Mi vecinita borracha

La hija de mi vecina se equivoca de puerta.

La vecinita borracha

Estaba durmiendo apaciblemente, soñando con esclavas pechugonas maestras en el arte de la felación, cuando unos extraños ruidos en la puerta me hicieron despertar. Me incorporé alarmado, pensando que alguna mafia rumana organizada intentara entrar en casa para robar mis posesiones más preciadas y hacerme dios sabe qué barbaridades anales. La vigorosa erección causada por mis eróticos sueños me impedía andar con facilidad a través del pasillo, si bien mi mente, neblinosa aún, tampoco era de gran ayuda. Iba tanteando las paredes buscando los interruptores de la luz, con la esperanza de que ésta pudiera asustar a los asaltantes. Sin embargo, fuera quien fuera seguía intentado, aparentemente, forzar la cerradura de la puerta.

Asustado, cogí un paraguas como arma contundente para el caso peor, y arrimé el hocico a la mirilla para descubrir con cuántos desgraciados tendría que habérmelas. No poca fue mi sorpresa cuando observé a una encantadora chiquilla intentando luchar, sin éxito, contra la cerradura de mi casa. De forma extraña, no parecía sostenerse en pie con demasiada facilidad, y cada pocos segundos de infructuosos intentos, levantaba la cabeza y daba un par de inseguras vueltas por el rellano.

Cuando se dejó caer sobre sus rodillas e introdujo su linda cabecita dentro de la jardinera y comenzó a vomitar de forma contundente sobre las flores de plástico no me quedó ninguna duda. Aquella chiquilla era la esclava pechugona maestra en el arte de la felación de mi sueño. Bueno, a decir verdad, de pechugona no tenía mucho. Y tampoco parecía que fuera una esclava en el sentido estricto de la palabra. Ni siquiera su boquita parecía la más indicada para ser una maestra en el arte de la felación. Para más inri, estaba en un avanzado estado etílico. Y si además tenemos en cuenta que era la hija de la vecina del tercero, pues quedan pocas relaciones con mi sueño. Salvo, quizás, que me iba a aprovechar de forma totalmente bochornosa y, esperaba, también impune.

Descorrí el cerrojo y abrí la puerta sin hacer demasiado ruido pero procurando que me oyese. Parecía haber terminado ya de vomitar aunque seguía abrazada a la jardinera. Restos de vómito, o simplemente baba, le caían por el mentón. Giró la cabeza lentamente y murmuró unas pocas palabras que descifré como "Lo siento, mamá". Muy mal debía ir la pobre para confundirme con la puta gorda de su madre.

La levanté, aprovechando para agarrarle las tetas a modo de aperitivo. Pequeñas pero blanditas, eran un gustazo para el tacto. La chica no era precisamente un modelo de anorexia tan en boga hoy en día, y me costó llevarla hasta el sofá del salón. Tras cinco minutos de espera, necesarios para reponerme por el esfuerzo, en los que estuve investigando las curvas de la jovencita, me levanté y fui a por el instrumental necesario para perpetrar mi fechoría: condones y lubricante.

Para cuando volví, la chica babeaba sobre mi sofá con la boca abierta. No me andé con tonterías. La incorporé sobre el respaldo y le quité el top que llevaba. El sujetador negro, diseñado por alguna mente confusa, me llevó más de lo esperado. En realidad, al final, tuve que darlo por imposible y se lo quité sin siquiera desabrocharlo. Los pezoncitos rosados se erizaron al contacto de mi aliento. Una rara mezcla de sentimientos azotaba mi cuerpo. Por un lado, se me hizo la boca agua ante la visión de tener esos tiernos pechitos entre mis manos. Por otro, la polla se me puso dura como nunca. No me dejé llevar por mis sensaciones, y comencé a quitarle los más que ajustados pantalones. Su tacto era suave y delicioso, sobre todo cuando palpaba sus muslos o su trasero. Se los había puesto no sin trabajo, seguro, pues parecían fácilmente ser una o dos tallas inferiores a la suya. Al terminar de quitar los tres únicos botones de la prenda, vi un primer plano del pequeño tanga que ya conocía por haberlo visto sobresalir caprichoso. Iba tan lento quitándole la ropa que me odiaba a mí mismo. Por fin, me dejé de tonterías y le arranqué a tirones lo que le quedaba de ropa hasta dejarla completamente desnuda.

Me avalancé sobre sus pechos, los cuales deseaba con desesperación. Los besaba, los lamía y los mordía, presa de la pasión que me embargaba. Mientras mi cabeza se dedicaba a sus lindas tetitas, mis manos hacían una exploración concienzuda de su culo, respingón y suave, y mi polla se frotaba jovialmente entre sus muslos y su región púbica. Los pelillos revoltosos de su pubis acariciaban dulcemente la cabeza de mi miembro erecto.

Inmerso como estaba en no dejar ni un centímetro de su cuerpo sin tocar o lamer, me olvidé de tomar precaución alguna, y mi verga tomó el mando de la situación. Tan sólo con la ayuda de una mano, se situó en posición de ataque. Pero no sería tan fácil. Las prisas nunca son buenas, y en ese momento tampoco lo serían. Fueron necesarios más de cinco intentos antes de acertar con el agujero. Por fin, el calor maternal que todo coño desprende, abrigó a mi polla necesitada de cariño. Ya sólo tenía que acomodarse, para lo cual tuve que iniciar un movimiento de vaivén. Mi verga salía y entraba, ensartando aquel coñito que, poco a poco, se iba humedeciendo facilitando, qué duda cabe, el polvo.

Tras un rato de incesante bombeo, que lo cierto es que me hizo sudar la gota gorda, me di cuenta de que tampoco había prisa, quedaba mucho por delante y por hacer. Le di la vuelta de tal forma que ahora su culito quedaba desprotegido. Con mis manos, acaricié toda su espalda, desplazándolas hacia abajo hasta llegar a aquellas dos nalgas pequeñitas que tanto me atraían. Le di una palmadita a la nalga derecha y la vi agitarse levemente. Le di otra palmada más fuerte. Y otra. Y cuatro o cinco más, hasta dejarla colorada. Aquello me divertía. Seguí dándole palmadas mientras mi verga se introducía en su coño, todavía buscando acomodarse en su interior. Y debió encontrar un lugar de su agrado, pues comenzó a expulsar semen sin previo aviso. No me corría tan satisfactoriamente dentro de una mujer desde... bueno, eso tampoco importa ahora.

Ya me había corrido. Ya poco más quedaba por hacer. Sí, claro, podía esperar quince minutos y follármela otra vez, y la verdad es que lo hice. Tras aquello, esperé otra media hora y volví a cepillármela, esta vez por el culo. Fue sublime. Quien se haya follado un culito de una quinceañera sabrá a lo que me refiero; es algo muy difícil de explicar con palabras. Sólo puedo decir que follar nunca volverá a ser lo mismo.

Durante este último acto fue precisamente cuando comencé a darme cuenta de que mi vecinita había recobrado la consciencia y de que de su boca salían unos ruidos que yo catalogaría como gemidos de incesante placer. Tras correrme de forma irrisoria en su culo, me dejé caer agotado a su lado. En ese momento descubrí que, en realidad, eran gritos más bien de dolor. Su mirada furibunda no dejaba lugar a dudas. Yo estaba tan exhausto que no se me ocurría ninguna excusa. Además, aquello era exactamente lo que parecía.

Por fortuna para mí, Natalia, que así supe más tarde que se llamaba la susodicha, resultó pertenecer a ese grupo de mujeres que tanto abunda en la actualidad, es decir, que era más puta que las gallinas, y poco le importó que le regara la vagina con mi esperma de gran calidad, pues tomaba la píldora anticonceptiva en colaboración con su hermana, que parecía ser otra buena pieza. Natalia compró mi silencio a cambio de una comida de coño que ella catalogó como "normalita", cuando en mi humilde opinión gozó como nunca lo había hecho. Bueno, de eso y de 50 euros. Ni siquiera se molestó en ponerse la ropa, y así, como su madre la trajo al mundo, llegaría a su casa a las seis de la madrugada, con la ropa bajo el brazo y más serena que dos horas antes.

Aún sin fuerzas después de lo sucedido, volví la mirada hacia la cámara de vídeo que había colocado en una esquina del salón. Esperaba haberlo grabado todo, porque aquello iba a darme para unas cuantas pajas. Cuán equivocado estaba! Si hubiera sabido lo que me esperaba, en aquel mismo instante podría haberme desecho de las toneladas de porno que habitaban en mi hogar.