Mi venganza es negra y mide 24 centímetros
Mis dedos se retorcieron, mis pezones estaban duros como rocas y mi coño era un humedal. Cerré los ojos eché mi cabeza hacía atrás y dejé que mis manos me llevasen al nirvana. De fondo, desde el estudio, se oía el vídeo de Alberto y su amante en bucle. Jadeaban intensamente.
El siguiente relato puede ser considerado como la continuación de mi primer texto en este foro, llamado “Deseos no cumplidos, cuernos no consentidos”. En aquellas líneas contaba como mi pareja, Alberto, desestimaba y se burlaba de mis deseos de realizar un intercambio de parejas o una infidelidad consentida. Esta situación generaba en mi una amplia insatisfacción que desahogué en un modesto grupo de palabras y que desembocó en una masturbación antológica. Ese era (y sigue siendo) mi único consuelo al fantasear con situaciones en las que otras personas entran en escena. Respeto profundamente a Alberto, así que, como ya dije en mi anterior relato, una vez más debo aclarar que todas las situaciones de infidelidad que aquí narro son pura fantasía.
Para los que no leyeron aquel texto, empezaré diciendo que mi nombre es Rebeca y tengo 32 años. De complexión delgada, tengo un cuerpo bien cuidado y moldeado en el gimnasio, además de unos pechos voluminosos y puntiagudos. Mi culito sigue firme, duro y redondito, gracias a actividades como el Bodypump o el Spining. Mis ojos claros son el complemento ideal a mi cabello pelirrojo, rizado, capricho de muchos universitarios en mis años jóvenes. No soy, ni de lejos, una chica de escándalo, pero sí considero que tengo muy buen aspecto para mi edad.
En aquellos años de estudiante (y bastantes después) disfruté al máximo de mi sexualidad y realicé todo tipo de fantasías, hasta que a los 28 senté la cabeza y comencé una relación sería con mi actual pareja, Alberto. Todo funcionó a la perfección hasta que hace un par de años la rutina se instaló en nuestras relaciones sexuales. Alberto, más clásico y tradicional, pareció no darse cuenta de esta circunstancia, mientras que yo, más abierta y liberal, empecé a sentir la necesidad de experimentar emociones fuertes.
Paradojas de la vida, a mis treinta años añoraba las noches en Sanxenxo sin parar de follar con Mauro, el hombre con la polla más inmensa que jamás he conocido, o el revolcón con Dani y Rubén en la playa de Llanes. Aquel trío fue, seguramente, el momento más atrevido y morboso de mi veintena. No fue, ni de lejos, el mejor polvo que puedo recordar, pero sí una situación que todavía me pone cachonda rememorar.
Era primavera y los tres habíamos viajado juntos a la boda de un antiguo compañero de la facultad. Como en todas las bodas, el alcohol mandó en muchos de nuestros actos, y tras cerrar la barra libre en el hotel, Dani, Rubén y yo nos fuimos borrachísimos camino de nuestra pensión. Eran más de las cuatro de la mañana y, a pesar de que era sábado, la cantidad de gente que circulaba por Llanes era prácticamente nula.
Rubén sugirió que nos acercásemos hasta la orilla para mojar nuestros pies, a la par que nos retó a correr hasta el agua en una carrera alterada por nuestro estado etílico. Yo vestía un precioso traje azul, largo, escotado y brillante, estupendo para ir de boda, pero terrible para correr. Me quité los tacones, corrí hacía el agua y metros antes de llegar a la meta caí de bruces. Rebozada en arena, mis dos compañeros trataron de levantarme, momento que aproveché para tirarlos al suelo.
Tumbados, excitados y con demasiadas ganas de fiesta, es imposible recordar quién fue el primero que sugirió que nos bañásemos desnudos. Los tres lo deseábamos, y en apenas unos segundos nos encontrábamos en pelotas y corriendo, una vez más, hacia las olas del cantábrico. En la corta carrera quedé prendada por el cuerpo de Dani, tremendamente musculado, fibroso y con un moreno alucinante. Sus abdominales, perfectamente definidos, eran el preámbulo de una buena verga rasurada y unos huevos de un tamaño considerable. El cuerpo de Rubén era mucho más modesto, pero su rabo empezaba a tener un apetecible aspecto morcillón que incitaba al pecado.
Mi atrevido tanga quedó en la arena, junto a mi sujetador y mis tacones, lugar en el que también quedó mi vergüenza por tener frente a mí a dos hombretones desnudos. Los juegos y empujones dentro del agua no llegaron al minuto, ya que sin darnos cuenta nos encontrábamos de nuevo en la arena, refrotando nuestros sexos y sin miedo a las posibles miradas ajenas. Nuestras bocas se buscaban torpemente, y dentro de mi delirio fue consciente de que iba a vivir mi primer trío.
Aquella noche cogí el timón de la situación y los tumbé uno a cada lado de mí. Lamí sus pollas de manera alterna, mientras ellos metían sus manos en mi entrepierna y pizcaban sutilmente mis erectos pezones. No hubo dobles penetraciones ni llegué a meter las dos pollas a la vez en mi boca, pero sí experimenté la indescriptible sensación de ser follada y hacer una mamada al mismo tiempo. Sin duda, el alcohol impidió que el polvo fuera redondo, y aunque mis dos chicos aguantaron como jabatos y eyacularon en tiempo y forma, apenas puedo recordar correrme tímidamente un par de veces. El morbo y el recuerdo de la situación es más poderoso que los orgasmos que aquella noche sentí.
Todas estas historias de mis años pasados durmieron en un cajón hasta que la insatisfacción llegó a mi relación con Alberto. Para ser honesta, y a pesar de la cerrazón de mi media naranja sobre las fantasías eróticas, cada día me sentía más culpable al follar con él e imaginar que era mi monitor de Spining o el cuñado de mi hermana el que se corría dentro de mí. Así pues, la mayoría de los días terminaba masturbándome en diferentes situaciones para calmar mis ganas de nuevos retos morbosos.
Uno de los lugares favoritos para pajearme era y es la ducha del gimnasio. Nunca he sentido la más mínima atracción por el cuerpo de una mujer, pero verme rodeada de chicas desnudas en el vestuario, tras una intensa sesión de Body Combat, llega a provocar en mi rajita un picor incontrolable. Quizá algún día deba experimentar el sabor de un buen coño o el placer de que otra mujer relama mi perlita.
Sin apenas pretenderlo, mientras voy quitándome la ropa y me voy disponiendo para entrar en la ducha, voy imaginando como el chorro de agua caliente cae sobre mi cabeza, resbala sobre mis pezones y acaricia lentamente mi monte de venus. Saber que, a mi lado, aunque separadas por unos paneles y unas puertas opacas, hay otras chicas, me excita hasta cotas extraordinarias. Con mi espalda pegada contra la pared, mis deditos son esclavos de mis deseos y mis mejores compañeros de juego. No miento si digo que voy a orgasmo diario en el gimnasio.
La tarde en la que empezó la historia que aquí relato no fue diferente. Había ido al Gym, me había hecho un dedo y regresaba feliz y desfogada a casa. Mi chico estaba en su despacho cuando entré en nuestro coqueto apartamento. Alberto es fotógrafo en una revista de tirada nacional y aquella mañana le había tocado hacer una sesión de fotos Boudoir. Estas sesiones son puro erotismo, con escaso o nulo contenido pornográfico, pero sí con una altísima carga de morbo y sensualidad. Él es un maestro con su cámara, y las fotos que retocaba eran de una belleza fascinante.
Al oírme entrar, Alberto dio un pequeño respingo y pareció violentarse al ser sorprendido con las fotos en su pantalla. Tal vez, el muy ingenuo, pudo sospechar que en mí iba a crecer un sentimiento de celos, cuando lo que en mi crecía era un morbazo y un calentón de mil pares de narices. Inmediatamente, desconecté de nuestra intrascendente conversación y lo imaginé penetrando a la modelo en mitad de la sesión. Visualicé su discreta polla entre los carnosos labios de la rubia y sus ojos en blanco por el placer. Yo empezaba a lubricar y mis bragas se empezaban a humedecer, pero no era el momento de pasar a la acción. Autocontrol, pausa, respiración profunda y vuelta a la normalidad.
Ver esas fotos despertó en mí una idea que hacía mucho tiempo rondaba mi cabeza. ¿Y si era yo la protagonista de una sesión de ese tipo? Sabía que Alberto se iba a negar, pero siempre estaba la opción de prometerle un polvo descomunal al terminar el shooting. Habían pasado pocos meses desde que se negó rotundamente a montar un trío o un intercambio de parejas, pero, si se trataba de follar conmigo, he de reconocer que se le nublaba la razón.
La mañana siguiente se marchó muy temprano de viaje. Tenía una reunión importante en Sevilla e iba a pasar todo el día fuera de casa. Estos desplazamientos esporádicos eran muy lúdicos para mí. A mitad de mañana, tras desayunar y movida por la curiosidad, encendí el ordenador de Alberto dispuesta a echar un vistazo a las fotos Boudoir. No había contraseña en su sesión de usuario. En la carpeta correspondiente había más de 350 archivos, de modo que me relajé y me dispuse a pasar un rato entretenido.
Cuando terminé de ver todas las imágenes, un mensaje de error apareció en la pantalla: “Imposible reproducir el Archivo”. Se trataba de un vídeo. Salí del navegador de fotos y abrí el MP4 con un reproductor. Era una grabación de la tarde anterior a la sesión Boudoir. Recuerdo perfectamente como Alberto había salido de casa con el pretexto de preparar todo en el estudio, algo a lo que, lógicamente, no di mayor importancia. Era una actividad de lo más frecuente y natural.
Lo que vi en aquel archivo me produjo una mezcla de sensaciones difícil de describir: rabia, morbo, impotencia, lujuria, pena… En el vídeo se veía una chica joven, de unos 20 años, a la que Alberto había grabado mientras ella le hacía una torpe felación. Ambos se reían, se lanzaban burlas picantes y se divertían mientras follaban como conejos. Estaban en una lujosa habitación de hotel. Aquella morena de pechos enanos no era la modelo de la sesión; era el juguete sexual de mi novio, y yo era la cornuda más idiota de España. Ver para creer.
Alberto me había negado durante dos años un intercambio de parejas y ahora se estaba tirando a una niñata con un cuerpo mucho menos atractivo que el mío. Yo no había podido realizar mi fantasía y el muy cabrón andaba penetrando a sabe Dios cuantas mujeres. Tras el primer impulso de arrancarle los huevos llegó el segundo pensamiento. ¿No era eso con lo que yo había fantaseado tantas veces?
Y así era. A la vez que furibunda estaba caliente y excitada. El muy bastardo me había puesto los cuernos, me había engañado y me había tomado por idiota, y lo que más me fastidiaba es que yo no había estado allí para vivir la experiencia en directo. Él no me quería ver cabalgando sobre el rabo de otro hombre, pero no tenía problema en enfilar el primer coño se le ponía delante.
El vídeo terminó rápido, apenas ocho minutos, tras los cuales, imagino, se revolcó con la veinteañera hasta que ambos quedaron saciados. Visto lo visto, dudo que aquello durase más de quince minutos. Encima de ponerme los cuernos lo había hecho de la forma más sosa e ingenua que se me podía ocurrir. Aquello parecía ser un polvo de mierda.
No hace falta que diga que allí mismo, en la silla de su despacho, abrí mis piernas sobre la mesa para mastúrbame viendo el vídeo en bucle. Sin tan siquiera bajar el pantalón vaquero que llevaba, desabroché el botón e introduje mi mano por debajo de mi tanga. Mi clítoris estaba brillante, lubricado, y tras recibir las yemas de mis dedos, listo para que el movimiento circular de mis manos le produjera un placer intenso.
Había soñado mil veces con ese momento. Había imaginado hasta la saciedad al desgraciado de Alberto dentro de otra mujer, y ahora por fin tenía la imagen frente a mis ojos. Tan solo de pensarlo arqueaba mi espalda y sentía como corrientes eléctricas recorrían fugazmente mi espina dorsal. Se avecinaba un fuerte orgasmo, pero no quería correrme tan rápidamente.
Ahora sí, desabroché mis sandalias, bajé mis pantalones y mi tanga, y de un solo envite me quité el sostén y el ajustado top que llevaba. Desnuda, corrí a nuestra habitación en busca de mi juguete favorito. En un cajón, escondido entre instrumentos de peluquería, estaba el vibrador con el que tantas veces había tocado el cielo. Era un pequeño aparato eléctrico que succionaba mi clítoris a la vez que mi otra mano recorría y escudriñaba el resto de mi sexo.
Tumbada en la cama, loca de placer, y habiendo dejado de lado el sentimiento de odio, visualizaba una y otra vez el glande de Alberto en la boca de la morena sin tetas. Cerca del clímax, una idea agitó mi cabeza: me iba a vengar de él. Me sentí legitimada y preparada para que otro hombre, por fin, cumpliese mi fantasía. Se la iba a devolver con creces. Solo con imaginar que por fin iba a llegar mi momento tuve un orgasmo incontrolable. Mis dedos se retorcieron, mis pezones estaban duros como rocas y mi coño era un humedal. Cerré los ojos eché mi cabeza hacía atrás y dejé que mis manos me llevasen al nirvana. De fondo, desde el estudio, se oía el vídeo de Alberto y su amante en bucle. Jadeaban intensamente.
Como quien se sabe en posesión de un preciado tesoro, decidí que mi venganza iba a estar bien preparada y llegaría en el momento oportuno. No quería que un instante tan especial y tan deseado terminase de un modo descafeinado. Abrí mi imaginación y empecé a buscar opciones, situaciones morbosas y modos en los que devolver a mi novio la jugada. Tras su jugarreta, las ganas de que nuestra relación siguiese adelante eran nulas. Se la iba a devolver y lo iba a mandar a la mierda. Pero no sin que me viera con otra polla en el coño.
Alberto volvió de Sevilla y nuestra vida continuó sin más. Excitada por mi revancha, me fue muy sencillo disimular el enfado, e incluso nuestras relaciones se revitalizaron. Nuestras folladas eran más largas, más intensas, e incluso la corta polla de Alberto lograba que me corriese tres veces en el mismo polvo. Sin saberlo, el muy idiota había conseguido lo que yo llevaba años pretendiendo. No hace falta decir que en mi cabeza persistía la morena del vídeo, y que, cuando la visualizaba, clavaba mis unas en el pecho de Alberto y sentía explotar mis sentidos. Le arañaba, le mordía los pezones y le pegaba una mamada que le hacía eyacular con la potencia de un volcán. Lo estaba utilizando como un juguete.
Así pasaron las semanas hasta que regresó la normalidad. Poco a poco se fue apagando en mí el morbo y empezaron a entrar en escena las ganas de revancha. Tenía mil ideas, pero llegaba a concretar ninguna. Casualidades de la vida, una tarde, sin la menor intención, se plantó ante mis ojos la mejor de las venganzas. Estaba repasando mi timeline de Facebook cuando vi como a la derecha de la pantalla la aplicación me preguntaba si conocía a Mauro Sosa. Era Mauro, ¡mi Mauro!, el negro brasileño con el que tantas veces había fantaseado y con el que me había acostado durante un mes entero en la costa gallega, cuando apenas era una veinteañera.
El me sacaba 9 años, me había enseñado a disfrutar de mi sexualidad y me había tratado como a una princesa. Con una delicadeza admirable me había clavado sus 24 centímetros de polla mientras me susurraba al oído cómo de atractivas eran mis curvas. El fue el primero que me hizo alcanzar un orgasmo múltiple y también fue el primero, y el último, que logró que mi vagina expulsase una cascada de líquido mientras me corría. Los astros se habían alineado.
Tras acabar nuestro verano en Galicia, nos separamos con la firme intención de escribirnos, reencontrarnos y volver a juntar nuestros cuerpos. Él regreso a Santander, lugar en el que vivía habitualmente, y yo a la capital de España, dónde estudiaba la carrera de periodismo. Pero era 2005, yo era una cría y, aunque estaba profundamente enamorada, a las dos semanas de estar en Madrid ya estaba liada con un estudiante de Medicina de cuyo nombre ni me acuerdo. En dos meses, el brasileño que había sacudido mi sexualidad era historia. En 2017, Mauro había aparecido en el momento perfecto.
Ipso facto, mandé una invitación de amistad con la esperanza de ver como mi revancha empezaba a rodar. Lo iba a planificar todo perfectamente y Mauro, a sus 41 años, iba a ser un soplo de aire fresco en mi vida sexual. Me quedaba la duda de cómo le habría tratado el paso del tiempo. ¿Habría engordado? ¿Estaría calvo? ¿Estaría en España? Las fotos de su Facebook eran privadas y nada en claro pude sacar de mis indagaciones.
Mauro tardó en contestar a mi invitación más de un mes. Había perdido la esperanza cuando una burbuja de Messenger saltó en mi Smartphone. Decía:
- ¿Rebeca? ¿De verdad eres tú? ¡Cómo me alegra tener noticias tuyas!
Un escalofrío removió todo mi cuerpo. Aquello parecía un sueño hecho realidad.
¡Hola Mauro! ¡Te acuerdas de mí! ¿Cómo estás? ¿Cómo te va la vida?
¡Por supuesto que me acuerdo de ti! Es genial volver a hablar contigo. ¿Cómo estás tú? Yo estoy muy bien, ¡aunque algo más viejo! Jaja. Sigo trabajando en Santander y con muy pocos cambios en mi vida.
¿Seguía Mauro soltero y a menos de cinco horas de Madrid? Aquello debía ser un sueño. Un hormigueo recorría mi tripa mientras escribía, y casi podía sentir el azabache y enorme falo de Mauro entre mis piernas.
¡Qué bien! – Respondí -. Sabes, me ha hecho mucha ilusión ver tu perfil en Facebook y he recordado con mucho cariño nuestro verano en Sanxenxo. Siento mucho no haberte escrito ni haber mantenido contacto.
Es normal. ¡No te preocupes! Yo también tengo mi parte de culpa, concluyó.
Durante más de una hora estuvimos hablando de cosas intrascendentes y recordamos los largos paseos al anochecer, y también, claro está, como todas las noches terminaban con un polvo apasionado. La conversación no subió de tono en ningún momento, y fue una charla tranquila entre dos amigos que se reencuentran doce años después. Para mayor satisfacción, conseguí averiguar que seguía soltero y sin compromiso. Esta vez sí, nos prometimos estar en contacto a través de la red social y nos despedimos con un casto “hasta pronto”.
Pasaron los días y empecé a tejer la tela de araña. Cada publicación de Mauro era un “Me Gusta” inmediato por mi parte, y tampoco faltaban los insulsos comentarios en sus fotos. Una vez que tuve acceso a su perfil pude comprobar que Mauro seguía siendo un cañonazo de tío. Los años le habían sentado genial. Seguía delgado, musculado y conservaba todo su pelo. Había colgado unas fotos en las que presumía de tableta y en las que se le veía moviendo hierros en el gimnasio. El toro seguía listo para embestir
Como si de una montaña rusa se tratase, mi relación con Alberto volvió a pegar un subidón. Ahora ya no lo imaginaba entre las piernas de la niñata del vídeo, sino que imaginaba a Mauro taladrando mi culo. Ese territorio estaba virgen, ninguna polla había estado ni siquiera a punto de entrar, y ahora ardía en deseos de que mi brasileño lo desvirgase.
Una mañana, antes de que Alberto saliese hacía su trabajo (o a follarse a alguna incauta), me levanté con un calor abrumador en mi coñito. Había tenido un sueño húmedo justo antes de despertarme, y todavía conservaba una enorme cantidad de pegajosos fluidos en mi sexo. Había soñado con Mauro y lo había imaginado dando unos potentes lametazos en mi vulva. Sin rodeos, levanté la sábana y llevé mis manos a la pollita de Alberto. Si erguida ya era discreta, en relajación daba casi hasta grima. Con mis uñas arañé sus huevos mientras con la otra mano empecé a masajear su pene. Hacía movimientos circulares con la esperanza de que, al menos, el muy desgraciado fuese capaz de follarme con una dureza considerable.
En una fracción de segundo se despertó y lanzó un gemido que manifestaba una aprobación indudable. Le di los buenos días y le dije que tenía que follarme hasta que los vecinos nos llamasen la atención. La broma le gustó, se relajó y su polla se tensó en un escaso minuto.
Estaba dura, llena de sangre y lista para una incursión de mi boca. Aquel flácido pellejo de carne se había transformado y ahora sí resultaba apetecible, de modo que, de buena gana, chupé su glande como si se tratase de una manzana de feria. A pesar de las diferencias de tamaño, hacía un enorme esfuerzo por ver a Mauro en el lugar de Alberto. Como una posesa, arremetía contra su rabo violentamente, a la par que lo metía y lo sacaba velozmente de mi boca. Lo llevaba hasta mi garganta, sentía arcadas y escupía sobre él. Miraba lujuriosamente a los ojos de mi novio y le preguntaba si le gustaba que se la chupase así. El muy incauto, entre gemidos, no acertó a decirme más que: “no sé que te pasa hoy, pero me encanta”
Ante semejante mamada, Alberto no parecía muy dispuesto a calmar mis picores, de manera que no tuve más remedio detener mi felación. No sin oír sus quejas por mi detención, me desprendí de mi pijama y de mis bragas, mojadas y pringosas, y llevé mi chochito a su boca. Estaba de pie, con las rodillas semiflexionadas y apoyando mis pechos contra la pared, mientras él permanecía sentado en la cama. Así era perfecto, ya que no tenía que ver su cara y podía imaginar que era Mauro el que me hacia un cunnilingus extraordinario.
Lamió con ansiedad mi clítoris y mordió con suavidad mis labios inflamados, alternando estas maniobras con pequeñas succiones a lo largo de toda la vulva. Sin duda, Alberto sabía como comer un coño. Agitada por sus embestidas, y ansiosa por ser follada, noté como el primer orgasmo me hacía retorcer de placer. El muy cabrón había realizado bien su trabajo y yo caí exhausta en la cama. Pensé en dejarlo así, con el calentón, pero también pensé en que podía llevarme otro buen orgasmo si Alberto me follaba con ganas.
Lo tendí sobre la cama y me puse encima de él. Le provoqué, le dije que quería toda su leche en mis tetas y lo entoné con unos suaves pellizcos en sus pezones. Volví a meter su rabo en mi boca, lo volví a poner a tono y sin más preámbulos situé su falo entre mis piernas. Le encantaba que yo juguetease con su verga en mi rajita. En un sutil acto de sumisión, sujetaba sus manos para que no pudiese actuar mientras yo realizaba pequeñas idas y venidas con mi pelvis, notando el calor y la humedad de su pene. Si algo estaba lejos de nuestras pretensiones era tener hijos, de modo que le puse un condón y sin más dilación empezamos el baile.
Con algunos cambios de ritmo y de posición, Alberto me llevó a un segundo orgasmo y provocó pequeños temblores a lo largo de mi cuerpo. Estaba de espaldas a él, me follaba por detrás, y era a Mauro a quien yo imaginaba sacudiendo mi culo.
Una vez que había terminado quité el condón de la polla de Alberto y me dispuse para recoger su semen. Entre lo que nosotros solíamos follar, y la cantidad de veces que el muy desgraciado se debía correr fuera de casa, su eyaculación fue una triste sombra de lo que un hombre puede disparar de verdad. Esta última imagen me devolvió a la realidad y encendió de nuevo la mecha de mi venganza.
Aquella misma noche pasé a la acción. Escribí a Mauro y le pregunté qué le parecía tener un reencuentro. No hablé de sexo, simplemente de juntarnos, cenar y tomar una copa. Aceptó. Me dijo que tenía tiempo los fines de semana, y que, si estaba de acuerdo, podía programar un viaje para finales de mayo. Según me dijo, solía alquilar un pequeño apartamento en pleno centro de Madrid para sus visitas ocasionales, de modo que ese podía ser el punto de encuentro. Y así quedó todo zanjado. La cuenta atrás había empezado.
Las semanas previas a la llegada de Mauro machaqué mi cuerpo en el gimnasio. Las largas sesiones de cardio buscaban dejar mi figura más esbelta, si es que esto era posible. Con diferentes actividades tonifiqué todos mis músculos y lucía más hermosa de lo que podía recordar. Alberto no quedó ajeno a mi cambio y no pasaba un día sin que me dijese lo “buenísima” que me estaba poniendo.
El lunes anterior a que mi venganza se consumase, acudí a una tienda de ropa interior femenina en busca de varios conjuntos que hicieran saltar por los aires el calzoncillo de Mauro. Compré diferentes juegos de tangas y sujetadores, algunos de encaje, otros con transparencias, pero todos con algo en común: eran descaradamente sexys.
Por una cuestión de lógica, quería que mi venganza se consumase lejos de nuestra casa. Tras darle varias vueltas, concluí que el apartamento de Mauro era perfecto para darle un escarmiento a Alberto. Esa misma tarde, con un puñado de arrumacos, le dije a mi novio que ya teníamos plan para el sábado, y que tenía que acompañarme a cenar a casa de un tipo sudamericano con el que mi redactor jefe quería cerrar una entrevista. Se habría negado de buena gana, pero le dije que el hombre en cuestión estaba como un tren y los celos decidieron por él.
Planché mis vestidos más salvajes, busqué los tacones más afilados y aguardé a que Mauro anunciase su llegada Madrid. Sobre las siete de la tarde del viernes mi amanté me escribió un Whatsapp diciéndome que ya estaba en su apartamento. Días atrás había me había inventado una cena de amigas para el viernes por la noche a fin de dar esquinazo a Alberto. Terreno despejado.
Tras una ducha caliente, sequé mi bonito cuerpo y me arreglé para nuestro encuentro. Para esa noche elegí unas medías color carne, un tanga fino y un sostén a juego del mismo color. Mi peso era tan adecuado que nada se marcaba sobre mi cuerpo, y me sentía tan guapa y segura de mí misma como en mis años de universidad. Un vestido blanco, no muy ajustado, se correspondía con unos altos tacones del mismo color.
Dentro de mi seguridad, me acerqué a Alberto y le pregunté si se transparentaba o se notaba el tanguita. Su “no” sonó entre lascivo, calenturiento y ansioso. Me agaché, sin doblar las rodillas, con el culo en pompa hacia su cara, y le susurré: ¿Y ahora? Salió disparado hacía mis caderas, pero me erguí y aparté sus manos de mi culo. “Hoy te toca esperar, cariño”.
Pero mi revancha no pasaba por follarme a Mauro sin más. Es posible que el viernes terminase en un revolcón de calentamiento, pero la verdadera fiesta llegaría el sábado. Había tenido mucho tiempo para pensar, y esta vez Alberto iba a salir escocido del envite.
El reencuentro con Mauro fue maravilloso. Cenamos, tomamos dos copas y nos pusimos al día. Mis ganas de follar eran descomunales, pero mis ganas de desahogarme debieron ser mayores. Sin entender muy bien por qué, me vi relatando a Mauro los detalles de mi relación con Alberto, incluido su episodio con la morena del vídeo. La sinceridad es una de mis virtudes, y le confesé que nuestro reencuentro tenía, por mi parte, una intención revanchista. Le conté mi plan y le dije que entendería perfectamente una huida fulminante.
Nada más lejos de lo que sucedió en realidad. Mi amante me dijo que estaba dispuesto a colaborar en todo conmigo, y que comprendía totalmente mi mezcla de morbo y enfado. Cerré con él los detalles, acordamos una hora y nos despedimos con un intenso y dulce morreo. Esa noche no iba a follar con Mauro; me iba a reservar para un sábado memorable. A fin de cuentas, prefería que su leche aguardase en sus huevos para pringar mi cara al día siguiente.
El sábado llegó y yo desperté exultante. Después de comer, Alberto trató de llevarme a la cama, pero le dije que andaba muy atareada. Le prometí emociones fuertes por la noche, y él quedó entre resignado e intrigado.
La tarde del sábado transcurrió con Alberto en su despacho, mientras yo calentaba motores leyendo relatos eróticos en un foro de internet. A las 8 me di una nueva ducha y me vestí con un conjunto de falda y camisa con un escote imposible. Un precioso sujetador negro realzaba mis tetas, generando un vertiginoso canalillo que quitaba el hipo. Por el contrario, aquella noche quería sentirme juguetona desde el primer momento, por lo que “olvidé” ponerme unas bragas o un tanguita. Me puse unas sandalias con un ligero tacón y salí hacia el despacho de Alberto. Eran casi las nueve, y teníamos que estar en casa de Mauro sobre las diez.
Con un insinuante y caliente paseo, me dirigí hacia su silla. La giré, me senté en sus muslos y le pregunté si le gustaban mis nuevas braguitas. Cuando levantó mi falda, su paquete se infló como un globo al comprobar que andaba sin ropa interior. Ya se veía perforando mi coño. Sus manos temblorosas acariciaron mi clítoris, y todo hacía presagiar un polvazo extraordinario.
Le dejé juguetear con mi perla, mientras bajé su bragueta y masajeé su ya durísima verga. En un par de minutos lo empecé a pajear, para después meter su cipote en mi boca. Tras un par de minutos de trabajo, le dije que esa noche quería hacer las cosas de un modo especial, y que tenía que esperar un poco más antes de saborear mi rajita. Protestó, pero le dije que teníamos prisa y que se tenía que vestir. Como pudo, y entre lamentos, metió su falo en el calzoncillo y procedió a vestirse.
Como parte de mi venganza, coloqué dentro de mi vagina y mi ano un juguete erótico que Mauro controlaba desde una App de su móvil. Iba a pasar una cena de lo más entretenida. Aquello iba a ser colosal. Sin bragas, con un vibrador entre mis piernas y llena de rabia monté en el coche junto a Alberto.
De camino a su casa, y tal y como habíamos acordado, Mauro empezó a dar movimiento a mi entrepierna desde su Smartphone. Mi novio estaba a menos de un metro y mis mejillas ardían de excitación.
Con 10 minutos de retraso llegamos al apartamento de Mauro. Mi nuevo amante nos recibió desprendiendo un arrebatador olor a perfume caro. Vestía una camisa muy ajustada, blanca, con los botones de arriba desabrochados. Estaba depilado y su piel tenía un brillo abrumador. Vestía unos tejanos claros que realzaban su asombroso paquete. No veía el momento de bajar aquella bragueta y volver a sentir un pollón entre mis labios. En la mano derecha llevaba el Smartphone. Dos besos y chispazo.
Nos sentamos a cenar y empezamos a charlar sobre temas intrascendentes. Cada vez que Mauro accionaba el vibrador tenía que retorcer mis piernas y ahogar los gemidos. Aquello era lo más excitante que podía imaginar. A los diez minutos tuve que salir disparada al baño para coger aire. Controlar los gritos que me produjo el juguetito en el primer orgasmo de la noche fue como tapar las fugas de un barco a la deriva en alta mar.
Regresé a la mesa y la cena continuó. Tras brindar con cava por la entrevista, hice una señal a Mauro para activar la siguiente fase del plan. Alargar aquello era innecesario. El brasileño se levantó de la mesa y salió directo hacía su dormitorio, esgrimiendo que tenía que atender una llamada. Mirada cómplice y chispazo. Volví a excusarme con Alberto aludiendo que el alcohol me estaba empezando a subir, y que tenía que lavarme la cara.
Apresuradamente entré en el cuarto de Mauro. Quería empezar a follarme su gran verga y que los gritos de placer trajesen a mi novio hasta la estancia. En un portátil que Mauro había dejado, visible desde la puerta del dormitorio, ya se veía el vídeo de Alberto y la morena en el lujoso hotel.
Sin más dilación decidí olvidarme de Alberto y centré mi atención en Mauro.
-He estado esperando este momento más de doce años, le dije.
-Quiero follarte sin descanso durante las 12 horas que me quedan de estancia en Madrid. Sentenció.
Nos empezamos a besar salvajemente. Mauro era un genio subiendo el termostato de una mujer. Sus ojos se clavaron en los míos mientras subía la camisa y desabrochaba uno a uno los botones. Me lancé a su cuello y empecé a castigar su boca con mi lengua. Mientras él terminaba de desnudar su torso, mis labios viajaron hasta su cuello para darle una serie de cortos lametazos y mordiscos. Acerqué mi boca a su oído: “quiero que te corras en mi cara”
La piel tersa y negra del vientre de Mauro era de escándalo. Más allá de los profundos pliegues de sus abdominales, sus pechos eran fuertes, musculados y dignos de admiración. Mis dientes encontraron en su pezón una preciosa piedra de toque, con la que mi lengua emprendió una excitante batalla. Mauro exhaló un ligero gemido de placer y su polla empezó a despertar de su letargo.
Lo llevé hasta la cama del dormitorio, dejando la puerta bien abierta para que el escándalo que íbamos a montar no fuese ajeno a mi novio. Una vez en la cama, desabroché su pantalón, lo arranqué de sus piernas y enloquecí con el brutal tamaño de su verga. Era tal y como lo recordaba. Pero Mauro era de los tíos que disfruta llevando la iniciativa. Antes de que pudiera meter su rabo en mi boca, me agarró por la cintura y me tiró sobre él. Notaba su verga, caliente, dura y pringosa, rozarse contra mi coño, descomunalmente mojado y abierto de par en par. Era el momento, y gemí como una loba a la que arrebatan sus cachorros.
Nuestros cuerpos ya eran uno y el ambiente en la habitación empezaba a cargarse. Alberto entró en la estancia como un torbellino, sobresaltado y con los ojos más abiertos que mi conejito. Su primer impulso fue ir a golpear a Mauro, algo que resultó casi cómico. El brasileño se levantó, con su estaca marcando el territorio, y de un empujón detuvo la intentona de mi novio. Señalé el portátil; rabiosa y con lágrimas en mis ojos; grité a Alberto:
- ¿Eso es todo lo que merezco después de cuatro años a tu lado, cabronazo?
-Señalé a Mauro- ¡Mira esa polla! No puedo recordar cuándo fue la última vez que no pensaba en ella mientras follaba contigo.
El reciente cornudo no se molestó en contestar. Grito “puta” y juró que se lo íbamos a pagar. Dos segundos después sonó un portazo y Alberto salió de mi vida.
Mauro me abrazó fuertemente y me preguntó si estaba bien. Asentí y le confesé que había sido uno de los momentos más extraños de mi vida. Por fin volvía a sentirme libre. Alberto era historia.
En un gesto veloz, me dio la vuelta y acercó sus labios a mi cuello. Quitó mi camisa y mi sostén y me dejó únicamente con la falda. Era muy fetichista, y yo sabía perfectamente que follarme con una faldita le iba a poner muy caliente. Lanzó una tanda de cortos e intensos besos en mi cuello, que yo alargaba y trataba de hacer kilométrico. No quería, bajo ningún concepto, que terminase. Llevó su boca a mi oreja y procedió a darme unos pocos mordisquitos, a la vez que me susurró: ¿Quieres que siga un poquito más abajo?
Me retorcía de placer. El calentón ya no podía ser más grande. Eran cerca de las 12 de la noche y llevaba desde primera hora de la tarde sin parar de producir flujo vaginal. La lengua de Mauro llegó a mis pezones y todo lo que pude hacer fue doblar mi cuerpo al alcanzar mi segundo orgasmo. Mi deseo era que, a través de la ventana, los gritos, intensos y algo exagerados, llegasen perfectamente hasta la calle, donde suponía que Alberto debería estar corriendo hacía ninguna parte.
La lengua de mi amante brasileño dejó un húmedo rastro en su viaje de mis pezones, duros y enormes, hasta mi vagina. Suavemente, introdujo su vigorosa lengua en mi rajita, a la vez que realizaba pequeñas subidas y bajadas. Con los labios realizaba pequeñas succiones en mi clítoris, mientras que con los dientes me daba unos extremadamente cuidadosos mordisquitos. Para rematar la jugada, sus manos acariciaban mis senos, mientras mis manos se posaban sobre las suyas.
En pequeños movimientos circulares, la boca de Mauro abarcó todo mi sexo y empezó a subir la intensidad del cunnilingus. Con dos dedos abría mi rajita y con sus fauces devoraba mi vagina. El placer era máximo, ya me había olvidado de Alberto, de los vecinos e incluso de Mauro y su pollón. Cerraba mis ojos y solo era capaz de sentir la libertad de hacer realidad una fantasía erótica.
Era su turno. Ahora fui yo la que giró su portentoso cuerpo y extrajo la poca ropa que le quedaba para hacerle una mamada de campeonato. Comencé suavemente, metiendo tan solo su glande entre mis labios. Ejercí una presión intensa mientras metía y sacaba su capullo de mi boca. Mi lengua buscaba su frenillo, mientras con mi mano pajeaba la base de su verga.
Poco a poco fui admitiendo más centímetros de su rabo en mi boca, sin dejar de bajar y subir mi cabeza como si de un reloj de cuco se tratase. Mauro lanzaba pequeños gemidos y buscaba mi mirada, una lasciva y lujuriosa acción que ya habíamos practicado en Sanxenxo. Sabía que le encantaba ver mis ojazos claros mientras me tragaba su cipote.
Lista para azotar a mi amante, monté sobre su pubis y agarré su pene con mis manos. Con una pierna doblada, llevé su verga a mi coñito con la intención de que no me penetrara de golpe. Mauro era cuidadoso en ese sentido, pero una mala embestida podía arruinar la noche. Delicadamente, fui dejando caer mi peso sobre su cintura, a la vez que él realizaba pequeñas subidas y bajadas con su pelvis. Ya casi tenía dentro la mitad de su polla, y había llegado el momento de cabalgar. Puse mis dos rodillas sobre la cama, miré a Mauro de modo cómplice y empecé a realizar movimientos circulares. Caí sobre mi propio peso. Mi amante cerró los ojos y parecía aguantar la respiración, mientras yo me sentía llena y borracha de polla. Había 24 centímetros negros y duros dentro de mí.
Con sus manos, Mauro masajeaba mi clítoris para aumentar mi placer, consciente de que, provocando adecuadamente mi sexo, mi vagina puede ser una fuente majestuosa mientras me corro. El ritmo creció, la velocidad aumentó y dejé caer mi cuerpo sobre el suyo para fundirnos en un abrazo. Me giró, me puso de costado, y cerró mis piernas para penetrarme desde atrás. Esta postura era nueva para mí, y dado el tamaño del falo de Mauro, resultó dolorosa en un principio. Pero él sabía muy bien el armatoste que tenía entre las piernas. Tras los primeros quejidos de mi rajita, ésta se abrió rápidamente para dejar que la verga del brasileño llenase mi sexo hasta el último rincón. Su polla salía y entraba libremente de mi coño gracias a la masiva lubricación de mi vagina.
La novedosa posición me hizo explotar una vez más, y el tercer orgasmo me hizo clavar las uñas en la espalda del Mauro. Pero quería más, mucho más.
Me tumbé bocarriba y llevé, una vez más, la boca de mi amante a mi agotado coño. Tras dos minutos de succión, algo me sacó de mi estado de éxtasis. Mauro había deslizado sutilmente un dedo por mi ano, provocando un ligero sobresalto en mí.
-Te prometo que vas a disfrutar como nunca, me aseguró.
Un poco temerosa, traté de relajarme, mientras Mauro extrajo de su mochila un lubricante con aromas frutales. Puso una pequeña cantidad en sus dedos y lo deposito en mi esfínter, para después llevar su lengua hasta mi culo. La calidez y suavidad de su beso negro, acompañadas por la excitación de la escena, provocó que mi ano se fuese relajando paulatinamente y diese las primeras muestras de conformidad.
Mauro, triunfante, agarró su verga y la aproximó a mi culo. Lentamente, y a base de lubricante y masajes, logró introducir su pollón, no sin provocar en mí unos dolores confusos. Era una rara mezcla de placer y dolor, una nueva ventana de sensaciones que Mauro abrió de par en par.
Con la lentitud que precisa una penetración de este calibre, el brasileño fue introduciendo su rabo lánguidamente hasta que con un gesto le indiqué que no siguiera adelante. Era absolutamente imposible llegar más allá. Obediente, Mauro procedió a sacar levemente su polla para después volver a introducirla, desvirgando de ese modo mi preciado culo. Este movimiento de bombeo, repetido incontables veces, logró que mis piernas perdieran toda rigidez.
Tras los dolores iniciales, y ayudada por el incesante masaje que Mauro efectuaba en mi clítoris, fui sintiendo el placer prometido por él, asombrada por la potencia que generaba la estimulación anal. Aquello era tan diferente al sexo convencional que no conseguía poner en orden mis ideas. Mauro atinó con la tecla correcta y alcanzó zonas vaginales muy cercanas al punto G. Definitivamente, era un maestro del sexo. Loca de placer, extasiada, cansada y dolorida de tanto follar, vislumbré mi cuarto orgasmo, el más brutal de mi vida. Mi vientre se contrajo, mis extremidades se doblaron y una descomunal cantidad de liquido vaginal salió expulsado de mi coño. Las convulsiones eran salvajes, la corrida incontrolable y mis gritos espeluznantes.
Feliz de haberme causado tanto placer, volvió su rostro hacía mí y anunció: esta corrida va a ser descomunal. Se quitó el condón y empezó a pajearse violentamente. Mi boca esperaba abierta de par en par, deseosa de sentir el calor de su viscoso semen. Pero la potencia de la eyaculación fue incontrolable. Mauro fue incapaz de atinar en mi boca, y regueros de su leche cayeron esparcidos por mi cara, las sábanas, mis pechos y hasta mis brazos. Cuando su hinchada polla dejó de escupir lefa la llevé a mi boca, relamí los últimos restos de semen y tragué gustosamente su caliente corrida.
Caímos rendidos sobre la cama, incapaces de levantarnos y con la respiración tan alterada como la de un atleta que termina un Maratón. Loca de placer, extasiada, muy libre y con sentimientos encontrados, cerré los ojos tratando de recordar todo lo que había vivido durante los últimos meses. Fue un momento brumoso y muy fugaz.
Tan rápido como terminé de masturbarme visualizando las 350 imágenes de la sesión Boudoir abrí mis ojos y recuperé la compostura. Eran las 12 de la mañana y tenía clase de Spining. Alberto llegaría sobre las 11 de la noche de Sevilla y tenía prisa por comprar unas pizzas para ver una peli juntos en el sofá. Era noche italiana. ¿Follaríamos mientras me susurraba, “Ti amo, Bella”?
Sigo soñando con el día en el que Alberto me deje hacer realidad mi fantasía, pero, de momento, esto no es más que otro relato producto de mi imaginación que me sirve para poner mi coñito listo para una nueva masturbación. De modo que, si me disculpáis…