Mia por completo 03

De repente sintió la bofetada del orgasmo, súbita y deliciosa al mismo tiempo. Un momento después cerró los ojos y gimió con voz áspera.

Adala Greco consiguió sacarse a Julia de la cabeza durante diez días seguidos. Hizo un viaje de dos noches a Nueva York para ultimar la compra de un programa informático que le permitiría crear una nueva red que combinara aspectos más sociales con una revolucionaria aplicación para juegos. Luego voló a Londres, como todos los meses, para pasar unos días en el apartamento que tenía allí.

Una vez que regresó a la ciudad el trabajo y las reuniones se encargaron de mantenerla ocupada en su despacho hasta pasada la medianoche. Cuando llegaba a casa, se encontraba el apartamento a oscuras y en silencio.

En realidad, decir que había mantenido a Julia Saéz alejada de sus pensamientos no era del todo cierto. Ni sincero, se dijo Adala a modo de reprimenda mientras subía en el ascensor hacia su apartamento un miércoles por la tarde. El recuerdo de Julia la asaltaba en los momentos más inesperados y se confundía con los detalles de cada día. La señora Hanson, el ama de llaves inglesa, ya mayor, le había ido contando algunos detalles mezclados con su cháchara habitual sobre cómo iban los proyectos semanales en la casa. Gracias a ella sabía que se llevaba bien con Julia y que la invitaba de vez en cuando a tomar un té en la cocina. Se alegraba de que Julia se sintiera cada vez más cómoda en su casa, aunque a continuación no podía evitar pensar que importaba muy poco si se sentía o no cómoda. Lo único que ella quería de la joven artista era el cuadro.

Un jueves por la tarde fue a su estudio con la intención de preguntarle si le apetecía tomar algo con ella en la cocina. La puerta estaba entreabierta. Entró sin llamar y durante unos segundos permaneció en silencio, observándola trabajar sin que ella se diera cuenta.

Estaba subida en una pequeña escalera, trabajando en la esquina superior derecha del lienzo completamente absorta. A pesar de que estaba bastante segura de no haber hecho ruido, Julia se dio la vuelta de pronto y se quedó petrificada, mirándole con sus hermosos ojos castaños muy abiertos y sin levantar el lápiz de la tela. Se le había escapado un mechón de pelo de la horquilla con la que lo sujetaba y tenía una mancha de carboncillo en la mejilla. Separó los labios, de un rosa oscuro, y la observó atónita. Ella se mostró educada y le preguntó por el avance de su trabajo, intentando ignorar por todos los medios la vena que le latía en el cuello o las formas redondeadas de sus pechos. Julia se había quitado la chaqueta deportiva que se ponía para trabajar y llevaba una camiseta de tirantes ajustada. Tenía los pechos más grandes de lo que había imaginado y el contraste entre la cintura estrecha, y las piernas largas, se le antojó profundamente erótico.

Tras treinta segundos de conversación forzada, Adala huyó como la cobarde que era.

Se dijo a sí misma que tanta atención concentrada en una sola mujer era completamente normal. Al fin y al cabo, la joven poseía una belleza espectacular y parecía ajena a su sexualidad, lo cual resultaba aún más fascinante. ¿Acaso había crecido escondida en una especie de agujero? ¿Cómo podía ser que a sus veintitrés años no supiera que con la perfección de una piel pálida como la suya, unos labios oscuros y generosos y un cuerpo delgado y ágil podía doblegar la voluntad del hombre más fuerte...o la mujer?

Adala no conocía la respuesta a aquella pregunta, pero después de estudiar el tema detenidamente, podía afirmar que la ausencia de ego de Julia no era fingida. Caminaba con el paso firme y decidido de un niña de quince años y decía toda clase de torpezas.

Solo cuando observaba embelesada las obras de arte en el apartamento, o cuando admiraba el paisaje a través de los ventanales, o mientras hacía los primeros esbozos aquel día sin darse cuenta de que Adala la observaba en secreto, totalmente inmersa en su arte, su belleza salía a la superficie en todo su esplendor.

Y era la visión más adictiva e irresistible que jamás hubiera visto.

De vuelta al presente, Adala se detuvo en el vestíbulo como si se hubiese estrellado contra una pared invisible. Julia estaba allí. No se oía ni un solo ruido procedente de las profundidades de su residencia, pero de algún modo sabía que ella estaba trabajando en su estudio provisional. ¿Seguiría dibujando sobre aquel enorme lienzo? De pronto la imaginó al detalle, con su hermoso rostro tenso por la concentración y los ojos oscuros brillando. Cuando trabajaba, se transformaba en una juez sombría y formidable, y todos sus complejos desaparecían bajo el peso de un talento brillante y una gracia muy poco común que, al parecer, ni siquiera sabía que poseía.

También ignoraba la fuerza de su atractivo sexual. Adala, en cambio, era muy consciente del potencial que emanaban los poros de la joven. Por desgracia, también percibía su carácter ingenuo. Casi podía olerlo a su alrededor, la inocencia mezclada con una sexualidad aún por explorar que creaba un perfume tan intenso que le había hecho perder el norte.

Sintió que se le formaban gotas de sudor sobre el labio superior.

Con el ceño fruncido, miró el reloj y sacó el teléfono móvil del bolsillo. Marcó unos números y avanzó por el pasillo hasta tomar una esquina en dirección a su dormitorio. Por suerte, sus dependencias personales estaban en el extremo opuesto del apartamento, a un mundo de distancia del lugar en el que trabajaba Julia. Necesitaba sacársela de la cabeza, eliminarla de sus pensamientos.

Una voz respondió al otro lado de la línea.

—Lucas, me ha surgido algo importante y ya voy tarde. ¿Te importa que quedemos a las cinco y media en vez de a las cinco?

—Claro que no. Nos vemos allí en cuarenta y cinco minutos. Espero que estés preparada porque hoy estoy de lo más animado.

Adala sonrió mientras cerraba la puerta de su dormitorio y echaba la llave.

—Amigo mío, tengo la sensación de que mi espada también está hambrienta de sangre, así que ya veremos quién está preparado y quién no.

Cuando Adala colgó, Lucas aún se estaba riendo. Dejó el maletín en el suelo y cogió el uniforme de esgrima del vestidor, con su plastrón, sus pantalones y su chaquetilla. A continuación se desnudó rápidamente y sacó una llave del maletín. Su dormitorio tenía dos vestidores anexos; la señora Hanson tenía prohibida la entrada en uno de ellos.

Aquel era el territorio privado de Adala.

Abrió la puerta de madera de caoba y entró desnuda en la pequeña estancia de techos altos. Las paredes estaban llenas de cajones y armarios y la habitación mantenía siempre un orden meticuloso. Adala abrió un cajón a su derecha y sacó algunos objetos antes de dirigirse a la cama.

Era culpa suya por no haberse dado cuenta de que el deseo empezaba a alcanzar niveles peligrosos. Quizá podría traerse una mujer a casa el fin de semana, pero hasta entonces necesitaba aplacar el anhelo sexual que sentía.

Cuando pasó sus dedos por la zona de los labios vaginales, un escalofrío de placer le recorrió el cuerpo. Tumbada en la cama completamente desnuda y usando un vibrador de succión se entregó a la tranquilidad y el placer. Masturbarse no era un sustituto. Tenía a un montón de mujeres experimentadas y deseosas de estar en esa habitación con ella. Sin embargo, con el paso de los años había aprendido la lección más importante de todas: la discreción. Había ido reduciendo una lista más que considerable hasta limitarla a dos mujeres que sabían qué quería exactamente en el terreno sexual y que comprendían los parámetros de lo que ella estaba dispuesta a dar a cambio.

El uso del succionador era puramente práctico. No era más que un juguete sexual al que, una vez cumplida su función, no le debía absolutamente nada.

Pero ese día sintió una emoción especial al sentir como su clítoris se estimulaba con la ligera succión del vibrador. Dobló el brazo, empujando el húmedo aparato de silicona, disfrutando de la rapidez con la que el calor de su entrepierna cubría cada centímetro de su piel.

Ah, sí. Eso era lo que necesitaba: un buen orgasmo. Siguió con fuerza, sintiendo como las cámaras de succión le apretaban y chupaban con cada embestida.

Normalmente mientras se masturbaba cerraba los ojos e imaginaba una fantasía erótica, pero por alguna razón, esta vez no podía apartar los ojos del succionador haciendo su trabajo entre sus piernas. Imaginó unos labios generosos, y unos grandes ojos oscuros mirándola desde abajo.

Los labios de Julia. Los ojos de Julia.

«No deberías perder el tiempo seduciendo a una inocente. ¿Acaso no acabó mal una vez haciendo exactamente eso?»

Le gustaba dominar, quizá a su pesar, pero en el terreno sexual sabía lo que se hacía. Había aprendido a aceptarse tal y como era, consciente de que sus gustos iban ligados a un destino en la vida lleno de soledad. Y no es que quisiera estar sola, pero era lo suficientemente inteligente para aceptar que aquello era inevitable. Su trabajo la consumía. Obsesionada por el control. Eso era lo que todo el mundo decía de ella: los medios de comunicación, los miembros de la comunidad empresarial... su ex esposo. Y ella se había resignado a creer que tenían razón. Afortunadamente, con el tiempo se había acostumbrado a la soledad.

No tenía derecho a someter a una mujer como Julia a una naturaleza tan exigente.

Apenas podía oír la voz de alarma que sonaba en su cabeza, ahogada por el latido de su corazón y los gemidos de placer que se arrancaba tras cada embestida.

La usaría para su propio placer, violaría su dulce boca. ¿Se asustaría Julia cuando la poseyera por la fuerza? ¿Se excitaría?

¿Ambas cosas?

Gruñó al considerar la idea y giró el brazo para poder acariciarse más deprisa. Los músculos de su cuerpo se tensaban por momentos.

Lo que le apetecía estaba fuera de su alcance, de modo que tendría que conformarse consigo misma.

Aunque lo que en realidad quisiera fuera dominar a una belleza de largas piernas y cabellera castaña, ordenarle que se arrodillara frente a ella y ver la explosión de emoción en sus ojos cuando llegara al clímax y se entregara por completo.

De repente sintió la bofetada del orgasmo, súbita y deliciosa al mismo tiempo. Un momento después cerró los ojos y gimió con voz áspera.

Dios, qué tonta era. ¿Por qué no lo había hecho antes? Era evidente que necesitaba liberarse. No solía ignorar sus necesidades sexuales y tampoco sabía por qué había pasado toda la semana en una estricta abstinencia. Se había comportado como una estúpida.

Aquello podría haber derivado en una pérdida de control y eso era algo que no podía permitirse. La gente que no se ocupaba de sus necesidades acababa cometiendo errores y volviéndose más despistada y, por tanto, peligrosa.

Con los últimos espasmos del orgasmo los músculos empezaron a relajarse.

Julia era una mujer como ninguna otra.

Pero ¿y si no era así? La había cogido por sorpresa con su pintura. A Adala eso le incomodaba. Le provocaba ganas de raptarla, de hacerle pagar por haber hurgado en su mente, por haber visto cosas con aquel talento tan especial y tan preciso.

Dominaría aquel deseo tan poderoso como fuera. Se dio la vuelta y se dirigió hacia el baño para asearse y prepararse para la sesión de esgrima.

Más tarde, mientras se vestía, se dio cuenta de que su entrepierna seguía muy sensible. Maldición.

Haría una llamada y avisaría a Julia y a la señora Hanson que el fin de semana quería tener intimidad en su casa. Era evidente que necesitaba una mujer experimentada que supiera exactamente cómo darle placer para aplacar aquel deseo tan extraño.