gusta y me animas. Lo hago más decidido, más intenso, buscando un objetivo. Quiero exprimirte, hacerte zumo, extraer ese aceite de almendra que alimenta mi espíritu y embadurnará nuestros cuerpos cuando, dentro de un rato, caigamos rendidos sobre la cama como frutas maduras.

Horas extra

  • ¿Pero por qué? Si nos compenetramos muy bien. Mira ahora, por ejemplo, si hubiéramos tenido que revisar todos estos dossiers solos habríamos tardado dos días, y juntos hemos acabado en poco más de dos horas. Anda, no te pongas así, que te invito a una cerveza en el bar de abajo-.

  • Precisamente por eso. Porque no puedo tomarme una cerveza contigo. Lo que yo querría es salir a cenar después de pasarnos media tarde buscando canguro para los niños, quiero escaparme por ahí un fin de semana, quiero quedarme mirándote como un idiota mientras no haces absolutamente nada, quiero sufrir tus enfados, quiero amanecer contigo…- comencé a decir apartando la vista incapaz de seguir mirándola.   – Pero tú ya tienes todo eso con otra persona. Y sí, podríamos quedarnos tomando una cerveza, o podríamos enrollarnos un día, cuando tú estés baja de ánimo y yo no pueda reprimir más el impulso de tirar todos estos papeles al suelo de un manotazo, sentarte en la mesa mientras nos comemos los morros como si fuera el último bocado de nuestras vidas y mis manos se lanzan a comprobar lo que tantas veces he soñado. Pero no me conformo con calibrar la dureza de tus pezones una sola vez, no quiero que nuestras respiraciones agitadas se extiendan por la oficina desierta cuando nos desvistamos con las prisas de lo prohibido. Aunque fuera el mejor polvo de mi vida, aunque tú me miraras a los ojos de esa manera en la que tú sólo sabes cuando agarraras mi polla y te la metieras poco a poco. Y estaría muy bien, no lo dudo, tenerte sentada en mi regazo, botando sobre mi polla, hasta que a esta mierda de silla se le rompiese una pata y luego seguir tirados en el suelo guiados por el instinto y ajenos a la porquería de la moqueta, o mucho mejor si tuviese lo que hay que tener y te empotrase contra el escritorio del jefe ahora que no está y dejarle como recuerdo huella de nuestro paso en su sillón de cuero, pero yo no me puedo quedar con esa media Verónica, yo necesito el quite completo. Por eso- ahora que había volcado completamente mis sentimientos  era capaz de volver a mirar a mi compañera de nuevo- por eso pido el traslado a otro departamento, no porque me caigas mal, ya ves que es todo lo contrario. ¿Qué te pasa?, ¿por qué sonríes así? No, Verónica, para, no, deja tu vestido quieto, Verónica, por favor, cuidado, ¿qué haces?, con lo que nos había costado poner todo en orden…

Tonteando

  • No me apetece follar. Ahora- está última palabra salió de mi boca casi como una excusa obligada. Esperaba que ella captase todo lo que iba implícito, por ejemplo que quería seguir ahí, mirándonos a los ojos en silencio, con ella sentada sobre mis piernas y mis brazos abrazando, sin demasiada persuasión, su trasero.

  • Pero yo sí quiero que me folles- dijo con esa voz que suele poner cuando quiere que caiga rendido.

  • Tenga cuidado con lo que dice señorita, eso se parece mucho a un consentimiento explícito-.

  • Qué tonto eres- rió. Yo negué con la cabeza también riendo. – Sí, eres muy tonto. Y además un mentiroso, sé que lo estás deseando, te va a crecer la nariz como a Pinocho- añadió.

  • No es la nariz lo que me va a crecer como sigas restregándote así-.

  • ¿Ves como eres muy tonto? No dejas de hacerme reír. Anda, vamos a... -. Su voz iba de la sonrisa al deseo a una velocidad de vértigo.

  • Más que tonto soy un imbécil, un perfecto imbécil por no querer hacer el amor contigo cada segundo de mi vida- le dije.

  • Pues sí- ella me dio la razón como a los locos.

  • Lo sé, sólo soy un capullo, un enorme capullo rematando unos pocos centímetros de polla-.

  • Bueno, entonces, ¿follamos o qué?- su voz había adquirido ese tono en el que era mejor poner en riesgo la dureza del sofá con unos cuantos traqueteos que con mi peso durante unas cuantas noches.

Pedir la mano

Podía haberme fijado en la parábola perfecta de su ceñido trasero, en su pelo negro, en sus ojos color avellana. Podía haberme llamado la atención su nariz, ligeramente puntiaguda y decorada en el lateral con un pequeño brillante. Podía haber seguido investigando, comprobar si el sujetador se transparentaba más allá de la parte trasera de su camiseta. Podía incluso haberme interesado por sus sentimientos… Pero me había fijado en sus manos. Pequeñas, de dedos cortos y finos, con las uñas pintadas del color de mi chiche favorito: la fresa ácida. Bronceadas, como toda su anatomía visible. Me había fijado en sus manos y de inmediato las había imaginado asiendo mi polla.