Mi vecino cani y su padre el camionero

Mi verano aburrido en Madrid, mis vecinos y mis fantasías.

Y su escena de amor se prolongó, con el inestimable añadido de un nuevo lenguaje. Ninguna tradición les intimidaba. Ninguna convención establecía lo que era poético y lo que era absurdo. Estaban sometidos a una pasión que pocas mentes inglesas habían admitido, y así creaban sin trabas. Al fin, algo de extraordinaria belleza surgía en la mente de uno, algo inolvidable y eterno, pero construido con las briznas más humildes del lenguaje y sobre las emociones más sencillas.

-¿Me besarás? – dijo Maurice, mientras los gorriones despertaban sobre ellos en los aleros, y lejos, en los bosques, los palomos comenzaban a arrullarse.

Clive movió la cabeza y, sonriendo, se separaron, habiendo asentado, de una vez al fin, perfección en sus vidas.

El timbre de la puerta y los ladridos del perro hicieron que abandonara el libro sobre la mesa del jardín. Rompieron la intencionada monotonía que había buscado queriendo pasar las vacaciones en el chalé de mis padres en Madrid, lejos de ellos, de la playa y de mis amigos. Gastaba las horas del día cuidando las plantas, tomando el sol, nadando en la piscina, leyendo o haciéndome pajas pensando en el vecino del chalé de enfrente: un chaval de veintipocos, pelirrojo, con aspecto de cani con su gorra, sus pantalones de chándal blancos con rayas de colores llamativos a lo largo de las piernas y su Ibiza tuneado en la puerta. Aunque nunca le había visto bien del todo (alguna vez que entraba o salía de casa), no me parecía muy guapo ni tampoco era mi tipo, pero quizá por el morbo de tenerle al otro lado de la calle, o por su aspecto de malote, me ponía más de lo que hubiera imaginado.

Atravesé el lateral del jardín y me dirigí hacia la puerta escuchando los nerviosos e incesantes ladridos de mi perro, que tenía infinitamente más ganas de saber quién esperaba al otro lado que yo, pues me imaginaba a alguien pretendiendo venderme algo o a algún Testigo de Jehová ansioso por soltarme un rollo.

Pero no era ninguno de aquellos, sino, casualmente, mi vecina de enfrente y madre del citado niñato. Nunca antes había hablado con ella, aunque sí se llevaba muy bien con mi madre, cosa, por otro lado, nada difícil.

-¿Qué te iba a decir…? Me dijo tu madre que tú sabes inglés y querría saber si podrías darle clase a mi

Los saltos del perro interrumpieron sus palabras, a pesar de la decepción que se había llevado pues seguro esperaba a sus dueños que disfrutaban, como casi todo el mundo en esta época, de sus vacaciones en la playa. Sin embargo, la visita sí que había despertado un gran interés en mí. ¿Le daría clases de inglés a su hijo? Buff, sería lo mejor que me pudiese pasar para romper con la rutina de mis vacaciones madrileñas.

-Es que es transportista, ¿sabes? Y últimamente viaja mucho a Alemania y le vendría bien saber algo de inglés.

"¿Cómo? ¿Su hijo es transportista? ¿Tan joven?" Me quedé tan ensimismado excitándome con la idea de enseñar a su hijo algo más que inglés que me perdí la clave de la conversación. Por fin la retomé y descubrí que el transportista era su marido, no su hijo.

-Ehhhh, sí, no hay problema. Cuando él quiera, concluí, sin haber escuchado la mitad de sus palabras.

Se marchó quedando pendiente la confirmación de la hora de las clases. Yo me sentí ridículo ignorando a la pobre mujer y pensando en su hijo casi adolescente. Maurice , el libro que estaba leyendo cuando apareció la buena mujer, me había jugado una mala pasada: es una historia de amor entre dos hombres a comienzos del siglo XX. Y esa bonita historia me había llevado a querer vivir una parecida. Mi ayuno sexual y tanto tiempo libre creaban en mi cabeza fantasías más allá de las propias del cuarto de baño cuya única realidad era el final con la corrida sobre mi vientre.

Pero bueno, como no tenía cosa mejor que hacer, continué fantaseando. Quizá el padre fuera el nexo de unión hacia el hijo. Lo mismo el kinki necesitaba también aprender inglés para su módulo de Ciclo Medio de mecánica o su trabajo de reponedor en el Carrefour. Todo eran suposiciones, claro. Lo mismo el pobre chaval estudiaba Ingeniería y el look garrulo era simplemente para distinguirse en la universidad.

Tanto pensar en mi vecino me había calentado un poco, y me subí a desahogarme frente a la pantalla del ordenador con una de las pelis porno que me había bajado por Internet. Brent Everett fue el responsable de acabar con mi fogosidad.

Volví a la realidad y pensé en el padre. Tampoco le había visto mucho, sentado en el porche quizá, aunque con él sí que había coincidido paseando al perro o tirando la basura. Sé que es moreno y delgado, pero no podría describirle más. Al bajar de nuevo al jardín me fijé en su casa y allí estaba, sentado en el porche sin hacer nada aparentemente, aunque como no llevaba mis gafas tampoco pude distinguirlo bien. Sólo faltaba esperar a que viniera la mujer para decirme la hora de la primera clase.

Pasé la tarde sumido de nuevo en la monotonía. Ya me había hecho una paja, ya había leído y las plantas tenían agua, así que decidí darme un baño. Eran casi las nueve de la noche. De nuevo los ladridos del perro me avisaban de que el timbre había sonado. Corrí hacia la puerta descalzo y mojado, lo que provocó que me resbalara en un par de ocasiones por el suelo de la parcela manifestando un cierto sofoco en mi rostro por el susto y por las prisas al abrir la puerta.

-Hola, dijo el protagonista pelirrojo de mis fantasías. Soy Rubén (el nombre no podría ser más apropiado), el vecino de enfrente. Me ha dicho mi madre que te pregunte si te parece bien mañana a las once. Es que han salido a cenar y se le ha olvidado decírtelo.

-Vale, ¿en tu casa o en la mía? Le contesté, provocándole una sonrisa.

-No estoy seguro, pero creo que en la tuya.

-Muy bien, pues de acuerdo. Gracias.

Fui idiota al no invitarle a pasar. Mientras se giraba y caminaba rumbo a su casa quise pedírselo, pero las palabras no fueron capaces de salir de boca. Perdí la oportunidad. Al menos pude por fin verle bien la cara. Nada excepcional, la verdad. Pecas en las mejillas, un piercing en la ceja y una mirada algo ambigua acompañada de una sonrisa que no supe interpretar (quizá por el rubor al decirle la tópica frase o por mi cara de embelesado analizándole, o simplemente por el sofocón de venir corriendo resbalándome un par de veces en el camino). Será verdad eso que dicen de que los pelirrojos no son de fiar.

Pasé la noche sin sobresaltos (lo contrario hubiese sido una novedad) y comencé el siguiente día de mis aburridas vacaciones con mi café, mi cigarro y Google ayudándome a encontrar vocabulario que le pudiese servir al camionero. Me duché, me vestí un bañador y una camiseta y esperé a que sonara el timbre, tras lo cual apareció un hombre delgado, moreno, nada castigado por los años. Se presentó como Emilio, le invité a pasar y no sentamos alrededor de la mesa del despacho. Me explicó lo que quería aprender para su trabajo y nos pusimos manos a la obra.

-Empieza a hacer calor, interrumpió.

-Pongo el aire si quiere.

-No me trates de usted, que no soy tan mayor. Tú debes tener unos veintisiete. Y yo, ¿cuántos crees que tengo?

-No sé, ¿cincuenta?

-¡Hala!, exclamó. I`m forty-two, aclaró chapurreando el inglés entre risas.

  • Lo siento, pero pensé en su hijo e intenté hacer cuentas.

-¿Rubén? Él tiene veintiuno, justo la edad que tenía yo cuando nació.

Continuamos un rato hablando sobre el porqué de mi estancia en Madrid, sobre mis padres, sobre sus hazañas de camionero, incluida la vez que le dijo a un gendarme francés "fuck you".

-¡Fuck! Repitió riendo. ¡Fuck! Sabes lo que significa, ¿no?

-Sí, respondí con una sonrisa algo forzada.

-¿El qué? ¡Venga dilo!

-Mmm es como

-¡Follar!, dilo hombre, no pasa nada. ¿O qué pasa que tú no follas?

La situación me pareció algo surrealista. O el camionero estaba un poco desequilibrado, o el mes de exilio aislado del mundo me había hecho olvidar cómo se relacionaban los seres humanos. Claro que tampoco tenía mucha experiencia en charlas con cuarentones que iban de machotes con la intención de recobrar algo de su juventud perdida a través de tontas anécdotas o reafirmar su madurez haciéndonos sentir a las nuevas generaciones ignorantes de la vida.

-Seguro que a la morenaza esa que vino contigo el otro día te la tirarías, ¿verdad? Insistió acelerando el surrealismo de la escena pensando en que la asistenta pudiera ser mi amante.

-¡Si yo soy gay!, le interrumpí alzando algo la voz.

No sé muy bien el porqué de la respuesta. Quizá para callarle la boca y que dejara el tema o quizá para que me sirviera con una supuesta aventura con su hijo. "El vecino es maricón" le diría al llegar a casa y así Rubén mostraría algo de interés…Pero no sirvió de nada.

-Así que eres homosexual. Es así como os gusta que os llamen, ¿no? En mi época se decía marica, pero supongo que ahora sonará peyorativo, ¿no?

Y así continuó con un monólogo que me encrespaba, volviendo a contar batallitas de mili y del camión. Yo, aparte de aburrido, me sentía algo incómodo. No sé si me merecía la pena pasar por aquello para llegar a su hijo, quien ni siquiera me gustaba físicamente, sólo era morbo.

-Pues a mí nunca me ha tocado un tío, ¿sabes? Continuó. Ni siquiera en la mili. Allí era muy común que algún marica la mamara o que le dieran por el culo el resto de soldados…¿Te ha molestado? He dicho marica, lo siento.

-Emilio, que al final se nos va la hora y no aprendemos nada, le interrumpí con tono casi de resignación.

-No te preocupes, no hay prisa. Si damos más tiempo de clase te la pago.

-Pero si no estamos dando clase. Y no es por dinero, sino por aprovechar la hora, que me conozco y luego me vienen los remordimientos.

Ya decía las cosas sin pensar. ¿Tan falto estaba este hombre de cariño, de conversación, de amigos…? Menos mal que lo mío era voluntario y temporal, porque si no acabaría como él. Más que un profesor, Emilio necesitaba un psiquiatra. Cambió el tono de la conversación, bueno, de su discurso, porque él seguía hablando

-Pues fíjate que te veía yo en el jardín, así moreno, con tu barriga y nunca pensé que serías homosexual. Los que salen en la tele son todos cachas, modernos

-Tampoco tengo tanta barriga, le dije arrepintiéndome de haber entrado al trapo. Además, gays hay de todo tipo, sentencié intentando terminar la conversación, aunque pensando por qué me miraba mientras yo tomaba el sol en mi casa.

-Tienes razón, porque yo antes estaba cachas y los amigos de mi hijo dicen que soy moderno, y claro, no soy homosexual. ¡Mira, mira!

Y se desabrochó la camisa para enseñarme un torso que, efectivamente, parecía haber estado bien marcado en el pasado, pero que con el paso de los años no había contraído apenas nada de grasa. Se le notaba sobre todo en el pecho, que aún parecía fuerte, mientras que el vientre estaba firme, pero sin los abdominales perfilados. El tío la verdad es que estaba bueno y me estaba empezando a poner cachondo. Al igual que el hijo, no era en principio mi tipo, pero si un cani pelirrojo me excitaba sin apenas conocerle, ¿por qué no lo iba a hacer un atractivo maduro semidesnudo en mi casa?

-Oye, volvió a hablar. ¿En qué piensas? ¿Te incomodo? Me conservo bien, ¿no? ¿No te pongo?

-Qué creído, ¿no? Le respondí ya algo relajado quizá por la excitación que me había provocado. Que sea gay no significa que me gusten todos los hombres. Pero vamos, que no estás mal.

Y aquello volvió a convertirse en una conversación amena y hasta cierto punto divertida aunque subida de tono en algún momento. Nos dieron casi la una sin haber tocado nada del inglés salvo la palabra "fuck" que desencadenó la clase más inverosímil de mi vida. Emilio se levantó y sacó de la cartera un billete de veinte euros. Le convencí de que no me tenía que pagar puesto que no había aprendido nada y la clase de inglés no fue tal. Se dirigió hacia la puerta citándome para el día siguiente a la misma hora mientras me daba dos besos como despedida.

-Así os despedís los gays, ¿no?

-No, así, le contesté mientras le tocaba el culo.

Con su mezcla de aparente ingenuidad sobre el mundo gay me devolvió el gesto acercando el resto de su cuerpo al mío.

-Ah, pues no tienes tanta barriga como pensaba.

-No puedes callarte un momento, ¿eh?

Y en un impulso pretencioso le besé en los labios dejándole sin palabras por primera vez desde que cruzó el umbral de la puerta un par de horas antes y sin pensar en las consecuencias de tal alarde. Si la cosa se ponía fea alegaría el tono de broma, aunque empezaba a creer que me ponía de verdad y que me dejaría hacer si se diera el caso.

-Te has puesto cachondo, dijo con una mezcla de seriedad y preocupación en su rostro y confirmando que no podía estar mudo.

-Ya te he dicho que no estabas mal y uno no es de piedra.

Y entonces volvió a juntar sus labios a los míos en un prolongado beso carente de pasión, pero que albergaba algún sentimiento ya fuese de inseguridad o de un repentino cariño que Emilio me había cogido y que pronto se tornó en arrebato. Se despojó de nuevo de la camisa e hizo lo propio con mi camiseta mientras me empujaba de nuevo al despacho sentándome de un golpe sobre el sofá. No tardó en quitarse el pantalón corto, quedándose con unos slips incapaces de esconder su erección.

-¿Y ahora qué? ¿Me la chupas? Preguntó volviendo al tono de inseguridad que le provocaba el desconocimiento.

Sin contestar me incorporé un poco del sofá y le bajé los slips. Se descubrió una polla no muy larga, pero ancha. Se la rocé con la lengua mientras le acariciaba los huevos. Emilio no tardó en soltar su primer gemido mientras me agarraba del pelo. Su inseguridad se desvaneció por completo, supongo que al entender que chupar pollas no es cuestión de sexos y que la mamada que yo le estaba ofreciendo no difería mucho de otras que le hubiesen podido hacer a lo largo de su vida. De este modo, se hizo con el control de la situación. Mientras yo pretendía retrasar su ansia de que me la comiera proporcionándole placer a través de comerme sus huevos o de suaves lamidas de arriba abajo de su cipote, él me agarró con más fuerza el cabello timoneando mi boca hacia la punta de su polla para después darme un empujón haciéndomela tragar entera de golpe dejándome casi sin aliento. Más que una mamada, Emilio me estaba follando la boca a su antojo sin saber lo que se perdía si me hubiese permitido hacerlo a mi manera.

No me dejaba ver la lujuria en sus ojos, pero se la notaba en sus manos y en los gritos que liberaba de su garganta. A su manera, Emilio estaba disfrutando. Yo también lo hacía succionando su gruesa polla usando la lengua todo lo que me dejaba porque eran sólo mis labios los que jugaban en el mete y saca de su polla en mi boca notando incluso el contacto de las venas de su cipote. Él seguía en su particular éxtasis sin intenciones de querer cambiar de postura o de querer follarme por el culo y, mucho menos, de chupármela él a mí o darle yo a él.

La sacó precipitadamente de mi boca y comenzó a pajeársela para correrse en mi vientre poco después. Volví de nuevo a tragarme su verga, intentando ahora probar el sabor que no pude antes por su forzada envestida, así que ahora me deleité con los restos de semen que aún salían en forma de pequeñas gotas a la vez que su polla iba perdiendo fuerza. Al contrario que sus suspiros, que volvieron a recobrarla ante la sorpresa de mis tragaderas de nuevo en su polla. Cuando no pudo más se sentó a mi lado en el sofá y ambos nos encendimos un cigarro. Para picarle e intentar quitarle la cara de satisfacción hiriendo su orgullo de macho le dije:

-¿Ya está? ¿Eso es todo lo que hacías en la mili?

  • Te he dicho que yo en la mili no…¡Ah! Ya sé lo que pretendes…quieres que te folle.

-Yo no he dicho eso, respondí. ¿Y por qué no te follo yo a ti?

-Ni hablar- ¿Quieres que te folle o no?

-Oye, no te creas que me estás haciendo un favor tú a mí. Soy maricón, pero no una puta.

Se dio cuenta de su tono inadecuado, pidió disculpas y me besó. Dijo que nunca se la habían comido después de correrse y muy seriamente que nunca le habían penetrado. Yo no insistí. El matiz de broma que yo pretendía desapareció. Apagó su cigarro y acercó su mano a mi polla, aún excitada, pero más blanda que hacía unos momentos. Se escupió en la otra mano que también se reunió con mi verga que pronto respondió haciéndose sentir dura otra vez ante sus manos que la pajeaban lentamente. Le hice saber que me gustaba con algún sollozo y se dispuso a inclinarse para metérsela en la boca.

-No tienes por qué hacerlo, le sugerí, pero Emilio hizo caso omiso.

La introdujo con cierta duda y empezó a chuparla de una manera muy mecánica. Comprensible por otro lado, pues se supone que era la primera vez. Tampoco usó la lengua, sólo la absorbía y la expulsaba haciéndome entender que no le gustaba lo que hacía. A mí, sin embargo, su gesto me otorgaba un enorme placer, más por el morbo que suscitaba que por la calidad de su mamada. Pero renuncié a aquél gozo apartando su cabeza de mi entrepierna.

Miré su polla y no estaba tiesa, así que creía confirmar que no le gustó eso de chupar pollas. Pero a mí sí me gustaba y hacia su ancho pene dirigí mi lengua y aquel replicó hinchándose de nuevo. Momento que aproveché para sentarme encima de él pidiéndole que me follara al tiempo que me acercaba a su agradable boca para que su lengua tomase algo de partido.

La dirigí con mi mano hacia mi culo y despacio comencé a meterla en mi ano. Gemimos al unísono. Sólo sentir la punta entrando en mi agujero provocó un recorrido de placer por todo mi cuerpo. Mi vello se erizó y mi vientre se encogió. El resto de su polla dentro de mí me permitía gritar de placer y sentir la opresión de su cipote en lo más profundo de mi cuerpo. Emilio me agarraba la espalda, me besaba el cuello. Yo miraba su cara lasciva, ambos disfrutábamos. Seguía retorciéndome con cada movimiento. Giraba mi cintura en círculos para sentir su polla de la mejor manera posible. La notaba entera, su punta en algún lugar inaccesible de mis entrañas y el grueso alrededor de todo mi ano. Gozaba, no quería que acabara, aunque me excitaba la idea de que se corriera dentro de mí. Yo me adelanté, fuera, sobre su vientre. Gozaba, gritaba, y él se sincronizaba con sus jadeos hasta que uno de ellos se alargó en el aire haciendo entender que estaba a punto de correrse. Quiso sacar su polla y no se lo permití, así que sobre el sofá sentado, conmigo clavado en su polla, soltó tal suspiro de placer que su intrigada esposa tuvo que escuchar al otro lado de la calle. Notaba las contracciones de su cuerpo sacudiendo el mío y su boca se aferró a mi boca ahora con pasión, sin restos de ingenuidad, inseguridad o desconocimiento. Se relajó tras un largo suspiro y nos fumamos otro cigarro.

Salimos a la piscina y nos dimos un baño para no dejar rastros. Se despidió hasta el día siguiente, pero no apareció, y al siguiente tampoco. No supe el porqué, de modo que volví a mis fantasías. Nunca pude decirle el morbo que me hubiese dado hacerlo en su camión, testigo de mis embelesadas miradas desde el final de la calle. Tampoco pude decirle nada acerca de su hijo, que ya desapareció de mis sueños cediendo el sitio a su padre en mi retomada realidad: las pajas pensando en Emilio, las plantas, - algunas marchitas por el sol -, los baños solitarios en la piscina y mi libro, Maurice .

Toda esta última parte del día fue perfecta. El tren, por alguna razón desconocida, estaba lleno, y se sentaron muy juntos, hablando tranquilamente entre el barullo, sonrientes. Cuando se separaron, lo hicieron del modo habitual: ninguno de los dos sintió el impulso de decir nada especial. Todo el día había sido normal. Sin embargo, nunca antes habían pasado un día así, y nunca volvería a repetirse.