Mi vecino 7
Coral nos cuenta ahora cómo fue su castigo
Capítulo 7
Ciertamente nunca me olvidaría de aquel polvo. Y no porque hubiera sido el primero o el segundo de mi vida. Ni porque hubiese sido coaccionada para practicarlo. No los olvidaría, porque habían sido realmente maravillosos fantásticos. Jamás hubiera creído que mi cuerpo fuera capaz de generar tanto placer. Pero había sucedido, era real. Mi vecino, seguía abrazado a mí, más que eso, permanecía dentro de mí. Pero por alguna extraña razón aquello no me preocupaba. Me sentía bien, muy bien, totalmente relajada, en paz conmigo misma... y satisfecha, completamente satisfecha.
Me miré en el espejo y me descubrí con una bobalicona sonrisa de felicidad en el rostro. Realmente me sentía bien, muy a gusto y cómoda entre los brazos de mi vecino. Una parte de mí le estaba tremendamente agradecida por la tierna manera en que me había desvirgado. Me había hecho el amor, a pesar de haberme chantajeado y forzado a entregarme a él. No había abusado de mí, más bien me había incitado a entregarme a él… Estaba hecha un lío.
¿Me había o no me había obligado a follar con él? ¿Era o no era responsable por haberme entregado a sus demandas? ¿Por qué lo había disfrutado tanto si no quería hacerlo? ¿O es que sí quería, pero no deseaba reconocerlo? ¿Cómo había podido ser tan puta? Las mismas preguntas que llevaba haciéndome durante toda la mañana. Preguntas que no me atrevía a contestar porque no me agradaba la respuesta que estaba obteniendo. Afortunadamente mi vecino no tardó en sacarme de mis amargas cavilaciones distrayéndome con nuevas preocupaciones...
- ¿Tienes hambre, esclava?
- Sí… bastante… esto… Amo…
Esclava, hambre, dos palabras que me trajeron al mundo real. Esclava, eso es lo que yo era ahora. Me había vendido para tapar una falta. Una vergüenza que ahora, debido a mi esclavitud, era mucho mayor. Tenía que… tenía que olvidarme de mi educación y mi moralidad mientras durase mi esclavitud. Cuanto antes lo hiciera mejor. Claro que decirlo es fácil, hacerlo sería muy distinto… ¡Hambre! ¿Qué hora era? Debía de ser cerca de las dos… Aquel cerdo… no… mejor dicho, mi… mi Amo. (Me resultaba más fácil asimilarlo todo si lo llamaba así.) ¡Me había estado follando por cerca de dos horas! Y después de casi un día entero en ayunas, lo cierto es que estaba hambrienta. La verdad es que era todo un detalle por su parte.
- Pues date una ducha rápida, ponte un delantal y cocínanos algo sabroso y rápido con lo que hay en la nevera. ¿Sabes cocinar, verdad esclava?
- Sí… sí sé cocinar… señor… Ahora voy… señor…
¿Pero cómo puedo ser tan estúpida? ¿No me había creído que me iba a tratar con respeto? ¡Seré tonta! Ahora quiere que le sirva de cocinera y después de chacha, y después… y después de puta. ¿Es eso lo que había firmado? Estaba claro que sí… Lo más que podía hacer es mostrar cierta sorna al llamarle señor. Pero debía tener cuidado con eso. Estaba claro que se había dado cuenta de la ironía de mis palabras y no le había gustado ni un pelo. Antes de que cambiara de opinión y decidiera algo al respecto, me levanté y me fui hacia la ducha. Creo que estaba más indignada que humillada. Sabía que tenía todas las de perder, así que me retiraba del campo antes de que pudiera entablarse una dolorosa batalla que supondría una nueva derrota. Afortunadamente la ducha me ofrecía una salida digna y la aproveché. Lo cierto es que me sentía bastante sucia, tenía mucho que lavar y limpiar de mi persona. Lástima de que las más importantes, las que más me manchaban; no se fueran con agua y jabón…
Me metí rápidamente en la ducha, tenía prisa. Prisa por enjabonarme, prisa por sentir el cálido contacto del agua, prisa por salir de una vez de aquella casa… Comencé a llorar, el purificador y relajante contacto del agua tibia me hizo sentirme sucia. Me sentía tan sucia, tan estúpida… Ya todo estaba hecho y no había marcha atrás. Pero tenía que desahogarme de algún modo. Cuando me calmé un poco, me dispuse a enjabonarme. Miré en una pequeña repisa y encontré todo lo que necesitaba el gel, el champú y dos esponjas una azul y otra rosa sin abrir. El muy cabrón había pensado en todo. No sabía cómo tomármelo si como algo bueno o malo. Tampoco me entretuve pensando mucho en ello. Me llegaban ruidos de fuera, seguramente no tardaría en entrar en el baño. No quería que me pillara en la ducha, no quería estar con él. Comencé a enjabonarme para evitar encontrarme con él. Me frotaba con fuerza por todo el cuerpo, como si pudiera arrancar a través de mi piel la culpabilidad y la vergüenza que me carcomían por dentro. Cuando le llegó el turno a mi sexo, comencé a frotarme con verdadera desesperación. Me restregaba insistentemente la esponja mientras un mar de lágrimas brotaba sin parar. Necesitaba olvidarme de todo, pero la pesadilla no había terminado. Aún no había salido de aquella casa. Miré hacia la puerta, por un instante me pareció que allí estaba él mirándome. Afortunadamente no fue así. Pero aquello tuvo la virtud de espabilarme, me aclaró las ideas. Salí de la bañera y me sequé el pelo como pude. Cuando me disponía a envolverme con la toalla me encontré con él que entraba en el baño envuelto en un albornoz…
Fue un momento extraño y tenso. Nos miramos extrañados, como si nos acabáramos de conocer. No era la mirada segura e inflexible que le conociera aquella mañana. Me recordó a los breves instantes en que nos encontrábamos en el ascensor y no sabíamos qué decir más allá de los tópicos de siempre. Por un momento… por un momento pensé que quería decirme algo que le era incómodo. Pero lo deseché al instante, lo más seguro es que le sorprendiera verme fuera de la bañera. Antes de que me sugiriese que le enjabonara la espalda, decidí aprovechar su breve indecisión y escabullirme.
- Me voy a preparar la comida, Amo…
Y salí lo más rápido que pude. Tanto que no le di tiempo a decirme nada. Por desgracia para mí, con las prisas no me sujeté bien la toalla y se me calló en el umbral del pasillo. La dejé ahí y me escapé corriendo en busca de la cocina. No quería darle oportunidad a cambiar de opinión…
Al llegar a la cocina, me sorprendió comprobar su limpieza y buen orden. No me esperaba encontrar una cocina tan bien arreglada en un pisito de soltero. Claro que pronto descubrí la razón, el muy cerdo había pensado en todo. Me había dejado una nota donde detallaba la ubicación de los utensilios de cocina y los ingredientes. Estaba bien claro que aquel cerdo había planeado todo hasta los más mínimos detalles y por lo tanto me sería muy difícil escapar de su trampa. A menos… a menos que bajara la guardia. Entonces podría disponer de alguna oportunidad. Fui pensando en ella mientras lo ordenaba y preparaba todo. Tenía una nevera bien provista pero no tenía mucho tiempo de modo que me decidí por preparar una ensalada y unos filetes de lomo a la plancha. En poco tiempo tenía aliñada la ensalada y los filetes listos para la sartén con mi toque especial. Me gusta mucho el ajo y el perejil y pensé que no le importaría que le mostrase algunos de mis trucos culinarios. Después de todo, dicen que a los hombres se los conquista por el estómago. Me vendría muy bien tenerlo contento…
Llegó justo a tiempo, cuando estaba terminando de poner la mesa. Eso me supuso un alivio, el delantal que me había puesto me cubría por delante pero no por detrás. Y no quería darle la espalda demasiado tiempo, algo que hubiera tenido que hacer de tener que seguir cocinando. Afortunadamente no fue así. Esperé a que se sentara, antes de hacerlo yo. Seguro que eso le gustaba. Bueno, a decir verdad debió de gustarle todo. Más que nada por la cara de satisfacción que tenía y porque no le escuché ningún reproche. Le serví un buen vaso de vino, se cuidaba muy bien, era un vino muy bueno. Yo bebía agua, quería tener la mente lo más despejada posible. Comenzó a comer muy relajado, con extraordinaria calma, como si estuviera en familia. Probó mi ensalada y el filete. Esperé ansiosa el veredicto, no sé por qué pero me interesaba conocer su opinión…
- Guisas muy bien, esclava. La ensalada y los filetes están muy, muy buenos.
- Gracias, mi madre siempre ha insistido en que aprendiéramos a cocinar y mi padre siempre dice que soy la que mejor cocina de la casa…
Realmente no os puedo explicar qué fue lo que pasó. Pero el caso es que comencé a hablar sin ningún reparo. El sincero cumplido recibido me dio ánimos, era la primera vez que alguien extraño valoraba mi labor sin tener la presión de mis padres. Sí porque desde que tengo uso de razón, todo cuanto he hecho ha estado vigilado, controlado, autorizado o monitorizado por alguno de mis padres. Nunca había hablado seriamente sobre ningún tema con nadie sin que mis padres lo supieran. Y ahora por primera vez en mi vida tenía la oportunidad de charlar libre y abiertamente sobre todo tipo de temas. Me sentía libre por primera vez. Comenzamos una conversación informal pero bastante animada. Rafa mi vecino, resultó ser bastante más majo de lo que yo pensaba. Me habló de su trabajo, de dónde había estudiado y me dio algunos consejos muy útiles para mi vida como universitaria. Realmente no lo puedo explicar, fue un maravilloso paréntesis. Durante toda la comida, nos comportamos como dos personas civilizadas, más que eso, hablamos con la confianza con que deben hablarse los novios. Sí es cierto que el muy cerdo me estaba chantajeando pero en aquellos momentos nos olvidamos de todo aquello. Él me ayudó a olvidarme de todo, me hizo sentirme persona por primera vez.
Tengo que reconocer que en aquel momento se portó muy bien conmigo. Claro que lo bueno no dura eternamente y en cuanto nos tomamos el café volví a la cruda realidad. Y todo por preguntar por la dichosa pastillita que me encontré junto a una de las tazas que usamos para tomar el café. Como os he dicho antes, el muy cabrón lo tenía todo más que pensado. Claro que ahora que lo pienso, en este caso en concreto, me vino muy bien.
- ¿Y esta pastillita? ¿No me dirás que necesitas un reconstituyente vitamínico?
En cuanto le pregunté me di cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. Es que le cambió la cara. Estaba distendido y sonriente y al instante se envaró y tensó más que un arco a punto de disparar, se puso serio y aunque intentó esbozar una sonrisa amigable, no lo acabó de conseguir. Me di cuenta de que la respuesta no me iba a gustar y me senté en mi silla frente a él. Él me cogió las manos con suavidad, intentaba suavizar al máximo el duro mensaje que tenía para mí…
- La pastilla… la pastilla no es para mí, es para ti. Es una píldora anticonceptiva de las que se aseguran que no te quedas embarazada. La compré para evitarte problemas en la farmacia. Pero… pero a partir de ahora deberás ser tú la que se encargue de comprarlas. Me refiero a las normales, no a las del día después como esta. Porque como has comprobado, no pienso usar el condón…
No se equivocó, sabía que me iba a dejar helada. Y aunque fue muy delicado, sus palabras me hirieron como un cuchillo. Durante toda la comida, me lo había pasado de fábula. Me había olvidado hasta del hecho de que estaba desnuda debajo del delantal. Por supuesto, ni me acordaba de que me habían desflorado y dejado el semen bien dentro en mi matriz. ¡Me había olvidado de la terrible posibilidad de que me quedara embarazada! ¡Es que no me lo había planteado ni cuando me la iba a meter! Estaba tan caliente que simplemente se me había pasado por alto.
El flash fue más bien un shock. Empecé a temblar y llorar sin parar, estaba en medio de un tornado emocional. El humillante chantaje, la vergüenza de mi pecado, el inmenso placer experimentado, el temor al embarazo, el agradabilísimo almuerzo, el miedo a ser descubierta, la velada amenaza de mis familiares… Todo se juntaba dentro de mí en un maremagnum de emociones que me engulló al instante. Me subí a una auténtica montaña rusa, la ira y la rabia se alzaron poderosas para caer en picado presa del miedo y la impotencia. Me sentí a un tiempo halagada y vejada, querida y usada, apreciada y rebajada. Por un lado, orgullosa como mujer por haber despertado las más bajas pasiones en mi vecino; por otro, humillada por haber cedido y haber caído tan bajo ante él. A fin de cuentas, no sé ni cómo me sentí. Tampoco os puedo decir cómo me siento ahora que ha pasado un poco más de tiempo.
El caso es que me dejó desahogarme y en vez de agradecerle el gesto, me enfadé con él. Sí, lo sé fue estúpido, ganaron la ira y la rabia. Y como él tenía las de ganar, solo conseguí que me humillara más.
- ¡No pienso tomármela! ¡Eres un cabronazo! ¡No puedes…
No me dejó continuar, me asió con fuerza del pelo y me obligó a ponerme de rodillas. Estaba realmente enfadado y me dio mucho miedo verlo así. Era muchísimo más fuerte que yo y podría hacerme cualquier cosa, hasta matarme. Esta repentina idea me dejó inmovilizada, completamente clavada al suelo. Realmente me asustó…
- ¡Escúchame bien, putita desvergonzada! Eres mi esclava y PUEDO hacer que te la tomes. ¿Así es cómo me agradeces el que me preocupe por ti? ¿Es que quieres coger un bombo y que todo el mundo se entere de lo puta que has sido? Te recuerdo que si te has vendido es para poder tapar tu conducta desvergonzada. ¿Qué crees que te pasaría si tu papaíto y tu mamaíta se enteran de que has estado follando sin parar hasta quedarte preñada? Dime…
Tenía toda la razón, estaba en un lío del que no podría escapar a menos que él me dejara. Y si me negaba a tomar aquella pastilla, además correría el riesgo de descubrirme yo sola del peor modo posible. Aquello sí que sería un verdadero suicidio. Mi padre nunca consentiría que ninguna de sus hijas le deshonrase quedándose embarazadas sin estar casadas. Seguro que me repudiaría y me echaría de casa. ¿Y a dónde podría ir yo sin dinero y con un hijo?
- Yo… yo… por favor… no se lo diga…
- Háblame con respeto zorra. Por favor qué… ESCLAVA… y mírame cuando te hablo.
No hacía falta ser un lince para entender la razón de su énfasis en la palabra esclava. Quería que le reconociese como mi superior, que le reconociese como mi dueño, mi señor y mi amo. Y eso es lo que hice… No tenía más salida que esa. Tragarme mi orgullo, suplicar su perdón y reconocerlo como mi señor.
- Por… por favor amo… no… no se lo diga a mis padres…
- No se lo diré mientras cumplas con tu palabra… ¿vas a cumplir?
- Sí… sí… sí mi amo… cumpliré… cumpliré con todo, señor.
- ¿De veras? Dime lo que eres…
- Soy tu esclava.
- ¿Y qué hacen las buenas esclavas?
- Obedecen… obedecen a sus amos, señor.
- Bien… ¿Y qué les pasa a las esclavas rebeldes y desobedientes?
- No… no lo sé señor…
- ¿No lo sabes? Creo que sí lo sabes pero te haces la tonta… De todos modos, te lo voy a decir. Son castigadas. ¿Quieres que te castigue esclava?
- Noo… no mi señor. ¡Prometiste no hacerlo!…
- ¿Cómo has dicho?
- Perdón mi amo… usted prometió no… no hacerme daño… señor.
- Sí te dije que no te haría daño si tú cumplías con el trato y me servías como esclava. Dime ¿Te has portado bien esclava?
- No mi amo…
- Más alto, no te he oído… esclava.
- No, mi amo. No me he portado bien señor.
- ¿Mereces que te castigue, esclava?
- Sí… sí… mi Amo… Por favor… compréndalo… por favor mi amo…
- No quiero oír tus excusas. Ahora escucha bien. Porque te voy a decir cuáles son tus obligaciones. Después decidiré tu castigo. ¿De acuerdo?
- Sí… sí… mi amo…
Me dejó allí arrodillada, llorando amargamente, totalmente vencida y humillada. En un instante lo había perdido todo. Cualquier pequeño atisbo de respeto o dignidad había desaparecido. Mi asqueroso vecino me tenía bien atrapada y no me iba a dejar escapar. Además lo tenía todo más que estudiado y meditado. Lo único que conseguía con mis estúpidos arrebatos era empeorar las cosas. Tenía… tenía que calmarme y actuar fríamente. Calcular y medir muy bien mis pasos para poder escaparme de su dominio. Pero antes tendría que estudiar y conocer a mi oponente. Antes debería hacerle creer que me tenía subyugada. Solo entonces podría sorprenderle… Si todo esto ya lo había pensado, ¿por qué no lo llevaba a cabo? ¿Cómo es que me había dejado entrampar una vez más por mis estúpidas emociones? Por mi orgullo, que evidentemente no me servía para nada. No entendía qué estaba defendiendo ni protegiendo. Lo había perdido todo. Debía rehacer mi vida y aprender de todo aquello. Pero para hacer todo eso, lo primero que debía de hacer era tragarme mi orgullo y obedecer. Humillarme y hacer todo cuanto me pidiera por asqueroso que fuese… y tendría que hacerlo desde ya. Por de pronto, tendría que aguantar el seguro castigo que me impondría… ¿Dios qué se le podría ocurrir? Me estremecí sólo de pensarlo.
Los minutos se me hicieron horas mientras esperaba la llegada del degenerado de mi vecino. Mejor dicho, mientras esperaba la llegada de mi amo. Tenía que ir acostumbrándome. Mi vecino me tenía bien cogida, en todas las acepciones de la palabra. Y muy pronto, me cogería aún más, de nuevo, en todas sus acepciones. La espera me estaba poniendo cada vez más nerviosa. Y como una estúpida, no se me ocurrió mejor modo de aliviar mis nervios y tranquilizarme que jugar con mi coñito. ¡Vaya manera de relajarme!
De algún modo, me sentí aliviada cuando mis deditos comenzaron a jugar con mi clítoris. Nada más empezar a tocarme, noté como mi entrepierna se mojaba. Es que… ¡apenas fueron unos segundos y estaba totalmente encharcada! Al instante sentí que me ruborizaba, mis pechos se erizaron. Mis pezoncitos se endurecieron al tiempo que una fuerte calorada me envolvía.
Debía de admitirlo, aquella situación, me estaba gustando. Encontraba un placer malsano en todo lo que mi vecino me estaba obligando a hacer. Pero no era ese el mejor momento para pensar en ello. Y menos cuando un orgasmo repentino viene a visitarte. Fue realmente una sorpresa, jamás creí posible que me pudiese correr tan rápido. Pero el caso es que apenas llevaba un minuto jugando con mi coñito cuando un súbito calor me subió al rostro. Nada más percibirlo, mis manos se tensaron y crisparon alrededor de mi botoncito sin dejar de masajearlo frenéticamente. Al tiempo, noté una súbita descarga de flujo, que gracias a Dios, fue amortiguada y quedó atrapada entre mis dedos. No sé cómo, pero logré reprimir un sonoro gemido; que afortunadamente quedó convertido en una especie de hipido chillón. Las piernas me temblaban mientras la repentina calorada se iba disipando poco a poco.
Aquel orgasmo furtivo acabó de rematarme. Podía decir lo que quisiera pero nada podía negar la evidencia. Y la evidencia era que todo lo que estaba “padeciendo” con mi vecino, me estaba causando más placer que dolor. Tenía que reconocerlo, por mucho que quisiera negarlo, lo cierto es que encontraba un deleite morboso en el hecho de ser la esclava sexual de mi vecino. Aquel hombre se estaba adueñando de mi voluntad, aunque yo me empeñara en negarlo. En realidad, ya se había adueñado de mi voluntad. Y precisamente, eso era lo que más me asustaba. De todo lo que me estaba pasando lo más difícil de asumir era la propia parte de culpa. Quisiera o no quisiera, tenía que reconocer que yo era tan culpable como él. Y pensar en todo ello, no hacía sino excitarme aún más.
Estaba entrando en un territorio nuevo y desconocido mucho más allá de los seguros límites que me habían impuesto desde pequeña. Mis padres siempre habían velado por mi bienestar, pero ahora… Ahora estaba adentrándome en una tierra agreste y salvaje, repleta de cosas nuevas y excitantes, llena de incertidumbre, aventuras y… para qué negarlo, llena de placer. Todo esto no hacía sino avivar y espolear mi imaginación. Y en aquellos momentos mi mente solo podía pensar en una cosa… ¡de repente me había convertido en una ninfomaníaca!
Sí, tengo que reconocerlo. Mientras pensaba distraídamente en todas estas cosas, mis dedos comenzaron a hurgar en mi entrepierna. Lo había hecho sin se consciente de ello. Conforme en mi mente, me iba calentando, mis manos fueron suministrando el combustible que demandaba mi irracional deseo. Sin haberlo planeado me descubrí haciéndome un fenomenal pajote. Mis dedos se movían solos mientras se restregaban frenéticamente contra mi sexo. Estaba a punto de gemir a pleno pulmón. ¡Qué digo! estaba gimiendo y tuve que taparme la boca como pude con la otra mano. Mi cuerpo temblaba y perdía el equilibrio. Me eché hacia atrás buscando un punto de apoyo. Apenas había llegado a tumbarme cuando el mundo se desvaneció. Ya fuese por el morbo de la situación, el temor a ser descubierta por aquel hombre o por lo que fuera, el caso es que me corrí como nunca antes lo había hecho con una paja. Fue desde luego la mejor manola de mi vida, me dejó grogui por bastante tiempo.
No sé cuánto tiempo permanecí allí tumbada en la cocina mientras me recuperaba de mi intensísimo orgasmo. El caso es que me levanté sobresaltada cuando fui consciente de nuevo de mi situación. Afortunadamente, mi vecino parecía perdido en sus habitaciones y no parecía haberse dado cuenta de nada de lo que había pasado. Recuperé la compostura mientras me secaba las manos con el delantal. Estaba acelerada pero estaba resuelta a dominar mis nervios y disimular.
Tenía que replantearme mi vida, quién era yo realmente. Desde luego, no era la recatada hija de papá que siempre me había creído, y había hecho creer a los demás. Ya no. Aquella niña incauta había desaparecido, había muerto por mi propia mano mientras me corría como una perra encelada. Pero no era aquel instante el más idóneo para estar filosofando sobre mi existencia y las raíces de mi personalidad. Mi vecino acababa de llegar dispuesto a castigarme…
Mi cabeza no paraba de dar vueltas y ahora estaba allí él, enfrente de mí con su sarcástica sonrisa. El corazón me latía a mil por hora. ¿Se habría dado cuenta de lo que acababa de hacer? El orgullo y la vergüenza se hicieron un nudo en mi garganta y comencé a llorar. Parecía que no me había descubierto mientras jugaba con mi botoncito pero no por ello había mejorado mucho mi situación. Estaba allí parado pensando en el mejor modo de humillarme y afligirme. Estaba en sus manos, y no podía escapar.
Claro que no iba a darle la satisfacción de ponerme a suplicar. Pero tenía miedo… ¿Y si era un sádico? ¡Tenías que haber pensado en todo esto antes idiota! ¡Tonta, tonta, tonta! ¡Y además de tonta estúpida! Afortunadamente para mí, la cosa no fue tan terrible como me lo estaba imaginando. Mi vecino comenzó a darme órdenes que yo obedecí de inmediato y sin pensar. Me quité el delantal y me coloqué en la postura que me indicó. Después escuché las estúpidas normas que regirían en nuestra relación. Sí eran estúpidas pero yo debía observarlas a rajatabla y en aquellos momentos no estaba dispuesta, ni podía, rebatirlas de ningún modo. Al contrario, las escuché con atención intentando adivinar en qué consistiría el castigo que según él me había merecido…
Lo primero que saqué en claro, es que quería humillarme. Las normas no eran muchas, pero tenían todas, el mismo objetivo. Demostrar quién era el que mandaba y quién obedecía. Para empezar, debía permanecer desnuda y en silencio siempre que estuviese en su maldita casa. Tampoco debía mirarle a los ojos salvo cuando me follara. Debía avisarle cada vez que fuese a tener un orgasmo. Finalmente me indicó una serie de posturas que debía mantener en determinadas ocasiones. Las posturas eran todas obscenas y me obligaban a mostrarme a él descaradamente. Pero como quería ganarme su aceptación y tal vez su perdón, las fui repitiendo lo más rápidamente que pude. Lo conseguí, aunque para ello tuve que contener las ganas de vomitar.
Estaba asqueada por todo lo que aquel cerdo pretendía de mí. Y sentía crecer de nuevo la rabia pero entonces me asestó el mazazo que me aplacó. Comenzó a hablarme del número de encuentros que debíamos mantener. Quería programar nuestras citas para todo el año. Aquel cerdo acababa de recordarme que me había vendido por todo un año. Y que aquello solo era el principio. ¿Cómo podía ocultarles todo aquello a mis padres durante un año? Esa fue la idea que me atenazó y me hizo recordar mis penurias y mi derrota. Tenía que pensar deprisa y bien. Sobre todo cuando me dí cuenta de todo lo que pretendía aquel cerdo. ¡Quería follarme tres veces por semana! Si accedía a aquello podía darme por perdida. Mis padres me pillarían, fijo.
Afortunadamente, mi vecino demostró cierta comprensión y me permitió llegar a un acuerdo razonable. Me comprometí a servirle una vez por semana y algunos extras de vez en cuando. Y sería yo la que concertaría las citas de dos horas como mucho. Al final iba a ser verdad eso de que no deseaba que mis padres se enteraran del asunto. Claro que no me iba a salir nada barato su silencio. Pero aquel era el precio que había aceptado. Después vino el asunto de los anticonceptivos. Él no estaba dispuesto a usar condones, según él bastaría con que usáramos la píldora. Como gesto de buena voluntad y comprensión estaba dispuesto a ser él el que me las comprara. ¡Vaya cara, todo el marrón para mí! ¡Yo tenía que preocuparme y asegurarme de que no me quedaba embarazada! Claro que así han sido siempre los hombres. El problema estaba que con las revisiones continuas de mi cuarto, mi madre las descubriría tarde o temprano. Al final, se comprometió a reconsiderar el asunto y buscar otro método anticonceptivo que nos sirviera a los dos. La castración no me atreví a sugerírsela aunque no me faltaron ganas. Luego vino algo que no me esperaba, cómo nos conduciríamos cuando nos encontráramos en la calle. La verdad es que en eso estuvo bastante acertado. Sólo me pidió que lo saludara como hasta ahora lo había estado haciendo. Por lo menos, era juicioso.
Me sentía aturdida, como en una montaña rusa, pasaba de la ira al miedo, de la vergüenza a la rabia, del desánimo a la determinación. Y así fue como después de llegar a una cierta sensación de seguridad y control por habernos puesto de acuerdo; bajé por un túnel en caída libre hacia un mar helado de puro terror. Mi vecino había traído de nuevo a colación la necesidad de castigarme por, según él, haber sido insolente y rebelde. Traté de suplicarle clemencia pero la fría determinación de su mirada me aconsejó mejor no hacerlo. Le pedí perdón con la esperanza de conseguir eludirlo pero fue en vano. Estaba resuelto a disfrutar con mi angustia y dolor…
- Te perdono, esclava pero no puedo pasar por alto tu insubordinación. Lo siento, pero debo corregir tu mala conducta. No obstante, como muestra de buena voluntad y en consideración, seré indulgente y reduciré la pena. Dime ¿cuántos azotes crees que mereces, seis, doce o veinticuatro?
Aquello era demasiado, me iba a pegar algo que hacía mucho no hacían mis padres. Y no contento con eso, además, se regodeaba en mi suerte y me ponía a prueba. Y ahí estaba yo debatiéndome aterrorizada entre la resignación y la ira. Tratando de encontrar una respuesta que le contentara y no fuese demasiado dolosa para mí. Si pedía pocos azotes, seguro que se enfadaba argumentando que me merecía muchos más. Si pedía los veinticuatro, lo mismo me los administraba y luego me decía que se había contentado con menos… Al final, apremiada por la insistencia de mi vecino, decidí arriesgarme con la pena máxima. Quizás de ese modo apreciase mi coraje y me redujera el castigo tal y como me había prometido. Tuve suerte y al final decidió darme doce azotes en el culo. Claro que lo mejor es que hubiesen sido seis y no doce. De todos modos, tuve que mostrarme agradecida por tan “magnánima clemencia”. Sin embargo aquello era solo el principio…
- Bien, vamos a la habitación. Allí recibirás tu castigo, delante de las cámaras. Por cierto, como muestra de tu arrepentimiento, mostrarás la debida gratitud por los azotes recibidos. Recuerda que es para tu bien, ya que corregirán tu conducta inapropiada.
- Sí mi Amo. Por su puesto, mi Amo.
No sé cómo conseguí decir aquello sin que se me saltara la bilis. Estaba claro que lo que aquel cerdo pretendía era humillarme y rebajarme hasta más abajo del sótano. El insultante y petulante tono de su voz ya era suficientemente escarnecedor, y ahora además dejaría constancia para la posteridad, de mi humillante condición. Pero no tenía más salida, debía complacerle. Así que traté de hacer y decir todo lo que creía que le agradaría. De momento estaba consiguiéndolo. Claro que no todo me iba a resultar tan fácil.
Mi asqueroso vecino sabía muy bien lo que quería, y lo que quería era humillarme. Humillarme y rebajarme hasta que no fuera ya persona. Y lo peor de todo es que sabía muy bien cómo lograrlo. Antes de cumplir la sentencia por mi rebeldía, me hizo presentarme de nuevo ante las cámaras y leer la justificación a su sadismo…
- Me llamo Coral, y he accedido libremente a ser la esclava de mi Amo Don Rafael. Pero soy una esclava desobediente y rebelde. Por ello voy a ser castigada como me corresponde. El castigo, que será administrado por mi Amo, consistirá en doce azotes sobre mis nalgas. Esta grabación servirá para demostrar la bondad y benignidad de mi Amo que corrige así mis muchas faltas.
Repugnante ¿verdad? No solo reconocía mi supuesta falta, además le daba las gracias por hacerme daño. Pero estaba resuelta a no contrariarle de modo que leí aquella declaración lo más dignamente que pude, tratando de ocultar mis verdaderos sentimientos. El escarnio y la ofensa no habían terminado, la farsa se extendió un poco más…
- Su esclava está dispuesta para recibir el correctivo que se merece por su improcedente comportamiento. Señor.
- ¿Por qué vas a ser castigada esclava?
- Por… por haber insultado y desobedecido a mi Amo. Señor.
- ¿Cuál es el castigo que te corresponde por tamaña afrenta a tu Amo y Señor?
- Veinticuatro azotes, Señor.
- Pero te serán administrados doce. ¿Por qué?
- Mi… mi Amo en su generosa bondad, ha decidido ser misericordioso y perdonarme la mitad por ser esta mi primera ofensa. Señor.
- ¿Cómo te sientes esclava?
- Muy agradecida Señor. Agradecida por la misericordia y… piedad mostrada. Pero sobre todo agradecida por ser debidamente corregida. Señor.
- Muy bien, esclava. Ponte sobre mis rodillas.
Obedecí de inmediato, cuanto antes acabara con aquel asqueroso y vejatorio juego mejor. En cuanto me tuvo a su disposición sobre sus rodillas, se aprovechó de mí. Sus manos hurgaron en mi húmeda entrepierna descubriendo para mi bochorno los restos de mi reciente corrida. Acababa de confirmarle lo salida que había estado, más munición para mi deshonra. Sin embargo no hizo comentario alguno. Se limitó a jugar con mi accesible cuevita. Debía de proporcionarle bastante placer y satisfacción tenerme a su disposición pues estuvo bastante rato embelesado jugando con mi entrepierna. Además me di cuenta de que algo duro se apretaba contra mi vientre cada vez con mayor insistencia, el cerdo se estaba empalmando. ¡Qué digo, el muy bestia debía tener una erección de caballo! ¡Cómo se me clavaba el muy cabrón!
Claro que sus jueguecitos no me estaban dejando indiferente. Comencé a llorar más que nada por la impotencia. A pesar de todos los pesares, el muy cerdo me estaba calentando una vez más. Unos cuantos gemidos penosamente ahogados salieron de mi garganta mientras me maldecía por mi actitud concupiscente. Estaba masajeándome el culito cuando sentí un leve temblor, un pequeño cachetito que difícilmente se podría calificar de azote. No podría ser, era demasiado leve como para hacer daño ni siquiera a un niño. Fue más una ruda caricia que otra cosa. Temerosa, sin estar realmente segura, pues podía ser una trampa, lo conté como el primer azote.
- ¿Uno?... Gracias. Mi amo…
Para mayor asombro coló como bueno. Si así iban a ser los demás azotes del castigo, me había estado comiendo el tarro por nada. Si al final, el cerdo de mi vecino no iba a ser tan cerdo después de todo. Quería jugar a humillarme, no me iba a hacer realmente daño que era lo que más me temía. Esta feliz coyuntura hizo que me relajara y aguardase con calma y tal vez demasiada confianza la llegada del siguiente azote.
- ¿Ddos?… Gracias. Amo…
- ¿Te duelen? Esclava…
- No mi amo, son muy suaves. Señor.
- Has sido sincera, lo tendré en cuenta. Estos han sido de prueba para tantear el terreno. Pero los siguientes no serán igual de benévolos.
- No mi amo. Gracias. Mi amo…
A pesar de lo comentado, los siguientes azotes no fueron mucho más fuertes. A partir del octavo, sí que fui notando una contundencia a tener en cuenta. Sentía crecer en mis nalgas una suave quemazón que no me llegaba a disgustar. Todo lo contrario, aquellos tibios azotitos me estaban morbosamente encendiendo. Al tiempo que se calentaban mis nalgas, se humedecía mi entrepierna. Como si de un pequeño incendio se tratase, de mi coñito manaba el agua que debía apagarlo. Un par de gotas se apresuraron a salir a extinguirlo descendiendo por mis muslos en dos delicados hilillos. No os podéis hacer una idea del bochorno que todo esto me producía. Estoy segura de que si se hubiese dado cuenta del azoramiento que experimentaba no lo habría dejado pasar por alto. Mis mejillas me ardían muchísimo más que los cachetes del culo.
Los últimos azotes sí que fueron realmente fuertes, como si con ellos me quisiera recordar lo que un verdadero castigo podría implicar. Me hizo daño y no tuve más remedio que quejarme. Sin embargo nada más aplicar los dos últimos azotazos, comenzó a acariciar y sobar mis enrojecidas y maltratadas nalgas. Las delicadas atenciones me aliviaron rápidamente de mi dolor y trajeron nuevas sensaciones de placer. De nuevo sentí manar a mi coñito como muestra de gratitud ante el insano dolor-placer que me proporcionaban aquellas diestras manos.
Traté de ocultar mis emociones permaneciendo lo más quieta y callada posible. Pero no podía ocultar la evidencia. Cuando su mano descendió a mi entrepierna, salió a relucir toda la verdad. Y él no desaprovechó el momento. Me levantó e hizo que me quedara enfrente de él mirándole a los ojos.
- ¿Te ha dolido el castigo, esclava?
- Un… un poco mi Amo…
- Un poco, no mucho.
- No, mi Amo. No ha sido muy doloroso, señor. Gracias.
- ¿Gracias?
- Por… no hacerme casi daño… señor.
- Te prometí ser indulgente. Yo creía que me dabas las gracias por haberte dado placer más que dolor. Estás totalmente empapada.
Verme ante la evidencia de mi propio comportamiento fue demasiado para mí. Se me encendió el rostro, literalmente me sentí arder al tener que reconocer la veracidad de sus afirmaciones. Yo que estaba renegando de él por cómo me estaba tratando, estaba encontrando un enorme e irracional placer que me estaba superando por completo. Y él lo había descubierto…
- No me has contestado, esclava.
- ¿Cómo?... Señor…
Traté de eludir la respuesta, pero sólo podía demorarla. Me había descubierto y no pararía hasta que confesase. Como buen cazador, acosaría a su presa hasta abatirla. Insistiría incansable hasta doblegarme. Una vez más me había ganado, debía aceptar mi derrota y evitar males mayores. Y con todo, su cruel juego, no hacía sino calentarme más.
- No me has dicho, si el castigo te ha resultado más placentero o doloroso. Por lo que parece te ha resultado placentero…
- Sí, señor… Ha… ha resultado más placentero que… que doloroso… señor… Ah… señor…
- ¿Qué esclava?
- Si… si sigue así señor… me… me va a… me voy a correr… Aahh… Amo…
- ¿Quieres correrte esclava?
- Sííí… sí mi Amo.
Sí, ya lo sé aquella respuesta me salió del alma, sin pensar; pero estaba tan a punto que no podía pensar. En aquellos momentos me comporté como una zorra, lo reconozco fui una auténtica puta. Y él que lo sabía lo supo aprovechar.
- Si quieres correrte, esclava, ya sabes lo que tienes que hacer.
- ¿Cómo?... Oh sí señor perdone…
Su erecto miembro me apuntaba directamente desafiante. Estaba claro lo que exigía de mí. Si quería correrme debía proporcionarle placer. Y en aquel mismo instante, la puta que había en mí, ansiosa por correrse, se apoderó de mi mente y de mi cuerpo. Sin siquiera pensarlo me arrodillé delante de él y me enfundé su durísimo falo hasta las amígdalas a las primeras de cambio. Me provoqué yo misma unas pequeñas arcadas por lo enérgico de mi acción. Afortunadamente esto me hizo recapacitar y saliéndome de él comencé a lamerle suavemente su durísimo miembro. Empezando por las pelotas, mi lengua fue recorriendo el durísimo falo pintándolo de saliva por completo. No me di prisa, quería prolongar al máximo aquel instante de intensa excitación que me embargaba.
Ya sé que aquel no era el comportamiento que se esperaba de mí, pero es que sencillamente no era yo. Bueno, tal vez sí era yo pero una parte de mí que yo había controlado siempre. Una parte de mí que llevaba mucho tiempo reprimida y que ahora se aprovechaba de las circunstancias, me traicionaba y me hacía renegar de mis principios y de todo cuanto había creído y me habían enseñado. Simplemente me dejaba llevar por mi instinto, un instinto que resultaba ser el de un auténtico putón verbenero.
Me recreé en mi suerte, como ya he dicho tratando de prolongar mi propio placer. Trataba de mantener un ritmo armonioso pero no siempre lo lograba. A veces me atascaba en algunas zonas y me resultaba imposible conseguir una cadencia equilibrada. A pesar de mis torpes esfuerzos, mi vecino me permitía seguir con mi felación a voluntad. No se quejó, ni me guió con sus manos como hiciera antes, simplemente se concentró en el placer que le proporcionaba.
Mientras me dejaba llevar por mi alma de puta, sin saber cómo, mi mano se deslizó por debajo de mi vientre llegando hasta mi encharcado coñito. Nada más llegar, comenzó a seguir el ritmo de mis lametones sobre la enhiesta polla estimulando así a mi travieso clítoris. Deseaba correrme y nada más me importaba en aquel instante, de modo que me dediqué a ello. Estaba a punto de lograrlo cuando mi asqueroso vecino decidió que era el momento apropiado para cambiar de tercio. Seguro que lo hizo a posta. Me quedé con las ganas y él debió de notármelo por el modo en que me miró.
Hizo que me levantara y que me quedase a horcajadas entre sus piernas. Yo estaba tan frustrada que no entendía lo que se proponía. Aquel estúpido cambio, me había enfurecido y me había cortado el rollo. No entendí lo que quería de mí hasta que me asió por las caderas y me atrajo hacia él. Me empujó con suave firmeza hacia abajo; y yo, aún contrariada, me dejé hacer. Cuando la puntita de su capullo me rozó en mi sensible feminidad…
No fue un orgasmo pero casi. Una intensa ola de energía erótica me sacudió haciéndome estremecer. De inmediato cerré mis ojos tratando de dominar el tremendo pavo que se me subía encima. Y por supuesto, tuve que liberar la tensión acumulada emitiendo un sonoro gemido. Inequívoca demostración del enorme placer que estaba experimentando. Si mi vecino dudaba acerca del estado de mi excitación, acababa de quitarle todas las dudas.
Y entonces me besó. Me besó con ternura, puede que con amor. Por lo menos así lo percibí. Sí, me sentí en los brazos de mi novio, recibiendo las tiernas atenciones de un amante. Y claro está, yo le correspondí. Me dejé llevar por aquella ensoñación y nos fundimos en un delicioso y prolongado juego de afectuosas caricias y besos húmedos. Una vez más, aquel hombre había sabido encontrar a la hambrienta y necesitada mujer que había dentro de mí. Por más que me pese, he de reconocer que en aquellos instantes me sentí amada, querida, deseada… Y yo sólo pude dejarme llevar.
Paulatinamente, conforme pasaban los minutos, las caricias y los besos dejaron de satisfacerme. Me sabían a poco, deseaba más, necesitaba más. Necesitaba sentirlo dentro de mí. Adivinando mis deseos, mi vecino comenzó a jugar con mi entrepierna. Con exasperante y deliciosa naturalidad, su capullo se zambullía en la ansiosa boca de mi coñito besando sus labios. Recorría mi tierna rajita una y otra vez incansable, provocándome, excitándome cada vez más. Y con cada provocación, un delicioso cosquilleo que me hacía estremecer de la cabeza a los pies. La dulce desesperación, que se nutría con aquellos escarceos se intensificaba cada vez más. Lo notaba crecer, cada vez más fuerte, más profundo, más intenso. Cuando su durísimo y poderoso ariete se decidió por fin traspasar el umbral de mi indefensa cuevita, me corrí. Así de golpe, como en una explosión me alcanzó el orgasmo. Las piernas me fallaron y temblé como una hoja mientras me ardía el rostro y gemía sin ningún reparo. Aquel hombre me subyugaba a base de polvos. ¡Pero qué polvos! Jamás imaginé que el sexo pudiera ser tan placentero. Y lo mejor de todo es que aquello era solo el principio…
No sé si fui yo la que lo besó o si fue él el que me besó a mí. El caso es que después del delicioso orgasmo que me había regalado nos fundimos en un no menos sabroso ósculo. El caso es que cuando dejamos de besarnos, me quedé paralizada. Estaba disfrutando como una zorra del sexo y tenía la punta de un enorme y tieso cipote rozándome dulcemente la entradita de mi coño. Y justo ahora, me vienen los remordimientos por todo lo que estaba haciendo. Quería empalarme el insidioso mástil que tan cerca tenía, estaba ansiosa por sentirlo tan fuerte y vigoroso dentro de mí; pero por alguna extraña razón no me atrevía. Me quedé allí embobada mirando la cara de mi vecino que no parecía extrañarse de mi comportamiento.
Me dejó permanecer inmóvil sobre su miembro unos minutos, pero viendo que no reaccionaba, decidió pasar a la acción. Sus manos, que me asían de las caderas, me invitaron a continuar con la jodienda. Suave pero firmemente, me empujaron hacia abajo. Siguiendo su clara indicación, obedecí; mis caderas comenzaron lentamente a descender. Mi coñito empezaba a engullir y recibir su correspondiente ración de carne maciza. No puedo decir que me disgustara, al contrario sentirme llena me embriagaba de un modo que no alcanzo a comprender. Pero seguía atenazada por mis propios reproches. Llevada por las seguras manos de mi vecino, seguí empalándome su enhiesto maromo, aunque bastante despacio. No es que quisiese ser deliberadamente despaciosa, es que simplemente no podía actuar. Como si fuese un zombi, me dejaba llevar.
Entonces, sin previo aviso, me sentí sacudida. Su ariete se clavó en mí con fuerza, despertándome de mi sopor. No… no sabía porqué lo había hecho, ni qué quería. Bueno, sí que lo supe en cuanto volvió mi raciocinio. Quería que me diese prisa, terminara de empalarme y comenzase a cabalgarlo sin demora. Estuve tentada de hacerlo, de hecho lo iba a hacer. Pero al instante me vino otra idea, una idea traviesa. Sí, por una parte, él estaba deseoso de follarme, impaciente por cabalgarme; y por otra parte, también quería disfrutar al máximo del momento… Pues eso es lo que le iba a dar, haría que él me disfrutase al máximo. De modo que continuaría enfundándome su mandoble lo más lentamente que pudiera, sí. Claro que para no ofenderlo, ni enfadarlo, aderezaría mi descenso con un bien dosificado baile de caderas. Lo que no me esperaba es que mi juego me atrapara en una nueva espiral de lascivo placer.
Al poco de empezar, me di cuenta de que lejos de haberme calmado con el reciente orgasmo, ahora me encontraba mucho más excitada. Y lo que era peor, el deseo crecía ahora mucho más deprisa que antes. Me había vuelto a calentar de tal modo que cuando por fin alcancé la base de su miembro, ambos gemimos con fuerza. Enfebrecidos llenos de lascivo deseo y aliviados al dar por terminado ese juego cruel. Una vez más me quedé bloqueada. Pero esta vez es que no sabía qué hacer a continuación. No se puede decir que tuviese mucha experiencia en el arte del folleteo. A fin de cuentas, acababa de perder mi virginidad unas horas atrás. Afortunadamente, mi vecino sí tenía las cosas claras. Con suaves y rítmicas sacudidas me dejó bien claro qué es lo que debía hacer.
Comencé a cabalgar encima de él con un ritmo tranquilo. Al paso, ya habría tiempo de ir al galope. Más que nada, es que me di cuenta de que no me resultaba nada sencillo controlarme. La fogata que se había encendido en mi entrepierna, se estaba transformando en un nuevo incendio forestal. Y cada vez que me movía, surgían nuevos frentes que lo estaban haciendo cada vez más incontrolable. Traté de mitigar estos efectos, describiendo diferentes movimientos, giros, vaivenes, saltitos… pero no conseguía el efecto deseado. Me sentía cada vez más torpe y estúpida por mi manera de follar. Y mi maldito vecino, seguía sin hacer nada, dejándose cabalgar sin decir esta boca es mía. Me estaba poniendo cada vez más nerviosa, y con los nervios, peores eran mis movimientos. Lo único que no amainaba era la quemazón y el picorcillo que anidaban en mi coñito. Y es que no importaba lo que hiciera, una y otra vez, mi clítoris se rozaba con algo. Y claro está me estaba poniendo como una moto.
Y eso fue lo que me salvó. Llegó un momento en que dejé de pensar en lo que tenía que hacer y simplemente, continué haciendo lo que sentía que debía hacer. Así, sin pensar en lo que estaba haciendo, sin comerme el tarro por cómo lo estaba haciendo; comencé a disfrutar de mi propia cabalgada. Sí cuando dejé de razonar y me empecé a seguir a mi fogoso coñito; fue cuando comencé a disfrutar realmente de la jodienda. Poco a poco, me sentía crecer, cada vez más segura de lo que estaba haciendo, y cada vez más ansiosa por alcanzar el orgasmo. Jadeaba ya sin reparos, ¿qué sentido tenía ahora avergonzarse de nada? ¡Cielos! ¡Me estaba follando a un tío! ¡Un completo desconocido! ¡Y me estaba gustando…!
Me estaba gustando mucho más de lo que debiera. Pero, como os he dicho, en aquellos instantes, no pensaba. Sencillamente seguía mis más bajos y elementales instintos. Y el instinto de reproducción, ciertamente es muy poderoso. Me estaba acercando a pasos agigantados una vez más, a mi ansiado orgasmo. Mis movimientos se volvían más desenfrenados a cada instante. Mi respiración era ya un continuo jadear. Sí, sentía que ya llegaba al clímax… Lo tentaba ya con las yemas de los dedos… Cuando mi vecino decidió jugar por enésima vez conmigo…
- ¿Quieres correrte esclavita mía?
- Ooohhh… Sí… Sí mi Amo…
- Pídemelo, pídeme que te lleve a lo más alto del placer…
- Sííí… Ah… Por favor… Amo… lléveme a… ah… a las cumbres del… ¡Oh Dios!… del placer…
Sí suena cursi, pero fue lo que dije. Os repito una vez más, que en aquellos instantes no estaba yo para pensar mucho. De modo que solté lo primero que me vino a la cabeza y que me garantizara lo que más deseaba entonces, correrme como una perra. Él también debía estar bastante a punto. No solo no puso ninguna objeción sino que comenzó a clavármela como un poseso. Fue increíble, su polla entraba y salía sin parar a una velocidad vertiginosa. Y cada vez que se movía dentro de mí… BUUFF. Era… era como si un torrente eléctrico se desbordara en mi entrepierna. Mi coñito ardía deseando más… Sentía crecer una gran urgencia que necesitaba ser aliviada. De modo que me uní a su frenético baile, en pos del ansiado alivio. Pero lejos de calmarme, aquello me enervó aún más. Y sin embargo, no podía parar. Quería acabar, alcanzar la cumbre y que mi cuerpo se desmadejara en la plácida calma que viene después del orgasmo. Y sin embargo, al mismo tiempo no quería que aquello se terminase. Quería seguir gozando de aquel torrente eléctrico que se iba intensificando sin parar llegando a cotas impensables. Gemía y jadeaba sin parar, me apretaba contra él, lo cabalgaba a rienda suelta… no me importaba. Aquello me ayudaba a soportar el placer, y me gustaba. Y entonces, en uno de aquellos enviones, algo estalló en mi interior. Una poderosa corriente me atenazó por sorpresa. Un súbita calorada, que me arrancó un gemido largo e intenso. Un repentino espasmo que me obligó a abrazarme contra su pecho. Me estaba corriendo. Las piernas me fallaron, aún así mis caderas se siguieron moviendo por su cuenta. Querían exprimir los últimos restos de placer que rezumaban del poderoso bálano que me traspasaba. Nada más pasar la vorágine orgásmica, me sentí resbalar y caer a cámara lenta una agradable y deliciosa paz me inundaba ahora. Cerré los ojos, apoyé mi cabeza sobre sus hombros y me estreché contra él. Le estaba dando las gracias por lo mucho que me había hecho disfrutar. Tal vez no debí comportarme así, pero necesitaba hacerlo.
Mi vecino dejó que me recuperara. No me molestó, al contrario, me permitió disfrutar de mi orgasmo al completo. Sus manos se abrazaron a mí con increíble dulzura. Me sentí amada, querida, al menos era una mujer deseada; y eso de algún modo me reconfortaba. Aquellas caricias lograron que me olvidara de todo lo que estaba pasando. Me concentré en ellas, en el placer que había experimentado, el que seguía experimentando. Fui recuperando el resuello y la consciencia paulatinamente. Aquellas maravillosas manos me hicieron saber que no tenía nada de lo que preocuparme. Me dieron una tranquilidad y seguridad que no tardaría en necesitar. Máxime cuando me di cuenta de que él no había alcanzado su orgasmo. Su pétreo mástil seguía profundamente clavado en mis entrañas.
Antes de que pudiera reprocharme nada decidí complacerle. A fin de cuentas a mí me había dejado más que satisfecha. Comencé a mover mis caderas despacito, y descubrí para mi asombro que seguía encontrando deleite en aquello. El enhiesto bálano que me llenaba seguía estimulándome con su insolente erección. El reciente e intenso terremoto orgásmico que había asolado mi entrepierna parecía no haber afectado la sensibilidad de mi botoncito que seguía increíblemente receptivo. No podía ser, era imposible. Acababa de disfrutar de una maravilla serie de orgasmos y ahora, todo parecía indicar que ahora iba a disfrutar de otro más. Tanto placer me estaba volviendo loca y empecé a desvariar… ¿Cuánto tiempo más podría resistir mi coñito este trato tan deliciosamente abusivo? ¿Sería capaz de satisfacer a mi vecino sin morir en el intento?
Llevada por esta sensual locura quise darle un tierno y genuino beso de entrega total. Pero él me lo aceptó a medias. Yo no era su novia, ni siquiera su amante, era su esclava, su juguete… Nadie ama a las cosas que posee, como mucho las valora y aprecia. ¿Qué hacía yo entregándole mi amor? Mentiría si os dijera que aquel gesto no me dolió. Aquel hombre había despertado algo en mí pero no deseaba saber qué era. Había malinterpretado sus atenciones, no deseaba darme placer ni mucho menos demostrar cariño. Solo quería jugar conmigo para asegurarse su propio disfrute. Tan obsesionado estaba con lo que quería de mí que ni siquiera se dio cuenta de la cara de profundo disgusto que se reflejó en mi rostro. Simplemente continuó con lo suyo.
Afortunadamente para mí, quería probar una nueva posturita. Yo seguiría encima de él pero ahora le daría la espalda. Mejor, así no tendría que verle. Asqueada cerré los ojos y me empalé con rabia. Su enhiesto cipote se clavó en mí como un estilete. Gemí al sentirlo hundiéndose con celeridad en mi intimidad sin amilanarse. Aquel potente y desafiante falo sabía enfrentarse a la rugiente rabia de mi coñito. Sin inmutarse se abrió paso deslizándose entre las paredes de mi estrecha y bien lubricada vagina. En un abrir y cerrar de ojos obligó a distenderse a las musculosas paredes llenándome por completo. Enrabietada por su triunfo quise castigar al orgulloso falo danzando sobre él lo más frenéticamente que pudiera. Pero no fui capaz. Mi propio coñito me traicionó. Mis rudas acciones no hicieron sino reactivar su aparentemente saciada calentura. En cuanto comencé a moverme, las piernas me flaquearon. Nuevas tormentas orgásmicas comenzaban a formarse en los alrededores de mi coñito.
Entonces me derrotó. Sus manos me asieron firmemente de mis caderas impidiéndome ningún movimiento. Y su ariete comenzó a machacarme con vehemente violencia. No… no soy capaz de describir lo que sentí entonces. Me sentí… era… era como si un pistón me golpeara directamente en mi matriz. Su polla quería traspasarme, una y otra vez se estrellaba contra el cuello del útero haciéndome saltar. Los abundantes jugos de mi coño empujados por la presión, saltaban y salpicaban manchándolo todo. Solo podía gritar y chillar para aliviar la enorme tensión que se acumulaba en mi interior. Mi estúpido clítoris se estaba recargando a marchas forzadas. Oleada tras oleada de impulso sexual se arremolinaban una tras otra en mi bajo vientre llenándome de un deseo desbocado. El continuo y rapidísimo vaivén de la incansable polla me martirizaba. Con cada envite, me enervaba de renovado placer carnal. Una tensión que no hacía sino crecer y crecer imparable y poderosa llenándome de desasosiego. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Se me hizo eterno. Quería que se acabara, que se terminara todo en un nuevo estallido de placer. Y al mismo tiempo no quería perder el embriagador cosquilleo que se originaba entre mis piernas. Estaba exhausta, no podía soportar aquella dulcísima angustia. Seguía jadeando y gimiendo apoyándome en su pecho con mis temblorosas manos, mientras me preguntaba cuánto tiempo más podría estar machacándome así…
El placer crecía y aumentaba a ritmos agigantados y de repente, se cansó. O tal vez no se cansara, el caso es que cambió de estrategia. Se quedó quieto un instante mientras su mano buscaba mi coño. Una vez se aseguró de su posición, sus dedos comenzaron a machacarme el clítoris con movimientos igual de frenéticos. Si antes cuando me estimulaba indirectamente con su pollón desbocado ya me volvía loca. Ahora que sus dedos se movían directamente sobre mi clítoris excitándolo me creía morir. El intenso flujo sexual que nacía de mi erecto y duro botoncito se intensificó y amplificó aún más. El aire me faltaba, las piernas dejaron de sostenerme y apenas pude mantener el equilibrio. ¡Cómo podía estar haciéndome esto! No… no podía ser cierto… tanto placer y…y no llegar al orgasmo. ¡Seguía creciendo! Si antes ya era una tortura, ahora ya ni os cuento y lo peor es que con la mano seguro que aguantaba aún más tiempo frotándose contra mi clítoris. Lo sentía llegar, la tensión estaba formando como un muro que pronto rebosaría… Yyyy…
Y entonces paró de repente. El muy cabrón volvió a pararse en el mejor momento. Debía ser un don especial porque siempre acertaba… El caso es que sin siquiera pensármelo continué yo con la jodienda. Estaba demasiado caliente como para pararme ahora. Necesitaba correrme. Y lo necesitaba con urgencia. Así es que me vi saltando, botando y rebotando una y otra vez sobre aquella maldita polla que se había apoderado de mi voluntad. Así que continué cabalgando a pleno galope, sin pensar en otra cosa que en el maldito cosquilleo que manaba de mi coñito y no se acallaba por más que me lo rascara. Me llamaba, me invitaba, reclamaba mi atención exclusiva con enérgica vehemencia y cuanto más me esforzaba por atenderlo, más esfuerzo me exigía. El ansiado orgasmo estaba cerca, al alcance de mi mano, pero cuanto más empeño ponía en alcanzarlo, más parecía alejarse. Me estaba acercando pero no lo suficiente. Corría, pero no lo alcanzaba, pedía más. Yo me desgañitaba con infinitos jadeos estridentes tratando de dar salida a mi desesperación y con todo, apenas si alcanzaba a aliviar mi ansia. ¿Qué clase de lujuria se había apoderado de mí? La perseguía con ahínco, la servía con afán y apenas si me correspondía calmando mi desasosiego. Tal era mi ansia de placer que me olvidé de todo. De todo, me olvidé de la vergüenza, del chantaje, de mis padres, y hasta de mi vecino. Solo quería obtener placer, alcanzar por fin mi bien merecido orgasmo.
No era consciente de nada en absoluto. Simplemente estaba frenética, completamente desquiciada. Y claro está, me concentraba en lo único que en aquel instante me interesaba: follar. Sí follar, quería follar, follar sin parar, con todas mis fuerzas, con toda mi alma… follar y acabar. Acabar, sí, no podía seguir con aquel martirio frustrante y delicioso a un tiempo. En algún momento tendría que conseguir lo que buscaba… ¡Ah!... En cualquier momento me debía llegar… ¡Uf!…Y entonces lo sentí. Un estallido eléctrico justo en el centro de mi coñito. Un torrente incandescente que se extendía por todo mi cuerpo a través de mi columna vertebral. Un súbito espasmo que me agarrotó por completo y me lanzó a un dulcísimo éxtasis. Temblaba, en realidad todo mi ser crepitaba convulso llevado por las orgiásticas ondas del postergado clímax. Quizás fuese por eso por lo que éste último orgasmo me pareció más fuerte, más intenso, más prolongado y dulce que los anteriores. Apenas si fui consciente de la descarga de mi vecino quien al parecer había logrado el suyo. Estaba deshecha, no tenía fuerzas ni para mantenerme erguida. Me recosté sobre mi vecino al tiempo que me dejaba llevar por un reconfortante sopor…
Una vez recuperados, se apoderó de mí un sentimiento de compromiso. Me había comprometido a satisfacer sus caprichos sexuales y me sentía obligada a cumplir con mi palabra. De algún modo esto me entristecía más que todo lo que ya había hecho. Significaba que tendría que renunciar a mis principios muchas más veces. Mi vecino por su parte parecía satisfecho y feliz. Al parecer había conseguido de mí todo lo que se proponía. Pero pareció darse cuenta de mi estado de ánimo y apenas si dijo algo. Nos duchamos por separado y nos despedimos conscientes de que al día siguiente, desgraciadamente para mí, volveríamos a repetir la experiencia.
Llegué a casa cansada, derrotada y triste. Había perdido todo mi orgullo y dignidad. Y por si fuera poco, tenía el presentimiento de que en vez de mejorar, mi situación había empeorado y mucho. Estaba metiéndome en un follón cada vez más grande. Pero no fui realmente consciente de la gravedad del lío en el que me había metido hasta que sonó el teléfono al poco de llegar. Era mi madre…