Mi viejo vecino me estrenó la cola
Un accidente terminó por convertirme en la putita del viejo cascarrabias de mi vecino; aunque a fin de cuentas puede que no fuera tan mal hombre como creía. Me repasó brutalmente la cola cuanto quiso, y me volvió adicta a los placeres anales.
No soy muy buena conduciendo pero es un miedo que sé que se vence con práctica. Cuando mi hermano me prestó su coche para ir al supermercado, manejé tanto la ida como la vuelta con el corazón en la garganta. Fueron, básicamente, las seis cuadras más largas de mi vida.
Puede sonar ridículo, contraproducente en extremo, pero estaba charlando con mi novio por el móvil mediante el “manos libres” porque en serio necesitaba comentarle a alguien de que fui capaz de conducir sola; lo veía ridículamente como una victoria merecedora de ser compartida. Aunque me arrepentí de haberlo hecho porque él aprovechó para decirme guarrerías que intentaré reproducir:
—Estoy llegando, Christian, ¡estoy llegando a casa!
—Perfecto Rocío, y tú todo el rato pensando que ibas a atropellar mínimo un gato. Esto hay que festejarlo de alguna manera… No sé, ¿qué te parece una noche especial en la playa de Gardel?
—Imbécil, sé muy bien por qué lo dices. Deja de soñar con mi cola, pervertido.
—No dije que fuera a hacerte la cola, pero ya que lo mencionas, ¿me dejarías hacerte la cola, nena? Me muero por ese culo jugoso, sobre todo cuando te pones esos vaqueros apretaditos, ¡uf! no puedes seguir negándote toda la vida, hacerlo de noche en esa playa es mi fantasía.
—¡Ja! ¡Sigue fantaseando, cabrón!
Y pasó lo que tenía que pasar debido a mi tontería de hablar por móvil; el chirrío de las ruedas en el asfaltado rebotó por todos los rincones; me estampé contra la parte trasera de un coche bastante viejo. Pertenecía a mi vecino y estaba sacándolo de su garaje para, imaginé, ir a su trabajo o algo similar.
Rápidamente, mientras aún intentaba acomodar mis pensamientos, un altísimo hombre se acercó a mí. De más de sesenta años, canoso pero con un aspecto físico bien conservado. Se acomodó su camisa a cuadros y tomó respiración al ver que yo no tenía heridas de ningún tipo.
La sarta de groserías que me profirió fue de órdago. Es decir, no esperaba escuchar palabras e insultos tan fuertes de un hombre de su edad, que yo los idealizaba como gente amorosa. Y lo peor de todo es que yo tampoco estaba dejando en muy alto standing a la juventud: aún dentro del vehículo, reposé mi cabeza en el volante, me quebré y terminé llorando como una condenada oyendo sus paridas.
—¡Casi me matas, rubia de mierda!, ¿el cerebro lo tienes en tus tetas o qué?
—¿Rubia? Tengo el pelo castaño…
—¿¡Te pones a pensar en el color de tu cabello en este momento!?
—¡Dios, lo siento, señor! ¡Me puse nerviosa y confundí el frenoooo!
—¿Te confundiste de…? ¿Lo dices en serio, estúpida? —retrocedió un par de pasos, pasó su mano por su blanca cabellera y me señaló su vehículo con temblorosos dedos—. ¿Ves cómo ha quedado mi puto Mercedes? ¿¡Lo ves!?
Aparentemente, entre las groserías e humillaciones que seguían desfilando, entendí que ese coche lo estaba sacando de su garaje porque iba a venderlo a un coleccionista de, aparentemente, coches de mierda. Lo digo porque sinceramente era un vehículo viejo y horrible, es más, la abolladura parecía hacerle un favor y todo. Aunque no creo que conseguiría tranquilizarlo si me excusaba con eso.
Mi hermano llegó al rato pues oyó el choque y, tomándose de la cabeza al ver el apocalíptico escenario, suspiró:
—¡La puta, ni siquiera tengo seguro!
Un silencio sepulcral invadió la calle por unos segundos. Miré con mis ojos acuosos a mi vecino y lo que vi me hizo estremecer. Venas brotando en su frente, ojos rojos desorbitándose, un ligero tembleque en sus manos. Todo en uno, todo en un instante.
—¿No tienes seguro, dices, muchacho? —Se giró hacia mí con su mirada asesina—. ¡De algún lugar vas a sacar el dinero para repararme el coche, rubia!
Esa noche toqué el timbre de su casa con los ojos aún enrojecidos de tanto llorar; en mis manos llevaba un tupper con comida adentro. Me acompañó mi novio, quien parecía que le divertía toda la situación. Más a la izquierda, tras la valla que divide su casa de la mía, mi hermano curioseaba también con una gigantesca sonrisa.
—¿Tu vecino se llama Mario Cartes, no? Es solo una puta abolladura, ya le vas a pagar, no pasa nada, Rocío.
Claro que no había visto la reacción de ese viejo de mierda, ni mucho menos había oído las groserías que me había proferido en plena calle pese a que yo estaba llorando desconsoladamente. Como no salía nadie, volvimos a tocar el timbre.
—Todo es tu culpa, Christian, por decirme guarrería mientras conducía.
—Sobre eso, ¿en serio no me dejarás hacerte la cola?
—¡Imbécil, toca el timbre de nuevo!
Dicho y hecho. Cuando mi vecino abrió la puerta, se me congeló cada articulación porque en su ceño se le notaba que seguía bastante cabreado. Creía que tal vez estaría más tranquilo, pero lejos estaba de amenizar sus palabras:
—¿¡Vienes a pagarme, niña!?
Tragué saliva y le ofrecí el tupper con las manos temblorosas:
—Señor Cartes, le he cocinado un par de milanesas napolitanas… ¡Jaja! Dios mío, le juro que le pagaré su coche… digo, la reparación…
—Señor Cartes —mi chico me tomó de un hombro y le habló con tono ameno—, Rocío es una buena chica. Yo y su hermano le dijimos que vamos a poner dinero para ayudarle a pagar la reparación, pero ella insiste en que no la ayudemos, quiere resarcirle por su cuenta.
—¿¡Y quién mierda eres tú, puto punker!? ¿¡Te conozco de algo!?
—¿Punker? Señor, no… yo estoy con ella, vine a acompañarla.
—A ver —dijo cerrando los ojos y tomando respiración—. ¿“Rocío”, no es así? Hagámoslo rápido. Que tu padre me pague la reparación, y tú págaselo a él cuando tengas el dinero.
—¡No!, a mi papá no le diga que me voy a morir… —Tengo diecinueve años, aún vivo en casa de mi padre por lo que tengo que acatar sus normas. Una jodienda así pondría en peligro las vacaciones en las afueras de Montevideo con mi chico, en una estancia de su tío.
—Sí, pobrecita, ya siento pena y todo —ironizó—. ¿Tienes trabajo?
—No…
—¿Y entonces cómo vas a conseguirme el dinero? ¡Ah! Se me ocurre uno perfecto para ti, tonta de tetas gordas, ¡en la zona roja de la avenida 18 de Junio!
—Oiga amigo —mi pareja se interpuso entre ambos como si realmente fuera a calmar al maldito infeliz—, fue solo un accidente, señor. No tiene por qué tratarla así…
En ese momento me iba a quebrar de nuevo. No soy muy tolerante, no tengo aguante para ese tipo de discusiones. Casi se me cayó el tupper pero unas rápidas manos me lo quitaron sin darme tiempo a reaccionar. Fue mi odioso vecino; abrió la tapa y comprobó que efectivamente le había preparado las malditas napolitanas.
—Huele bien —dijo olisqueándolo.
Y entró de nuevo para cerrar la puerta de manera violenta.
Está de más decir que la risa y aire bonachón de mi chico se esfumó. Se pasó el resto de la noche preguntándose cómo puede haber tanto hijoputa suelto por el mundo.
—Pero en serio, Rocío, tu vecino tiene un tronco metido en el culo o algo así porque no me explico su actitud contigo.
—Se lo va a decir a mi papá y me va a caer una grande, por dios…
Al día siguiente, tras volver de mi facultad, toqué el timbre de su casa. Mi mejor amiga se ofreció a acompañarme tras enterarse de todo pero le insistí que, si quería dejar de llorar cada vez que me enfrentaba a él, debía hacerlo sola y no dejarme apoyar en otras personas como anteriormente fueron mi hermano y mi novio respectivamente.
—¿¡Me trajiste el dinero, rubia!?
—Señor Cartes, no soy rubia. Y téngame paciencia, estoy buscando trabajo. Solo quiero que sepa que le voy a pagar… y que por favor no se lo diga a mi papá…
—Pues te recomiendo que no busques trabajo en comida rápida, niña.
—¿Disculpe?
—Tus milanesas. Demasiado aceite, demasiada sal. ¿Me quieres matar, no es así? Fue una mierda. Búscate otro tipo de trabajo. De todos modos ya siento pena por el pobre bastardo que te tenga como jefe.
—Dios, no me hable así de feo que voy a llorar de nuevo…
—Toma, tu puto tupper. Será mejor que esta noche la cena esté mejor.
¿“Cena de esta noche”? Estaba claro que tan mal no le había cocinado. Y más claro estaba que, tras esa actitud de mierda, se encontraba un hombre dispuesto a aceptar no decírselo a mi papá si accedía a portarme lo mejor posible con él. Y si eso consistía en prepararle algo cada noche, por Dios que lo iba a hacer.
—Claro… claro don Cartes, supongo que sí, volveré más tarde.
Entrada la noche, volví a presentarme frente a su portal. Y con mi tupper lleno de nuevo.
—Dámelo —dijo nada más abrir la puerta. Ojeó el contenido y suspiró largamente, susurrando algo que por el tono no habrá sido aprobación.
—Señor Cartes, dígame qué le pasa…
—¿Milanesas de nuevo?
—Bueno, solo quise mejorar mi receta. Mire, el queso es dietético… Y ahora incluí ensalada de arroz…
Me dio un portazo, pero imagino que lo iba a probar porque se quedó con las milanesas.
A la tarde siguiente lo encontré sentado en su pórtico, tomando mate. Tragando saliva, me armé de valor y me acerqué. Le pregunté si no le molestaba que le acompañara, que me sentara a su lado para charlar. En ningún momento profirió palabra alguna, solo miraba a la calle con su mate metálico en mano. Imaginé que su silencio era como un “Sí” porque de lo contrario me gritaría airadamente.
—Señor Cartes, al terminar la facultad fui al supermercado.
—Bueno que no hayas usado el coche de tu hermano.
—Ya, bueno… Quería decirle que no soy muy buena cocinera…
—Anda tú, no me digas.
—… pero mire, hoy prepararé algo más sano. Mi amiga Laura dice que no es recomendable que le dé todos los días frituras a alguien de su edad. Así que hoy toca ensalada mixta, no es difícil de preparar...
—¿“De mi edad”? Bueno… tu amiga Laura parece muy inteligente. Apuesto a que también es una gran conductora,.
—Oiga, don Cartes, gracias por no contarle nada a mi padre.
—Esperaré esa ensalada. Y no pongas rodajas de pepino. Odio los pepinos.
Esa noche no me respondió el timbre, por lo que supuse que no quería saber nada de mí. Sabía que lo mejor sería desistir y volver otro día, pero miré mi nuevo tupper con la ensalada que me costó casi media hora preparar, incluso dibujé un maldito corazón con la mayonesa de aceite de oliva para tratar de ganarme algo de puntos. Además, quería recuperar mi tupper de la noche anterior.
Abrí la puerta lentamente, comprobando que el muy cabrón se había olvidado de asegurarla. Entré a la casa llamándolo en voz muy alta, conforme avanzaba a lo que parecía ser la sala; se veía la espalda de un sillón muy grande, un televisor encendido más al fondo, además de mesas de apoyo y un sofá muy mal ubicados.
Hasta ese momento no lo había pensado mucho pero nunca conocí a la esposa del señor Cartes. Sé que murió cuando yo aún era muy niña, recuerdo vagamente que también que tenía una hija que cuando tuvo la oportunidad dejó la casa. Sinceramente no me extrañaba que lo hubiera dejado a la mínima; una convivencia con él no parecía una tarea muy bonita que digamos.
El señor Cartes estaba durmiendo en el sillón, por lo que decidí dejarle la ensalada en la cocina y de paso recuperar mi tupper de la otra noche. Lo que encontré allí fue un auténtico desastre, no solo por el amontonamiento de platos, vasos y cubiertos sucios, sino porque comprobé que la comida rápida que el hombre solía degustar no era realmente sana. Todo un repertorio de envases de comidas poco recomendables para alguien de su edad desfilaban en el suelo, estantes y hasta en la heladera. De hecho, inmediatamente me sentí mal por haber contribuido con milanesas napolitanas.
Salí al jardín y noté que no era precisamente un edén. Me encontré con figuras de gnomos rotas, pasando por el césped altísimo, hasta las raíces de flores de jazmines extendiéndose por sillas, paredes y cualquier otro objeto que, por la pinta, permanecían inamovibles desde hacía mucho tiempo.
Podría irme y actuar como si no hubiera visto nada. Pero cuando volví a pasar por la sala vi al antes iracundo y rabioso vecino durmiendo como un ángel, con el rostro ladeado y una manta arropándolo. Por un lado aún tenía miedo de él, además de cierto odio, pero yo no dejaba de ser la muchacha que le arruinó el día al joderle su coche que iba a vender. No dejaba de ser una chica que le había hundido más en su miseria.
En ese momento, sin entender muy bien qué falló en mi cabeza, me sentí obligada a ayudarlo.
A la tarde siguiente, tras mis clases de facultad, la última de la semana por cierto, me senté de nuevo a su lado, en el pórtico, para charlar con él. Debo agregar que aún no tenía muchas ganas de compartir su mate.
—Rocío, creo que tengo un fantasma en la casa.
—No es verdad…
—Me arregló la cocina, me dejó un plato de ensalada de mierda y se llevó de paso toda la guarnición que tenía en la heladera…
—Escúcheme, señor, esa comida no le va a hacer nada bien. Hoy hablé con mi amiga Laura y me ha recomendado comida sana que podría gustarle…
—En serio estoy creyendo que tienes el cerebro en esas enormes tetas, ¿has pensado en donarte a la ciencia? A ver, ¿chocas contra mi coche, entras a mi casa sin permiso y ahora te vas a encargar de mi dieta si ni siquiera sabes cómo estoy? ¡Estás chiflada, rubia, en serio!
—¡No soy rubia! Escúcheme, mañana no tengo clases, así que podría venir, no sé… a ayudar a limpiar su casa y jardín. Verá, no es precisamente el paraíso allí adentro.
—¡Si vuelvas a poner un pie aquí llamaré a la policía!
—Dios, ¡ya estoy harta de que me trate así! ¡Solo estoy tratando de ser amable porque me siento culpable!
—Puf, a la mierda… ¿Podrías irte de aquí?
—¡Con gusto! ¿Sabe?, ¡podría venir y limpiar también esa sucia boca que tiene, grosero!
—¡No vuelvas nunca más hasta que consigas el dinero, niñata!
Mi hermano lo oyó todo desde el otro lado de la valla, curioso como siempre, y de hecho intentó calmarme cuando me pasé visiblemente afectada, pero hice oídos sordos y entré a mi casa. Pensé que allí acabaría toda mi aventura con ese viejo cascarrabias, aunque entrada la noche algo me impulsó a abandonar los libros que estudiaba y salir de nuevo rumbo a su casa. Ya fuera por pena o porque no me convenía cabrearlo, me armé de valor y toqué su timbre, esta vez, con bandeja en mano.
El hombre se mostró iracundo cuando me vio, de hecho casi dio un portazo pero logré atajar la puerta a tiempo.
—¡Pescado, señor Cartes! ¡Tenía dos pescados en mi heladera y se los he traído!
—¿Pescado?
—Uf, déjeme pasar, es de mi papá… No sabe que lo he sacado de la heladera… Obviamente no pude cocinarlo en casa, así que me preguntaba si me dejaría usar su cocina… uf, no me cierre la puerta…
—Me gusta el pescado, la verdad.
—Y es sano para usted, o eso creo, no tuve tiempo de llamar a mi amiga Laura porque dejé mi móvil en mi casa…
Salió y miró para ambos lados de la calle. Al no ver a nadie, supongo que “testigos”, carraspeó y tomó la bandejita con pescados. Creo que, al fin y al cabo, la habladuría de los vecinos sería brutal si vieran entrar a una jovencita en la casa de un señor mayor en horas de la noche; no creo que precisamente pensaran que haríamos cosas de abuelo y nieta.
—Tienes media hora para prepararlo. Luego te vas.
—Necesito mínimo una hora para prepararlo, don Cartes, por favor.
Sus ojos no se decidían dónde posarse; o en la bandeja o en mi cansadísimo rostro. Yo sabía que no le quedaba otra que aceptar: no tenía comida en su cocina, bien que me encargué de que deshacerme de todo aquello que parecía ser nocivo para él, es decir, todo lo que tenía.
—¡A la mierda, lo que tengo que hacer por un puto pescado! ¡Entra de una vez, cojones!
Los dos pescados aún tenían algo de escamas pero nada que el filo de un cuchillo no pudiera solucionar. De hecho el señor Cartes me acompañó en su cocina con la excusa de que no quería que yo le robara algo, observando con mucha atención y hasta me atrevería decir algo de admiración vista la habilidad que le mostraba.
—Soy la única chica en mi casa, así que no me quedó otra que aprender a cocinar lo que mi papá y mi hermano pescaban cuando íbamos de paseo a Tacurembó. Justamente planeo ir allí con mi novio dentro de poco.
—No me interesa, la verdad, pero lo cierto es que tienes maña, rubia.
—Dios, deje de decirme rubia.
Limón por fuera, limón por dentro y condimentos también. Tras rebanar las verduras (dejando de lado los “malditos pepinos” que don Cartes odiaba) me dispuse a rellenar el pescado con algo de queso. Lo normal sería poner mantequilla al papel de aluminio con el que lo recubriría, pero me decidí por algo más sano como el aceite de oliva. Me encargué, de hecho, de comentarle cómo le convenía este tipo de alimentación conforme metía ambos pescados empapelados en el horno.
—Ahora queda esperar media hora, don Cartes.
—Bien, estaré en la sala, avísame cuando esté listo.
Mentiría si dijera que no tenía ganas de conversar con él. Parecía un momento propicio pero él no dejaba de esquivarme. No es que tuviera ganas de discutir, simplemente quería que supiera que yo no era la tonta irresponsable que se pensaba y que realmente estaba agradecida de que no fuera a hablarlo con mi papá, o dicho de otra forma, estaba agradecida de que no jodiera mis próximas vacaciones con mi pareja.
Llegado el momento, serví un pescado empapelado en el plato y, sentándome al otro lado de la mesa, llamé al hombre para que pudiéramos estar frente a frente.
—¿Es esto, Rocío?
—Obvio que sí, siéntese y ábralo.
Abrió el papel de aluminio que cubría la comida e hilos de humos serpentearon para arriba. La explosión de olor no tardó en llenar la cocina y el ceño serio de aquel hombre cambió radicalmente. Con una media sonrisa me miró y pareció asentirme ligeramente:
—Huele bien… pero se ve rosado…
—Es solo la piel, tiene que rasparlo con el tenedor. Adentro está perfecto.
—¿Segura? —cortó un pedazo y lo degustó. Tragué saliva y crispé los puños, no sé por qué esperaba algún tipo de aprobación de él cuando probablemente no recibiría más que unas forzadas y rápidas felicitaciones.
—¿Y bien, don Cartes, le gusta?
—¡Está delicioso, nena!
Suspiré y casi sonreí de alegría. Pero me contuve y me levanté del asiento.
—Me alegra. Bueno… Buen provecho y permiso, me voy a retirar, le dejé el otro pescado en el horno.
—No, no, no. Acompáñame, rubia —me señaló con su tenedor—, ¡tienes que probarlo!
—No soy ru… ¡Bah! Gracias, voy a servirme.
—¡Jo! Traeré el vino del sótano, esta es una cena como no he probado en años. ¡Desde que mi señora se fue no he degustado algo así, no joda!
Lo que pensaba podría volverse incómodo se transformó en una agradable velada. Ya fuera el vino, fuera la cena casera o su particular olor que todo lo abarcaba, pero algo en esa noche cambió mi percepción de él; conocí un lado de mi viejo y cascarrabias vecino que jamás hubiera adivinado que tenía. De hecho, aunque él nunca lo supo, decidí olvidar que tenía que salir al cine con mi novio porque me enganché con su entrañable historia de cómo conoció a su señora, en una tarde en la playa de Gardel.
Terminada nuestra cena me pidió que lo acompañara a su garaje. Al encender la luz amarillenta de la cochera se me cayó el alma a los pies pues no quería volver a ver ese viejo Mercedes abollado por mi torpeza. O mejor dicho, no me encontraba preparada para verlo. Pero la situación era distinta; su dueño estaba risueño, amable, amoroso casi.
—Es un Mercedes Benz del 69, “Pagoda”. Es descapotable pero hace años que no funciona eso. Lo gracioso es que al comprador no le parece importar demasiado, solo quería que el cuero del asiento fuera el original…
—Es precioso el coche —mentí desde la puerta que conectaba su sala con el garaje. No tenía la fuerza para entrar.
—¿En serio, Rocío? Ven, pasa.
A pasos lentos y con la mirada posada en las líneas del vehículo, el señor Cartes me contó su historia conforme pasaba sus dedos grácilmente sobre su coche, como si estuviera acariciando a un ser vivo, una mascota, o mejor dicho, como si estuviera acariciando a una mujer.
—Me lo regaló mi señora. Verás, me pareció la compañera perfecta. El vehículo carece de curvas como comprobarás, es todo recto, todo lineal. Y mi señora, por dios, era la antítesis perfecta. De curvas peligrosas que ningún coche podría domar sin salirse de la ruta o terminar volcando.
—Don Cartes, no tiene idea lo mal que me siento —en ese momento me acerqué hasta donde él estaba, contemplando con la mirada algo que, segundos antes, me parecía un simple y feo coche; ahora tenía una historia, una razón de ser. No pude evitar palpar el emblema del Mercedes al verlo radiante—. Sinceramente, señor, creo que es feo que venda un regalo de su difunta esposa.
Todo mi cuerpo crispó cuando sentí las manos del hombre en mi cintura, y con fuerza, como si yo no pesara nada y él fuera un joven con años en un gimnasio, me levantó e hizo sentarme sobre el capó, con mi mirada sorprendida clavándose en esos preciosos ojos suyos.
—Tú también tienes curvas matadoras, Rocío, como las de mi señora.
—Mffbbpgg… —solté nerviosa.
—No te digo rubia porque sea daltónico o algo similar, Rocío. Sino porque de otra forma me haces recordar a mi esposa. Si te veo con ese cabello color castaño que te cae hasta los hombros, me voy a enamorar y pedirte que te vengas conmigo. Así que te imagino rubia para aguantar, ¡jaja!
—Aghmffpp —afirmé.
—Estas curvas son tan peligrosas como las de ella —y con unas caricias similares a las que dio al coche, , subió desde mis cinturas hasta rozar peligrosamente mis senos; evidentemente me derretí. Fuera el vino, fuera la cena o el olor que esta desprendió toda la noche, no sé, pero algo ayudó a que ese tacto grácil me hiciera abombar la cabeza—. Te imagino rubia porque en el momento que los vecinos me vean atontado por una jovencita, me van a linchar. ¡Jo!, siempre te veo pasar frente a mi vereda cuando vuelves de la facultad, enfundada en un vaquero ajustado o falda muy corta, y desde entonces me digo: “¡Por mi bien que tengo que imaginarla rubia, porque no me gustan las rubias!”.
—Dios mío, don Cartes… ¿Por eso siempre me ha tratado tan mal?
Me plantó un besó que me robó el aliento y la razón. Aprovechando el shock, me giró sobre su capó y me hizo acostar boca abajo. Aún sin saber cómo reaccionar ante la situación, sentí cómo tomaba los pliegues de mi falda para bajarla hasta la mitad de mis muslos. Con ella fue mi braguita y, evidentemente, mi cola quedó expuesta en todo su esplendor.
—¡Qué locura de niña! Definitivamente te pareces un montón a mi esposa —sentenció propinándome una fuerte nalgada que resonó por todo el garaje.
—¡Auch, don Cartes! ¡C-c-creo que ha bebido demasiado vino!
Me metió dedos por mi concha por larguísimo rato. Creo que arañé su capó pero tampoco es que pareciera importarle mucho. Me agarré fuertemente del limpiaparabrisas conforme mi cuerpo se tensaba y cada sentido de mi ser parecía nublarse ante la majestuosidad de sus expertos dedos acariciándome, apretujándome la piel, entrando y saliendo, empapándose de mí. Mi mente se había derretido recibiendo las caricias de ese madurito.
—¡Uf, diossss, esto no me está pasando, esto no me está pasando!
Retiró su mano encharcada de mí, y para mi sorpresa, posó sus manos en mis nalgas para poder separarlas y contemplar mis vergüenzas.
—Este culo merece un monumento, niña, ¡no joda!
—¿¡Pero qué va a hacerme, don Cartes!?
Con un dedo, creo que el pulgar, hizo presión en mi ano. Me tomó totalmente de sorpresa y no pude evitar un chillido atronador. Vi mi tímido reflejo en la luna delantera del coche: mi cabello restregado por todo mi sudoroso rostro y mi boca jadeando de gozo; era una simple putita, una guarra que tenía la fuerza para parar aquello pero que se negaba porque nunca antes había sentido esa oleada de placer. Llámese vino, llámese cena, llámese madurito experto, pero algo dio un vuelco completo dentro de mí.
Estaba muerta de gusto.
Presionó un poco más y sentí que su pulgar entró; me mordí los dientes y curvé mi espalda. Quería escapar porque me asustaba intimar con alguien que días atrás me había gritado hasta hacerme llorar, pero también quería quedarme allí porque me encantaba ser tratada así, como una simple putita de uso y desecho; deseaba ser enculada por su dedo, quería llorar y reírme de mí misma.
—¡Espereeee, don Cartes, espereeee!
—Tienes un culito muy apretado, Rocío.
—¡No me hable así! ¡Auch, dios mío!
Vi de reojo cómo levantó una rodilla para apoyarla en el capó; quería posicionarse y poder penetrarme, y por la pinta, mi cola iba a ser la víctima. Mi corazón palpitaba y cada articulación mía temblaba demencialmente. Aquello no podía ser verdad: sentí su caliente y gigantesco glande contra mi tierno y recientemente visitado culo.
—Por lo que se ve, ya tienes algo de experiencia, Rocío. Parece que va a entrar fácilmente.
—Don Cartes, mis parejas solo me han metido dedos, ¡por favor no me penetre por ahí, me voy a morir!
—¿Estás segura? Mi pulgar entró con facilidad…
—Hip… se lo digo en serio, encima que no me he limpiado la cola, le ruego… hip… ¡a la mierda, hágalo, don Cartes, soy suya!
—¿Acabas de hipar?
—¡No! Es que… —la verdad es que tenía mi sexo a punto de estallar, mi cola ansiosa de polla, pero había un detalle menor—, es que creo que el vino me está haciendo mal…
—¡Jo! Pues ahora que lo pienso, no me voy a aprovechar de una jovencita borracha.
—¡Nooooo, cabrón! Hip… no estoy hipando… no pasa nada, en serio. Aprovéchese, le doy permiso.
—¡Jaja! Hagamos una cosa, que si no mi esposa va a venir del cielo… o del infierno… y me va a dar una paliza por aprovecharme. Te esperaré mañana, Rocío, para arreglar el jardín, ¿qué te parece?
—No, no, no, don Cartes no me deje así que voy a sacar el coche de mi hermano y lo atropello ahora mismo…
—¿Vas a venir mañana? Espero que sí…
Se retiró del capó y se hizo de sus ropas mientras yo aún temblaba de excitación. Me volvió a girar para que esta vez quedara boca arriba; me vio los ojos llorosos, el cabello desparramado y el sudor corriendo por todo mi cuerpo; me dio un beso de despedida que me hizo correr de placer debido a su experta lengua jugando con la mía; el sabor y olor del vino era fuerte pero no me importaba, de hecho aproveché para que sintiera el piercing que tengo injertado en la puntita de la lengua, con la esperanza de calentarlo. Terminado el obsceno beso, me dio un mordisco en mi teta izquierda; probablemente quiso morderme el pezón pero notó que también tengo injertos allí (es una barrita con bolillas en los extremos).
—Puedo estar toda la noche así, pero no debo. Vístete, niña, y ve a tu casa. Te espero mañana.
—Vuelva aquí, cabrón… hip… ¡sea un hombre y termine con lo que quiso comenzar! —protesté golpeando el ya humedecido capó. En ese momento tenía unas ganas insostenibles de volver a mi casa con la cola repleta de leche; definitivamente algo no estaba bien en mi cabeza.
Al día siguiente, sábado, el señor Cartes me esperaba sentado en el portal de su casa. Fui cómoda de ropas, con un short de algodón blanco así como una blusa holgada porque sabía que tendría una intensa actividad en su jardín. Cuando me senté a su lado, bastante nerviosa, me ofreció por primera vez su mate. Para los que no lo sepan, el mate es una bebida que se sirve en caliente y, si una no está acostumbrada a esa mezcla de agua y yerba, realmente le puede resultar poco agradable aún con esos ingredientes que lo endulzan. Ese es mi caso, no me gusta el mate pero sé lo que simboliza; confianza, amistad, como un apretón de manos pero un poco más íntimo; rechazarlo estaba descartado.
—Señor Cartes, buen día.
—Rocío, es verdad lo que me habías dicho sobre el jardín. No es precisamente el paraíso. Supongo que lo dejé estar porque no recibo visitas desde hace años… pero parece que esto está cambiando… Así que si estás con ganas, ¿te apetece cortar unas malezas?
—¿Y luego qué? —pregunté ansiosa.
—Ya veremos.
El calor era abrasador pero nada nos detuvo de remozar ese pequeño jardín. Gnomos y diminutas basuras fuera, jazmines recortados y el nivel del pasto mucho más decente fueron la clave para que, casi al mediodía, tras más de cuatro horas de intensa labor, el jardín brillara por sí solo. De hecho la actividad fue tan exigente que atrás quedó mi antes irrefrenable deseo de ser sometida por don Cartes, quien por cierto también estuvo muy metido en la labor con su podadora y machete.
Me metí de lleno en aquella actividad, tanto que ni siquiera noté que el hombre se había retirado del jardín para preparar algo en la cocina. Ni bien terminé de cerrar el bolso con toda la basura contenida, me dirigí junto a él con el cuerpo totalmente sudado.
—Limonada, Rocío —me pasó un vaso ni bien entré.
—Don Cartes, sobre lo de ayer…
—Voy a ser directo. Tienes diecinueve… ¡yo ni siquiera quiero decir cuánto tengo, nena! La verdad es que la edad es una jodienda, así que… ¡echémosle la culpa al vino y no volvamos a pensar en eso! A partir de hoy, vuelves a ser rubia para mí, ¿sí?
—Me limpié la cola esta mañana con la manguerita de mi ducha, cabrón. Le juro por lo que más quiera que no hiparé esta vez… así que míreme el cabello castaño y hágame suya.
—¿Qué dices, Rocío?
—No me importa su edad, ¡míreme! ¡Estoy hecha un desastre, me he pasado toda la mañana limpiando un puto jardín solo porque quiero estar con usted! Ni se atreva a decirme que olvidemos esto, viejo cascarrabias, que juro que cambiaré sus pastillas por viagra si es necesario…
—¡Jaja! Mira quién es la bravucona ahora. Pero en serio, deberías controlarte, no es bonito ver a una niña tan bonita como tú diciendo cosas como esas… rubia…
—¡No soy rubia, cabrón!
Me abalancé sobre él y planté un beso con fuerza conforme lo atenazaba con brazos y piernas. Pensé que no sería recíproco pero para mi sorpresa, cogiéndome de la cintura, me hizo acostar sobre su mesa. Un plato, el pepino de la otra noche y las frutas que le había comprado cayeron al suelo conforme mi viejo amante me retiraba mi blusa para que mis tetas fueran degustadas y manoseadas a su antojo.
—Estas jovencitas de hoy día… ¿En serio te gusta esas barritas de acero atravesándote el pezón?
—Uf, diosss, no se quejó anoche cuando le hice probar el piercing de mi lengua, don Cartes.
—¡Jo, es verdad! ¿Sabes por qué tu cola, Rocío? —me bajó el short hasta las rodillas, dejándome solo con mis braguitas que sabía que marcaban demencialmente mi vulva.
—¿Qué? —pregunté extrañada sintiendo cómo ladeaba la mencionada braguita para que sus dedos entraran en mi húmeda concha.
—Mi esposa nunca accedió… Por eso quiero hacerte la cola, princesa, las curvas de tus caderas invitan a imaginar un precioso culo. Y de hecho es así, es una obra de arte.
Y acto seguido me giró sobre la mesa como si fuera un muñeco de trapo. Estaba más que claro que el hombre tenía un solo objetivo y lo quería por sobre mi coño: reventarme el trasero. Chillé cuando arrancó mi braguita con fuerza, sus manos se posaron en mis nalgas y me las separó para examinar mi agujerito por varios segundos; luego se embardunó los dedos con el aceite de oliva que había traído para prepararle el pescado de la noche anterior.
—Ya sabes, preciosa, lo más sano siempre —bromeó.
—¡Don Cartes ese aceite es carooo! —pero me volví y me mordí los labios al sentir sus gruesos dedos entrando y saliendo con facilidad de mi cola—. ¡Dios pero qué bien se siente!
—¡Me encanta cómo aprietas tus nalgas cuando meto mis dedos, es puro espectáculo!
—¡No se burle, don Cartes, que me acomplejo fácil!
Mis ojos se abrieron como platos cuando sus dedos abandonaron la tarea y un brazo suyo se apoyó de la mesa. Debido a sus gemidos y el ruido seco que escuchaba, supuse que con la otra se estaba cascando la polla para luego ponerla en mi culo. Estaba ansiosa, desesperada, ese hombre me tenía loca y por él puse mi cola en pompa.
—Rocío, me pregunto si existe alguna ley que prohíba lo que voy a hacer con este culo, ¡jo!
—¡Va a ser la primera vez que me hagan la cola! Sea gentil, prométame que será gentil, don Cartes.
—Niña, se nota que estás a punto de caramelo y quieres verga, pero no me atrevería a lastimarte. Pararé si lo deseas.
El glande de su polla hizo presión contra mi agujerito; quería ingresar pero estaba difícil el acceso. Me tomó de mis caderas con fuerza y empujó; mi cuerpo y la mesa tambalearon; empujó otra vez, y otra vez, arrancándome alaridos cada vez más fuertes que, en un momento dado, me hicieron arañar su mesa.
—¡Auuuuchhmmm! ¡Está doliendo!
—¡Jo!, está estrechito… Tienes que relajar la cola, niña, relaja tu culito, vamos.
—Mmffff… diossss… ¡no sé cómo hacer eso, don Cartes!
Dio un último envión infructuoso que solo terminó por hacerme arquear la espalda debido al dolor. Se retiró unos pasos jadeando, dejándome exhausta y tendida sobre su mesa como un maldito juguete con el que no podía sacarle provecho, dejándome con la concha prácticamente latiéndome de placer y el ano ardiéndome de dolor. Y yo me sentía frustrada; definitivamente mi cola aún no estaba lista para recibir una tranca en condiciones.
—¿No sabes cómo aflojar el culo? —se secó la frente perlada de sudor—.¿En serio?
—Uf, perdón don Cartes… trataré de hacerlo mejor…
—No, escucha, Rocío, esta tarde tengo que salir. Iré a hablar con el comprador de mi coche. Ve a tu casa, sal con tu novio o lo que sea.
—Uf, no, déjeme ir con usted…
—Mañana, niña. Mañana es domingo. Esta vez arreglaremos la sala, ¿qué te parece? Anda, vístete…
De noche estuve con mi chico, más precisamente en su coche. Estacionó cerca de una plaza porque de otro modo no tenemos mucha intimidad. Nunca me había fijado en su vehículo pero haré un breve recuento: tiene una abolladura de frente, dos rayones en la puerta del acompañante, una luz frontal que no funciona y además no es que adentro huela precisamente a rosas. Sinceramente, estaba a años luz del Mercedes de don Cartes; me alarmé al recordar la analogía entre un coche y una mujer, y por dios, más le valía a mi chico que empezara a tratar a su vehículo como a una reina.
Ambos estábamos en el asiento trasero; mientras le desabotonaba la camisa y pensaba llenar su pecho de besos, me tomó del mentón y me sonrió:
—Puedo salir desnudo del coche y gritar lo mucho que te amo, Rocío… lo voy a hacer, lo van a ver todos allá en esa plaza…
—Adelante Christian, no seré yo quien llame a la policía, ¡ja!
—Lo haré, en serio. Con la condición de que, por todos los santos, me dejes hacerte la cola…
—Otra vez con eso, jamás me dejaré, cabrón, ya puedes ser Jesús resucitado que no voy a ceder.
—¡Será posible!
En ese instante se inclinó para sacarme las tetas de mi escote y poder chupármelas; me alarmé porque probablemente se vería el mordiscón que me había hecho mi vecino la noche anterior, y aunque por suerte estábamos casi en la más absoluta oscuridad, no dudé en disimular atajándome dicha teta con la mano para ocultar la manchita lila. Inmediatamente se fijó en el otro pezón; se inclinó para morderlo, estirarlo y mirarme la carita viciosa; me hizo mojar, me había puesto excitadísima porque sabe tocarme.
Pero debido al dolor y la sensación rica grité: “¡Uf, don Cart…. cabrón!”, pues la imagen mental de mi maduro amante afloró durante el éxtasis.
—Ehm… Rocío, ¿me acabas de decir “don Cabrón”?
Domingo de día. Está de más decir que arreglar la sala de don Cartes no fue una tarea muy sencilla. En esa ocasión fui vestida con el vaquero ceñido que me confesó que lo volvía loco, así como un jersey blanco y holgado que, si uno se fijaba bien, revelaba que no llevaba sostén. Con éxito logré calentar a mi viejo vecino para que, a mitad de la limpieza de su maldita sala, se detuviera y soltara los libros que estaba apilando. Se sentó en su mullido sillón y, señalando el suelo frente a él, ordenó:
—De cuatro patas, aquí. Y ponme esa jugosa cola en pompa.
—¿Qué pasa, señor, ya no soy rubia?
—No. Ahora eres la morena con la cola más bonita del mundo… ¡Vamos, bájate el vaquero y de cuatro!
Sus tres dedos estaban incrustados muy dentro de mi ano. Lo podía sentir al cabrón haciendo ganchitos y caricias varias para estimularme. Me ordenó que me acariciara la concha y no dudé en tocarme el clítoris para gozar de todo aquello. Su objetivo ese domingo era muy claro: entrenar mi cola. Debía aprender a relajarme para que pudiera penetrarme, así como también debía aprender a hacer presión con el esfínter de mi culo para que su polla recibiera placer.
—Rocío, deja de gemir todo el rato.
—Don Cartes, mmfff, es que dueeeleee…
—Aprieta, vamos, ¡aprieta!
—¡Diossss! ¿Asíiii?
—No, princesa, estás apretando las nalgas, no el esfínter. A ver, imagina que tu padre nos pilla ahora mismo…
El susto hizo que el culo se me cerrara de golpe.
—¡Perfecto, Rocío! Mantén la presión.
—¡Uffff! Creo que voy a romperle sus dedos como siga apretando mi colaaaa…
—Eso no va a pasar. Ahora afloja…
—Uff… señor Cartes, ayer mi novio casi pilló el mordiscón que usted le dio a mi teta la otra noche…
—¡Me hubiera gustado ver la cara de ese punker de mierda! Anda, afloja el culo… Eso es, lo estás haciendo bien. Cuando cuente hasta tres, volverás a presionar tu esfínter, como si quisieras reventarme los dedos.
Fue una tarde bastante didáctica, a decir verdad. Luego de terminar el entrenamiento, cogió el pepino al que tanto odio le había profesado, y con pericia logró insertármelo. Eso sí, tuvo que convencerme durante media hora que meterme una verdura en la cola no iba a traerme consecuencias indeseadas. Según él, debía dejármelo toda la noche para que al día siguiente mi ano estuviera flácido y pudiera follarme con comodidad.
Fue una noche bastante dolorosa para mí. No paraba de revolcarme en mi cama, enredándome con mi manta debido a la incomodidad de tener dentro de mí una verdura. Y el hecho de que sabía que al día siguiente sería el día de mi debut anal no ayudaba a conciliar el sueño.
El día siguiente, lunes, me quité la verdura en el baño tras un par de intentos infructuosos. Casi amagué llamar a don Cartes porque en serio ya me veía en un hospital con los doctores analizando la radiografía de una putita con un pepino metido bien en el fondo de su culo.
Tras desayunar, mi hermano y mi papá me vieron despedirme de ellos con una faldita vaquero y una blusa de lo más coquetas. Bueno, mi padre en realidad se quejó mientras sorbía su café pero hice oídos sordos. Está de más decir que ese día falté a mis clases. No, nadie vio cómo abordé un Mercedes abollado del 69, color plata, muy sonriente, tan sonriente como el madurito que la conducía.
Nuestra escapada romántica tenía un destino. La playa “La Mulata”, o como él la conoce: la playa de Gardel, que supongo fue elegida a conciencia porque no solo le evocaba recuerdos sino porque es una playa no muy concurrida. El silencio impera, y un lunes como aquel, la privacidad entre la arena y el mar estaba asegurado.
Ocultos en un amontonamiento de rocas, pegados prácticamente al mar, me deshice de mis prendas mientras el señor Cartes reía y me contemplaba con unos ojos de admiración que jamás pensé que podría recibir de él. Le había traído el pepino a modo de curiosidad, y me lo quitó de las manos porque dijo que lo iba a guardar como recuerdo; como loca me abalancé a por él para quitársela de sus manos y poder lanzarla al mar. A modo de castigo me tuvo desnuda un buen rato antes de que por fin se decidiera sacarse sus ropas, haciéndome girar para él, besándome y acariciándome, acostándome en las rocas para que mis pies recibieran el tímido roce del agua.
—Rocío, eres el mejor accidente de mi vida —me dijo tras un largo beso, jugando con los piercings de mis pezones, apretándolos con sus dedos con inusitada pericia.
—Don Cartes, si mi papá se entera me quita hasta el apellido.
—¡Jo! Pues te vienes a vivir conmigo, ¡hala! Pero… la edad es una jodienda, ¿verdad? —Se levantó y me extendió la mano—. Ahora, ensalívamela, que te la voy a meter en el culo.
—S-sí, prometo no decepcionarlo, don Cartes.
Arrodillada ante su imponente verga, la tomé con ambas manos sin dejar de contemplar con cierto miedo aquel duro pedazo de carne. “No me jodas que esto le puede caber a alguien”, pensé con desesperación porque el pepino de la noche anterior no podía compararse con su cipote. Don Cartes me tomó del mentón y levantó mi rostro.
—Mírame mientras me la chupas, princesa.
Repasé cada centímetro de su tronco a lengüetazos, poniendo fuerza en la puntita de mi lengua para que mi piercing lo estimulara más aún. Pajeándolo, me entretuve con sus huevos, con esa piel rugosa y tan apetecible, haciendo siempre esfuerzo en sostener su mirada, recibiendo con gusto las caricias que me daba, escuchando solo el suave mar y el chupeteo intenso.
Para finalizar, puse mucha fuerza en contentar la punta de su tranca. De hecho metí la puntita de mi lengua en su uretra, pero el muy cabrón cortó todo el rollo mágico y me dio un bofetón ligero que me dejó boquiabierta. Antes de que pudiera recriminarle su trato tan brusco, me dijo que si seguía chupándosela así le iba a hacer correr.
—Anda, acuéstate sobre la roca, niña.
Y cuando, acostada boca abajo, sentí sus manos en mi cintura supe que el momento estaba llegando. Con una mano hizo presión en mi espalda, y con la otra me agarró la concha para darme una estimulación vaginal; sin que siquiera me ordenara, puse mi cola en pompa mientras seguía recibiendo sus dedos. Gemía, me mordía los labios, arañaba las rocas; simplemente no sabía qué hacer con tanto éxtasis poblándome el cuerpo.
Me metió mano en la panocha por un largo rato. No fue sino hasta que mis gemidos y mi respiración se volvieran entrecortados que decidió dejar de estimularme y, con sus dedos humedecidos de mis jugos, empezó a masajear mi ano.
—Recuerde ser gentil, por favor, don Cartes.
Y el caliente glande se posó en la punta. “Relaja”, susurró. Entró una pequeña porción de su polla que me hizo dar un respingo de dolor, pero logré callarme para no preocupar a mi amante. Aún así se detuvo y me preguntó cómo me sentía. Le respondí que continuara, que todo estaba bien.
Otro caderazo. Esta vez la cabeza estaba forzando el anillo, avanzado milímetro a milímetro. En ese momento no pude contenerme y pegué un grito tan grande que temí que nos pillara algún incauto. Y probablemente ese haya sido el caso, seguramente algún muchacho o mujer nos haya oído (incluso visto a lo lejos), pero todo eso solo lo hacía más excitante.
—Lo tienes muy apretadito, princesa, aguanta un poco más.
Otro envión, me sostuvo de la cadera con fuerza porque de manera natural mi cuerpo quería salirse de aquella invasión gigantesca que amenazaba con rompérmelo todo. Cuando pensé que debía rendirme, de rogarle que me dejara porque pensaba que simplemente ese día no era el día para debutar, en ese mismo instante todo se aflojó; su verga entró firme, atravesó la barrera del esfínter con toda su dureza, llenándome lentamente, estirando esas paredes internas que no sabía que tenía.
—¡Uf, es estrechito pero ahora está entrando, nena!
—Diossss… míoooo… ¡lo tiene demasiado grueso, don Cartes!
—Está… demasiado… apretado… cojones…
—Lo séeeee… ¡Madre cómo dueleeee!
—Puedo… ¡detenerme ahora, Rocío, solo dilo!
—¡Nooooo, sigue, señoooor!
Tras unos berridos y gemidos que don Cartes consideró “excitantes”, llegó un instante en el que la carne dejó de entrar y reventarlo todo allí adentro. Lo supe cuando los huevos de mi amante golpearon mis nalgas: una polla por fin había entrado por completo en mi cola; mi vientre empezó a llenarse de un riquísimo hormigueo conforme hilos de saliva se me escapaban de mi jadeante boca sin yo poder evitarlo.
—Mmm, ¡está todo adentro, m-m-me encanta cómo se siente!
Si, queridos lectores de TodoRelatos, aquello era riquísimo pero también sentía que un ligero movimiento en falso podría partirme en dos pedazos; había un pedazo de dura verga incrustado hasta el fondo, estaba en el límite del goce y dolor extremo; don Cartes se inclinó y me hizo una deliciosa estimulación vaginal que me hizo decir cosas innentendibles. Me quería caer, me temblaban piernas y brazos.
A fin de devolverle el favor, saqué fuerzas de donde no había y tensé mi esfínter como había entrenado:
—Dios, Rocío… ¿estás apretando tu colita?
—Síiii… Ughm, sí, lo estoy haciendo… más vale que le guste, don Cartes…
—Uf, dios mío, es lo mejor que mi polla ha sentido en toda su vida, niña… ¡dejame de joder!
Su gozo era mío, apreté el culo con más fuerza para arrancarle más alaridos, pero en ese instante sentí una descarga de leche descomunal junto a un ligero bombeo que sí debo admitir que rebasó mis límites de dolor. Empecé a chillar, algunas lágrimas se me escaparon porque dolía demasiado, de hecho perdí las fuerzas de mis brazos y terminé rogando piedad. A costa de perder la magia del momento, confieso que incluso me oriné conforme el dolor y el gozo me acuchillaban todo el cuerpo.
—¡Qué verguenzaaaa, perdóooon soy una puerca!
—¡No pasa… nada, niña, que me estoy corriendo justo ahora! Falta… poco… ¡más!
Un bufido animalesco dio por terminado sus lechazos; separó mis nalgas y sacó su pollón, seguramente viendo cómo el semen seguía escurriéndose tanto de su tranca como de mi abusado agujerito sin parar; sentía cómo caían resbalando hacia la cara interna de mis muslos temblorosos. Me abrió el agujerito con sus expertos dedos para contemplar mi lefado interior, comentando cómo se veía, que no se cerraba, que chorreaba leche; haciéndome sentir tan sucia, tan guarra, tan puta.
Don Cartes no entendió por qué me encontraba llorando y riendo a la vez. Era una experiencia que me cuesta describir hasta día de hoy; entre el dolor y el placer, y además estaba feliz por haber entregado mi cola a él, puesto que pocos chicos fueron tan delicados conmigo.
—Rocío, princesa, dime cómo te encuentras.
—Hum… siento que me acaban de partir en dos pedazos… pero… me alegra que haya sido usted quien lo haya hecho.
Nos alejamos de la cala tomados de la mano, él ya vestido, yo prefería estar desnuda. Debajo de las sombras de la arbolada que caracteriza a “La Mulata”, nos pasamos abrazados, mirando la playa, riéndonos de algunas que otras personas que pasaban y nos ojeaban con curiosidad. Porque sí, lejos estábamos de aparentar abuelo y nieta. Pero lejísimos. Y a mí no me importaba, de hecho aproveché para desabotonar su camisa y besar su pecho cuando dos señoras pasaban a lo lejos para que nos vieran.
—¿Lo podemos hacer de nuevo, don Cartes?
—¿Mande, niña? Me has dejado agotado allá, ¿no tienes clases en la facu o una cita con el novio?
—¡Lo siento, señor! Pero… en serio, ¿una vez más?
Esa tarde me pareció de lo más morboso regresar a casa con la cola pringosa de leche, aunque claro, preferiría que no me ardiera tanto. Y la ducha para limpiarme en mi baño fue una auténtica tortura, pero sentía que todo había valido la pena. Aunque fue tanta la molestia ahí atrás que no me quedó más remedio que visitar a don Cartes esa misma noche, para que me aplicara una pomada conforme me decía que todo era mi culpa por haber rogado una segunda enculada.
Seguí visitando a mi amoroso vecino todos los días. Dejó descansar mi cola por un par de días, pero luego volvió a por ella como si no hubiera mañana. Ya sea de vuelta en la playa (donde incluso me permitió ser yo quien nos llevara allí, manejando su Mercedes), en su cama matrimonial, sobre el capó de su coche y hasta sobre la mesa de la cocina; con los días aprendí a dejar pasar los dolores del sexo anal y a correrme como una cerdita sin siquiera tocarme el clítoris; incluso una noche llegué a correrme tres veces de seguido pese a que él aún no me había llenado la cola con su leche.
Pero tampoco podía dejar mi vida rutinaria a un costado. Con mi chico, bastante cabreado por la falta de atención de mi parte, fuimos por fin a sus ansiadas vacaciones de dos semanas, a la estancia de su tío, ubicado en las afueras de Montevideo. Él no tocó mi cola, amagó incontables veces pero nunca cedí; en el fondo, solo un hombre tenía permiso ya que demostró experiencia y buen tacto a la hora de hacer algo tan delicado.
La noche que regresé a casa saludé a mi padre, y pronto salí para irme a lo de mi vecino con la excusa de que visitaría a mi amiga. Pero nada más salir vi que a mi hermano saliendo de la casa de don Cartes. Disimuladamente, como si fuera coincidencia que nos encontráramos, me acerqué a él.
—Hola Rocío, don Cartes se ha ido hace unos días. Vendió la casa, ¿no es genial? Un cascarrabias menos en el barrio… ¿Has visto su jardín? Acabo de presentarme al nuevo vecino y curioseé por la casa del señor. Te juro que jamás se me ocurriría que lo tuviera todo tan bien cuidado.
—¿D-d-dónde se fue?
—Pues no sé, no le pregunté. Me encargó un par de cosas antes de irse… La verdad es que pensé que me iba a pedir el dinero para reparar la abolladura de su coche pero nada de eso. Ahora… lo que me encargó fue una cosa muy rara…
—¿Qué te encargó?
Mi hermano volvió a casa, con una ligera sonrisa surcando su rostro, no sin antes entregarme un sobre que dejó don Cartes para mí. Lo abrí esperando encontrar alguna pista que me indicara dónde había ido. Pero nada de eso. No sé por qué razón ese viejo decidió regalarme un hermoso llavero con forma de un árbol de pino, como los que pueblan la playa de Gardel, conectada a la llave de su Mercedes del 69.
En el frontal del sobre ponía “Gracias, rubia”.
En ese momento se me quebró algo dentro. Mil pensamientos desfilaban y mis ojos revoloteaban por todos lados buscando consuelo. Si don Cartes estaba conmigo era simple y llanamente porque yo le recordaba a su esposa, y el decirme “rubia” como antaño solo significaba que era hora de seguir adelante con nuestras vidas, en caminos separados desde luego. Después de todo, como lo dijo él, la edad era una jodienda.
El vehículo estaba estacionado allí, en la vereda de su casa, como esperándome, radiante como nunca lo había visto, y sí, libre de aquella abolladura que le había hecho casi dos meses atrás. Incluso más tarde supe que arregló hasta el descapotable.
No será un coche de película ni el más bonito del barrio, pero aprendí a verle la belleza; realmente creo a día de hoy que se trata de una hermosa “máquina”; repleta de significados en esas líneas rectas que la cruzan y amoldan. Para mí, ya forjó una historia, una aventura inolvidable.
—¡Flaca, un día tienes que sacarme a pasear en ese cochazo! —gritó mi hermano desde el portal de nuestra casa.
No sé dónde ha ido él, pero creo entender sus razones. Según don Cartes, no podíamos estar juntos porque si lo hiciéramos, más gente como aquellas que nos veían en la playa nos señalarían con espanto; gente como nuestros vecinos podrían murmurar sobre nosotros; era algo que, por lo visto, él prefería no soportar. Para mí, por ridículo que suene, cuando veía a esas personas señalándonos en la playa, solo veía envidia, nunca espanto.
De todos modos, y gracias a él, aprendí a no llorar ante las embestidas de la vida. Y por eso espero que algún lunes se presente bajo la sombra de los pinos que bordean aquella playa donde me hizo suya tantas veces. De momento, seguiré esperándolo allí durante algún que otro amanecer, ahí mismo donde nos abrazábamos desnudos contemplando el mar, aunque sea solo para recordar aquellas tardes donde yo sonreía y lloraba mientras el mar acariciaba mis pies, aquellas tardes donde, por muy raro que parezca, viví con él experiencias entre el dolor y el placer que jamás olvidaré.
Gracias a los que han llegado hasta aquí.
Un besito,
Rocío.