MI VIOLADOR - Experiencia trágica en la noche

Encarna es asaltada por un desconocido una noche antes de llegar a su casa tras una dura jornada laboral. Sentimientos contrapuestos se desarrollaron durante y a partir de ese trágico incidente.

Nadaa podía hacer sospechar a Encarna que, tras un duro y doloroso día de trabajo, iba a vivir uno de los momentos más amargos de su existencia como persona y como mujer.

Trabajaba, como auxiliar de clínica en el turno de tarde de un hospital concertado de Barcelona y desde hacía muchos años, por su semblante, su dulzura y su paciencia, la dirección consideró que, en su puesto en la planta de oncología infantil, era intocable.

A pesar de que por su cometido ocupaba la posición más baja del escalafón en cuanto a atención directa con los pacientes, su profesionalidad, su antigüedad y sus años de experiencia hacía que muchos de sus compañeros de rango más alto, no duraran en consultarle sobre temas clínicos de todo tipo.

Los niños, muchos de ellos en estado terminal, la apreciaban y a sus 52 años, la tomaban como a una risueña y cariñosa abuela por las razones y características humanas que he nombrado antes.

Para esos críos Encarna, representaba la simbiosis perfecta de enfermera-payasa/sin Fronteras. La adoraban, ellos y sus padres y ella respondía siempre a los halagos que recibía con su eterna sonrisa y con su sempiterna mirada que alojaba esperanza en las pupilas de esas criaturas.

Interiormente, como esta tarde le estaba ocurriendo y como siempre que conocía la noticia de que, con casi total seguridad no volvería a ver al día siguiente, cuando regresara al hospital, a uno de sus pequeños, el desconsuelo y el dolor le atenazaban el corazón y solo la entrega y la devoción que sentía por el resto de los niños, hacían que no externalizara esos sentimientos a la vista de ellos o sus familias.

Encarna era una persona sencilla y afable con todos. Una mujer normal que, si bien físicamente no llamaba la atención, entre sus pocas amistades y sus vecinos destacaba, sobre todo, por su amabilidad, educación y humildad. Encarna estaba para cualquiera que pudiera necesitarla.

Llevaba casada 30 años con Francisco. Era celador en el mismo hospital y fue ahí donde se conocieron pero éste tenía siempre turno de mañana, por lo que, a no ser que coincidieran en algún día de fiesta casual o aleatorio dentro de sus dispares horarios, únicamente se veían el corto rato de la cena cuando ella llegaba a casa y eso si Francisco había decidido esperarla, cosa que rara vez ocurría.

No habían tenido hijos. Ella, debido a un problema, no podía quedarse en estado y Francisco rehusó buscar en la adopción una alternativa.

Las horas que permanecían durmiendo en la misma cama eran el mayor rato que pasaban juntos. El sexo había desaparecido de sus rutinarias vidas desde hacía ya muchos años.

Él era huraño, brusco y hasta cierto punto desagradable. No le hablaba con cariño porque, sencillamente, no era una persona cariñosa. Utilizaba a menudo un vocabulario soez para con ella. A pesar de todo y afortunadamente al menos, nunca fue violento ni agresivo físicamente, y jamás uso la fuerza con su mujer. Quizás también porque ella, para evitar males mayores, asentía en todo con tal de no contrariarle.

El mayor esfuerzo que Francisco realizaba por ella era dejarle la cena preparada para cuando volviera del hospital. No era un acto altruista, sencillamente era motivado porque se la tenía que preparar también para él si quería cenar y acostarse a una hora prudencial.

Aquella noche, al salir del hospital Encarna mantuvo durante todo el viaje en tren y en metro un desconsuelo y una tristeza que se les evidenciaba en la cara. Uno de sus niños, el que más tiempo llevaba ya ingresado, no iba a superar la noche y con la mejor de las sonrisas, pero con amargura interna, le depositó un beso en la frente cuando él, sedado en la UCI, ya no podía sentirlo.

Estaba cerca de su casa y solo tenía que atravesar el parque, solitario a esa hora, desde donde se divisaba a lo lejos su calle.

No supo de donde salió. Ni lo oyó ni lo vio llegar, únicamente constató su presencia cuando notó que unos dedos la tomaban bruscamente de su

pelo rizado, mientras que un brazo se aferraba contra su boca para impedir que gritara. El invisible individuo la obligo a caminar hacia atrás sin separarse de ella, hasta que al tratar de forzarle la marcha, cayó quedando sentada sobre el suelo. El hombre, la conminó a levantarse deprisa estirando con fuerza hacia arriba de su cabello, algo que hizo emitiendo un leve quejido de dolor.

No se atrevía a gritar. Tenía la voluntad totalmente paralizada por el miedo. Solo un: - "Por favor, por favor..." a modo de súplica fue capaz de implorar a su captor cuando se dio cuenta horrorizada de que se encaminaban apresuradamente al abrigo de un pasillo de altos setos donde quedarían prácticamente ocultos ante la hipotética, pero poca probable presencia de alguien que, a esa hora, pudiera pasar de manera fortuita por allí.

Sin soltar su cabello, su macabro compañero de la noche se giró y se colocó ante ella. La oscuridad era patente, pero pudo comprobar que llevaba puesto un pasamontaña que únicamente dejaban al descubierto, aunque de manera muy poco apreciables, sus ojos, de los que no conseguía ver el color y sus labios. Iba vestido con un mono entero, el típico de mecánico y unos guantes de lana. Sin duda había elegido muy bien toda la indumentaria para no ser reconocido.

Frente a ella y sin soltarla, empezó a besarle el cuello, la cara, los labios. Encarna trataba de distanciar su cabeza, pero la presión que él ejercía hacía que fuera una empresa imposible.

Mientras la besaba, con la mano libre, sacó su blusa beige de la falda y torpemente le fue desabrochando los botones. Una vez abierta del todo, dejo de besarle la cara, los labios y el cuello para, sacándole los pechos del sujetador, empezar a lamerle, mordisquearle y manosearle éstos.

Encarna emitía leves sollozos. Tenía miedo de que, al menor grito o llanto por su parte, pudiera soliviantar el comportamiento de su agresor, bastante alterado y nervioso como estaba pero, hasta ahora más por su excitación sexual que por la conducta que estaba teniendo.

Cuando el hombre pensó que ya había disfrutado lo suficiente de esas partes de la anatomía de su víctima, se agachó hasta llegar a las rodillas de Encarna y metió la mano, que se había entretenido con sus pechos, por debajo de su falda y rozándole concienzudamente los muslos la fue ascendiendo por ellos.

Ella sabía cual era el siguiente objetivo del hombre y apretó rodillas y piernas fuertemente, las unas contra las otras, para dificultar la nueva intención de este canalla. Cuando él alcanzó sus bragas se dedicó, sin dejar de besarle el cuello y la boca, a apretar su mano sobre el sexo de ella protegido por su prenda íntima. Esta vez Encarna si trató de evitar, con movimientos convulsos de sus manos y brazos, que su agresor desistiera. Para ella, era una zona sagrada, ningún hombre, salvo su marido y sus ginecólogas, habían tocado su sexo y el primero, hacía ya muchos años que había dejado de tener interés en él.

Viendo el hombre que esta vez le podía costar más conseguir su propósito, estiró con cierta fuerza el pelo de ella hacia abajo para obligarla de una manera súbita a agacharse y de ahí, tumbarla sobre la tierra del parque, siguiente objetivo de sus macabras intenciones.

Encarna no tuvo más remedio, ante la fuerza y la violenta determinación del hombre, que bajar su cuerpo y recostarse en el suelo. El miedo ya empezaba a ser atroz y ahora empezaba a darse cuenta que le iba a ser casi imposible que, por lástima o por imprimiendo resistencia por su parte, ese hombre desistiera de su intención de usar su cuerpo a la fuerza y de manera gratuita.

Empezó a patalear, cuando ambos ya estirados y ella aún tomada de sus cabellos, él volvió de nuevo a la zona de su pubis, para después de tocarle y hundir sus dedos sobre ese triángulo, marcado por los muslos apretados, agarraba sus bragas por la goma de la cintura y empezara a tirar de ellas con la más que evidente intención de bajárselas. Ella no quiso ponérselo fácil y con todas sus fuerzas, las pocas que, tanto física como anímicamente, le iban quedando, apretó sus piernas desde las caderas a los pies. Él no la amenazó, pero notando a pesar de la oscuridad la ira que emanaba su mirada y sus dientes totalmente apretados, fue cediendo fuerza y sus muslos quedaron los suficientemente destensados como para que el hombre le fuera extrayendo las bragas en su totalidad.

Casi demostrándole agradecimiento y como cuando a un perro que ha obedecido una orden dada por su dueño, se le premia con una golosina, este malnacido le soltó el pelo y con las dos manos le acariciaba su cabeza y sus mejillas mientras le proporcionaba suaves besos en labios y cara. A pesar de esas muestras de falsa humanidad, Encarna continuaba acrecentando su lógico estado de pavor y nerviosismo y éste hizo que no se apercibiera cuando él, sin ninguna pausa, bajó totalmente la cremallera de su mono de mecánico. Mientras siguió con sus caricias se subió sobre ella. Fue cuando notó que el torso y el vientre del hombre estaban desnudos y sin necesidad de palpar más bajo, pudo comprobar, al tener ya su falda arremangada cobre la cintura, que tampoco llevaba calzoncillos y que su pene estaba totalmente erecto, duro y caliente y apoyado sobre la parte superior de sus tensos muslos.

En un nuevo estado de ansiedad, Encarna empezó removerse en el suelo, tratado de expulsar ese cuerpo del suyo, ya que sabía que nueva fase de la agresión que estaba sufriendo se le venía encima.

Él introdujo una de sus rodillas entre sus dos piernas con la intención de separarlas, algo que logró sin un excesivo esfuerzo debido a la fuerza que ejerció sobre ellas. Cuando quiso hacer la misma operación con su otra rodilla para aumentar el ángulo de abertura de los muslos y rodillas de su víctima, ella, sin abandonar sus lamentos y sollozos, empezó a resistirse con más contundencia.

En ese momento de desigual lucha, se empezaron a escuchar unas voces cercanas. Una pareja joven se aproximaba caminando por el exterior de los setos que el hombre había elegido como refugio para satisfacerse a costa de la pobre Encarna. Esta vez sí que ella estuvo a punto de gritar sintiendo que podría ser la única oportunidad de evitar lo que ya presentía como cercano, pero él, abalanzó la palma una de sus manos a la boca de ella para mantenérsela totalmente cerrada y que no advirtiera a la pareja de lo que a pocos metros estaba sucediendo.

Encarna persistió moviéndose convulsamente a pesar de la limitación que le suponía el estar atrapada bajo el peso de su agresor, hasta que éste, viendo que su intención de conseguir sexo satisfactorio, a su manera, no solo se le podía escapar si no que se podría meter en un muy grave problema, se llevó la mano al bolsillo inferior de su mono y depositó la punta de una navaja, ya abierta previamente, sobre la cara de su víctima y muy cerca del ojo.

Fue éste un argumento muy convincente como para que Encarna desistiera de cualquier intento de librarse de su macabro compañero y sin relajarse, pero deponiendo su escasa actitud beligerante, asumir que poco más podría hacer.

La pareja se paró un instante a la altura en que ellos se encontraban tumbados sobre el suelo al otro lado y los dos pudieron comprobar que uno de ellos encendió su móvil para mostrar algo de él a su acompañante. La tibia luz de la pantalla se coló tenuemente a través de los escasos huecos de las ramas y las hojas del seto, pero fue suficiente para que Encarna pudiera ver que, sobre la hoja de la navaja que, amenazante continuaba posada sobre su cara, había grabada una palabra de la que solo pudo ver las primeras letras: "Taram..." .

La pareja emprendió su camino y el hombre, con una actitud ya más tranquilizadora hacia ella, separó el arma de su cara y liberó su boca de la presión que mantenía sobre ella con la otra mano con el fin de asegurarse que no delataba el violento suceso que, si ella colaboraba, no tardaría mucho tiempo en llegar a su cúspide.

De nuevo, introduciendo sus dos piernas entre las de ella y esta vez sin oponer resistencia, para evitar que él recuperara el poder a través de su navaja, cedió a la presión y abrió también las suyas deseando que todo acabara lo más pronto posible. Él notó este cambio y por su parte empezó a mostrar no lástima o compasión, pero si una cierta empatía ante la obligada colaboración de la mujer, hasta el punto que, en lugar de empezar a penetrarla directamente y presintiendo que ella estaría totalmente seca, se humedeció con la lengua un par de dedos que dirigió a la raja y los labios vaginales de ella a la vez que le lanzaba miradas compasivas y suaves besos en sus labios.

Los dedos del hombre se paseaban a los largo de la línea de la vulva de su víctima buscando provocarle una lubricación que, era del todo consciente, sabía que era muy difícil que pudiera lograr.

Sin embargo, este cambio empezó a relajar en cierto modo a Encarna hasta el punto de eliminar la tensión de todos los músculos de su cuerpo. Había perdido el miedo casi por completo y una cierta confianza empezó a albergarla en una situación que seguía siendo de una ruindad y mezquindad absoluta.

A pesar de lo que en un principio su violador pudo creer, el masaje que con sus dedos estaba imprimiendo en su sexo, provocaron que unos tímidos flujos empezaran a brotar de él y una cierta satisfacción, reflejada en una sincera sonrisa por parte del hombre, hizo que el hombre se encaminara al objetivo final.

Apoyado con sus codos sobre el terroso suelo, para evitar que el peso de su cuerpo pudiera dificultar sus movimientos y evitando infligir un carácter más violento si cabe, sobre el de Encarna, acercó su pene a la vagina de ésta y ahí se quedó parado.

Clavó sus ojos, amparados por la oscuridad y la sombra de su pasamontañas, en los ojos de la mujer elegida y cuando ella cerró los suyos, como prueba y señal de estar ya preparada, empezó a entrar en ella de manera pausada y sin ejercer ningún tipo de fuerza ayudado, sin duda, por la humedad que el coño de Encarna había generado. Lo hacía sin ímpetu y sin ninguna prisa y esto Encarna lo agradecía. Estaba siendo ultrajada y humillada como mujer, como persona, pero en esos momentos, los sollozos y llantos ahogados de hacía tan solo unos minutos, se habían cambiado por unos callados gemidos, imperceptibles incluso para los oídos del hombre que la estaba violando. Sus piernas, inertes, estaban abiertas en todo su ángulo y sus brazos permanecían extendidos a lo largo del suelo totalmente húmedo del parque a esas horas de la noche.

La única complicidad con ese hombre en esos momentos era el acompañamiento que sus caderas y su pelvis imprimían a los movimientos de él en cada acto de entrada y salida de su pene en su sexo. Movimientos que seguía acompañando con besos en los que, dulcemente, introducía su lengua en la boca de ella y que ella no rechazaba.

Tras varios minutos, de los que ella perdió la cuenta, adivinó, por la actividad más convulsa que él empezó a ejercer sobre su cuerpo, que el fin de su dolosa situación estaba a punto de llegar y esto no tardó en suceder. Él no tuvo ningún reparo en descargar en su interior la enorme cantidad de semen que, a saber desde cuando, acumulaba. Para ella, fue el acto menos grave desde que esa noche se tropezó, de manera no buscada, con ese individuo. El sentir ese líquido dentro de ella fue casi un bálsamo tras lo que acababa de vivir.

No se separó de ella de manera brusca y precipitada. Espero a calmarse mientras le acariciaba una de sus mejillas con las yemas de sus dedos.

Ella permaneció en el suelo sentada, con las piernas encogidas y sus brazos apretados a sus rodillas mientras que él, ya de pie, se subía la cremallera de su mono y recogía y guardaba de nuevo en su bolsillo, la navaja que había quedado tirada en el suelo.

Antes de emprender una huída a paso rápido, se giró y se la quedó mirando un instante. En la oscuridad de la noche, Encarna pudo percibir, a pesar de no ver sus ojos claramente, un cierto atisbo de compasión en la mirada de ese hombre del que ni tan siquiera había llegado a sentir su voz.

Cuando él ya se había alejado del todo ella se levantó del suelo, abrochó los botones de su blusa beige y recompuso su falda mientras la atusaba, más que nada, para quitar en lo posible el polvo y la tierra que se había depositado en ella. Recogió su bolso, pero no logró encontrar sus bragas negras. No se le ocurrió encender su móvil para buscarlas en la cercanía de donde se había desarrollado toda la macabra escena y tuvo que marcharse sin nada que protegiera la zona que le acababan de ultrajar.

Encarna recorrió el corto camino hasta su casa sollozando. Gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Lágrimas provocadas por el dolor y la humillación que un hombre ruin le acababa de asestar en su ser más interno, pero lágrimas por el remordimiento que le provocaba el ser consciente que su cuerpo, una vez que le perdió el miedo, había gozado con ese hombre del, al no haber pronunciado una sola palabra, no conocía ni tan siquiera su voz. Un desconocido, un violador, le había proporcionado un orgasmo silencioso, pero muy real, después de muchos años de pasión ya olvidada.

La entrada en su casa despertó a Francisco que, ajeno a todo y mirando el radio-reloj de su mesita de noche, le objetó con su habitual rudeza y falta de sensibilidad: - "¡Joder, Encarna! ¿Qué coño te ha pasado? ¿Pero has visto qué hora es?".

- " Sí, sí, Francisco. Ya sé que hora es" - le dijo de manera cansina Encarna antes de justificarse - "El tren se ha quedado parado entre dos estaciones y nos han tenido ahí más de media hora".

Fue al lavadero a quitarse toda la ropa y meterla en la lavadora directamente y tras secarse el semen que al ser expulsado de su vagina, había empapado la cara interna de sus muslos, se dirigió desnuda a la habitación conyugal para ponerse una bata.

No se percató que el encender la luz del cuarto iba a molestar a Francisco y éste se lo dejó muy claro: - "¡Joder, pareces gilipollas! ¡Apaga la puta luz, coño!" - le inquirió con sus habituales malas formas.

- "Sí, perdona, ha sido sin querer" - le respondió ella con el único fin de cortar cuanto antes la comunicación.

- "¡Y vaya cara que traes!" - tuvo aún ánimos él de continuar - "Parece que, en vez que quedarte dentro del tren, te haya pasado por encima. ¡jajaja! - rió estúpida y socarronamente su absurda ocurrencia.

Ella ya ni le contestó, solo pudo escuchar tras apagar la luz y antes de cerrar la puerta del cuarto: - "La cena estará fría. Te la calientas si quieres en el micro".

No la calentó. La fría comida le entraba en la boca más por inercia que por hambre, mientras mantenía un soliloquio que la tenía del todo abstraída y contrariada.

- "¿Cómo voy a ir a la policía?" - se preguntaba amargamente y mientras de nuevo las lágrimas resbalaban por su cara, sabiendo ella misma su propia respuesta - "No tengo arañazos ni golpes ni señales... ¿Qué les enseño? ¿Mi ropa sucia? ¿Denuncio a ese canalla porque me ha robado mis bragas negras nuevas? ... Ni siquiera sé si me las ha robado o están todavía en el parque tirada entre los setos".

Era todo un desconsuelo mientras seguía llorando y hablando con ella misma: "O mejor ¿lo denuncio porque ese canalla me ha humillado, ultrajado y violado, pero... me ha tratado con cariño y me ha hecho gozar como hace muchos años no había sentido?".

Apartó el plato casi sin haber probado la fría cena y apoyando su cabeza sobre los brazos cruzados sobre la mesa siguió llorando amargamente su mezcla de dolor y vergüenza por un lado y de sensación de culpa por el placer recibido.

Se levantó al día siguiente, mucho antes de lo habitual, nada más notar a las 5 que Francisco cerraba la puerta de la casa al salir.

Tenía el cuerpo, más que dolorido, con molestias como de agujetas por la tensión que la noche antes le había infligido. Mientras se duchaba decidió llamar al trabajo para decirles que no iría a trabajar con la excusa que no se encontraba bien. No tenía ánimos para ir. El duro acontecimiento vivido y el saber que ya no se iba a encontrar con el niño que, con toda seguridad, habría fallecido durante la noche le habían minado las fuerzas.

A las 9 y tras una breve charla con la encargada de su planta, ésta le autorizó, sin problemas, que no fuera al hospital. La conocía perfectamente y conocía su profesionalidad, pero también su humanidad y presintió que la muerte de ese crío le había afectado como en otras ocasiones.

Durante la mañana, se abstrajo de todos sus pensamientos haciendo las faenas de la casa pero de una manera más convulsa y acelerada de lo habitual. Todo lo hacía rápido y casi mecánicamente. Limpió el polvo, la cocina, sacó la ropa de su cama y la unió en la lavadora a la ropa que llevaba puesta la noche anterior tratando de eliminar todo rastro de suciedad o de olor que le pudiera recordar lo acontecido pocas horas antes. Planchó y guardo esas prendas para no dejarlas acumuladas innecesariamente en el cuarto de la plancha.

Guardaba los calzoncillos y calcetines de Francisco en el cajón de su mesita de noche con la misma pulcritud y orden de siempre. Notó que sus dedos tocaban una ropa con una textura diferente al tacto al algodón de todas las prendas interiores de su marido. Hurgó entre las piezas hasta dar con ella y no tuvo que sacarla del fondo del armario. ¡Totalmente enrolladas estaban sus bragas negras nuevas, aún con restos de polvo y tierra!

La humedad de las incipientes lágrimas que estaban a punto de aflorar fue cegando su mirada. Estaba inmóvil, paralizada. Cuando por fin se decidió a cogerlas notó como algo duro estaba escondido en el interior de las mismas.

Desenrolló la prenda y a su vista tenía una navaja, abierta y sumamente afilada. Lentamente la giró y en la otra cara de la hoja pudo ver una palabra grabada... "Taramundi" .

No sabía que significaba esa palabra y no pensaba buscarla en ninguna página de internet. Su significado era otro para ella.

Si en ese momento, su agresor de la noche anterior, su violador, entraba en su cuarto conyugal, podría pincharle con esa afilada navaja pero ni sangre ni dolor saldrían de la frialdad de su cuerpo.

Volvió a colocar sus bragas enrolladas en la navaja y la colocó en el mismo rincón del cajón de su marido.

Se pasó las palmas de las manos por sus mejillas empapadas de la humedad que sus lágrimas le habían causado y de manera muy serena llamó de nuevo al hospital. Se puso la encargada tras pedir por ella: - "Lourdes, ya me noto mucho mejor. Puedo ir a trabajar esta tarde sin problema".

No había nadie en el parque. Como la noche anterior, la soledad y la humedad eran igual de palpables.

Encarna, sentada en un banco, el más cercano a los setos donde se desarrolló la contradictoria escena vivida y recordada insistentemente en su pensamiento, notó como unas manos, ocultas tras unos guantes de lana, empezaron a acariciar su pelo rizado. No se giró para ver quién era.

Las manos de él pasaron de su pelo a sus brazos, junto a sus hombros. De manera delicada, pero con la ayuda de ella, la puso de pie. Encarna, sin dudarlo y solo unos pasos por delante, unos pocos centímetros, se encaminó hacia el pasillo que formaban esas dos hileras de setos.

El hombre iba detrás, pero éste no se apercibió que, de la mal cerrada cremallera del bolso de ella, asomaban unas bragas de intenso color rojo burdeos.