Mi última guerra
Lo precipitado de mi enfermedad me obligó a pasar unas noches en el hospital Sant Eligius sin haber hecho reserva previa de una suitte individual
Lo precipitado de mi enfermedad me obligó a pasar unas noches en el hospital Sant Eligius sin haber hecho reserva previa de una suitte individual (nunca me ha sido grata la idea de que alguien, no perteneciente a mi família, pudiera verme en pijama). A pesar de mis largas discusiones con la recepcionista no pude conseguir alojarme solo; tenia que compartir la 309. Eso si, me consolaron diciéndome que disponía de unas magníficas vistas al mar.
La habitación, decorada grotescamente; sólo poseía un vulgar cuadro de Gauguin, disponía de dos camas; me acomodé en una de ellas y esperé impaciente la llegada de mi compañero.
Tardó aún un par de horas, durante las cuales me lo imaginé de mil i una formas distintas: un aristócrata engreído, un vendedor de sellos sin precio, un gangster arrepentido o, lo que es aun peor, un inspector de hacienda o un taxista.
Estaba abstraído en dichos pensamientos cuando vi llegar al que sería mi compañero por unas noches… ¡! Lester ¡! ¡! Lester Stanford ¡!. Mi gran y viejo amigo el bueno de Lester. Un antiguo compañero de los parvularios de Ucla.
Recordaba perfectamente la última vez que lo ví; cuando, a toda velocidad, se alejaba en su cuna por la quinta avenida empujado por su niñera de color, después de que esta y la mía sostuvieran una acalorada discusión sobre que detergente lavaba más y mejor. Jamás había vuelto a saber de él.
Al verlo fui a abrazarlo efusivamente; le ayudé a ordenar el contenido de su equipaje y se instaló en la cama vacía.
Tras unas largas horas de conversación, en las cuales le di a entender mi alegría y suerte al tenerlo de compañero (siempre es mejor que un taxista); nos dispusimos a dormir pensando en que al día siguiente nos aguardaban nuestros respectivos quirófanos.
Unos horas después; cuando descansaba plácidamente y estaba sumido en un gratificante sueño, un estremecedor ruido me despertó. Mi infalible intuición (en los Boys Scoutes nunca había utilizado brújula) me previno del peligro. Las imágenes del Vietnam se amontonaban en mi mente. Instintivamente mis manos cubrieron mi rostro para evitar que la metralla producida por una granada (F18 sin lugar a dudas) cuyos efectos eran parecidos a los de un bronceador sin marca (nunca olvidaré la cara de tía Genny tras utilizar uno de estos maquiavélicos productos) desfigurara mi cara. Esperé unos breves instantes para retirar las manos de mi rostro; pero cuando me disponía a abrir los ojos, un zumbido parecido al que protagonizan las bombas lanzadas desde un Boein 714 silbeó sobre mí. Rápidamente reaccioné lanzándome al suelo cubriéndome con el conchón. Tal y como esperaba, no tardó en repetirse el atronador ruido. Aun casi no había cesado dicho ruido infernal cuando un nuevo silbido serpenteaba en el vacio.
Fue entonces cuando pensé en el bueno de Lester. ¿ Estaría herido ?. Ya me disponía a lanzarme heroicamente sobre él (como nos enseñaron en West Point) para cubrirle de las bombas cuando… atónito observe los movimientos de aquel energúmeno que desnudo y con la polla en posición de firmes se estaba masturbando como un poseso. Con un movimiento reflejo agarré impetuosamente la almohada tapándole aquella monstruosidad; esta vez, con más fuerza si era posible, se agarró su descomunal miembro y me lo clavó en la boca sin piedad con tanta violencia, que del temblor logro hacer caer el preciado cuadro de Gauguin.
En los minutos siguientes empleé frenéticamente todas las artimañas para detenerlo. Pero aquel falo indestructible penetraba tan hondo que martilleaba mi cerebro.
Sentí una repentina sacudida que me hizo tambalear; las piernas me flaquearon, caí de rodillas. Tenía la cara desencajada; el pelo de punta; la carne de gallina y la boca llena de leche. Los tímpanos me estallaban los ojos se me salían de sus órbitas y mi cuerpo se estremecía en espasmos musculares que transformaban mi siempre elegante y esbelta figura. Y cuando ya creía que aquel delirio había llegado a su fin; su pene monstruoso aún creció más y continuó imperturbable. Mi cabeza era una campana.
Finalmente, debatiéndome con todas mis fuerzas en tal inmenso caos, perdí el conocimiento.
Cuando desperté, cubierto de leche, se habían llevado a Lester al quirófano por un par de horas; tiempo durante el cual aproveché para solicitar a la enfermera un cambio de habitación, aunque mi nuevo compañero fuera esta vez…. un taxista.
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