Mi vecina -2-

Una reflexión, un paseo por Vetusta, una intriga y otra vez un abrazo y un beso.

Tardé en recuperarme de la visita de mi vecina porque estaba demasiado desconcertado pero dejé el alcohol a un lado. Pensé que necesitaba un cigarrillo pero al ir a buscarlo recordé que había dejado el vicio por empeño de mi ex. Salí al balcón. Abajo la calle era un hervidero de gente. Era tarde, se acercaba la hora de cenar y hacía algo de frío. No tenía ganas de quedarme en casa, tal vez salir a cenar aunque fuese solo. La otra opción era quedarme y terminar de separar la basura que había metido Amparo entre mis cosas. Sabía que me amargaría si lo hacía así que me di una ducha rápida y salí cuando ya las farolas comenzaban a iluminarse.

Perderse. No recordaba el placer que era perderse en las callejuelas de Vetusta donde podías encontrar un nuevo garito lleno de voces alegres y risas en cada esquina. No necesitabas ir con nadie, bastaba entrar, pedir algo y dejarse contagiar del ambiente. Mi naturaleza nunca fue muy extrovertida pero tampoco melancólica. Me basta con estar a gusto en algún sitio. Por las mañanas leía o escribía en una cafetería y por las tardes, un poco como un <>, me gustaba buscar un sitio discreto y observar a mi alrededor a la gente. Imaginar sus vidas y preocupaciones. Soy escritor y ensoñar es parte de mi trabajo. Me gusta y me ayuda a no oxidar mi imaginación. Despúes escribo mejor, tal vez incorporo parte de mis elucubraciones en los relatos que publico.

No tuve que buscar mucho para encontrar un lugar agradable. Una buena taberna con comida típica que parecía estar bastante limpia. Pedí una ensalada y como no había traído ningún libro, en la sobremesa dejé vagar mis ojos por la sala.

Un hombre algo mayor y una jovencita reían juntos mientras disfrutaban de unas tapas variadas. Probablemente fuesen tío y sobrina, por la diferencia de edad. Aunque puestos a pensar mal podrían ser un empresario y su secretaria que mantenían un tórrido romance a espaldas de la mujer de éste y del novio de ella. Un hombre de rostro serio seguro que era un inspector de sanidad que vigilaba que no hubiese problemas en el local y las dos mujeres que estaban entrando...

Menuda sorpresa. Eran mi vecina Mónica y una mujer aproximádamente de mi edad. Ésta última tenía un trasero digno de ser acariciado, voluptuosa y conocedora de ello porque casi parecía que desfilaba en una pasarela de modelos mientras se dirigía a una mesa vacía.

No me habían visto, lo que me permitió comportarme como un espía, observando de lejos. Mónica era muy bonita. Una belleza delicada, como un caro jarrón de porcelana. La mujer era más explosiva, con muchas más curvas y pechos voluminosos. El camarero acudió raudo para coquetear, por supuesto, mientras les preguntaba qué querían. Le rieron alguna gracia estúpida y sin saber muy bien por qué sentí un ramalazo de celos. No entendía el motivo, porque a fin de cuentas Mónica y yo no éramos nada y el beso aquel... si lo pensabas bien no tenía ningún sentido. Debió ser un impulso provocado por la situación.

Inconscientemente me toqué los labios, como tratando de sentirlo de nuevo. Sabía que no se iba a repetir y ya lo estaba echando de menos. El beso y el abrazo. Esos dos gestos me habían hecho mucho bien. En vez de amargarme me estaba divirtiendo por primera vez desde que estaba en Vetusta. Pedí un café para prolongar mi estancia. Me gustaba observar a las dos mujeres, reían a gusto y se les notaba mucha complicidad. ¿Tal vez fuesen pareja? No, imposible. No quería pensar en ello porque me gustaba la mujer y si fuesen lesbianas no tendría ninguna posibilidad ¿Tal vez familia? Sí, tal vez.

De repente Mónica se entristeció y parecía que estaba a punto de llorar. La mujer se levantó y sentándose a su lado le abrazó. Igual que había hecho yo, con Mónica arrebujada en sus brazos. Toda la alegría de las dos había desaparecido. La rapidez con la que actuó mostraba que no era la primera vez que sucedía aquello. Mónica estaba jodida. Bien jodida de algún modo. Lo supe en aquel momento.

Pedí la cuenta y salí tratando de que no me viesen. De repente me sentía mal, como si hubiese descubierto algo demasiado íntimo. Tardé bastante en volver a casa, deambulando de una tasca a otra en las que bebí más de lo que comí pero mantuve la cordura suficiente para abandonar antes de estar borracho de verdad.

Oriné, me lavé los dientes y me desnudé justo antes de dejarme caer casi inconsciente en la cama.

Desperté con un fuerte dolor de cabeza y la boca con sabor a estropajo. Ya no tenía veinte años para comportarme así. Miré el reloj del despertador. Eran las once. Solo tenía un par de horas para arreglarme antes de encontrarme con Mónica. Maldije mi estupidez mientras me arrastraba a la ducha. Gracias a Dios el agua me resucitó y un café rápido me puso en forma. Solía desayunar fuerte pero lo evité por un lado para no vomitar porque tenía el estómago delicado y por otro porque si comía con Mónica no iba a tener hambre.

Afeitarme, peinarme, buscar algo decente que ponerme y no estuviese sucio o arrugado fue una ardua tarea pero conseguí cumplirla. Mi cuarto ahora parecía el de una adolescente preocupada por encontrar algo que combine cinco minutos antes de salir en dirección a un concierto. ¡Qué horror! Cuando faltaban cinco minutos para la una no pude recordar si habíamos quedado en mi casa o en la suya y decidí a toda velocidad ir a su casa y disimular si resultaba que venía ella a la mía. Entre la mudanza y vestirme a toda prisa estaba todo manga por hombro. No tenía nada como regalo y no me parecía bien presentarme sin ninguno. Se me encendió una luz. El día anterior, entre todas las cosas que me había mandado mi ex había una pequeña pulsera que le compré cuando éramos novios. Nunca le había gustado porque era barata.

Amparo no supo apreciar el esfuerzo que había hecho como estudiante para poder regalársela. En aquella época no tenía el dinero del que dispongo ahora y había sido un regalo sincero. Era muy bonita, muy finita pero de oro y tenía adornos con diferentes formas y figuritas que le daban algo de encanto. Era una tontería, pero así no iría con las manos vacías a comer con Mónica.

Llamé al timbre de su puerta justo cuando se estaba abriendo. Mónica vestía un top algo holgado y unos leggins ceñidos con una chaquetilla todo a juego. Estaba preciosa.

Saludé y me sonrojé como un colegial. Me pilló completamente de sorpresa. Su abrazo fue cálido y estrecho y yo no dudé en devolvérselo. Una vez más pasamos más tiempo del necesario apretados el uno contra el otro. Un sentimiento de cariño y proximidad me embargó y me sentí en paz. Al separarnos esta vez no me besó. Me sentí algo defraudado. Me dijo que iba a buscarme y me invitó a entrar. Había preparado una ensalada y filetes de pollo con una salsa de champiñones que no estaba nada mal. Había cocinado tanto que no nos lo terminamos.

Como el edificio solo tenía un vecino por planta su piso era casi igual al mío. Me lo enseñó y cuando le entregué la pequeña pulsera se emocionó. Estábamos sentados uno en frente del otro en unos sofás del salón. Se lo puso y observó cómo le quedaba, maravillada. Parecía una niña pequeña con los regalos de navidad y verla así me hizo feliz. Traté de olvidar toda la tristeza que le había notado en el restaurante.

Se levantó y a punto estuvo de dar saltitos de contenta. Comencé a reir como un idiota, sentado en el sofá. De repente vino hasta mí, pensé que a darme un beso en la mejilla, pero se sentó de lado en mi regazo. Cogió mi cuello con sus brazos y se acercó hasta darme un cálido abrazo una vez más. No pude evitarlo y mis manos acudieron a su cintura, tal vez bajando más de lo respetable. Me abrazó con mucha fuerza, como si fuese a escaparme y de repente volvió a besarme. Dulce y cariñosa sentí de nuevo sus labios sobre los míos. Avergonzado, subí mis manos a posiciones más honestas pero mi sorpresa fue que con su mano volvió a bajar la mía sin dejar de besarme, indicando que no le molestaba nada que palpase el inicio de su bonito trasero. Los leggins eran finos y no dejaban espacio a la imaginación así que acaricié con cariño y noté su lengua traviesa entrando en mi boca.

El beso se volvió algo más lascivo pero ella lo interrumpió de repente, justo cuando mi masculinidad comenzaba a alzarse. Sentí que si trataba de seguir adelante podía cometer un error y me detuve, pendiente de ella.

  • Gracias – Me dijo – Muchas gracias - ¿Me daba las gracias por la pulsera o por el abrazo? - Me gustaría pedirte un favor.

  • Claro

  • Me gustaría poder abrazarte de vez en cuando, cuando estemos juntos, sin ningún motivo en especial, ¿Te importa?