Mi vecinita 2ª Parte
El invierno continuó
El invierno continuó.
La gélida nieve que se acumulaba en el jardín, contrastaba con el fuego que me cubría en cada una de las abundantes masturbaciones con que recordaba el cuerpo de mi vecinita.
Algunas veces me masturbaba imaginando el momento en el que mi polla traspasaba su negra pelambrera. Otras veces eran sus tetas las que atrapaban mi polla, y casi siempre era su boca el lugar donde acababa mi semen. Después, me tumbaba en la cama y recordaba su mirada: Desafiante, segura, misteriosa. Todo lo contrario de lo que yo era.
Doce uvas entre sus labios, dos besos y nuestros padres se apresuraron a cambiar los calendarios.
El nuevo año despertaba entre botellas de sidra y cohetes que explotaban sobre nuestras cabezas. Mi padre me guiñó el ojo al tiempo que llenaba mi copa. Fue una novedad, normalmente un refresco y nada de alcohol era lo único que probaba.
Brindamos los seis. Y mientras las primeras burbujas empujaban alguna que otra neurona en mi cabeza, mi vecinita se despidió de mis padres y de los suyos. Al parecer tenía que irse a cambiar de ropa, pues había quedado con sus amigas para irse a una fiesta. No se porqué pensé que, en ella, seguramente conocería a otro chico al que comerle la polla. Me hubiese gustado gritarla que no fuese tan puta, y que si quería una polla que se comiera la mía. Pero en lugar de eso, hice lo que acostumbran a hacer los adultos ante una situación similar: Me bebí de un trago la sidra y volví a llenar la copa.
Unos treinta minutos después, cuando ya casi me había olvidado de ella, regresó. Fue una suerte que todos la miraran a ella, así nadie se percató del gesto de imbecil que se me escapó. Un vestido negro salpicado por el brillo de unas decenas de lentejuelas cubría su cuerpo y parte de los negros zapatos de tacón que llevaba. Tenía un cuerpo perfecto y su melena dorada la aportaba un toque de sensualidad que la alejaba de la imagen de niña que por su edad debiera tener.
Mientras recibía los halagos y felicitaciones correspondientes a su nivel de belleza, yo hice lo mejor que podía hacer en ese momento: Beber otro trago de sidra, pero sin olvidarme de volver a rellenar la copa.
Ni me enteré de cómo pasó, pero antes de darme cuenta estábamos inversos en una pequeña conversación sobre las mejores discotecas de la ciudad, a las que yo nunca había ido…
Sus ojos me hipnotizaron, lo cual tampoco era difícil debido a mi primera experiencia con las burbujas de la sidra. La acompañé hasta la calle. Mientras recorríamos el jardín rebosante de nieve, mi vecina se mostró encantadora conmigo. Y el frío de la noche, me ayudó a espabilarme lo suficiente como para no parecer un completo idiota. Naturalmente que ella se había percatado de mi estado. Y lejos de molestarla, parecía incluso divertirla. Yo por si acaso intenté controlarme y no hablar demasiado.
Cuando llegamos al final del jardín yo mismo la abrí la puerta y la deje pasar. Ella sonrió interpretando mi gesto como el de un caballero, pero en realidad lo que yo quería era que pasase para poder recrear mi vista con su culo.
Insistió en que nos alejásemos de la puerta y camináramos un poco. Me sorprendió su petición, pero acepté sin realizar preguntas.
Nos paramos a una decena de metros de la puerta. Desde allí nuestros padres no nos podían espiar. En ese lugar, el aire estremecía mis orejas. Mi vecina, que también sufría los envites del mal tiempo, se arrimó a mí y colocando mi brazo sobre su cintura. A pesar del frío, mi polla comenzó a despertarse.
Miró varias veces el reloj. Parecía inquieta y ahora ya no hablaba.
¿Te gustó la sidra? – Pregunté.
Si, pero apenas tomé un poco. – Contestó ella.
¿Quieres más? – La pregunté recordando la escena de una película que hasta ese momento me había parecido completamente estúpida.
Ni su gesto, ni su respuesta fue igual que el de la protagonista de la película, pero aun así yo la besé y, lo mejor es que, ella me siguió el beso.
Jugué con su lengua, saboreé sus labios y tragué su saliva. Tan sólo se me olvidó tocarla el culo. Aunque mi polla, completamente dura, rozaba su vestido a la altura de su ombligo.
Tras el beso volvió a mirar su reloj. Y después abrió su bolso, sacando de él una barra de pintalabios y un pequeño espejo. Se acicaló su carita bonita y devolvió la barra y el espejo al interior del pequeño bolso, no sin antes sacar varios objetos con el aparente fin de poder colocarlos todos. Pero en realizad lo que mi vecinita pretendía no era otra cosa que dejarme contemplar algo de lo que llevaba en el bolso: Un par de preservativos.
Me quedé de piedra. No podía creer que empezaría el año follando con mi odiada y a la vez deseada vecina. Mi polla comenzó a temblar, al igual que mis manos y el resto del cuerpo. Toda la serenidad anterior desapareció, dejándome desarmado, ante la sensualidad de los ojos que me miraban.
Después todo ocurrió muy deprisa. Mis dedos se lanzaron sobre su pecho y mi boca sobre sus labios. Con una sonrisa ella se apartó de mi lado, cerró el bolso y antes de que yo pudiera reaccionar a su dulce negativa, las luces de un coche iluminaron la calle.
El vehiculo paró junto a nosotros, el chico que conducía abrió la puerta desde el interior y, separándose de mi lado, mi vecinita se colocó la melena y se sentó junto a él. Besó al chico en los labios y el coche se alejó. No sin antes dedicarme, aquella mirada que me reservaba para las grandes ocasiones.
Enfurecido, comencé a dar patadas al árbol más cercano. Repletas de nieve, sus ramas protestaron dejando caer una gran cantidad nieve sobre mi cabeza. Me sentí desolado, y comencé a llorar.
Aquella noche, fue la primera en muchos meses en la que no me masturbé. La pasé tumbado en la cama sin dormir, a ratos llorando, a ratos maldiciendo a mi vecinita.
Ya había salido el sol, cuando el motor de un coche me alertó. Permaneció parado durante un par de minutos, después se alejó.
No traté de disimular, ni de esconderme. Por eso, cuando mi vecinita entró en su habitación, pudo verme con claridad. Al igual que yo a ella.
Al principio dudé. No estaba muy seguro de si se trataba; De un gesto de perdón, de compasión o simplemente me estaba calentando la polla para enaltecer su propio ego.
Lo cierto es que su vestido cayó al suelo con la misma decisión que sus manos desabrocharon el sujetador que ocultaba sus pechos.
Sus pezones me miraban, y yo a ellos. Fundiéndonos en una única mirada, parecíamos estar jugando a aquel juego en el que pierde el primero que aparta la mirada. Y de nuevo perdí yo. O más bien gano ella. Se despojó de las braguitas que cubrían su sexo y mis ojos se dejaron vencer para poder contemplar el bello que recubría sus labios.
Varios metros y dos ventanas me separaban de poder tocarla. Pese a ello, percibía el olor que desprendía su vagina. No puedo explicar como era posible que su aroma acariciara mi nariz. Pero sentía como el perfume húmedo de su cuerpo penetraba en mi interior.
Mirándome fijamente, deslizó ambas manos por debajo de su melena, masajeándose la nuca con lentitud. Cerró los ojos y dejó escapar una mueca de placer. Sus pechos permanecían levantados emulando los movimientos que bajo su pelo los dedos realizaban.
Con una suavidad similar, introduje mis dedos bajo el pantalón y comencé a masajearme la polla.
Nuestras miradas volvieron a chocar durante varios segundos, tiempo que yo aproveche para acelerar mi placer al tiempo que ella abandonaba su melena y dirigía los dedos al interior del muslo.
En el mismo instante en que se autopenetró con su dedo índice, yo liberé mi polla del pantalón y se la mostré sin dejar de acariciarme.
Con una mano se acariciaba el clítoris. De forma pausada y con movimientos circulares. La otra mano continuaba con su tarea.
Se introducía el dedo índice, acompañando su movimiento con una ligera flexión de rodillas. Desde mi posición, a pesar de la distancia, no perdía detalle de esa operación. En especial del modo en que sus labios quedaban pegados al dedo al sacar este del interior de su cuerpo. Imaginaba que era mi polla la que salía de su interior. Húmeda, mojada por el placer que emanaba su cuerpo y presionada por aquellos carnosos labios que se pegarían a mi polla como si fueran ventosas.
Ese pensamiento fue demasiado para mí. Me corrí frente a su mirada. Sin importarme si manchaba el suelo o si mis padres entraban en la habitación. Sólo pensaba en mi chorro de semen empando su vagina.
En el instante posterior a mi corrida, mi vecinita dejó escapar una mueca de satisfacción. Después, ignorando por completo mi presencia, comenzó a colocar su vestido y su ropa interior. Por último recogió su bolso. Lo colocó sobre su escritorio y comenzó a buscar en su interior.
Yo permanecía de pies frente a la ventana, observándola mientras mi polla se encogía dejando escapar pequeñas gotas de semen. Y fue en ese momento cuando su rostro se tornó en aquel gesto que tanto me desesperaba.
Su mirada anticipaba una nueva puñalada. Pero tras correrme ante su cuerpo desnudo, no podía imaginar como podría dañarme esta vez.
El placer se disipó dejando paso una vez más a la rabia, a la frustración que produce el sentirse engañado de nuevo por la misma persona. No era un engaño propiamente dicho, más bien era la forma que ella tenía de ponerme en mi lugar. Con toda la tranquilidad del mundo, mi vecina sacó del bolso uno de los dos preservativos que al inicio de la noche me había mostrado. El gesto no dejaba lugar a dudas. Y me alegré de haberlo entendido rápidamente y sin necesidad de explicaciones, pues además de furioso, hubiese sido bochornoso que me tuviera que explicar que si sólo tenía un preservativo era porque había usado el otro para follarse al chico del coche.
Durante la primavera, la vi alejarse en un par de coches distintos. No volvía muy tarde, pero sus salidas en compañía eran muy frecuentes. En el trascurso de los últimos meses, las cortinas de mi habitación permanecieron lo más cerradas posibles.
Mentiría si no reconociera alguna mirada furtiva por mi parte. Pero por lo general intentaba no ser visto por mi vecina. Ni en mi habitación, ni en la calle.
Seguía deseándola, es cierto. Pero el recuerdo de sus tetas y la imagen del dedo penetrando entre los carnosos labios de su vagina, eran aliciente más que suficiente para que mi imaginación consiguiera sumirme en fantásticas masturbaciones. Las cuales no dañaban en absoluto ni mi orgullo, ni mi autoestima.
Las vibraciones del motor de la depuradora, de la piscina, anunciaron la llegada del verano. Nuestros padres, reanudaron las interminables tertulias sobre el césped del jardín.
Desde mi habitación, podía percibir el sonido de los torpes chapoteos de mi madre, el estruendo de los saltos de mi vecino y como no: Los halagos con los que todos comentaban el nuevo bikini de mi vecinita.
Durante la primera semana sufrí un autentico bombardeo por parte de mis padres, que se empeñaban una y otra vez en que acudiera a la piscina en lugar de permanecer todo el día encerrado en mi habitación. Incluso mi madre me regaló un nuevo bañador, el cual ni siquiera me probé. Afortunadamente ante mis insistentes negativas cesaron en sus intentos por convencerme.
Pasaron varias semanas y mi piel comenzaba ya a blanquear debido al enclaustramiento voluntario al que me estaba sometiendo. La música y las esporádicas visitas de mi madre me acompañaban durante las calurosas tardes en las que mi única ocupación era leer libros.
Stephen King escribía y yo leía. Era así de sencillo. Después cenaba, me masturbaba e intentaba olvidar el calor y dormir.
Una tarde, el creciente tono de voz de mi vecino me sobresaltó. La conversación que mantenía con mi padre, ya no procedía del jardín. Ahora sin duda alguna, se encontraban en el interior de la casa. A medida que se acercaban a mi cuarto, la intensidad de sus palabras y el extraño sonido propiciado por el torpe caminar de las chanclas me alertó.
¡Deja la cultura y vente a dar un baño! – Exclamó mi vecino, al tiempo que abría repentinamente la puerta de mi habitación.
Otro día, hoy no me apetece. – Respondí yo con cierto tono de desgana.
Tumbado sobre la cama, con un ojo dirigido al libro y el otro hacía la puerta, pude observar como la comitiva de padres y vecinos se alejaban rumbo a otro lugar de la casa.
Si algo odia en esta vida, era que alguien abriese la puerta de mi habitación y no la cerrara. Así que, molesto, me levanté de la cama y me lancé a empujar el pomo de la puerta. Pero este no se movió.
En el pasillo, al otro lado de la puerta, una mano sostuvo el pomo evitando que la puerta se moviese.
Abrí la puerta decidido a lanzar una mirada asesina a mi madre, que seguramente se abría quedado esperando mi reacción para después convencerme de bajar a la piscina, pero para mi sorpresa la mano que frenaba la puerta no era la de mi madre.
La expresión de mi cara reflejó el resultado de agitar un coctel de sorpresa y estupidez.
Moviendo sus caderas con gesto decidido, mi vecina no sólo evitó que yo cerrase la puerta, si no que se introdujo en mi habitación.
Yo la miraba sorprendido, sin nada que decir. Ella que vestía un exuberante bikini de color rojo Burdeos, se limitó a observar todos los rincones de la habitación. En silencio, sin decir nada. Pero con un claro gesto de diversión en su rostro.
Su melena, oscurecida por la aun presente humedad de la piscina, brillaba formando pequeños rizos en las puntas de los cabellos. En su pecho, la tela del bikini se ceñía con delicadeza a su piel, marcando con sensualidad el contorno de sus pezones.
Ella se percató del interés con el cual la observaba, y girando la cintura se giró frente a la ventana dejándome observar con plenitud su espalda y la braguita roja de su bikini.
- ¿Desde aquí es desde donde me espías? – Preguntó retirando las cortinas.
No contesté. En esos instantes no estaba seguro de la respuesta con que debía contestar.
- ¿Porque no vienes a la piscina?
Tampoco contesté.
Hecho de menos a mi admirador preferido. – Afirmó mi vecina con un tono de voz entre fanfarrón y sincero.
Ni te admiro, ni me gustas. – Exclamé deseando que no me creciera la nariz.
Yo no te he preguntado si te gustaba. – Comentó con voz melosa. Después, tras unos instantes de silencio por parte de los dos, preguntó: -¿Seguro que no te gusto?
No, en absoluto. – Respondí a sabiendas de que era evidente mi mentira.
Mi vecina se acercó a mí. Y sin mediar palabra se levantó la parte superior del bikini, mostrándome sus bonitos pechos.
Intenté tocárselos, pero antes de que mis manos se aferraran a ellos, mi vecina se apartó girándose levemente y ocultando de nuevo los pechos en el bikini.
- ¿No decías que no te gustaba? – Preguntó con una amplia sonrisa, de quien se sabe ganadora de la discusión.
Naturalmente tampoco respondí.
- Esta noche, cuando todos estén durmiendo te espero en la piscina. – Dijo casi susurrándome al oído. Después se dirigió hasta la puerta de la habitación. – Ves si te gusto. – Añadió levantándose de nuevo la parte superior del bikini.
Esta vez tampoco contesté. Me limité a contemplar sus pezones.
El olor de la carne quemada conquistaba cada lugar del vecindario. El humo ascendía de forma vertical, mientras el silencio de los comensales permitía escuchar los crujidos del carbón en el interior de la barbacoa.
Apenas probé la cena. Una vez más me había negado a bajar al jardín a cenar, y mi madre me había subido un plato de carne junto a un montón de reproches por permanecer encerado en mi habitación. “Te vas a volver loco. Todo el día encerrado leyendo. Te va ha pasar como a don quijote”.
Aquellas palabras me hicieron dudar aun más: ¿Se convertirían mis gigantes en molinos de viento? O por el contrarío: ¿Conseguiría “clavar” mi lanza a la bella Dulcinea?
Normal que Don Quijote se volviera loco… Si su amada jugaba con él, de la misma manera que mi vecina lo hacía conmigo, lo normal era acabar mal de la cabeza.
Quería ir. Deseaba ir. Lo anhelaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Pero la idea de acabar masturbándome, solo en mi habitación, para apagar el previsible calentón y la posterior sensación de haber hecho el ridículo, me aterrorizaba hasta el punto de bloquearme por completo.
Decidí no tomar ninguna decisión. Simplemente me tumbé en la cama y comencé a pasar las páginas de un cómic a la espera de acontecimientos.
A pesar de que el calor se negaba a remitir, el vecindario se rindió ante la necesidad de dormir. Al igual que yo me rendí ante mi necesidad de bajar a la piscina.
Me puse el bañado, tratando de convencer a mi polla de que se estuviese tranquila y no me delatara, apagué la luz de mi habitación y esperé en silencio. Sobre las doce y medía de la noche se escuchó un leve chapoteo en la piscina.
Abandoné mi habitación con sigilo felino y nervios de papel. La oscuridad del pasillo se me hizo eterna, pero antes de darme cuenta me hallaba a un paso del agua de la piscina.
La luz de la luna salpicaba la tenue silueta de una sirena. Bajo el agua, buceando, la braguita color Burdeos marcaba su recorrido.
Asomó la cabeza en el centro de la piscina. Se aclaró los ojos con las manos y me miró. Su rostro permaneció inexpresivo. Tan sólo un pequeño ápice de satisfacción delató su lado mortal. No era una sirena, aunque para mí, era una Diosa.
Me hizo una señal con el brazo para que me lanzara a la piscina, a la cual yo correspondí meneando la cabeza en un claro gesto de negación.
Mi vecinita, comenzó a nadar hasta mí. Yo me aparté del agua, temiendo ser victima de alguna mala jugada. Después ella, emergió de la piscina y se acerco a mí.
¿No te vas a bañar? -Preguntó cuando estuvo a mi lado. Sus pechos permanecían desnudos y su piel bronceada se marcaba alrededor de ellos.
No me fío de ti. – Exclamé. – Eres una calienta pollas. – Añadí con cierta satisfacción.
Eres un resentido. – Me espetó a la cara. Seguidamente cogiendo mis manos las colocó sobre sus pechos.
Era la primera vez en mi vida que tocaba unas tetas. Bajo el bañador mi polla saltó al tiempo que yo acariciaba la textura de su piel y jugueteaba con sus pezones. La forma en que se endurecieron bajo mis dedos me volvió loco. Mi boca se lanzó a por ellos y los lamí con avidez. Lamía el derecho y me lanzaba impaciente a por el izquierdo, y apenas había llenado mi boca con su sabor y ya quería regresar de nuevo a chupar el derecho.
Supongo que fue en ese momento cuando ella se giró y me empujó, porque lo siguiente que percibí fue como cientos de burbujas me rodeaban.
Ella se lanzó también al agua y comencé a perseguirla. Mi ausencia de ejercicio en los meses precedentes me hacía torpe y lento. Mi vecinita jugaba conmigo, tan pronto parecía que la alcanzaba, se sumergía alejándose de mi lado.
En un momento dado, la desesperación se apoderó de mí. Era lo mismo de siempre: Me había producido el calentón de mi vida y ahora jugaba conmigo.
Pronto vería en su rostro aquella infame mirada que tanto odiaba. Así que decidí retirarme y me dirigí hasta la escalerilla de la piscina.
Al pisar el segundo escalón el agua se abrió detrás de mí. Su brazos se amarraron a mi cintura impidiéndome salir del agua.
- ¿Te acuerdas? – Me susurró al oído al tiempo que apretaba su pubis contra mi culo.
Mi corazón latía desbocado y respiraba de manera entrecortada.
Con un rápido movimiento me despojó del bañador, dejando mi polla libre sumergida en el agua. Me empujó con fuerza los glúteos, en un claro gesto de que continuase ascendiendo por la escalerilla, y al llegar al borde de la piscina me obligó a girar el cuerpo y enfrentarme a ella.
Quedé sentado con el culo sobre la piedra porosa y los muslos sumergidos en el agua. Mi vecinita ascendió varios escalones y ocultó mi polla entre sus tetas. La brisa de la noche llenó sus pechos de pequeños granitos que protestaban por el frío. Mi polla también sentía aquella gélida sensación, pero no me importaba.
Sin previo aviso, agarró mi polla con su mano derecha y se la metió lentamente en su boca. El contraste entre el frío anterior y el fuego de su boca me hizo gemir de manera exagerada.
Mi polla entraba de manera pausada en la boca, y salía entre las caricias de una lengua que no para de juguetear. En un momento dado, sentí una presión enorme en mis testículos. Sabía que pronto me correría y agarré su cabeza con mis manos obligándola a acelerar la velocidad.
Ella reaccionó de manera inmediata. Se zafó de mis manos y levantó la cabeza. Con un claro gesto de reprobación dejó claro, y sin palabras, que ella era la que mandaba. La que decidía el ritmo y la forma de hacer las cosas.
Sin saber como reaccionar a su mirada, y traicionado por mí calentura extrema tan sólo dejé escapar, entre jadeos, una frase de mi boca:
- ¡Me voy a correr!
No preguntó, ni me pidió ningún tipo de explicaciones. Lo único que hizo fue volver a meterse mi polla en la boca y aumentar el ritmo de sus lamidas.
Sentí que algo dentro de mí estallaba. No era como cuando me masturbaba. Su boca era cálida y recubría mi polla con una capa de saliva que lubricaba cada uno de sus movimientos.
Mi placer se materializó en varias oleadas. Mi semen la llenó la boca. Ella realizaba ahora movimientos más suaves. La temperatura de su boca había aumentado considerablemente gracias a mi propio semen, el cual parecía que acabarían fundiendo mi polla.
Siempre había pensado en lo excitante que sería sentir a una mujer tragar mi propio semen. Pero contemplar a mi vecina deshacerse de la mezcla que formaba, en su boca, mi leche y su saliva me hizo ver las cosas de otra manera.
-¿Ha sido tu primera chupada? – Me preguntó con total naturalidad.
- Si. Respondí sin importarme lo que pensase de mí. – Para acto seguido tratar de besar sus labios.
Rehusó mi beso. Lo cual no entendí después de haberme chupado la polla. Y viendo la extrañeza de mi gesto comento con una sonrisa: - ¿Me quieres dejar embarazada o que? – Ahora si que no entendía nada.
Tardé muy poco en entender la ironía de la situación. Pues tras despojarse de la parte inferior de su bikini, me instó a tumbarme sobre el césped arrodillándose después sobre mi pecho.
-¿Sabes hacerlo? – Me pregunto.
Creo. – Respondí sincero sin dejar de observar su negra pelambrera.
Hazlo suave. Circular y con la punta de la lengua mojada. – Me explicó sin ser preguntada. Para posteriormente añadir: - Y si te cansas te jodes, pero no pares.
Me sorprendió que bajo aquella masa de pelo negro, de tacto algo áspero, se hallase un rincón tan sumamente suave.
Paseé la lengua por todos sus rincones. La suavidad de sus labios o el sabor del licor que emanaba su pequeño orificio me fascinaron. Pero temeroso de desatar, una vez más, su furia, me concentré en localizar su clítoris.
Cubierta mi lengua por una fina capa de saliva, comencé a saborearlo. Aunque con un tamaño inferior, su forma me recordó a la de los pezones. Así que lo lamí de la misma manera.
Al principio ella permanecía inmóvil. De rodillas sobre el césped, con mi boca entre sus muslos. Después empezó a realizar pequeños movimientos de cintura.
Desde mi posición era imposible ver nada, por lo que decidí cerrar los ojos y escuchar su respiración. Que aumentaba por momentos. También me pareció buena idea darme un homenaje. Estiré los brazos y la cogí las tetas como si fuesen mías desde siempre.
Alternaba el movimiento circular de mi lengua con paseos cuyo destino era la entrada de la vagina. Está, cada vez ofrecía menos resistencia a ser penetrada por la punta de mi lengua, que emergía de su interior en una explosión de sabor.
El regreso al clítoris, tras cada paseo, era cada vez más violento. Mi vecinita parecía querer morirse sobre mi boca. Me cabalgaba como si fuera un animal o un objeto animado. Incluso me costaba situar la lengua sobre mi objetivo.
Solté sus pechos, no sin antes despedirme con unos pequeños pellizcos en los pezones, a agarre con fuerza sus nalgas. Así tratando de mantenerla soldada a mí, la castigué aumentando la presión en su clítoris.
No pudo resistirlo. Se corrió en mi boca, al igual que yo lo había echo en la suya.
Todo su cuerpo vibró. Dejó escapar algo más de humedad de su cuerpo. Lo bebí y seguí lamiendo el clítoris esta vez de una forma más pausada. No tardó mucho en comenzar a vibrar de nuevo.
-¿Tienes condones? – Pregunté orgulloso observando la rapidez con la que había recuperado mi polla.
Normalmente los condones los traen los chicos. – Respondió dejando entrever una pícara sonrisa.
Se me olvidaba que tú nunca llevas. – Afirmé en tono irónico.
Mi vecinita sonrió. Realizó una perversa mueca y separó sus brazos. Con el derecho agarró mi polla, mientras que con el izquierdo cogió la bolsa donde guardaba la toalla. De ella sacó un preservativo. Me lo mostró.
- Decías que era una calienta pollas. ¿No? – Comentó haciendo gala de sus típicos aires de superioridad. Después, se acercó a mí y se metió la polla en la boca, lamiendo de forma enérgica. Luego se levantó, me tiró el preservativo y sin añadir nada más se fue envuelta en su toalla.
Yo me quedé tumbado sobre el césped. Un conato de rabia hizo intenciones de incendiarme. Pero decidí tomármelo con calma. Aun conservaba el sabor de su clítoris en mis labios. Agarré mi polla y me masturbé.
Si quería jugar conmigo, que jugase. Ahora el juego me gustaba a mí también.