Mia Por Completo 02
Julia abrió la boca, sorprendida. Ella se acercó y apretó uno de los botones del ascensor, y las puertas se cerraron. La última visión que tuvo de ella fue el intenso brillo de sus ojos azules en un rostro que, por lo demás, permanecía impasible. Julia podía oír el latido ensordecedor de su corazón.
Adala se detuvo y la miró. La insistente brisa jugueteaba con su abrigo negro, que se le arremolinaba alrededor de las piernas, largas y fuertes.
—Sí, vamos a mi casa —repitió en un tono entre la burla y lo siniestro.
Julia frunció el ceño. Era evidente que se estaba riendo de ella. «No sabe cuánto me alegro de estar aquí para entretenerla, señora Greco.»
Ella respiró hondo y miró hacia la calle, visiblemente cansada e intentando organizar sus pensamientos.
—Es evidente que no te sientes segura ante la idea, pero te doy mi palabra: esto es completamente profesional. Concierne a la pintura. La vista que quiero que pintes es la que se ve desde el piso en el que vivo. ¿No creerás que te voy a hacer daño...? Nos acaba de ver una multitud saliendo juntas del restaurante.
No hacía falta que se lo recordara. Era como si las miradas de todos los clientes del Vulio se hubieran posado en ellas mientras se dirigían hacia la salida. ¿cómo era capaz Adala Greco de manejar ese tipo de situaciones?
Cuando empezaron a andar de nuevo, Julia la miró de reojo. Por alguna extraña razón, la imagen del pelo platinado de Adala mecido por el viento le resultaba familiar. Cerró los ojos con fuerza y el déjà vu se desvaneció.
—¿Me estás diciendo que tengo que trabajar en tu apartamento?
—Es muy grande —respondió ella con sequedad—. No tendrás que verme si no quieres.
Julia clavó la vista en el esmalte de las uñas de sus pies para esconder la expresión de su cara. No quería que se diera cuenta de que, al escucharle, su cabeza se había llenado de imágenes no deseadas; visiones de Adala saliendo de la ducha, de su cuerpo desnudo aún brillando mojado...
—Es poco ortodoxo —dijo ella.
—Lo entenderás cuando veas la panorámica —respondió Adala en un tono tajante.
Greco vivía en el 340 de un edificio de estilo renacentista de la década de los veinte que Julia había admirado desde el día en que lo estudió en una de sus clases. Era una torre elegante y amenazadora de ladrillo oscuro, que de algún parecía echa a la medida de la empresaria. Tampoco le sorprendió saber que su residencia ocupaba las dos plantas superiores.
La puerta del ascensor privado se abrió sin emitir un solo sonido y ella extendió una mano a modo de invitación a pasar.
Julia entró en un lugar mágico.
El lujo de las telas y los muebles era evidente, pero a pesar de ello la entrada conseguía ser acogedora. Vio su imagen reflejada en un espejo antiguo. Su pelo, largo y de un color castaño rojizo, estaba irremediablemente despeinado y sus mejillas arreboladas. Le hubiera gustado creer que el rubor era efecto del viento, pero sospechaba que la verdadera responsable de ese tono era Adala Greco.
Y entonces vio las obras de arte y se olvidó de todo lo demás. Avanzó por un pasillo, que también era una galería, pasando boquiabierta mientras iba de una pintura a otra. Algunas le eran desconocidas; otras, en cambio, eran obras maestras que veía en persona por primera vez y que le provocaban una descarga de alegría.
Se detuvo junto a una pequeña escultura que descansaba sobre una columna, una réplica muy buena de una conocida pieza de la Antigüedad clásica.
—Siempre me ha encantado la Afrodita de Argos —murmuró, recorriendo con la mirada los rasgos exquisitos del rostro de la estatua y el gracioso giro de su torso desnudo, que unas manos milagrosas habían tallado directamente en el mármol.
—¿De veras? —preguntó Adala, absorta.
Julia asintió, abrumada por la emoción, y siguió avanzando.
—Esa la compré hace apenas unos meses. Y no me resultó nada fácil conseguirla — dijo ella, despertándola de la ensoñación en la que se encontraba sumida.
—Adoro a Fernsby —exclamó Julia, refiriéndose al autor de la pintura frente a la que se habían detenido.
Se volvió para mirarla y de repente se dio cuenta de que habían pasado los minutos y de que había estado vagando como una sonámbula hacia las silenciosas profundidades del apartamento sin que nadie la hubiera invitado a hacerlo, aunque Adala había permitido su intrusión sin un solo comentario. Ahora estaban en una especie de salón decorado con lujosas telas amarillas, azul cielo y marrón oscuro.
—Lo sé. Lo pusiste en tu información personal del formulario para participar en el concurso.
—No me puedo creer que te guste el expresionismo.
—¿Por qué no? —preguntó Adala, y el tono grave de su voz despertó un leve hormigueo en sus oídos y le puso la piel del cuello de gallina.
Julia levantó la mirada. La pintura a la que se refería estaba colgada sobre un sofá de grandes almohadones tapizado en terciopelo. Adala estaba muy cerca y ella ni siquiera se había dado cuenta, tan absorta como estaba entre la sorpresa y el placer.
—Porque... has escogido mi cuadro —respondió con un hilo de voz, recorriendo con la mirada el cuerpo de su mecenas. Julia tragó saliva. Adala se había desabrochado el abrigo. Olía a limpio, a jabón y a especias. Una presión cálida y pesada se había instalado entre sus piernas—. Parece que te gusta mucho... el orden —intentó explicarse; su voz era poco más que un susurro.
—Tienes razón —respondió ella, y una sombra cubrió sus rasgos perfectos—. Aborrezco la dejadez y el desorden. Pero Fernsby no tiene nada que ver con eso. — Contempló el cuadro— Él busca el sentido dentro del caos. ¿No estás de acuerdo?
Julia abrió la boca sin apartar los ojos del perfil de Adala. Nunca había oído a nadie describir la obra de Fernsby con tan pocas palabras.
—Sí —respondió lentamente.
Ella sonrió con timidez. Los labios eran su rasgo más irresistible, además de los ojos. Y aquel cuerpo increíble...
—¿Me engañan mis oídos o eso que he percibido en tu voz era una nota de respeto, Julia? —murmuró.
Ella se volvió para admirar el cuadro, aunque en realidad no veía nada. El aire de esa habitación le abrasaba los pulmones.
—En esto mereces todos mis respetos. Tienes un gusto impecable para el arte.
—Gracias. Da la casualidad de que estoy de acuerdo.
Julia se arriesgó a mirarla de soslayo. Adala la observaba con sus hermosos ojos de ángel.
—Permíteme tu chaqueta —dijo ella, tendiendo las manos.
—No.
De pronto se dio cuenta de lo brusca que había sonado su respuesta y se puso colorada. La vergüenza hizo añicos la ensoñación en la que se había sumido. Ella seguía esperando con las manos en la misma posición.
—La cogeré igualmente.
Julia abrió la boca para negarse pero se detuvo al ver sus ojos entornados y las cejas ligeramente arqueadas.
—La mujer lleva la ropa, Julia, no al revés. Esta será la primera lección que te enseñaré.
Ella le dedicó una mirada de falsa exasperación y se quitó la chaqueta vaquera. El frío le acarició los hombros desnudos. En comparación, la mirada de Adala se le antojó cálida. Se enderezó.
—Lo dices como si pensaras enseñarme más lecciones —murmuró Julia, entregándole la chaqueta.
—Quizá lo haga. Sígueme.
Colgó la chaqueta y la guió por el pasillo-galería hasta doblar una esquina y seguir por otro más estrecho y tenuemente iluminado con candelabros de latón. Abrió una de las muchas puertas y Julia entró en la habitación. Esperaba encontrar otra estancia llena de maravillas, pero en su lugar descubrió un espacio largo y estrecho con las paredes cubiertas de grandes ventanales desde el suelo hasta el techo. Adala no encendió la luz; no hacía falta. La habitación estaba iluminada por los rascacielos y el reflejo de sus luces. Julia se acercó a los ventanales sin decir nada, y Greco se detuvo a su lado.
—Están vivos, los edificios... Unos más que otros —dijo ella unos segundos más tarde con un hilo de voz —Es decir, es lo que parece. Siempre me lo ha parecido. Todos tienen alma, sobre todo por la noche... Es como si pudiera sentirlo.
—Sé que es así. Por eso escogí tu obra.
—Has convertido Empresas Greco en un clásico moderno y racional de la arquitectura. Es como una versión contemporánea del Sandusky. Brillante.
Julia se refería esta vez a la similitud entre el edificio de Empresas Greco y el edifico Sandusky, una joya del gótico. Empresas Greco era como Adala: una versión más moderna, elegante y arriesgada de algún antepasado de la época medieval. La idea le arrancó una sonrisa de los labios.
—La mayoría de la gente no ve el efecto hasta que se lo enseño desde aquí —dijo ella.
—Es una genialidad, Adala —insistió Julia, y lo decía sinceramente. Le lanzó una mirada inquisitiva y vio el diminuto reflejo de las luces de los rascacielos brillando en sus pupilas—. ¿Por qué no has alardeado de esto ante la prensa?
—Porque no lo he hecho para la prensa. Lo he hecho para mí, como la mayoría de las cosas.
Julia se sintió atrapada por su mirada e incapaz de responder. ¿Aquella no era una afirmación demasiado egoísta? Entonces, ¿por qué sus palabras no habían hecho más que empeorar la sensación de presión entre las piernas?
—Pero me alegra que te guste —continuó Adala—Hay otra cosa que quiero enseñarte.
—¿De verdad? —preguntó ella sin aliento.
Adala se limitó a asentir. Julia la siguió, alegrándose de que no pudiera ver el color de sus mejillas. La llevó hasta una estancia con las paredes prácticamente cubiertas de estanterías de nogal llenas de libros y se detuvo nada más entrar para observar la reacción de Julia. Ella miró a su alrededor hasta que sus ojos se detuvieron en la pintura que colgaba sobre la chimenea. Se acercó a ella como sumida en un trance y estudió una de sus propias obras.
—¿Se lo compraste a Fedéz? —susurró, refiriéndose a uno de sus compañeros de piso, David Fedéz, que tenía una galería.
El cuadro que tenía delante era la primera obra que había vendido. Julia se lo había dado a David hacía un año y medio a modo de depósito por su parte del alquiler. Por aquel entonces aún no se habían mudado a la ciudad y ella no tenía ni un centavo en el bolsillo.
—Sí —respondió Adala, y su voz delató su posición detrás del hombro derecho de Julia.
—David nunca me dijo...
—Le pedí a Mei que se encargara de la compra. Probablemente la galería no llegó a saber quién era la compradora.
Julia se tragó el nudo que se había empezado a formar en su garganta. La obra mostraba la imagen de una mujer solitaria caminando por en medio de la calle a primera hora de la mañana, cuando todavía no era de día y de espaldas al espectador. Los edificios parecían mirarla desde lo alto con una actitud fría y distante, tan inmune al dolor humano como ella a su propio sufrimiento. Llevaba un abrigo abierto que flotaba tras ella, los hombros inclinados contra el viento y las manos hundidas en los bolsillos de los vaqueros. Cada línea de su cuerpo exudaba poder, gracia y la clase de soledad resignada que con el tiempo se convierte en fuerza y capacidad de resolución.
A Julia le encantaba aquel cuadro. Le había costado lo indecible separarse de él, pero de alguna manera tenía que pagar el alquiler.
—El gato que camina solo —dijo Adala desde detrás con la voz ronca.
A Julia se le escapó la risa al oír el título con el que había bautizado la obra.
—«Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá» —murmuró recordando el cuento de Rudyard Kipling— Me había matriculado en una asignatura de literatura inglesa y estábamos estudiando a Kipling. Me pareció que la frase le pegaba...
Su voz perdió fuerza mientras observaba la figura solitaria del cuadro, con toda la atención concentrada en la mujer que tenía detrás. Volvió la cabeza para mirar a Adala, sonrió y se dio cuenta, avergonzada, de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Ver su obra en las profundidades de aquella casa había activado un resorte en su interior.
—Creo que será mejor que me vaya —dijo.
Se hizo el silencio, momento que su corazón aprovechó para tocar un redoble en sus oídos.
—Sí, será lo mejor —repitió Adala finalmente.
Julia se dio la vuelta y suspiró aliviada (o arrepentida) cuando vio la espigada figura de Adala saliendo por la puerta. La siguió y murmuró un «gracias» cuando, de nuevo en la entrada, le ofreció su chaqueta vaquera. Intentó cogerla pero ella se resistió. Julia tragó saliva y se dio la vuelta para dejar que la ayudara a ponérsela. Los nudillos de Adala le rozaron la piel de los hombros y su mano se deslizó bajo su larga cabellera para sacarla suavemente por el cuello de la chaqueta, rozándole la nuca en el proceso. Julia no pudo reprimir un escalofrío y sospechaba que ella también lo había notado.
—Un color único —murmuró Adala, sin dejar de acariciarle el pelo y aumentando un peldaño más el nivel de alerta de los sentidos de Julia—. Mi chófer puede llevarte a casa si quieres —añadió un instante después.
—No —respondió ella, sintiéndose estúpida por no darse la vuelta para hablar. No podía moverse. Estaba paralizada. Sentía un intenso hormigueo hasta en la última célula de su cuerpo—Un amigo se pasará a recogerme dentro de un rato.
—¿Vendrás aquí a pintar? —preguntó Adala. Su profunda voz resonó a escasos centímetros de su oreja derecha mientras ella permanecía con la mirada perdida a lo lejos, sin ver nada.
—Sí.
—Me gustaría que empezaras el lunes. Le diré a Mei que te consiga una tarjeta de entrada y un código para el ascensor. Cuando vengas, tendrás el material preparado.
—No podré venir todos los días. Tengo clase, normalmente por la mañana, y trabajo de camarera varios días a la semana, desde las siete hasta que cerramos.
—Ven cuando puedas. La cuestión es que vengas.
—Vale, de acuerdo —consiguió responder Julia a pesar de la presión que sentía en la garganta.
Adala no le había retirado la mano de la espalda. ¿Podría sentir el latido de su corazón?
Tenía que salir de allí. Cuanto antes. Hacía rato que había perdido el control de la situación.
Se dirigió hacia el ascensor y apretó el botón sin perder un segundo. Si creía que Adala intentaría tocarla de nuevo, estaba muy equivocada. La puerta del ascensor se abrió en silencio.
—¿Julia? —la llamó mientras ella se apresuraba a entrar en el ascensor.
—¿Sí? —preguntó ella, y se dio la vuelta.
Adala había cruzado las manos detrás de la espalda y se le había abierto la camisa, dejando al descubierto un abdomen firme, una cintura estrecha, la hebilla de plata del cinturón y...
—Ahora que tienes una cierta seguridad económica, preferiría que no deambularas por las calles a primera hora de la mañana en busca de inspiración. Nunca sabes qué puedes encontrarte. Es peligroso.
Julia abrió la boca, sorprendida. Ella se acercó y apretó uno de los botones del ascensor, y las puertas se cerraron. La última visión que tuvo de ella fue el intenso brillo de sus ojos azules en un rostro que, por lo demás, permanecía impasible. Julia podía oír el latido ensordecedor de su corazón.
Lo había pintado hacía cuatro años. A eso se refería Adala, a que sabía que la había visto caminando por las calles oscuras y solitarias de la ciudad en medio de la noche mientras el resto del mundo dormía en su cama. Por aquel entonces Julia no sabía quién era aquella mujer que se había convertido en su inspiración, y seguramente ella tampoco se dio cuenta de que estaba siendo observada hasta que vio el cuadro, pero lo cierto era que se trataba de ella.
Adala Greco era el gato que caminaba solo. Y quería que Julia lo supiera.