Mi vecinita 1ª Parte.
Ella siempre fue más precoz que yo...
De niña, la odiaba.
Bueno, en realidad no era un odio malvado. Era ese típico sentimiento que los niños experimentan cuando se ven desplazados de la atención de los adultos. Y en eso ella, era una autentica especialista.
Su nacimiento tuvo lugar tres meses después del mío. Sus padres se habían mudado, el invierno anterior, al chalet contiguo al de mi familia. Y ya desde el primer momento sus llantos requerían la atención de su familia y, de paso, de la mía.
Mi protagonismo en la vida duró tres meses, e incluso es posible que durante ese periodo de tiempo mis oídos de lactante escucharan más comentarios sobre la barriga de mí vecina que sobre mí mismo. Con esto, no quiero decir que sea un fracasado o un inadaptado. Simplemente soy un chico acostumbrado a pasar inadvertido, unas veces por voluntad propia y otras por méritos ajenos.
Los veranos de mi infancia los pasé odiando el jardín y a la niña con cara de Elfo que tenía como principal divertimento restregarse por el césped con sus idiotas vestiditos rosas. O con el que más odiaba de todos: Un vestido color canela, al cual se amarraba un enorme lazo azul. Que en opinión de mi madre “combinaba a la perfección con el color de sus ojos”.
Nunca comprendí por qué tras embadurnar sus vestidos de hierba, era agasajada con elogios y piropos. Mientras que a mí, la recompensa con la que me premiaban por manchar de verde mis pantalones era una bofetada. Pero eso iba a cambiar.
Tenía 12 años, bueno, teníamos. El moco con cara de Elfo compartía mi edad, aunque todos coincidían en que era mucho más madura que yo: Que novedad…
Aquella tarde de verano, mientras nuestros padres jugaban al póker, comencé a preparar mi plan. En un par de horas, el sol reduciría su intensidad y el jardín se convertiría en el escenario de mi venganza. Sumergido en mar de nervios, tan sólo necesité un embudo de la cocina y una lata de aceite usado.
Al atardecer estalló la tormenta. Los cabellos dorados de la joven bailaban ante la atenta mirada de los adultos. Su precioso vestido blanco flotaba en el aire en cada salto ciñéndose a su cuerpo, y a sus incipientes pechos, en cada estudiada caída sobre la alfombra de césped. El primer contratiempo sucedió al comenzar a funcionar uno de los aspersores del jardín. Concretamente el que se encontraba frente a la joven. Pronto su vestido blanco se tornó trasparente. En su pecho, sobre la tela mojada del escote surgió con fuerza la silueta de dos pequeños pezones.
Ella reaccionó riendo, aumentando sus saltos, girando sobre sí misma y moviendo sus cabellos saturados de agua. Su risa contagió a nuestros padres. Que vociferaban y aplaudían ante sus movimientos.
Desde el garaje yo contemplaba también sus saltos. Hasta ese momento, nunca me había percatado de la dureza de sus pezones, los cuales, permanecían tan erectos que daba la sensación de que en cualquier momento rasgarían el tejido del vestido y quedarían a la vista de todos.
Por primera vez en mi vida, yo también, había caído bajo su influjo. No podía parar de mirarla. Mis ojos, alternaban la ya clarísima figura de sus pechos con el dibujo que sus braguitas realizaban sobre sus nalgas. Sólo cuando noté la dureza de mi barrita mágica, pude vencer el hechizo. No se si fue por vergüenza o rabia, pero durante un segundo me odié mi cuerpo por reaccionar así ante la visión de aquel moco con cara de Elfo.
Después, mi mano hizo el resto. Agarro con firmeza la llave del riego y, sin pensarlo, la movió.
La tormenta estalló sin previo aviso. Ahora eran tres los aspersores que realizaban su recorrido. Sólo que en lugar de expulsar su habitual reguero de agua potable, esta vez lo hacían mezclándolo con aceite de motor usado. Las carcajadas de los padres, se tornaron en gritos primero de sorpresa y posteriormente de horror.
La última imagen que recuerdo, de aquel momento, es la de mi padre lanzándose contra los aspersores. Para cuando entraron en el garaje, yo ya estaba subiendo las escaleras camino a mi habitación. Cerré la puerta y me puse los auriculares. A esas alturas, ya todos sabrían que yo era el culpable, pero al menos no me habían pillado con las manos en la masa.
No tardaron mucho mis padres en abrir la puerta de mi habitación para dedicarme ambas miradas asesinas. No pronunciaron ninguna palabra. Eso fue lo más terrible. Ni tan siquiera me sometieron a un tortuoso interrogatorio. Simplemente me miraron y se fueron hacía la casa de mis vecinos.
Tumbado en la cama, y sin haberme repuesto por completo de la taquicardia que las miradas de mis padres me provocaron, escuché los sollozos de mi vecina. Empujado por la curiosidad, me dirigí hacia la ventana. Ocultando mi rostro de manera cuidadosa tras las cortinas.
Ambas casas, permanecían separadas tan sólo por unos tres metros. Y aunque yo sabía, que la ventana que se hallaba frente a la mía, era la de la hija de mis vecinos. Nunca había perdido el tiempo tratando de observarla a través de las coloridas cortinas de su habitación.
Pero esa tarde algo extraordinario ocurrió. Tal vez fuese la tensión del momento, o el disgusto de la madre o los llantos de la hija. Lo único cierto es que olvidaron colocar la cortina, y desde mi habitación fui testigo de los intentos de la madre por consolar a su hija. El castigo sería duro, pensé mientras observaba la escena, pero no me importaba. Había valido la pena.
Sus llantos se apaciguaron al tiempo que lo hacía también mi regocijo. Y cuando pensaba que ya nada mejor podía ocurrir, su madre, con un rápido y firme movimiento de brazos, despojó el malogrado vestido del cuerpo de su hija. La polla me saltó como un resorte del interior del pantalón, yendo mi mano de manera inmediata a buscarla.
Desnuda, con el cuerpo embadurnado de churretes negros, y tan sólo cubierta por sus braguitas de color inapreciable, ya no me pareció un Elfo, si no más bien un Trol. Sus pechos, inmóviles, parecían ahora algo más pequeños y sus pezones apenas se distinguían entre las manchas de aceite.
De nuevo, fue su madre la que agachándose realizó otro soberbio movimiento. Esta vez, para liberar a su hija de las sucias bragas que la cubrían.
El aceite no había conseguido traspasar el tejido de la ropa interior de la chica. Y cuando su madre la despojó de ella, mis ojos se clavaron con rapidez en su pelambrera morena.
Era la primera vez que observaba una mujer desnuda y, supongo que eso quiere decir que, también era la primera vez que consideraba a mi vecina como una mujer. Ella permanecía de pies, con sus piernas casi juntas. Por lo que apenas podía ver nada más que un montón de pelos negros, pero el contraste de estos, con el tono pálido de su piel, acrecentó mi excitación y con ella el movimiento de mi mano.
Exploté cuando una traviesa gota de aceite, se deslizó desde su vientre al interior de su pubis. Ella la intentó secar frotando su pequeña mano sobre su piel. Momento en el que separó las piernas, dejándome apreciar el sinuoso contorno de sus labios.
Mi mano enloquecida se cubrió de semen, al tiempo que de mi boca se escapaba un pequeño quejido. Nunca sabré si fue o no realidad, pero tuve la sensación de que en ese momento nuestras miradas se cruzaron de manera fugaz.
El castigo no fue tan terrible como era de esperar, aunque me pasé el resto de verano en una situación de “privación de libertad”. Supongo que lo que ablandó a mis padres fue el echo de gracias a la enorme mancha negra, que quedó en el jardín, al fin se atrevieron a proponer a los vecinos el construir una piscina en común. Mi vecinita, cambió su actitud conmigo: Pasó de ignorarme a huir de mi. Aunque curiosamente, ahora era yo el que intentaba acercarse a ella, no con intenciones de saludarla, ni de mantener una conversación, simplemente quería volver a ver sus pezones, y a ser posible más cerca aun.
Para cuando acabó el verano, había dos grandes novedades en mi vida. La primera, era saber que al verano siguiente tendría una piscina en el jardín. La otra, que era más excitante masturbarse observando en la cortina, a través de la ventana, la silueta de mi vecina cambiándose de ropa cada anochecer.
Pasaron varios años y aunque nuestra relación no crecía, afortunadamente si lo hacían sus pechos. Los veranos fueron intensos y calurosos. Y sólo cuando me acostumbré a ver a mi vecinita en bikini, pude acudir a la piscina sin masturbarme previamente. Pues las primeras ocasiones fueron terribles: Mi polla se endurecía de tal manera que no tenía otro remedio que, meterme en el agua y, realizar larguísimos baños que me dejaban agotado o por el contrarío permanecer tumbado boca abajo en la toalla.
El día que cumplí quince años, me decidí a intentar realizar una de mis fantasías sexuales preferidas con mi vecina. Se que es una tontería, una de esas cosas que para un adulto carecen de importancia, pero anhelaba rozar su cuerpo con mi polla dura.
Ni tan siquiera la temperatura del agua calmaba mi erección. Ella nadaba de un lado a otro de la piscina, mientras que yo procuraba no alejarme en exceso de la escalerilla.
Habían pasado ya varios veranos desde el “incidente” del aceite y mi vecinita (Mucho más madura que yo…) había enterado el hacha de guerra para de nuevo sacar el hacha de la ignorancia. Supongo que en el fondo, incluso me estaba agradecida, dado que gracias a mí teníamos piscina. Aunque creo que eso era mucho suponer… El caso, es que ella se acostumbró a nadar en mi presencia, incluso a sufrir pequeños encontronazos en el agua. Por eso, aquella tarde de mi cumpleaños, no la resultó extraño que ambos quisiéramos salir al mismo tiempo de la piscina. Como buen “caballero” yo la dejé subir en primer lugar por la escalerilla, pero no había aun escalado el primer peldaño de esta, cuando fingiendo resbalarme con el suelo de la piscina, mi polla, durísima en ese momento, se apretó contra su culo.
Ella reaccionó al contacto con un torpe movimiento que la hizo resbalar y caer levemente sobre mí. Durante unos escasos segundos, mi polla se encajó entre sus nalgas. Ella se agarró con fuerza a la escalerilla y subió rápidamente dando pequeños saltitos. Yo subí a continuación.
Al alcanzar la línea del césped, se giró hacía la escalerilla por la que yo subía. No sabía muy bien definir el gesto con el que me miraba. No era de enfado, tampoco de agrado. Ni si quiera de sorpresa, era más bien un gesto curioso.
No perdí tiempo en analizar su rostro, ya lo haría después mientras me masturbaba pensando en como mi polla se clavaba en sus nalgas. Lo único que hice en ese momento, fue fijar mi mirada en sus pezones.
Con el bañador completamente mojado y ceñido a mi cuerpo, ella pudo ver con claridad el estado en el que se encontraba mi polla. Pero tampoco reaccionó de una manera en especial. Simplemente, se dio la vuelta y se agachó doblando las rodillas a coger su toalla. Rodeó su cuerpo con ella, con la elegancia de una modelo que se sabe observada por decenas de personas, y sin dejar de mirarme se escurrió la melena apretando con fuerza las manos. En ese momento supe que ella había recuperado el control de la situación, y haciendo gala de esa capacidad innata que tenía de ser el centro de atención, metió sus manos en el interior de la toalla y se desabrochó la parte superior del bikini. Se le quitó con total naturalidad, como si yo no estuviera observándola con mi polla clavada en el bañador. Tapada por la toalla, no pude ver ni un solo centímetro de sus pechos. Se limitó a sostener la prenda en su mano izquierda, y se fue a su casa mientras sujetaba la toalla con su mano derecha. Corrí a mi casa y me masturbé en la ducha, dejando varios azulejos empapados de semen.
Aquel verano concluyó sin más. Yo observaba en cada momento su ventana. Me masturbaba siempre que veía su silueta cambiarse de ropa tras la cortina. Me masturbé tantas veces, que temí que la polla se me quedara como la palanca del freno de mano del coche de mi padre: Tiesa y con la forma de los dedos marcada.
Con la llegada del invierno, lo hizo también el frío. Y así me quedé yo el día que me enteré de que mi vecinita tenía un novio, un chico algo más mayor que nosotros que se movía como Gollum. No estaba enamorado de ella, ni mucho menos, pero la deseaba. Por eso, la primera vez que los vi juntos me quedé petrificado. Supongo que fue la rubia con cara de Elfo la que me vio a mi primero, porque comenzó a besuquear a su chico y este respondió tocándola el culo.
Durante los siguientes meses, apenas supe nada de ella. Entre el instituto y las salidas que realizaba, con su novio, los fines de semana, tan sólo veía su silueta alguna que otra noche. Tuvo que llegar la navidad, y con ella las vacaciones para volver a tener la oportunidad de observarla de nuevo.
Por la tarde, el cielo había barruntado una posible nevada que al final no cayó. Mis padres se fueron de compras en compañía de mis vecinos. Lo cual, fue aprovechado por el Elfo y su novio Gollum para quedarse solos en casa. Habían permanecido toda la tarde en su habitación, viendo películas en el ordenador. Yo les veía con claridad, pues debido a la escasez de luz no habían movido las cortinas. Además, como en esa época del año anochece muy pronto, enseguida encendieron la luz.
Sin duda estaban ansiosos por comerse los morros, porque en cuanto sus padres cerraron la puerta, la pareja se lanzó sobre la cama. Mi mano los imitó, y se lanzó sobre mi polla a la espera de nuevos acontecimientos.
Yo nunca había tocado unas tetas. Pero dudaba, que llegado el momento lo hiciera con la torpeza de este chico. Las frotaba y restregaba con su mano de tal manera que en varias ocasiones hizo daño al Elfo. En un momento dado, mi vecinita se levanto de la cama, yo estaba convencido de que le iba a echar de su habitación, y con suerte de su vida, por inútil. Hasta mi polla se había quedado blanda contemplándolos.
Pero de nuevo la muchacha dio un golpe de autoridad y demostró quien era ella. Se quito la camisa y después le tiró a su novio el sujetador. Sus tetas, que permanecían firmes y duras, eran magnificas. Gollum se abalanzó sobre ellas, y los dos cayeron sobre la cama. La dureza de mi polla se disparó una vez más, ahora sentía el ritmo frenético de mi corazón rebotando en el interior de mi prepucio.
El chico le comía los pezones una y otra vez, lo que sin duda parecía gustarle a ella. Alternaba entre un pezón y otro, para después volver a comerse los morros, hasta que sin previo aviso el muchacho sacó su polla. La adrenalina recorrió mi cuerpo, me preguntaba que haría ella. ¿Sería una novata? O por el contrario ¿Ya se la había tocado más veces?
No la hizo falta que nadie la explicara nada. Deslizó su mano con naturalidad y comenzó a pajear a su novio. Desde mi ventana podía observar con claridad como su polla se abría y se cerraba bajo los dedos de mi vecinita, que ahora si disfrutaba del masaje que le estaba dando en los pezones. Se comieron los morros durante un rato en esa postura, hasta que ella decidió dar el segundo golpe de autoridad.
Yo no me podía creer lo que estaba viendo. Los labios de la muchacha se deslizaban besando el pecho de su novio en dirección a su polla. Eso fue demasiado para mi.
Me corrí dejando un grueso hilo de semen en el cristal de mi ventana.
Mi vecinita lamía la polla de su novio provocando un constante choque entre sus pechos. Apenas duró un minuto. Su novio la intentó avisar, pero a ella no la dio tiempo de apartarse del todo y una ráfaga de leche salpicó sus cabellos dorados.
Lo que ocurrió a continuación, no sólo me excitó tanto como la escena anterior, si no que además me surtió de carcajadas durante mucho tiempo:
Desde mi habitación no podía escuchar sus palabras, pero tampoco eran difíciles de intuir. Ella se incorporó sobre la cama con el rostro cubierto de furia, mientras contemplaba como sus dedos se manchaban de semen al pasarlos sobre su melena, comenzó a chillar e insultar al pobre chico que permanecía tumbado sobre la cama con el rostro desencajado y la polla flácida. Le sacó de la cama a empujones, no sin antes rebozarle su propio semen por su pelo. Después abandonó la habitación con la ropa en la mano y desde mi ventana pude ver como se apresuraba a vestirse en un rincón del jardín. Mis carcajadas eran tan exageradas, que por un momento olvidé a mi vecinita.
Ella también se había asomado por la ventana, posiblemente para asegurarse que su novio se marchaba, y fue en ese momento cuando me descubrió:
Yo deje de reír, aunque una mueca malvada permaneció en mi rostro. Ella me miraba con el mismo gesto que utilizó el día de mi cumpleaños, cuando la toqué el culo con mi polla en el interior de la piscina. Sólo que esta vez no se tapó. Dejó que mirase sus pechos con todo mi descaro y, después, sin abrir la boca ni realizar ningún gesto de aprobación o reproche, se giró y abandonó la habitación.