Mi vecino 10

Coral nos cuenta cómo terminó su segundo día al servicio de su vecino

Capítulo 10

Había una cosa que me tenía un poco desconcertada y en cierto modo me preocupaba. Yo había estado desnuda delante de él durante todo el día. Y ni se había inmutado. Me había estado masturbando y tocando a su antojo y ni se le había levantado ni un poquito. Eso me tenía más que mosqueada. ¿Cómo es que no se excitaba? Si yo hubiera estado en su lugar… bueno ahora estaría como una moto. Y sin embargo, él parecía de piedra. Cierto es que sus ojos parecían llenos de deseo y el modo con que me había llevado al orgasmo revelaba el interés que debía sentir por mi. Pero quitando eso, no había más evidencia de que quisiera tener sexo conmigo. Su “amiguito”, ya me entendéis, permanecía impasible, ajeno a lo que él había estado haciendo conmigo. Me sentía tentada a acariciarlo y tocarlo pero entonces una nueva idea vino a mi mente. Trataría de excitarlo del mismo modo en que él me excitó a mí. Iría sin prisas, buscaría sus zonas erógenas, las encontraría y después las estimularía suavemente de mil maneras diferentes. Sí, por mucha fuerza de voluntad que tuviera, al final conseguiría ponerle en pie de guerra su linda polla.

Ahora que lo pienso, reconozco que no estaba siendo muy coherente con mi modo de ser y de pensar. Lo cierto es que me estaba comportando de un modo totalmente opuesto a todo lo que había sido hasta entonces. No podría explicaros de un modo racional cómo una chica virtuosa y recatada se estaba comportando ahora como la más viciosa y depravada de las putas. Pero así era, algo en mi interior me incitaba a entregarme a aquel hombre. Era un instinto animal y primitivo que a pesar de haber estado adormilado y reprimido durante años, había logrado liberarse y afloraba ahora con un ímpetu y una fuerza arrebatadores. Creo que simplemente me dejé doblegar y cedí ante aquel espíritu imperioso.

En cualquier caso, ahí me teníais, completamente obnubilada por la pasión; resuelta no sólo a satisfacer las necesidades sexuales que tuviera mi vecino, sino a despertarlas e incentivarlas. Así pues, comencé con mi plan a imitar torpemente las acciones que anteriormente ejecutara mi vecino conmigo. Y digo bien pues aunque trataba de seguir su ejemplo, se notaba mi falta de experiencia. Mis acciones no llegaban a ser sensuales y provocativas, eran más bien movimientos nerviosos, artificiales y forzados. Era evidente de que no estaba consiguiendo mi propósito. Mi vecino no tardaría en cansarse y pronto me invitaría a terminar rápidamente con mi patética actuación.

Entonces sucedió algo que me salvó. Me resbalé, y al tratar de evitar la caída, me agarré a él. Mi cuerpo se pegó al suyo, y sentí el tacto de su piel sobre la mía. Fue un instante mágico, nada más sentirle, una intensa calentura me invadió. De repente, dejé de pensar en lo mal que lo estaba haciendo y me concentré en las sensaciones que me transmitía el contacto de su piel contra la mía. Era suave como la mía pero a la vez distinta, más recia y fuerte. Mi vecino no es un hombre especialmente musculoso pero podía sentir la fuerza de su musculatura debajo de su piel. Además, estaba el vello. Tampoco es que fuese velludo pero sí que tenía mucho más pelo que yo. Y todo aquello despertaba en mí sensaciones maravillosas. De algún modo todo aquello me atraía.

Disfrutaba al tocar y acariciar aquella espalda firme robusta y… tan masculina. Más que eso, me gustaba restregarme contra ella. No me conformaba con sentir el tacto de su piel a través de mis dedos, quería sentirla por todo mi cuerpo. Así que me pegué a él, y sentí como se me clavaban los pezones cuando mis pechos se estrellaron contra su espalda. Al instante supe que aquello le había gustado a él tanto como a mí. Fue instintivo, no lo vi ni le miré en su entrepierna; tampoco le oí ruido alguno ni siquiera un pequeño jadeo. Pero supe al instante que había despertado algo en él. Sentí cómo se le erizaba la piel al contacto con la mía, y cómo la mía le correspondía. Nuestros cuerpos se comunicaban entre ellos con un lenguaje propio sin mediar palabra alguna. Para alcanzar mi meta, solo tenía que seguir el hilo de aquella conversación muda. Y lo hice…

Llevándome por las sabias instrucciones que me transmitía mi propia anatomía, comencé a pasear mis manos por sus brazos, axilas y torso. Mientras, mis durísimos pezones le arañaban la espalda. Trazaba con ellos cientos de figuras caprichosas, intentando llegar a todas partes con ellos. Y no me limité a usar solo mis pechos, también empleé mi boca y mi lengua. Como él, supe encontrar detrás de su oreja y en la nuca nuevas formas de despertar su libido. Noté crecer en él el deseo cuando se le endurecieron los pezones. Y supe que había llegado el tiempo de cambiar.

Me agaché y paseé la esponja por sus piernas. Una vez más me sorprendía la firme consistencia de los músculos que se escondían bajo su piel. Me ardía la cara y el pecho estaba a punto de estallarme. ¿Cómo podía excitarme el tocar las piernas de un hombre? No me lo explicaba, y sin embargo, la realidad era innegable. Me sentía hechizada por el tacto de su piel. Aunque pasaba la esponja para enjabonarle, siempre encontraba el modo de rozarme con él de otras muchas maneras además de con mis manos. Cada vez que lo hacía el vello se me erizaba, y un pequeño estremecimiento me recorría por todo el cuerpo.

Sin duda, lo que sentía era la pura atracción animal que toda hembra caliente siente por su macho. No actuaba de un modo consciente, al menos no del todo. Me dejaba llevar instintivamente por el enfebrecido deseo de procrear. Sí en el fondo de mi ser buscaba la cópula con el hombre al que estaba enjabonando. Y no podía decir que él me hubiese obligado. Era yo la que de un modo obsceno estaba provocándolo, incitándolo a yacer conmigo desde el momento en que entré en su casa. Pero realmente, nada de eso me preocupaba, lo que de verdad me traía de cabeza era el flácido pene al que apenas hacía reaccionar con mis pródigas atenciones.

Es cierto que ya no parecía tan muerto y arrugado como al principio, pero distaba mucho de ser el imponente ariete al que me enfrentara el día anterior. Imitando el proceder que mi vecino había mostrado conmigo, había evitado en todo momento acercarme a sus genitales. Pero después de haber enjabonado a base de bien el resto del cuerpo, no me quedaba más remedio que dedicarme a ellos. Sin embargo cuando me acerqué a ellos, descubrí para mi asombro, que la zona anal le era una zona especialmente erógena. En cuanto la esponja pasó cerca de su orto, noté como su amiguito recuperaba su presencia de ánimo. Ciertamente ganó en vigor, tamaño y consistencia. Esta súbita reacción me dio nuevos bríos. Resulta que después de todo, no lo estaba haciendo tan mal. A pesar de la apatía que mostraba mi vecino, no le dejaba indiferente como había llegado a creer. Con renovados ánimos, me lancé a por mi presa. Esta vez no la dejaría escapar. Haría todo cuanto fuera preciso para levantarla. Lograría levantar aquel mástil caído fuera como fuese.

Así que volví a atacar por su retaguardia habida cuenta de que los efectos se percibían, y bien claros, en la vanguardia. Al poco, ya tenía ante mí una linda pollita aprestándose a la batalla. No estaba del todo lista pero lucía una buena e interesante consistencia que me dispuse a comprobar con la mano. Me concentré ahora en los testículos, sopesando su consistencia y comparándola con la que iba adquiriendo el cada vez más descollante bálano. Le faltaba ya muy poco para alcanzar el tamaño máximo que le viera el día anterior. Lo corroboré midiéndola con la mano. Al tacto, la noté bastante consistente pero no tan dura como creía que debía estar. Bueno, no tan dura como estaba el día anterior…Era evidente que debía seguir trabajándomela para que pudiese alcanzar los estándares de calidad exigidos. Así pues, mis manos comenzaron a acariciar el delicado instrumento con toda la ternura de la que fui capaz, asegurándome en todo momento de no dejar centímetro alguno que no recibiera la atención requerida. Aquel trozo de carne me tenía hipnotizada con su creciente personalidad. Me fascinaba la fuerza que ganaba en sus convicciones...

Ciertamente era un espectáculo ver como aquel trozo de carne ganaba en grosor, longitud y dureza. Era un verdadero milagro, un apéndice colgandero y sin vida se convertía ante mis ojos, en virtud de mis manipulaciones, en un orgulloso y desafiante fierro capaz de taladrar a la más pintada. Un intenso ardor se apoderó de mí en cuanto fui consciente de ello. Las manos me picaban, el rostro me ardía y el chichi… el chichi era puro fuego. Una vez más, sentía la necesidad de entregarme a aquel hombre. No podía ser, acababa de disfrutar de un orgasmo apoteósico y ya estaba pidiendo guerra otra vez. Pero… ¿En qué clase de guarra me había convertido? Me dio lo mismo, sin preocuparme por ello, sin dejar de pajear a mi vecino, comencé a rozarme con el talón. Tenía que calmar, una vez más, las nuevas exigencias de mi hambriento conejito.

Ahora sin embargo, tenía mi atención dividida. No podía olvidarme de atender como es debido a mi hombre. No es que fuese la primera vez que me debatía entre mi propio placer y el de otra persona. Ya me había visto en una tesitura similar con mi prima. Mi dichosa primita, si ella no me hubiera enseñado a jugar con nuestras cositas, no hubiera estado nunca en aquella bañera. Pero nuestro vecino nos pilló, y lo que es peor nos grabó. De modo que me había chantajeado y obligado a comprometerme a ser su esclava sexual durante un año. Claro que no podía echarle a él la culpa de todo. No había sido él el que se había insinuado aquella tarde. Tampoco me había pedido que le masturbara. No, si ahora me encontraba arrodillada delante de él, era por iniciativa propia. Si me debatía en aquella agonía de dar placer y disfrutar al del cosquilleo en mi sexo al mismo tiempo, era única y exclusivamente porque yo así lo había querido. Esta indiscutible verdad me martilleaba pero no era aquel el mejor momento para pensar en ello. Decidí ignorarla y centrarme en lo que tenía que hacer. Y en aquel momento, lo que tenía que hacer era tragarme aquella enorme verga que se empeñaba tercamente en mirarme a los ojos.

El delicioso bálano estaba recubierto de jabón. Si bien hasta aquel momento el gel, me había facilitado la labor,  me permitía deslizar mis manos por su grueso tronco con toda facilidad; ahora, no estaba dispuesta a saborearlo. De modo que así la regadera y, después de asegurarme la idoneidad de la temperatura del agua, procedí al correspondiente aclarado. Eliminé los restos de jabón sin demasiadas florituras. Tenía prisa por meterme en la boca la suculenta polla de mi vecino...

Arrebujé su miembro entre mis manos. Ya no era el vergajo flácido del principio, sino una auténtica verga, potente, poderosa e intimidante. No estaba segura de poder engullirla entera, el día de antes no lo había conseguido. Y ahora que la tenía de nuevo frente a mí en su máximo esplendor, no las tenía todas conmigo. No me veía capaz de lograrlo pero de todos modos, estaba resuelta a intentarlo. No os puedo decir qué me empujaba a hacerlo, la gratitud por la ayuda recibida, por el enorme placer que me había proporcionado unos minutos antes, mi propia calentura morbosa… Lo cierto es que tenía que engullírmela, lo sentía en lo más íntimo de mi alma. Tras mirarle a los ojos y sonreírle con cierta picardía la acogí en mi boca. Mis labios se cerraron sobre su capullo abrazándolo como a un hermano. Mi lengua saludó cariñosa el glande. Pero no pude hacer nada más, de repente con un furioso empujón me la incrustó en la campanilla.

¿Pero qué pretendía este tío? Me la tuve que sacar, casi vomito por las arcadas que me produjo el muy bestia. Lo miré furiosa, pero enseguida comprendí que había sido algo involuntario. En su rostro, más rojo que un tomate, se adivinaba una mezcla de pudor, lamento e irrefrenable placer. Debía estar corriéndose, pero… pero no era así. Ni una mala gota salía de su capullo. El muy cerdo sabía contenerse, pensé llevada aún por el enfado. Bueno… pensándomelo mejor… No estaba tan mal que fuera tan resistente. Un hombre que aguantaba tanto, podría proporcionar bastantes alegrías a una mujer cachonda como yo. Se me ocurrió entonces un juego perverso. Al igual que él hiciera conmigo, ahora iba a jugar yo con él. Se la chuparía hasta que se corriera. Sí y además lo haría muy lentamente…

Le miré a los ojos anunciándole mi nueva y perversa iniciativa. Se iba a enterar de lo que es bueno. Lo así de la base, saqué bien mi lengua y con toda la parsimonia le dí el lametón más libidinoso y obsceno del que fui capaz. Sí, la estaba saboreando como si de un belicoso helado se tratara. Mi lengua recorría su verga en toda su longitud apretándose bien a sus paredes. A veces la atrapaba entre la lengua y mis labios calibrando su grosor. Otras, le daba pequeños lametones como si de pequeños piquitos se tratara. La fui devorando de todas las formas que se me ocurrieron. Cuando me cansaba de lamerla, la chupaba, la metía en la boca y jugaba con su grueso capullo. Cuando me cansaba de jugar con su cabeza, me la tragaba hasta la campanilla. Quise metérmela entera, de veras que lo intenté pero aunque me faltaba muy poco, no lo conseguí. En cuanto su capullo rozaba mi campanilla, me daban arcadas.

Por un momento temí que él me sujetase la cabeza y me forzara a tragármela entera, pero no lo hizo. Ni siquiera hizo ademán de intentarlo. Me estaba dejando hacer libremente. Un poco sorprendida, lo miraba para asegurarme del motivo de su falta de acción. La razón era obvia, disfrutaba enormemente de mi mamada. Eso en cierto modo me llenaba de orgullo, no me la podía enfundar del todo, pero no lo necesitaba. Me bastaba con la boca para satisfacer a un hombre aun sin metérmela toda. Claro que tampoco podía darme demasiadas ínfulas, a pesar de mis esfuerzos. Y por muchos bufidos ocasionales que lograra arrancarle a mi vecino, lo cierto es que no había conseguido mi objetivo principal. Seguía sin correrse, y lo que es peor, no parecía que fuera a hacerlo pronto. Yo estaba como una moto, a punto de correrme y él que ya llevaba un buen rato de excelente tratamiento tanto manual como bucal parecía imperturbable. Sí gemía y bufaba, de vez en cuando, hasta lo sentía agitarse pero poco más. Era una carrera de resistencia, y al parecer, él tenía mucho más aguante que yo. Cuando, ya no sabía qué más hacer; él me asió del cabello. Esa fue la señal inequívoca que me indicaba un cambio de postura…

Estaba claro lo que tenía que hacer. Si el sexo oral ya no era suficiente, era hora de pasar al contacto carnal directo, a la lucha cuerpo a cuerpo, al coito puro y duro. Así que me incorporé y me eché hacia delante, apoyándome en la pared de enfrente. Me giré un poco para mirarle y observar sus reacciones. Estaba ofreciéndole mi coñito como una vulgar ramera y no me importaba. Bueno, en realidad sí me importaba, deseaba sentir la potencia de su vigorosa herramienta bien dentro de mí. Claro que no tenía nada que temer, él comprendió enseguida el claro mensaje. Sin demorarse, me asió bien fuerte de mis caderas, no deseaba que me escapara. Me miró a los ojos y me sonrió complacido. Entonces, con un experto movimiento de caderas, me la clavó entera. Así, sin anestesia.

No puedo decir que aquello me disgustara. La fuerte acometida, no me dolió. Al contrario, avivó el ansia que sentía. Mi coño hambriento, famélico, necesitado de aquella dura masculinidad se abrió presuroso. Anhelaba la dura presencia de aquella masa compacta capaz de saciarle. Pero la mera presencia masculina en su más profunda intimidad no era suficiente para calmarle. Necesitaba sentirlo vivo, moviéndose de acá para allá, el insaciable guardián de la entrada, mi preciado botoncito, exigía su peaje. Así pues cuando se quedó quieto dentro de mí, Me vi obligada a compensar su inacción. Mis caderas, mi culito se movieron solos, no podían permanecer quietos mientras el duro fierro me tenía ensartada. Necesitaba sentir su fuerza y su vigor bien dentro de mí y ellos se encargaban de lograrlo. Entonces, del mismo modo en que entró, su polla salió de mí.

Si la intempestiva entrada me había llenado de gozo, la presurosa salida me había dejado completamente desarmada. Mi deseado falo me abandonaba, dejándome vacía y con un gran desasosiego. Gemí presa de mi frustración, lo quería dentro de mí, no fuera. Afortunadamente, no se demoró, el potente ariete volvió a arremeterme impetuoso. Si cabe con más fuerza que antes y llegando un poco más hondo. Ah qué bien se sentía cuando se adentraba impertérrito por lo más profundo de mi ser. Su raudo avance era facilitado por mis mucosas vaginales. De modo que solo me producía placer. Pero la violenta decisión con que me acometía apenas si me daba tiempo para disfrutar de la penetración. Una vez dentro de mí, se quedaba quieto y una vez más me veía forzada a invitarle a la acción sacudiendo mis caderas. En cuanto lo hacía, él se salía de mí como si le hubiera molestado. Este juego cruel, me crispaba los nervios. ¿Cómo podía dominarse así cuando yo estaba a punto de caramelo?

Repitió el juego aquel las veces que quiso, no las pude contar. Entraba, se quedaba un ratito y salía… Entraba, se quedaba un ratito y salía… Entraba, se quedaba un ratito y salía… No podía más, y gemía desesperada mientras movía mi culito con toda la lujuria de la que era capaz. Entonces por fin se cansó del juego y comenzó a bombearme como yo deseaba. Empujaba y empujaba una y otra vez su fierro clavándomelo con saña. Los envites eran tan fuertes que por poco me caigo. Menos mal que la pared me servía de apoyo. Claro que con las terribles embestidas que recibía, pronto acabaría traspasándola. Aquello no era normal, no lo podía ser. Una y otra vez me estampaba contra la pared a base de empellones. No me estaba follando un hombre, era una máquina, inmune ante todo lo ajeno a ella, potente, imparable, imperturbable, incansable… Podría continuar diciendo infinidad de adjetivos y aún así, me quedaría corta ante la fuerza y el empuje del que hacía gala.

Yo me limitaba a aguantar a duras penas las incesantes acometidas. Empecé apoyando las manos y ahora tenía mi cabeza y mis pechos apretados contra la pared. Y el salvaje ritmo no cesaba, ni se ralentizaba de ningún modo. Se mantenía y continuaba en el tiempo sin apenas cambios. Lejos de ser monótono, era un auténtico martirio. Me sentía un guiñapo entre sus manos. Un mero objeto de placer. Y me encantaba. Aquella polla me estaba llevando al mismísimo cielo a base de empujones. El chocho se me hacía agua, y menos mal porque sino habría salido ardiendo por la fricción. No me daba tiempo a ni a pensar. Lo más que podía hacer era chillar a pleno pulmón y jadear como una perra en celo. Y lo peor no era que aquel trato rudo, animal y salvaje me gustara o diera placer a raudales. Lo que realmente me atormentaba, era que a pesar de las ingentes cantidades de placer que experimentaba con aquel coito desenfrenado, no alcanzaba el orgasmo ni de lejos.

Diréis que soy una frívola egoísta, que sólo pienso en mí misma y tal vez tengáis razón. Porque en aquel momento solo pensaba en correrme y cuanto antes mejor. El coño me picaba cosa mala. Pese al tremendo bombeo a que era sometido, no conseguía correrme. El incesante vaivén me llenaba de renovada lujuria, me calentaba, me excitaba, me enervaba… pero no conseguía saciarme. No podía exigirle más a mi amante, me daba justo lo que necesitaba y quería. Tampoco podía hacer yo nada más por atender las desmesuradas necesidades de mi coño, éste ya recibía todo el estímulo que era capaza de asimilar. Solo podía resistir y esperar. Resistir, gozar y esperar. Resistir los violentos embates y esperar que al final, mi chocho por fin estallase y me llegara el orgasmo. Entre medias, solo me quedaba sufrir. Sufrir el infierno del deseo inalcanzado, el constante desaliento del placer inacabado, la agonía de la lujuria desatada. Tenía miedo. Miedo y rabia. Miedo de que mi portentoso amante se cansase y bajara el ritmo. Rabia porque a pesar de su magistral follada y de su portentosa polla, no lograba satisfacerme. ¿Si él no lograba hacerlo, quién lo haría?

Los minutos pasaban, el clímax seguía sin llegar. El placer se aumentaba, la frustración también. Chillaba y gemía sin control. Suplicaba el final de aquella deliciosa tortura que seguía prolongándose indefinidamente. Necesitaba correrme. Afortunadamente, mi portentoso vecino seguía sin perder el ritmo. No sé cómo lo hacía pero me seguía dando estopa como un poseso. Le oía respirar agitadamente, tan agitadamente como yo; y suplicaba. Suplicaba que no se corriera antes que yo. Que no se cansara. Que me llevara a la gloria. Apenas si le podía mirar, pero me sentía muy unida a él. No penséis mal, ya sé que estábamos todo lo unidos que se podía estar físicamente. Pero de repente comprendí que su perseverancia, su vehemente furia al joderme debían de tener una razón, un motivo. El que él siguiera dándome tan duro sin desfallecer debía tener un porqué. Sin duda él debía de estar preso de la misma maldición que se había apoderado de mí. El incontrolable deseo sexual se había desatado en nosotros y ahora apenas si éramos capaces de satisfacerlo. Esta súbita comprensión, me acercó a él mucho más que cualquier otra cosa. Ya no pensaba solo en mí misma, sabía muy bien por la agonía por la que él pasaba; y deseé el fin para los dos. La liberación de nuestro delicioso penar a través del orgasmo.

Tal vez fuesen estos desinteresados pensamientos, o tal vez es que mi cuerpo simplemente se saturó. El caso es que me sentí desfallecer. De repente, las piernas me fallaban, mi pelvis se agitaba y mi coño por fin, estallaba. Me estaba corriendo, el anhelado clímax estaba llegando por fin. Me estremecía y chillaba mientras mi vecino seguía bombeándome con la misma violencia demencial. Entonces, lo sentí apegarse a mí como si deseara traspasarme. Enterró su fierro lo más profundo que pudo y se quedó allí. Me dio tres fuertes empujones mientras chillaba con una indefinible mezcla de deseo y satisfacción. También él se corría. Aliviada y feliz, me dejé caer junto a él llevada por la insondable armonía y satisfacción del placer definitivo y absoluto. No creo que ningún otro hombre sea capaz de hacerme sentir otra vez lo que él logró. No habría cambiado aquel momento por nada en el mundo. La paz que experimentaba en todo mi ser me reconfortaba. Rebosante de satisfacción me dejé llevar por el dulce sueño. Nuestros cuerpos necesitaban descanso. La lluvia de la ducha, cálida y reparadora, me llevó a los brazos de Morfeo.

Una vez recuperados, nos dimos un enjuague rápido y nos vestimos sin muchas más historias. Después estuvimos hablando sobre el modo en que tendríamos para comunicarnos y concertar las citas semanales. En aquel momento, una sesión por semana me sabía a poco. Quería disfrutar de los manjares del sexo con él, lo más a menudo posible. Luego me vestí y nos despedimos.

Al llegar a casa, no dejó de sorprenderme el hecho de que al vestirme; me sentía mucho más abochornada que durante el resto del día en que había permanecido en pelotas. Sin embargo, la sensación que me embargaba ahora, era de auténtica y genuina felicidad. Me sentía bien, y no lo digo sólo por la mera satisfacción sexual, que ya es bastante. Era algo más, estaba contenta, alegre, optimista, feliz… Ya no le tenía ningún miedo a los exámenes. Las temidas matemáticas, no eran ningún escollo. Ahora me resultaban fáciles. ¿Podéis creéroslo? Y las demás asignaturas serían pan comido.  El incierto futuro, brillaba ante mí libre de preocupaciones. Estaba convencida de que podría manejar a mi vecino, ocultarles todo el asunto a mis padres y salir con bien de todo aquel embrollo. Si jugaba bien mis cartas, podría sacarle mucho jugo a la relación con mi vecino. Además, para mayor fortuna, mis padres aquel día, llamaron bastante tarde; lo que me dio tiempo de sobra para poder hablarles con total soltura. Me fui a la cama luciendo la mayor de las sonrisas; todo iba a salir bien, estaba segura de ello...