Mi vida en una tómbola

Cómo Lucas pasa de una vida sedentaria a otra transhumante arrastrado por el amor.

Mi vida en una tómbola

1 – En un bar

A pesar de que mi vida como programador era más bien sedentaria por estar medio día escribiendo código y el otro tecleándolo en un ordenador, un mal paso al subir unas escaleras dañó mi tobillo derecho. Tal circunstancia no me impidió seguir trabajando y acudía a diario a la empresa a la que le estaba programando sus sistemas.

  • ¡Pase, pase, señor Cárdenas! – dijo el jefe del departamento contable -; me gustaría tener una pequeña charla con usted.

  • Con su permiso, señor Montes – le dije al entrar -, estoy a su disposición.

  • He estado viendo que ha corregido todos los errores de nuestros sistemas – dijo - ¡y no sabe usted cuánto me alegra ver esas máquinas a todo rendimiento! Como yo las imaginaba.

  • Es mi trabajo, señor – le respondí -, pero me alegro de que le satisfaga.

En ese mismo momento, sacó el presupuesto que le entregara días atrás, hizo un recibo y me abonó hasta el último euro aún quedando alguna tarea por hacer.

  • ¿Puedo llamarle directamente si me hiciese falta – preguntó – o es imprescindible ponerme en contacto con la empresa que lo envió?

  • Puede llamarme, señor – le aclaré -, esa empresa ya cumplió y cobró sus servicios. No va usted a saltarse a ningún intermediario.

Cuando salí de allí con el bolsillo lleno, la carpeta de documentos y apoyándome en una muleta, me acerqué al primer bar que se encontraba en la esquina para tomarme unas cañas y unos pinchos. Puse la carpeta sobre la barra, me senté en una banqueta y solté la muleta apoyándola en el mostrador.

Cuando tomaba aquellos aperitivos, me di cuenta de que un chico de mi edad, de unos 26 años, tomaba cerveza al otro lado de la barra. Me gustó a pesar de que no veía su cuerpo entero, pero su pelo castaño lacio, su barba cerrada y su mirada me hicieron mirarlo más que a menudo durante al menos media hora.

Cuando fui a pedir otra caña, mi codo dejó caer la carpeta al suelo y se esparcieron todos los papeles. Hice los movimientos necesarios para coger la muleta, bajarme de la banqueta y recogerlo todo, pero al volver la vista, encontré a aquel chico amontonando con sumo cuidado mis documentos y poniéndolos en la carpeta.

  • Déjalo, tío – me miró hacia arriba -, tardaré menos que tú. Lo que siento es no saber ponértelos en su orden.

  • ¡No importa, por Dios! – le dije -; me haces un favor y el orden de esos documentos ya no es tan importante. Te lo agradezco mucho.

Cuando se incorporó y puso la carpeta sobre la barra, me miró fijamente y me sonrió.

  • Me llamo Mario – dijo tendiéndome la mano -, ha sido un placer ayudarte.

  • Gracias, Mario - le dije estrechando y acariciando su mano -, yo soy Lucas. Déjame invitarte a una cerveza.

  • Te la acepto encantado, Lucas - me apretó el brazo -, mi economía está débil ¿Qué te ha pasado en la pierna?

  • Me he torcido un pie – le dije -, pero ya está prácticamente curado.

  • ¿En qué trabajas? – continuó indagando -; he visto unos papeles que me han parecido escritos en chino.

  • Soy programador, Mario – le expliqué -, pero he terminado un trabajo y voy a tomarme unos días de descanso. Cuéntame ¿Qué haces tú?

  • Nada importante si lo comparamos con lo tuyo – dijo -; voy con mis padres de aquí para allá desde la primavera hasta el otoño. Soy un humilde feriante. Les ayudo y gano algo. Mi madre tiene una tómbola. Está en la verbena que hay dos manzanas más allá. Donde ya no hay casas.

  • Me parece interesante – le dije -, cada uno tiene su misión. Tú repartes ilusión por todos lados ¿Qué pasaría si no hubiese feriantes como tú?

Me miró atentamente. Sonrió y se acercó más a mí.

  • No tengo casa como la tuya – dijo -, y dormimos cinco en colchones en el suelo en la parte de atrás de la barraca. Nos lavamos gracias a los bares o vecinos y acabamos agotados todas las noches.

  • ¿Sabes? – me quedé pensativo -; tu vida es de un tipo y la mía es de otro, pero me quedo con la curiosidad de saber qué es un feriante.

  • Ya conoces a uno – dijo – y te invita a conocer su cáscara de caracol, aunque no te deseo que tengas que vivir así.

  • ¿Así? – me extrañé -; tú no sabes cómo vivo yo y posiblemente no te acostumbrarías.

El alcohol fue soltando la lengua de ambos y me dijo sin dejar de mirarme:

  • Llévame a tu casa ¿Vives solo?

  • Vivo muy cerca – contesté -, ni siquiera cojo el coche para venir al trabajo.

  • No quiero obligarte – bajó la voz -, pero me encantaría saber dónde y cómo vives.

  • Tomemos la última caña – puse mi mano entre su hombro y su cuello – y daremos un paseo hasta allí. Pero eso tiene una condición. Yo también quiero saber dónde y cómo vives.

2 – Al azar

Tras un paseo muy ameno, llegamos a casa. Al entrar en mi humilde y desordenado apartamento, miró atentamente a un lado y a otro.

  • Todo está desordenado – dije – porque todo es producto del azar. Entro y suelto las cosas caigan donde caigan.

  • ¡Siempre toca! – canturreó con mucha gracia - ¡Mentira! La suerte la damos nosotros cuando queremos y a quien queremos. Pero ese truco, esa fantasía, hace a la gente feliz.

  • Hoy he terminado de trabajar antes – le dije -; nunca suelo entrar en ese bar ni se me caen los papeles todos los días; y nunca hay alguien como tú – me acerqué a él y lo miré fija y misteriosamente – que se preste a ayudarme y que casi sea mi amigo en un rato.

  • ¿Eres gay, verdad? – me quedé helado -; yo también, no te asustes ¿Eso entra en el azar?

Nos miramos en silencio un rato y se acercó a mí poco a poco. Yo también di algún paso hacia él, pero llegados a cierta distancia, los dos sabíamos que había algo que no tenía nada que ver con el azar. Parpadeó nervioso seguidamente y levantó su mano despacio hasta apoyarla en mi pecho. Solté la muleta sin pensar dónde caería – el azar otra vez – y puse mi mano sobre la suya. Fue impetuoso. Se acercó a mí, me abrazó y nos besamos. Me ayudó a acercarnos al sofá y comenzamos a quitarnos las ropas sin hablar, pero sin dejar de mirarnos. Su cuerpo moreno y cálido se unió al mío y comenzamos, sin intervención del azar, un baile maravilloso ¡Qué feliz me hizo aunque sólo nos masturbamos! Pensé que me había tocado un buen premio de su tómbola.

  • Ahora – dijo al final – recoge ese sobre de dinero que ha caído de tus pantalones y ponlo a salvo. Luego, vendrás conmigo antes de que se abra la tómbola esta tarde. Te presentaré a mis padres y a mi hermana y mi cuñado. Yo estoy soltero; supongo que lo imaginas. Pero… ¡dime! ¿Cómo te presento? ¿Cómo un simple amigo o como algo más?

  • ¡Mario! – exclamé - ¿Vas a decirle a tus padres que hemos intimidado un poco?

  • No te preocupes, Lucas – volvió a besarme -, si les digo que eres mi pareja montarán una fiesta para los dos.

  • ¿En serio?

  • ¿Quieres que hagamos la prueba? – rió - ¡Tendrás que dormir esta noche conmigo, en mi colchón! Te tomarán como de la familia. Mi madre es gitana; mi padre no. Pero todos saben que busco a un chico como tú. Les haría feliz.

  • A mí también me haría feliz.

3 – En familia

Al llegar a la tómbola, el cuñado de Mario ordenaba los premios con la lona a medio echar y la familia estaba reunida detrás en torno a una mesa plegable cubierta por una pieza de plástico que hacía de mantel. Se acercó a todos ellos sonriente y besó a su madre, a su padre y a su hermana. Su padre, hombre grueso y serio, canoso y muy calvo, advirtió mi presencia y me miró con desconfianza. Su madre, mujer sin maquillaje (que no le hacía falta), tenía la tez morena y tersa, ojos rasgados y el pelo negro recogido atrás en un moño adornado con flores de tela; lucía una camisa floreada y una falda negra sobre la que pendía un mandilillo bordado y con encajes con un bolsillo en el centro. Su hermana, que parecía de la misma edad de Mario, me miró sonriente como si me conociese mientras se comía un helado.

  • A los postres estamos, hijo – dijo su madre al verlo -; algo te he guardado ahí para que comas.

  • Podrías haber avisado de que ibas a tardar – volvió su padre a mirarme -; te hemos esperado mucho tiempo.

  • Lo siento padre – contestó Mario sin dejar de sonreír -, pero ya he comido con Lucas.

Se volvió hacia mí y me tendió la mano. Me cerqué a la mesa y dejé que mi nuevo amigo hablase.

  • ¡Lucas! – dijo tirando de mí -, quiero presentarte a mis padres, Ramón y María, y a mi hermana, Matilde.

No era costumbre en ellos levantarse para saludar ni besarse, sino que la hermana se levantó, hizo sitio, colocó dos sillas y nos hizo un gesto para que nos sentásemos.

  • A nuestra mesa eres bienvenido si vienes con mi zagal – dijo el padre gravemente -, que muy bien lo conozco y sé con quién se anda. ¡Toma un poco de vino!

Me hizo señas Mario para que lo tomase, pues era aquella una señal de aceptación.

- ¡Es guapo tu mozo, hermano! – le dijo a media voz Matilde

El resto de la frase no lo entendí porque se lo dijo en caló, pero me dijo más tarde Mario que su hermana ya sabía que había algo entre nosotros.

  • Omá, opá, - dijo Mario entonces -, sé que os preocupaba que yo estuviese solo. ¡Ya no lo estoy!

Fue entonces cuando se levantaron primero las mujeres y comenzaron a hablar contentas como si les hubiese tocado la lotería. Mario me empujó hacia su padre y vino detrás de mí.

  • Sabía que mi hijo algún día me haría esta marranada – dijo serio -, pero me alegro de tener otro hijo ¡Vamos, bebe, mozo! Que estas cosas no pasan sino una vez en la vida.

Les agradecí a todos su bienvenida y su confianza en mí y me escucharon en silencio y con gran atención. Su madre, que por antigua costumbre de casada nunca debía mirar a un hombre a los ojos, comenzó a hablarme y a alabarme mirando a mi frente. Todas y otras muchas costumbres de ellos, las fui aprendiendo poco a poco de Mario. Hubo gran fiesta y cante y baile y apareció su cuñado que, al enterarse de quién era yo, se acercó y me abrazó con muchas fuerzas y golpeando mi espalda. Mario tenía razón. Jamás noté un gesto de rechazo ni una mirada de desconfianza. Establecieron una fecha en que no trabajarían para hacernos una fiesta, pero salió el inevitable tema.

  • Con una cortina – dijo el padre – se separará vuestra cama la primera noche. La siguiente, tú mesmo decidirás si quieres entrar en nuestra familia o formar otra con mi zagal y vivir en un piso.

  • Tengo un trabajo muy bueno, señor

Me miró extrañado y me dijo Mario que le llamase opá o padre (más respetuoso.

  • Ya lo sabe, padre – le dije -, que trabajando yo, sólo medio día, podemos vivir los dos, pero he preferido, porque Mario me lo ha pedido, unirme a su familia de usted y trabajar como uno más. Cuando me avisen de que tengo un trabajo que hacer aquí, nos vendremos los dos a mi casa, que ya es nuestra casa. Quizá tarde unos 20 días en hacer el trabajo, pero podría ser una ayuda para la familia.

Se miraron todos con asombro y aprobación.

  • ¡Bebe, hijo, bebe, que el vino es alegría! – dijo la madre -; y ahora te pondré un buen trozo de tortilla de la que no habrás probado en tu vida.

No eran como Mario, pero su hospitalidad daba susto. Prepararon las mujeres una parte separada en la barraca – como ordenó padre - donde se echaría el colchón al terminar la noche de trabajo y, entre éste y los demás, tendieron una rústica cuerda y echaron una gran y tupida colcha para la primera noche. Miré a Mario muy ilusionado, pero me advirtió de que los mimos, los besos y otras expresiones de afecto entre nosotros nunca deberíamos hacerlos ante ellos hasta que padre nos diese su consentimiento.

4 – Lluvia de miel

Llegó la hora de poner la tómbola en funcionamiento y le dije a Mario que quería colaborar; que me dijese qué podía hacer.

  • ¿Sabes qué vas a hacer? – me sonrió con picardía -. Te pondré una silla en un sitio no muy visible para que puedas mirarme cuanto quieras. Tú me camela.

  • Creo que he entendido lo primero y lo segundo – le dije -, pero no puedo permitirme estar ahí sentado aburrido mientras tú trabajas. Explícame qué debo hacer y lo haré.

Me miró pensativo y muy serio y luego me sonrió abiertamente.

  • ¡Está bieeeennn! – dijo resignado -; mira ese cajón de madera. Cuando damos un premio me subo en él, lo tomo de las baldas, me bajo y lo entrego al afortunado. Tu pie no está para subirse al cajón; te quedarás en el suelo, yo subiré a por el premio y lo mostraré a todos con alegría señalando a la persona que se lo llevará. Luego, sin bajarme del cajón, te lo daré y tú se lo entregas al premiado. Todos aplaudiremos. Eso hace que la gente compre más papeletas. Eres muy guapo.

  • ¡Gracias! – le sonreí por no poder besarlo -; ya tengo trabajo y puedo mirarte desde abajo como quiera.

  • ¡Pillíiiiiiin!

Acabó la noche y estaba rendido. No había descanso en aquel trabajo ni momento para distraerse. Se recogió todo en media hora con la lona cerrada y pasamos a la parte trasera. Las mujeres habían preparado un colutorio simple pero imprescindible para todos, nos empujaron con las manos hacia nuestra parte y echaron el telón. Entre los dos pusimos el colchón en horizontal sobre el suelo y comenzamos a hablar susurrándonos. Nos desnudamos el uno al otro besándonos y nos acostamos bajo una perfumada colcha.

  • ¡Van a oír todo lo que digamos y hagamos! – le dije al oído -; esta situación me corta.

  • ¡No, Lucas! – dijo -, todos estamos muy cansados. Cuando mi padre y mi madre empiecen a roncar, no se enterarán de nada.

De pronto, se puso a llover ruidosamente y me asusté.

  • ¿No os entra el agua en la barraca?

  • No, Lucas – dijo -, todo está muy bien preparado. En todos mis viajes, sólo una vez entró algo, pero también entró en las casas bajas. Este ruido es relajante y también ayudará a disimular los que hagamos ¡Vamos! ¿Es que no me vas a estrenar?

  • ¿Quién te ha dicho eso? – le hablé al oído -; vamos a estrenarnos varias veces. Hasta que salga el sol.

  • ¡Fóllame, fóllame ya! – musitó -, lo necesito.

Comencé a besarlo de arriba a abajo lamiendo su piel morena y embriagándome con el olor de su piel. Se dejó hacer hasta que al rato de estar mamándosela, tiró de mi cabeza hacia arriba.

  • Prefiero correrme luego – dijo -, dentro de ti.

Retiró la colcha y me dio la espalda levantando la pierna y abriéndose las nalgas. En la penumbra, encontré dónde debía meterla y allí puse la punta de mi polla, que hacía muchísimo que no se me había empalmado de tal manera. Empujé con cuidado y supe que le dolía mucho porque temblaba. De su boca no salió un quejido, pero le hice daño y aguantó respirando hondo. Lo supe al día siguiente, pues le vi una cara extraña y se llevaba la mano al culo. Le hice una fisura que yo mismo curé con un aceite de la farmacia.

Cuando me corrí, la saqué muy despacio y se volvió hacia mí para besarnos otro rato. Sus lágrimas brillaban al caer por sus mejillas y la lluvia apretaba y yo me volví despacio de espaldas a él y levanté igual la pierna esperando que me penetrara. No fue tan suave, sino que empujó con fuerza, pero afortunadamente yo estaba bastante acostumbrado, aunque tuve que tragarme algunos quejidos de gozo y dolor. Apretó hasta el fondo una y otra vez hasta apretar mi espalada a su pecho pellizcándome los pechos. Noté que se corría. Entonces sí la sacó despacio, me volví y seguimos besándonos y acariciándonos hasta que nuestros cuerpos descansaron lo suficiente. Me lavó con cuidado y se lavó él. Así pudimos seguir haciendo una y otra cosa casi toda la noche hasta que caímos rendidos.

Era el momento de hacer una promesa. Iba a unirme definitivamente a ellos fueran adonde fueran y si recibía un aviso de trabajo nos ausentaríamos unos días.

  • Vale, amor mío – me susurró -, pero no entregues nada de ese dinero de hoy a mi madre hasta que yo te lo diga. El que tienes en casa, lo ganaste para ti. Mi madre lo administra todo; es la costumbre, pero jamás nos va a faltar de nada.

  • ¡No! Ya nos tenemos el uno al otro.