Mi vecinita 6

Ahora comienza el segundo asalto...

Capítulo 6

No fue un sueño agradable, y me desperté sobresaltado. Me sentía mal, Coral era una chica fantástica y yo la había mancillado. Ahora que la había conseguido, me recriminaba el modo en el que lo había hecho. Me sentía realmente asqueado. Y entonces, me di cuenta de que la seguía teniendo a mi lado. La tersura de su piel, el delicioso temblor de sus pechos aplastados entre mis manos, el embriagador aroma que desprendía su adormilado cuerpo, toda ella en fin me hizo olvidarme de mis apesadumbrados pensamientos…

La tenía entre mis brazos, somnolienta, en una dulce duermevela que no quería perturbar. Y volví a desearla. La misma ciega pasión que me impulsó a conseguirla a cualquier precio, se apoderaba de mí. No tardé en empalmarme, incluso diría que ahora estaba más burro que antes. Sin embargo, logré dominar mi irracional impulso y no me lancé sobre ella como un poseso tal y como deseaba. Ya le había hecho bastante daño, no quería causarle más. Por lo menos, que sus polvos conmigo fueran siempre placenteros para ella. Quizás… quizás así, llegara a perdonarme algún día. Traté de ser lo más dulce y cariñoso posible. Intenté reconfortarla, halagarla con todo tipo de piropos y frases melosas. Le hablaba bajito, procurando ser de lo más amable y considerado. Deseaba con todas mis fuerzas que me perdonara, que se olvidara de mi vil chantaje. Solo quería que ella disfrutara, que disfrutara de veras. Y que cuando recordase cómo fue su primera vez, lo hiciese con una sonrisa. Aunque se olvidara del vil canalla que la forzó a hacerlo. Sobre todo que se olvidara de que la habían obligado...

Me apoyé sobre su espalda, mi enhiesta verga se quedó bien encajada entre los cachetes del culo. No sé cómo no me corrí de gusto. Con toda la paciencia del que fui capaz, comencé a masajearla, a acariciarla, a besarla... Comencé por su cuello y espalda. Le aparté su sedoso cabello y me entretuve un buen rato comiéndole la oreja, el cuello y la nuca. Entre tanto, mis manos jugaban con sus pezones que, cosa curiosa, no habían perdido su dureza. Poco a poco, fui descendiendo por su vientre, hasta encontrarme con la húmeda calidez de su entrepierna.

Comprobé con sorpresa que en vez de rechazar mi intromisión, ella me facilitaba el acceso al separar ligeramente sus piernas. Mis dedos comenzaron entonces a recorrer los delicados recovecos de su feminidad. Comencé explorando el interior de sus muslos, después escalé las estribaciones de su monte de Venus, para descender después sin prisa alguna por entre la escabrosa grieta que se abría debajo. La oí gemir, lo que empezó siendo un pequeño ronroneo producto de mis primeras atenciones; se transformó en un pequeño aullido cuando uno de mis deditos resbaló y se cayó a la sima recién descubierta. Pero lejos de quejarse, siguió facilitándome más el acceso a ella.

¿Estaría disfrutando de mis caricias? No es que no estuviese seguro de mi habilidad, pero los remordimientos me hacían dudar de lo que hacía. Cada vez lamentaba más lo que había hecho. Pero ya no había vuelta a atrás, así que me concentré en lo que hacía. Quería disfrutarla de nuevo y que ella gozara conmigo. Tal vez así consiguiera que ella me perdonara algún día.

Así que continué masturbándola lo más dulcemente que pude. Procuré ser todo lo sutil y considerado de lo que era capaz. Y así fue como olvidándome de todo y concentrándome solo en ella, conseguí que mi chica se calentara como nunca había visto antes a ninguna mujer. Apenas si necesitaba tocarla para hacerla chillar de placer. Con el más mínimo roce, sus caderas se movían imbuidas en una lujuriosa y sensual danza. Un simple susurro, un suave soplo detrás de la oreja, un casto beso… y aquella fogosa hembra se deshacía en mil y un espasmos orgiásticos que obligaban a contorsionarse convulsa.

Mi Coral se hallaba presa de una libido desatada y salvaje. Y yo eufórico, seguía deleitándome en su placer. Trataba de no perderme detalle, pero me resultaba del todo imposible. Sus manos crispadas se asían nerviosas de las sábanas, pero entonces me perdía la dulce agonía que se reflejaba en su rostro azorado. Si me centraba en su rostro, se me escapaba el frenético y lúbrico baile de sus caderas. En otras ocasiones, un espectáculo así, me habría obligado a poseerla con todas mis fuerzas. Me hubiera resultado imposible reprimir mis más bajos impulsos ante generoso y lascivo espectáculo que aquella ardiente hembra me ofrecía. Pero no pensaba yo en mi placer, sino en el suyo. Seguía empeñado, obstinado, en hacerla gozar de su propio cuerpo y en prolongar disfrute del mismo al máximo.

El bendito infierno en el que se encontraba mi esclava no podría durar eternamente. Pese a todos mis desvelos, y aún haciendo gala de toda mi pericia, no pude postergarle por más tiempo el orgasmo. Coral se vino de pronto, sin avisar. Claro que llevaba un buen rato demostrándome lo bien que se lo estaba pasando. El caso es que de repente, un potente chorro transparente saltaba furioso de su entrepierna para estrellarse entre mis ofuscados deditos. Intermitentes descargas de flujo, salían disparadas una y otra vez sin descanso. Aquello más que una fuente parecía un torrente que amenazaba con inundar toda la cama. Al mismo tiempo, un sonido grave, inarticulado, intenso y prolongado salía de su garganta. No parecía su propia voz, de hecho no parecía humano. Era un jadeo primitivo, animal y salvaje que fue ganando en intensidad para terminar en un tono realmente agudo. Mientras tanto, su cuerpo ondulaba debajo de mí como si fuese un pez fuera del agua. A pesar de tener que soportar todo mi peso Coral se movía llevada por un impulso irresistible.

Me resulta imposible describir cómo me sentí entonces. Era una mezcla imposible de satisfacción, remordimiento, lujuria y dolor. Ciertamente el espectáculo que me ofrecía Coral habría calentado hasta a un témpano de hielo. Y la certeza de haberle dado placer me reconfortaba pero seguía teniendo la espinita de la culpa profundamente clavada. En aquel momento sin embargo, sólo podía hacer una cosa.

Esperé unos minutos hasta que mi esclava recuperó el resuello. Tardó un poco más de lo que yo había calculado, el orgasmo debía de haber sido de los que hacen época. A pesar de todo, logré contener el impulso que me dominaba cada vez con más fuerza y que me incitaba insistentemente a poseerla en aquel mismo instante. De modo que seguí masturbándola. Mis dedos volvían a jugar con su jugosa y tierna rajita. Lo hice despacio, sin prisas, quería calentarla de nuevo y llevarla hasta la cumbre una vez más pero sin que alcanzara la cima. No fue difícil, la elevada calentura que se había adueñado de mi chica facilitó mucho la labor. No tardé en escuchar sus tibios gruñidos  y quedos gemiditos. Me resultaría muy fácil acostumbrarme a ellos. Era una auténtica delicia escucharlos.

Una vez más tenía a mi esclava debatiéndose en la dulce agonía previa al orgasmo. Había llegado el momento de disfrutar más plenamente de ella. Sin más preámbulos, me coloqué en su entrada. Ella se dio cuenta enseguida de lo que pretendía. Se abrió de piernas y hasta elevó su culito, para permitirme un acceso mucho más cómodo. Un leve empujoncito… y la dulce y suave calidez de su coñito, me envolvió de nuevo. Un claro jadeo me indicó que ella me recibía con satisfacción. No le estaba causando ningún daño, lo estaba disfrutando. Era realmente maravilloso sentir sus músculos abrazándome y estrechándome con fuerza mientras me deslizaba suavemente en su angosta cuevita. A veces me parecía que me resultaría imposible salir de su interior de lo fuertemente que me apretaba. Un par de decididas estocadas y logré introducirme totalmente en ella. Ella me correspondió con un nuevo gemido de aprobación.

Nuevamente me encontraba ante una difícil encrucijada. Estaba tan caliente que ardía en deseos de follármela salvajemente, dándole duro. Pero al mismo tiempo deseaba disfrutar de ella durante el mayor tiempo posible y ser cariñoso y tierno con ella. Creo que tomé la decisión acertada y dominando mi pasión comencé un lento y controlado, metisaca.  Bueno, en honor a la verdad, tengo que reconocer que si no me lancé a un polvo salvaje fue más por la posición en la que nos encontrábamos que por el autocontrol que pudiera ejercer. El caso es que yo me encontraba encima de mi hembra penetrándola sobre su espalda. Pronto comprobé que los suaves movimientos de mi polla, lejos de molestarla la enardecían. Su juvenil culito se movía acompasado, ora en círculos, ora en tibios vaivenes, sincronizándose con mi pelvis. Ambos buscábamos el mejor acople de nuestros sexos. Y a fe que lo conseguíamos. Ciertamente era toda una auténtica gozada estar dentro de la angosta cuevita de mi vecinita.

Sin embargo, a pesar de lo bien que me lo estaba pasando en aquella postura, necesitaba cambiar. Asiéndola de sus generosas caderas tiré de ella hacia atrás invitándola a ponerse en cuatro patas. Obediente, mi chica enseguida se colocó en la posición indicada. Me la iba a tirar al estilo perrito. Acercándome nuevamente desde atrás la ensarté con fuerza buscando penetrarla de una sola estocada. Gracias a la enorme lubricación de nuestros sexos nos resultó una experiencia verdaderamente placentera. Tanto que volví a repetir la operación por lo menos cinco o seis veces más. Con cada acometida un nuevo gemido de mi esclava. Gemidos que evidenciaban el enorme placer que experimentaba. Pues con cada envite, su culito y su pelvis se estremecían estrechándose sobre mi polla para que no se escapara. Cuando  la desenfundaba, sus caderas se movían ansiosas en busca de mi esquivo tarugo. Sí eran movimientos instintivos, salvajes, primitivos; fruto de la pasión animal que sin duda la dominaba.

No obstante, yo también estaba cayendo preso de la misma pasión enfebrecida. De modo que asiéndola por las caderas comencé a cabalgarla siguiendo un ritmo cadencioso, acompasado, suave; como si disfrutara de un agradable paseo. Para hacerlo más placentero, en ocasiones me abalanzaba sobre mi ella para acceder a sus bamboleantes pechitos. Otras veces, en cambio,  dirigía mis atenciones a ocupada entrepierna, sin dejar de bombearla. Me gustaba oírla chillar y gemir en respuesta a mis caricias. Sobre todo cuando le atacaba su endurecido y erecto clítoris. En uno de estas rafias, logré lo que más buscaba, un nuevo e intenso orgasmo de mi chica.

Una vez más, el cuerpo de mi esclava se estremecía sin control. Los sucesivos espasmos la obligaron a recostarse sobre la cama mientras su garganta se deshacía en un chillido monocorde. No obstante, en ningún momento dejó de escapar de ella mi erecto miembro que seguía traspasándola rítmicamente. Así, con el culo en pompa, mi esclava seguía permitiéndome cabalgarla a mi antojo. Al tiempo que me obsequiaba con un dulcísimo y estimulante masaje extra producto del intenso éxtasis que experimentaba.

Espoleada por el disfrute de su orgasmo, Coral seguía incitándome moviendo sin parar su travieso culito. No pude permanecer impasible ante el frenético y sensual baile de aquellas caderas y comencé a avivar el paso con el que me la follaba. Ya no había paso atrás, paulatinamente fui incrementando el ritmo de mis embestidas firmemente agarrado a sus posaderas. El primitivo instinto de la reproducción animal era el que dirigía ahora mis acciones. Llevado de aquella pasión ciega le propiné un par de azotes a mi esclava en sus firmes y tersas posaderas.

Quizás fuese por lo caliente que estaba Coral o tal vez fuese mi propia calentura. El caso es que no me pareció percibir ninguna queja de parte suya a pesar del intenso tono que adquirieron sus nalgas. Ella seguía gimiendo y chillando al compás de mis fervorosas acometidas. Sin duda debía estar próxima a un nuevo clímax. Sin siquiera pensármelo, me agarré de sus cabellos y tiré de ellos hacia mi. Como si fueran bridas me permitían manejar a mi yegua salvaje. Coral no tuvo más opción que incorporarse encabritada. Le resultaba difícil mantener el equilibrio ante las insistentes acometidas que recibía desde atrás. Por eso se vio obligada a apoyar sus manos sobre el cabecero de la cama. Era un espectáculo soberbio. Jamás olvidaría aquel polvo. Jamás la olvidaría a ella…

No obstante, y a pesar de la lujuria que me dominaba, aún quedaba un poco de lucidez en mi mente. Me di cuenta de que si mi esclava no se quejaba del duro y salvaje tratamiento al que la sometía era porque ella misma estaba subyugada al enorme placer que debía experimentar. Era hora de asegurar mi dominio sobre ella obligándola a reconocerlo…

-                     Dime esclava. ¿Disfrutas de cómo te cabalga tu amo?

-                     AAHhh… AAHhh… AAHhh…

-                     No te oigo esclava… ¡Contesta!

Ante la falta de respuesta de mi esclava, me vi forzado a incentivarla para que me contestara. Me acerqué a su oído al tiempo que con la mano que tenía libre le pellizcaba uno de sus durísimos pezones. No le hice daño, simplemente lo apreté con fuerza. Lo suficiente como para que entendiera lo que le podría pasar si no me hacía caso y me contestaba. Sin levantar la voz le pregunté de nuevo…

-                     Dime esclava. ¿Disfrutas de cómo te cabalga tu amo?

-                     AAHhh… AAHhh… Sí AAHhh… Sí… mu… mucho…

-                     Sí qué… perra. ¡Habla como es debido!

-                     AAHhh… Sí AAHhh… Sí… Sí… mi… Ahmo…

-                     ¿Quieres correrte?

-                     Sí… Sí… Sí… mi Amo… Aahh…

-                     Mírate en el espejo y dime lo que ves. ¿Qué eres?

-                     Ah… aahh… Veo… ah… veo a una puta… a una puta que solo desea ser follada mi amo… aaahhh… Soy su… puta… su esclava… mi aahh… mi amo…

Yo solo quería que se reconociese como mi esclava. Pero al llamarse a sí misma puta, me reveló lo que ella sentía realmente. Me sentía orgulloso al saberme responsable de aquella desbordante sexualidad que la incitaba a expresarse de un modo tan soez. Sobre todo si tenemos en cuenta de que yo era su primer hombre y por sus antecedentes, no estaba acostumbrada a utilizar semejante lenguaje. Como podéis comprender, todo aquello no hizo sino enardecerme más. Espoleado por aquellas respuestas, comencé a follármela con todas mis fuerzas. Le di realmente duro, como si me fuera la vida en ello. Tan fuerte le daba que poco a poco la fui empujando hasta que su cara se quedó pegada a la pared. Tengo que reconocer que en aquellos instantes apenas me daba cuenta de lo que sentía mi esclava. Intuía que seguía disfrutando a tenor de los constantes gemidos que me llegaban como música de fondo. Pero había perdido totalmente el control y solo pensaba en alcanzar el orgasmo.

Entonces inadvertidamente noté convulsionarse una vez más a mi esclava y con los espasmos de este nuevo orgasmo femenino me llegó el mío. La tremenda calentura que se había ido acumulando en la punta de mi miembro había encontrado por fin una vía de escape. Agarrándome a ella como pude, pues temía caerme mareado, comencé a descargarme dentro de ella. La penetré con todas mis fuerzas empujándome contra sus entrañas con todas mis fuerzas, quería taladrarla hasta el fondo. Depositar mi semilla en lo más profundo de su ser, todo lo que me permitiera mi tremendamente dura herramienta. Me sentía morir con cada descarga disparada por mi cañón y al mismo tiempo me sentía en la gloria más absoluta. Lo más asombroso era que aquello parecía no tener fin. Eran chorros y más chorros de níveo semen los que salían disparados en interminables andanadas los que parecían llevarse mi vida en ellos. Deseaba acabar y continuar al mismo tiempo. No sé cómo explicarlo. Al final, exhausto, me desplomé sobre mi esclava que no pudo soportar mi peso y se tumbó sobre la cama. Así nos quedamos los dos echados uno encima de otro, en este caso yo encima de ella. Yo continuaba sin salirme de ella, disfrutando de la agradable calidez de su estrecha y húmeda cuevita mientras ambos luchábamos por recuperar el resuello. Mientras asimilábamos el increíble placer que nos habíamos dado el uno al otro. Mientras un dulce sopor se adueñaba de nuestros exhaustos y fatigados cuerpos en espera del siguiente asalto...