Mi vida lejos de casa (1)

Supongo que hay veces que haces cosas sin pensarlas mucho.

Esa noche no pude dormir mucho. A la mañana siguiente saldría en tren para Sevilla. Iba a empezar, a mis 18 años mis estudios universitarios de Derecho y, como me ha ocurrido a lo largo de todos mis años de estudiante, la noche anterior estaba algo intranquilo y no paraba de dar vueltas en la cama, a lo que se añadía el calor que estábamos pasando todavía. El verano se negaba a irse.

Me levanté para ir a la cocina a beber. Solo llevaba puesto unos viejos calzoncillos blancos tipo slip con abertura frontal. Después me pasé por el único cuarto de baño que tenía la casa para mear y mientras dirigía mi chorro de orina al interior del inodoro, entró mi padre sacándose la polla por la abertura de su calzoncillo.

- Hijo, “echa payá”, no “pueo aguantá má”, me dijo.

Y empezó a soltar un chorro caliente de orina que a punto estuvo de salpicarme. A mí se me cortaron las ganas de inmediato. No esperaba esto. Me fijé en mi padre. Con su mano derecha se aguantaba el pito y lo dirigía a la taza del wáter, retirando el prepucio para que saliera el chorro limpio. Con la otra mano se rascaba la peluda y prominente barriga.

-“Tecortao” el punto, ¿no?. ¡Qué a gusto se siente “podé vaciá” la vejiga!

Y seguía meando un chorro largo y fuerte, mientras yo seguía mirando con los calzoncillos por debajo de los huevos y el nabo agarrado aunque se me habían pasado ya las ganas.

-Joder, estaba reventando. ¡Bebo mucha cerveza!, aunque dicen que “meá” es “mu güeno”, por eso no dejo la cerveza .

Decía mientras se sacudía la gruesa polla para eliminar las últimas gotas de orín, al tiempo que cogía un trozo de papel higiénico y se lo pasaba por la rosada cabeza de su nabo. Luego me miró, miró a mi polla y me dijo:

-¿Estabas meando o te la estabas cascando y “te interrumpío”.

-Papá, ¡qué cosas tienes! Es que no podía dormir y me he levantado a orinar.

- Bueno, hijo, no pasa “ná” si te la meneas “pa” relajarte. Los “güevos” son como la vejiga, cuando están “cargaos” hay que vaciarlos .

Y diciendo esto movía su mano adelante y atrás de su regordeta y flácida polla como masturbándose.

-Déjalo ya papá. Es el calor y que, bueno, mañana me voy y estaré lejos de casa por algún tiempo.

-Es “verdá” hijo. Ahora no podrás venir todos los fines de semana. Yo también voy a echarte de menos, y no digamos tu “mama”. Pero ya eres un hombre y un día tenías que volar.

- ¿Quieres que nos hagamos un pajote “pa” despedirnos? Cómo cuándo eras mas crio y te gustaba hacerte las pajas conmigo.

Y aunque aquellos años de mi vida habían pasado, en un momento desfilaron por mi mente algunos momentos de mi adolescencia en que mi padre me pilló masturbándome y lejos de abroncarme, me habló tranquilamente como que estaba haciendo algo natural y se puso a masturbarse también a mi lado. Yo lo buscaba en el granero y juntos nos pajeábamos a ver quién se corría antes o lo expulsaba mas lejos. Pero hacía ya varios años que habíamos dejado esas prácticas que fueron como juegos entre dos camaradas. Me lo quedé mirando. Seguíamos con los penes fuera de los calzoncillos. Estaba mayor, mas grueso, mas curtido por el sol y el trabajo, pero seguía siendo como un niño.

-Bueno, por los viejos tiempos –dije. Y me acerqué a mi padre.

Él se quitó los calzoncillos y se quedó desnudo.

En pelotas “mejó”, dijo.

Así que también me quité los calzoncillos y cerré la puerta del aseo.

Mi padre me echó un brazo por los hombros y yo lo agarré, como pude, por la cintura. Y empezamos a meneárnosla cada uno y rápidamente las pollas crecieron. La de mi padre era muy gorda, con mucho vello, pues es bastante velludo, pero sus huevecitos apenas se notaban entre el pelambre de su pubis. Se la meneaba con la mano izquierda mientras con la derecha me apretaba a su costado desde los hombros. Yo era al revés, con la izquierda lo apretaba desde la cintura a mi costado y me la meneaba con la derecha. Tengo los vellos del pubis recortados y afeitado polla y huevos, y aunque la mía parecía más grande, en realidad eran casi iguales, quizás un poco mas larga, aunque no mas gorda.

Mi padre jadeaba y movía su pelvis como follando mientras se masturbaba. Yo estaba a punto de correrme ya, solo por la situación que estaba viviendo, pero no quería adelantarme a él.

-¡Qué bueno Antoñito! ¡Qué de tiempo que no me la cascaba !

Y me apretaba a él y miraba hacia mi polla y luego me miraba y decía:

–¿Vas bien? ¿Te está gustando?

– Si, papá, mucho. Me hacía falta.

–Sigue, sigue, hasta correrte hijo mío, vamos a vaciarnos los “güevos”.

Mi padre fue el primero en soltar la leche .

–Antonito, mira Antoñito, ya… ya… me corro…, me corro…, no aguanto “má”…

Y mientras soltaba varios trallazos de leche sobre la bañera me apretó fuertemente a su cuerpo. Luego, poco a poco fue aflojando el abrazo mientras de su polla chorreaba todavía un hilo de semen.

-Joder, qué bien “mequedao”. –Venga hijo, ahora tú, ¡córrete! ¡vacíate los “güevos”!

Así que aceleré el ritmo de mi masturbación y en un par de minutos estaba salpicando también la bañera.

-Si, Antoñito, qué bien, ¡cuánta leche! Estabas bien “cargao”, ya verás que bien duermes ahora .

Y deslizó su mano sobre mi polla, cosa que no había hecho nunca, y con sus dedos me retiró el semen que tenía en la punta de mi nabo. Luego se limpió y me miró. Me sonrió y me dio un fuerte abrazo.

-¿No abrazas a tu padre?

Rodeé con mis manos ese cuerpo sudado y durante un buen rato estuvimos así rozando nuestros cuerpos desnudos.

-Niño…sigues “empalmao”…Me estás clavando el pito en los huevos , dijo mi padre.

Y empezamos a reir y a separarnos.

Aunque volví a la cama enseguida, tampoco pude dormir. Ahora era porque estaba recordando lo que había pasado entre mi padre y yo en el cuarto de baño, supongo que hay veces que haces cosas sin pensarlas mucho. Aunque no me parecía ya bien pajearnos juntos como antaño, tampoco me disgustó. Volví a sentirme mas ligado y unido a él ahora que iba a marcharme de casa por lo menos, durante un trimestre.

Podéis imaginaros la despedida con mi madre y lo cargado que iba de todo tipo de comida y ropa esa mañana que me despidieron en la estación. En Sevilla me quedaría en casa de un matrimonio extremeño conocido de mis padres, que arrendaba habitaciones, eran Justo y Encarna, a los cuales recordaba débilmente de algunos años que iban a pasar las fiestas en el pueblo. Ambos estaban jubilados, él había trabajado en la Renfe y ella en un comedor de una residencia. Complementaban sus escasas pensiones alquilando las habitaciones de su casa, pues su único hijo trabajaba y vivía en Alemania.

El viaje en tren fue interminable. En mi compartimento un niño de pocos meses no paró de llorar y hacía mucho calor y había muy poco espacio para todos los que íbamos. Pero un 17 de septiembre llegué a Sevilla desde mi pueblo extremeño y allí estaba esperándome Justo con un coche que a duras penas se mantenía en pie.

El hombre, en cuya casa viviría a partir de ahora, era un sexagenario calvo, con bigote, de mediana estatura y piel blanquecina que vestía un holgado pantalón gris claro y una camisa blanca de manga corta también holgada y que mostraba manchas de sudor en las axilas y a la altura del pecho. Y es que… si en mi pueblo hacía calor… Sevilla le ganaba con creces, y eso que ya estaba anocheciendo.

Al entrar en el número 6 de la calle Marines, olía a puchero y me recibió con dos besos Encarna, una mujer pequeñita pero que me causó buena impresión. No me dejó abrir mis maletas para darle los paquetes que mi madre me había dado, sino que insistió en que primero cenara algo.

Allí, en el comedor, estaban dos hombres más. Encarna me los presentó como Jesús y Vicente, dos obreros que compartían también una habitación alquilada. Los saludé mientras miraba a mi alrededor el lugar donde iba a pasar los próximos meses.

FIN DEL PRIMER CAPÍTULO