MI VECINA - Historia de pasión, cariño, amor, sexo
Tras mi divorcio no tuve más remedio que regresar al piso de mis padres, a la vivienda de mi niñez y de mi juventud y a reencontrarme con la Sra. Pura. Nuestra vecina de rellano desde siempre.
En muy pocos meses todo desembocó en un cúmulo de acontecimientos que alteraron la más o menos placentera y monótona vida que llevaba.
Mi esposa, con la que llevaba casado 23 años y aprovechando que nuestra hija se acababa de independizar, decidió poner fin a nuestro matrimonio : - "Lo siento, pero lo nuestro no da para más. Lo mejor es que cada uno haga su vida" - me comunicó una noche recién habíamos terminado de cenar.
La frase completa, según supe al poco tiempo, debería haber sido: "lo siento, pero lo nuestro no da para más y yo ya tengo otra persona. Lo mejor es que tú hagas también tu vida con quien quieras".
Esa 'otra persona' era su jefe. Dueño de un pequeño restaurante donde mi mujer trabajada de cocinera.
Al día siguiente y tras recoger algo de ropa y artículos de aseo, ocupaba una cutre habitación en la pensión del barrio J. Moreno . Era conocida por todos como el principal receptáculo de "vecinos puestos de patitas en la calle".
En mi caso fue algo muy provisional. Tras hablar con mis hermanas y acordando que yo me fuera a cuidar de nuestra madre, ya muy delicada y que una vez faltara ésta yo les compraría su parte del piso, hice la mudanza definitiva.
Era la mejor opción y la más rentable económicamente para mí ya que me resultaría del todo imposible comprarle la mitad de nuestro piso a mi ex mujer. Por lo que decidimos venderlo, algo que afortunadamente pudimos hacer en pocas semanas y que cada uno se quedara son su parte.
Mi madre, viuda desde hacía ya dos años vio con muy buenos ojos que me fuera a vivir con ella para "cuidarla" y jamás le quisimos contar que la única razón era que mi esposa decidió romper la baraja de nuestro matrimonio.
Desde que llegué, mis rutinas para con ella eran ayudarla a levantarse y a asearla y prepararle el desayuno antes de irme a trabajar y una vez regresaba del trabajo, lo mismo pero a la inversa: cena, aseo y a la cama bastante temprano.
Durante las horas de mi ausencia estaba más que atendida por la Sra. Pura, su vecina desde hacía ya 42 años.
Tenía 23 años cuando se casó con el Antonio. Era también vecino desde siempre y al casarse, sus padres marcharon a su casa del pueblo, en Jaén. Todos los vecinos de la escalera pensamos que aprovecharon la ocasión para alejarse de él y ahorrarse los continuos problemas que durante toda la vida les había ocasionado, dejándole el piso como herencia anticipada.
Mi madre, que por aquel entonces contaba cuarenta y pocos años acogió a Pura casi como una hija, sobre todo sabiendo que la vida que le esperaba al lado del Antonio no iba a ser para nada fácil.
Se hicieron confidentes y la chica pasaba muchos ratos en nuestra casa, durante las horas en que tanto su marido como mi padre estaban trabajando, aprovechando esa amistad y la confianza mutua que mi madre y ella se dispensaron desde el primer momento.
Al poco tiempo de casarse Pura empezó a darse cuenta de que su matrimonio había sido un error. El Antonio llegaba siempre a casa mucho más tarde de la hora de salida de su trabajo y siempre con varias copas de más.
Mi padre, que jamás puso ninguna objeción a la extrema amistad entre mi madre y ella, alguna vez bromeó: - "Ésta, además de ´Pura´ se va a quedar en ´ virgen y casta´" - y riéndose de su propia ocurrencia, añadía: - "Este desgraciado lo que único que es capaz de empinar es la botella".
Mi madre le reprendía por lo bajito para evitar que mis hermanas o yo lo escucháramos: - "Pepe, no seas así. Menuda le ha caído a la pobre criatura" .
Pura, a sus 23 años, era una chica alta y corpulenta. Algo llenita. Ni guapa ni fea. Normal, pero no echaba para atrás. Su físico y su discreción total en el vestir hacía que nadie se fijara en ella. Jamás vi en ella otra vestimenta que no fueran una bata de estar por casa, siempre con un botón desabrochado a la altura de las rodillas y vestidos muy sencillos para la calle, por debajo de las rodillas. Nada que enseñar de más y nada que exhibir.
A mí siempre me trató con mucho cariño. Cuando estaba en casa lo usual es que me tuviera sentado sobre sus piernas y yo lo agradecía. Me parecían muy mullidas. Sin embargo, desde siempre y hasta ahora, lo que más me llamaba la atención de ella eran dos cosas. Por un lado, su olor corporal. A pesar de no usar nunca colonia ni perfume su aroma natural me embriagada. Por el otro, su voz. Dulce y cautivadora. Melosa a más no poder.
Con el paso de los años y al entrar en mi pubertad, ambas virtudes, unidas a la visión de un escueto trocito de su pierna, ya de una cierta gordura, por la pequeña abertura de tu bata, provocaron innumerables pajas adolescentes inevitables en un cuerpo plagado de hormonas en plena ebullición.
Y años después, sin esperarlo, de nuevo éramos vecinos. De manera premonitoria, se había cumplido la ocurrencia de mi padre y Pura nunca llegó a tener hijos. Su vida fue siempre anodina, simple y carente de alguna ilusión. Exceptuando a mi madre, nunca tuvo amigas o amistades. Su vida la malgastó al lado de un hombre ruin, insensible y borracho y ahora a sus 65 años, con el Antonio ya jubilado desde hacía varios, sus únicos momentos de paz eran cuando él estaba fuera de casa, recorriendo todos los bares del barrio.
A los dos meses de mi regreso al hogar parental la salud de mi madre empeoró drásticamente y en pocos días su vida concluyó. A mis hermanas y a mí siempre nos quedó el consuelo de que no hubo apenas momentos de sufrimiento.
Arreglamos el tema de la escasa herencia y como habíamos acordado, les compré su parte del piso.
Es triste decirlo, pero fue Pura quien más sufrió la pérdida de nuestra madre y fue ella la que se sumió en un cierto vacío. Se había quedado sin su amiga, sin su bastón.
A partir de ahí yo me convertí en todo su apoyo anímico, en su refugio. Su escaso atractivo físico, su obesidad (no mórbida) se había incrementado con el paso de los años, pero su dulzura como mujer, su olor y su preciosa voz permanecían inalterables.
En mí encontró el apoyo perdido tras el fallecimiento de mi madre. Se volcó para convertirme en la válvula de escape, la única que podía tener al no disponer de ninguna amistad o familia cercana en quien apoyarse, a su desdicha conyugal.
En mi empresa me propusieron un cambio de puesto y entre otras razones lo acepté para poder tener jornada continua, lo que me permitía llegar a casa a comer y tener toda la tarde libre.
Muchos días me encontraba ya la comida preparada en la cocina. Pura hacía un poco de más y aprovechando que tenía llave de mi casa desde siempre, en ocasiones me dejaba un plato. Yo a cambio, cuando iba a comprar le traía alguna cosa especial para ella. Siempre con la condición de que nunca lo compartiera con el sinvergüenza de su marido.
Una tarde al regresar del trabajo, mientas abría mi puerta, escuché a ese energúmeno gritar e insultar a la pobre Pura. Ni una sola palabra pude oír por parte de ella. No me sorprendió ya que desde siempre resistió con vehemencia esa sarta de golpes verbales. Jamás supo mi madre si además llegaron a ser físicos. Pura jamás maldijo su mala suerte ante mi madre o ahora ante mí. Ni tan siquiera una sola vez habló mal del Antonio. Siempre se resignó ante lo que le había tocado vivir.
Aquel mediodía, sin embargo, su agresividad verbal, casi ininteligible al estar distorsionada por una, más que elevada, dosis alcohólica, me alteró totalmente y mi rabia hacia él provocó un paso más en el continuo desprecio que sentía hacia ese malnacido.
Comí, sin muchas ganas, debido a los nervios, el guiso sencillo, pero sabroso, que Pura me había dejado en mi cocina y cuando percibí que todo estaba calmado crucé el rellano y como siempre hacía, cuando tenía que darle alguna cosa o pedirle algo, daba unos discretos golpes con mis nudillos en su puerta para no despertar a la "fiera". En ocasiones, si el Antonio estaba "semisobrio", algo que rara vez ocurría, sin pasar a su casa, le daba o le pedía lo oportuno. Pero lo normal es que, después de comer y tras la dosis de alcohol barato que había metido en su cuerpo, se quedara totalmente traspuesto y sin consciencia sobre la misma mesa del comedor.
Ese día fue así. Nada más llamar a la puerta, sin ningún motivo material, solo ver como estaba tras la enorme bronca que había escuchado, pude percibir a una mujer buena y derrotada anímicamente. Sus ojos permanecían todavía vidriosos y en sus mejillas se adivinaban los surcos provocados por la humedad de las lágrimas que habían resbalados por ellas.
Me hizo pasar sin decirme nada y me dirigí a su cocina. El lugar donde tenían nuestras conversaciones mientras tomábamos un café.
Desde el pasillo pude ver al Antonio en su estado natural: sus brazos sobre la mesa, sus manos agarrando torpemente un vaso con vino o coñac a punto de derramarse y su cabeza apoyada en uno de los brazos. La típica imagen de un borracho durmiendo la mona.
No tuve que decirle nada a Pura. Ella se sinceró conmigo de manera directa esta vez.
- "¡Ya no se qué hacer, Jose!. ¡De verdad que no sé qué más puedo hacer!" - me confesó entre lamentos y sollozos
Se tapó su cara con sus manos para ocultar sus lágrimas y su desesperación. Yo solo podía consolarla acariciando sus hombros y sus brazos, pero por dentro me hervía la sangre.
Miraba al suelo y movía su cabeza de manera lastimosa y se dejó atraer hacia mí cuando la rodeé con mis brazos y mis besos en su cara fueron un bálsamo dentro de su desdicha.
No sé si fue por el sentimiento de pena que estaba sintiendo en ese momento hacia esa persona tan adorable o por el efecto de su embriagador olor corporal, pero sin pensarlo y sin buscarlo de manera premeditada, mis labios abandonaron su cara y se posaron sobre los suyos. Nos quedamos inmóviles es esa unión. El único movimiento lo hicieron mis manos al bajar y posarse sobre sus nalgas, por encima de la bata. No las apreté, pero pude sentir la flacidez y gordura de las mismas. Incluso, casi, percibí la evidente celulitis que las cubría.
Unos segundos después ella se separó de mí con una excusa bastante creíble:
- "¡Uy, me parece que el Antonio se ha despertado!" - y con su cara totalmente encarnada, casi pidiéndome permiso - "voy a ver, Jose" . Era la excusa más ocurrente que buscó para escapar en ese momento.
No tardó en volver y lo hizo abanicándose la cara con su propias manos para intentar mitigar el sofoco que la situación anterior, sin lugar a dudas, le había provocado.
- "¡Uf, no sé cómo nos ha podido pasar eso!" - me dijo, compartiendo a medias conmigo algo que yo había provocado íntegramente - "Qué apuro ¿verdad?" .
Estaba realmente avergonzada, pero en su dignidad, no me buscó como el culpable de lo sucedido. Hasta para repartir las culpas era noble y buena persona.
Yo no deseaba marchar de su casa sin demostrarle que ese beso y esas caricias era un sentimiento de cariño total hacia ella y de nuevo acariciando sus mejillas volví a depositar un suave beso en sus labios, para pedirle a continuación: - "Pura, usted no se merece esta vida. Usted debe mirar por sí misma y ser feliz, aunque sea dentro de su desdicha" - y mirándola fijamente a los ojos le imploré - "Por favor, déjeme que yo intente darle algunos momentos de serenidad y placer en todos los sentidos" - y tomándola de las manos - "no le voy a pedir de abandone a ese sinvergüenza, porque sé que no lo va a hacer, pero sí que pueda resarcirse conmigo de tantos ratos amargos que le da y que la están haciendo morir en vida".
Mirando al suelo, pero sin soltarse de mis manos, se sinceró totalmente: - "Jose, te conozco desde que tenías tres añitos. Después de tu madre, siempre has sido tú mi pasión, porque siempre has sido bueno y noble conmigo" - y ya, mirándome a los ojos - "Sé lo que me estás proponiendo y sé que lo haces con el mejor de los sentimientos, pero yo debo lidiar solo con mi desgracia. Tú eres aún joven y no debes perder tu tiempo con esta vieja gorda y fea" . Esto último lo dijo con una media sonrisa mientras acariciaba mi pelo con total dulzura.
- "Pura, ahora mismo no necesito conocer a nadie y menos meter a nadie en mi vida" - le dije y añadí - "Usted seguirá teniendo las llaves de mi casa y al otro lado del rellano la estaré esperando para ofrecerle lo que usted necesite de mi en cuerpo y alma".
Con un nuevo beso en los labios, que no hizo ademán de rechazar, me dirigí al pasillo y antes de abrir la puerta eché una mirada al comedor para comprobar que el Antonio no había variado su posición en todo el rato. Seguí inmóvil y sumido en su perpetua borrachera.
Ya en casa me preparé otro café mientras meditaba sobre todo lo que acababa de suceder. No sentía ningún tipo de remordimiento o resquemos ante la proposición que, de manera sincera, le había lanzado a Pura y a la vez sabía, porque la conocía de sobras, ella no iba a variar su sentimiento de amistad hacia mí.
Sentí entonces como, sigilosamente, su puerta se cerraba y a los pocos segundos, era la mía la que se abría.
Pura se encaminó a mi cocina atraía por el olor a café.
- "Creo que el Antonio ha bebido hoy más de lo normal y la siesta será más larga" - me dijo ruborizada al no encontrar otra excusa por haberse presentado en mi casa pocos minutos después de la conversación que habíamos tenido.
Ya más pegada a mí y sin casi mirarme: - "Quizás sea un error el haber venido y sé que Dios me va a castigar...".
Quiso continuar pero, poniéndole un dedo en sus labios, fui yo quien la tranquilizó en su dilema: - "No Pura, ese dios suyo ya lleva castigándola desde el mismo día que conoció a ese miserable" - y mirándola a la cara - "No se martirice y aunque sea a ratitos yo la ayudaré a recuperar la alegría y la felicidad que tenía cuando llegó a esta escalera".
Entonces sí que la unión de nuestras bocas fue total. Correspondía a mis besos con torpeza, pero se dejaba hacer. Sus manos permanecían inertes sobre mis hombros pero no ponía ningún impedimento a que las mías acariciaran todo su cuerpo: Espalda, nalgas, pechos, piernas. Todo lo que podía abarcar en su oronda y gruesa figura era devorado por mis manos y no hubo por parte de ella ni un solo atisbo de rechazo.
Sin dejar de besarnos, le desabroché sin ningún esfuerzo los botones de su bata que escapaban sin problema de unos ojales totalmente dados de sí. Ante mi quedaron expuestos unos enormes y caídos pechos escondidos tras un sujetador carente de todo sentido de la estética. Pero eran míos. De nuevo, más de cuarenta años después, me pertenecían. Del haber mantenido mis pequeñas manos en ellos cuando Pura me tenía sentado sobre tus piernas al momento que estábamos viviendo en ese instante había todo un cúmulo de cariño, de amistad, de sana complicidad que se vino incrementado desde que regresé al domicilio familiar.
Con su bata desbrochada la tomé de la mano y nos dirigimos a mi cuarto. No puso ninguna objeción y aceptaba sin reparo la intimidad que se iba a producir y qué, al atravesar mi puerta, sin duda deseaba.
No encendí la luz. La tibia claridad que atravesaba la persiana ya confería un clima de calidez suficiente.
Le quité la bata, que cayó al suelo y siguió dejándose hacer al desabrochar su sujetador y bajarle su enorme braga, eso sí, a juego con la prenda superior. Ella misma se desprendió de las zapatillas de estar por casa y se quedó descalza.
Ahora sí, Pura era íntegramente mía. Su cuerpo, carente de toda belleza, me lo entregaba con la absoluta confianza de que sería un vehículo de unión más íntimo que pasional. Reconociendo y asumiendo eso por mi parte, noté como era capaz de excitarme enteramente mientras la tocaba, besaba, apretaba sus carnes flojas con mis manos y como ella se dejaba hacer. Después de tantos años era capaz de provocar en un hombre sentimientos de amor y deseo, alejados de los de asco y repudio que siempre recibió de su marido.
Fue ella la que se acostó en la cama y abriendo sus brazos me pidió que la acompañara. Quería ser amada. Necesitaba ser amada y esa fue la razón por la que atravesó el rellano y tras dejarse convencer de que no debía tener ningún sentimiento de culpabilidad, se iba a entregar a mí con todo su ser.
Besaba su boca y me correspondía con gemidos cuando mis manos apretaban sus grandes tetas o pellizcaban sus pezones totalmente abultados. Tumbado sobre la blandura de su cuerpo lamía su cara, sus orejas. Acariciaba su pelo y sus ojos y la excitación mutua se nos empezaba a disparar. Sin yo pedírselo, separó sus gordos muslos y mi pene quedó encajado en la raja de su coño. Mi movimiento en forma de roce, arriba y abajo, sobre esa hendidura se vio recompensado con gritos suaves, acordes a su habitual discreción, pero también con una expulsión de flujo inimaginable en una persona que, sexualmente, había permanecido dormida y latente durante tantos años.
Me miraba y respiraba de manera casi dificultosa. Su cuerpo y menos aún su mente, no lograban asimilar ese derroche de sensaciones totalmente olvidadas para ella.
- "Sigue por favor, cariño. Sigue, mi vida" - fueron las primeras palabras que se atrevió a pronunciar en mitad de su sorprendente excitación.
No pensaba ir más allá. Deseaba que llegara al orgasmo de una manera tranquila. El primero en muchos años o quizás el primero de su vida, pero no iba a penetrarla en esa primera ocasión. Quería ganarme su confianza de manera paulatina.
Cuando su relajación era total y placentera, empecé a jugar con mis dedos en su vagina y en su clítoris, abultado y grande como todo en su cuerpo. La miraba de cerca y sus jadeos eran acompañados de mis caricias con mi mano libre sobre su cara y su pelo hasta que, de manera convulsa, el clímax la transportó a un estado totalmente nuevo para ella.
Empapada en sudor, que caía por sus extensas carnes y con una mirada de total dulzura, solo pudo darme un: - "Gracias, cariño, por haberme regalado algo que tú sabías que necesitaba".
- "Que necesitaba y que se merecía, Pura" - y le añadí - "Deseo que estos momentos se repitan para vivir una felicidad que le pertenece y a la que no debe renunciar".
Me besó con todo el amor que llevaba dentro y que no podía demostrar con nadie y menos con su marido.
Antes de regresar a su casa se quedó apenada al darse cuenta de que yo no había tenido un orgasmo y se sintió egoísta.
La tranquilicé: - "Hoy era su día, Pura. Íntegramente para usted y todo mi esfuerzo se debía centrar en tener mi confianza y evitarle cualquier sentimiento de culpa. Poco a poco, entregándonos los dos, disfrutaremos ambos de muchos momentos".
Me besó suavemente en la cara y con la misma discreción que cruzó el rellano para entrar en mi casa hizo el viaje de regreso.
Nuestros encuentros se fueron haciendo cada vez más seguidos. Al menos tres o cuatro veces por semana y siempre aprovechando las alcohólicas siestas del Antonio, aparecía en mi casa. Siempre vigilando que nadie bajara por las escaleras, aunque no era esta una gran preocupación ya que todos los vecinos eran gente joven y la mayoría estaban de alquiler. No teníamos trato con ninguno salvo algún saludo de cortesía cuando nos cruzábamos en la escalera. No quedaba ninguno de los antiguos propietarios de cuando empezamos a vivir en esta escalera.
Nuestra confianza fue aumentando según nuestra relación se fue convirtiendo en más asidua. Ya si me pedía que la penetrara sin ningún rubor. A pesar de todo, jamás usamos ninguno un vocabulario extremo. Sin haberlo comentado o pactado, palabras como 'follar', 'joder', 'coño', 'polla' o calificativos como 'zorra', 'puta', 'cabrón' o incluso en el ardor del momento en que todo vale, nunca llegamos a usar frases demasiado fuertes.
Nos dedicamos a vivir la pasión en nuestros encuentros y a avanzar cada vez más. Jamás rechazó nada. Se aficionó a todo lo que experimentaba. Disfrutaba con el sexo oral, tanto por mi parte como por la suya, hasta el punto de saborear mi semen en su boca y mostrarme como se lo tragaba.
Llegó a sorprenderme, por lo inesperado, cuando empezando por penetrarle el ano con un dedo, sin pedírmelo explícitamente, fue asumiendo esa práctica hasta llegar a pedirme que estaba preparada para recibir mi pene y cuando lo probó, cada dos por tres me pedía que yo llegara al orgasmo a través de ese agujero.
Nunca el dolor, al menos extremo, entró en nuestras prácticas sexuales. Estirar su pelo, morder sus pezones o algún cachete en las nalgas no suponían un castigo cruel para ella y los asumía como una parte más del juego.
Un día, después del sexo y aún acostado en mi cama, le hice un regalo coincidiendo con su cumpleaños. Se sentó en la cama para abrir el paquete y nada más verlo exclamó totalmente sorprendida: - "¡Pero... serás bandido!" - y pasando el consolador, de tamaño muy generoso, que acababa de recibir por mi pecho a modo de caricia y riendo de manera muy saludable - "¿Cómo se te ha ocurrido hacerme un regalo así?".
- "Cariño" - le dije - "usted se merece disfrutar de su cuerpo y ser feliz todos los días y esos pocos días que no podemos estar juntos un ratito, quiero que me sea infiel con su 'amiguito' nuevo".
Se puso, más que triste, melancólica y acercando el enorme falo de látex a sus pechos, me dijo, con la mirada baja: - "Mi felicidad solo eres tú en todos los momentos que compartes conmigo. Cuando me haces el amor o cuando hablamos de cualquier cosa mientras tomamos un café" - y ya sí, mirándome a los ojos - "Jamás te podré agradecer lo suficiente el que me atrajeras hacía ti aquel mediodía en mi cocina, con tanta dulzura, para hacerme comprender que tenía derecho a ser feliz" - y con una sonrisa, añadió - "Gracias por el regalo, mi vida. Sé que se te ha ocurrido con toda la nobleza de tu sentimiento más puro y por eso lo guardaré, pero no lo usaré porque sé que si tengo que esperar al siguiente encuentro es para entregarme más a ti y no necesito penetrarme con este 'amiguito' que me has buscado" .
Continuamos con nuestros encuentros sexuales y pasionales. Pocos eran los días en que no nos entregábamos y cada vez alargábamos más el tiempo de estar juntos.
Pura continuaba con su mismo vestuario clásico y sin gracia. Sus batas y sus vestidos la seguían acompañando. Sin embargo, sí que había mejorado mucho su ropa interior y antes de venir a mi casa se la cambiaba para mí.
Otra de las sorpresas que me dio fue el que, intuyendo que no me gustaba mucho ver su pubis con su escaso pero largo y ya bastante canoso vello, apareció un día con esa zona totalmente afeitada y se lo agradecí con una más que excitante lamida. Nunca más se presentó con esa antiestética 'pelambrera'.
Un día le pregunté por mi regalo de cumpleaños y me tuve que reír a carcajadas cuando, empezando con una risita infantil, me contestó: -"Jijiji... me penetro con él todos los días que no puedes hacerlo tú" - y agachando la cabeza, como una niña que ha hecho algo malo, siguió su confesión - "Y hasta muchos de los días después de haber estado contigo, jijiji. No es lo mismo, pero mi 'amiguito' hace su apaño".
Y ya entrados en confianzas, no tuve más remedio que confesarle yo a ella que, de jovencito, todas mis masturbaciones venían provocadas solo con verle un palmo de sus muslos al tener desabrochados un par de botones de sus batas o sus vestidos.
Con una tremenda risa de sorpresa y sus ojos enormemente abiertos me soltó: - "¡Qué bandido era el mocoso! ¡Se hacía pajillas a mi costa!" - para a continuación sincerarse también - "Bueno, me lo podía imaginar por el bultito que se escondía en tus pantalones cuando me veías" - y terminó su observación con un pícaro guiño de ojo.
Hoy hemos celebrado los cuatro años de nuestro primer encuentro sexual-pasional-amoroso y lo hemos vivido teniendo sexo de una manera tranquila y pausada, principalmente por la hora.
Pura, casi a sus 70 años no ha empeorado físicamente. Quizás, el vivir esta ya larga etapa de felicidad, ha provocado que su deterioro corporal se haya frenado y por su parte, ha modernizado su manera de vestir. Hace mucho tiempo que volvió de nuevo a reír y sonreír como aquella chica jovencita que llegó a nuestro rellano hace tanto tiempo.
Hoy, después de hacer el amor, me ha preguntado con una inocencia que hasta me ha dejado sorprendido: - "Cariño, tú crees que Dios habrá perdonado al Antonio y lo tendrá con él en el cielo".
Mi respuesta no ha podido ser más sincera: - "Yo no sé si Dios lo ha perdonado, pero te aseguro que yo no lo pienso hacer y por todos los años de vida que te quitó, ojalá se esté pudriendo en el rincón más caluroso del infierno".
Era noble y buena hasta para pensar: - "Yo si lo he perdonado ya que gracias a todo lo que me hizo sufrir, hoy estoy disfrutando y conociendo la felicidad de alguien que si me la sabe dar".
Me levanté y me fui a afeitar y duchar. Después de tomar un café volví a nuestro cuarto. Se había quedado dormida de nuevo. Se despertó al sentir mi beso en su mejilla y se despidió con un: - "No corras mi vida. Ha estado lloviendo toda la noche" - y con una caricia en mi cara terminó: - "Llámame cuando llegues al trabajo, por favor, cariño".
Al salir, antes de bajar las escaleras, me fijé en la puerta de su casa. El polvo acumulado en las molduras y en la cerradura era muy visible y testimonial.