Mi suegra se vino en mi moto
Mi mujer me pidió que llevara a su madre de vuelta a su casa del pueblo, y tuve que llevarla en mi moto porque tenía el coche averiado. Acabé follándomela detrás de un árbol. Cosas que pasan...
Menudo cabreo sordo me agarré cuando Elena, mi mujer, me lo soltó de golpe y porrazo y sin anestesia:
—Luis, ¿puedes llevar a mimadre de vuelta al pueblo?
Eloísa, o sea mi muy adorada suegra, había venido para la celebración del cumpleaños de su única nieta, que todavía apenas gateaba, y se pasó cinco días de propina en mi casa haciéndole mimos a la cría. O andaba listo o me chinchaba también el sábado sabadete.
—La llevaría con mucho gusto, Elena, pero recuerda que tenemos el coche en el taller. Así que dile a tu madre que lo siento.
—¿Sabes qué, Luis? A ella no le importa ir en la moto…
¡Trágame tierra! Desconocía que estuviera acostumbrada a montar en moto —mi suegro tuvo una— y que se pirrara por hacerlo. Elena trató de dorarme la píldora:
—Seguro que te resulta un paseo agradable. La llevas al pueblo, comes en la casona, te duermes una siestita y vuelves a las cinco o seis de la tarde, salvo que prefieras hacer noche allí y regresar con la fresca.
Partimos a las ocho de la mañana, huyendo del calor veraniego, y por delante teníamos un «paseo agradable» de doscientos ochenta kilómetros, setenta de ellos por una carretera comarcal en mal estado. Vestida de motera a mi suegra se la veía bastante más joven. Iba de lujo con la falda-pantalón fucsia que le cedió mi mujer, así como con la camisa blanca sin mangas y con el calzado deportivo a juego, también fucsia.
La conducción por la autopista fue una auténtica gozada debido a que encontramos poco tráfico. Sólo paramos una vez, en un área de servicios, y ya cerquita de la desviación hacia la carretera comarcal. Allí repostamos gasolina, usamos los baños y estiramos las piernas; ella se tomó una cerveza fría y yo un café. Media hora después estábamos de nuevo en ruta y al poco entrábamos en la carretera de marras. Conducir por ella sí que era una odisea: piedras sobre la calzada, socavones, baches, cientos de curvas. No tuve más remedio que llevar la moto en modo tortuga, lo que facilitaba que disfrutáramos más y mejor de un paisaje arbolado y con mil tonos de verde.
Llevábamos veinte minutos circulando por esa carretera cuando observé que Eloísa parecía que estuviera en trance, ida, porque se frotaba las tetas en mi espalda y, abrazada a mí como nunca, me acariciaba el pecho por dentro de la camisa. Hacía esos jueguecitos
de manera refleja, sin darse cuenta, y todo apuntaba a que el traqueteo de la moto le estaba provocando un calentón descontrolado. Enseguida se me puso la polla burra total y, excitado como estaba, empecé a pensar que la vieja no era tan vieja, que debía tener cincuenta y muchos pero que no los aparentaba, que disponía de un buen culo, de buenas tetas y de un cuerpo cuyas carnes seguramente no eran tersas, pero tampoco pellejas ni demasiado caídas.
Tenía clarísimo que quería follármela, pero no veía el momento ni el lugar. Fue Eloísa quien me lo puso a huevo sin pretenderlo. Me dijo que tenía muchas ganas de orinar, por culpa de la cerveza que tomó en el área de servicio, y me pidió que parara en algún sitio donde pudiera vaciar el depósito. Suerte que, cuando pasábamos próximos a unos terrenos cultivables, vi un camino no asfaltado, de los que suelen utilizar los tractores, y me metí por él alejándome de la carretera. A unos cuatrocientos metros había un recodo que rodeaba a una encina. Aparqué la moto a la sombra de ese árbol y Eloísa corrió hacia un terraplén, lo subió y se agachó detrás de unos matorrales. Desde donde yo estaba podía oír el chorro a presión de lluvia dorada. Cuando volvió traía cara de regocijo...
—Gracias por parar y por dar con este sitio, yerno. Ahora me siento de maravilla después de los apuros que pasé.
—Agradézcamelo con hechos, no con palabras —le dije mientras la conducía hacia la parte trasera de la encina.
—¡Pero si ya oriné, Luis! ¿Para qué me traes aquí atrás?
Le doy un beso con lengua, la estrecho rodeándola por la cintura y le aprieto las nalgas hasta que su entrepierna queda anexa a mi paquete. Ella ya empieza a entender para qué la he llevado allí. Dice que estoy loco, que la suelte, que es mi suegra, que no la respeto y que debo respetarla, que patatín y patatán… Otro beso de tornillo, éste más prolongado; su lengua sigue esquiva, pero tal vez un pelín menos. Ahora tiembla. Debe estar notando que mi polla está grande, gorda, dura y caliente, pero no tiembla por eso ni tampoco por miedo. Sus temblores son en realidad espasmos, sobresaltos, síntomas de que se está excitando. Pero aun así asegura que se lo dirá a su hija para que se divorcie de mí inmediatamente…
—Vale, suegra, cuénteselo a Elena… Yo también le contaré que usted me puso cachondo cuando íbamos en la moto, pues se pajeaba frotándose las tetas en mi espalda y me magreaba el pecho por dentro de la camisa. Creo que hasta se tuvo algún orgasmo que otro…
—¡Diablo de hombre! ¡Eso es mentira, y si fuera verdad sería un accidente, algo ajeno a mi voluntad!
—Sí, ya… Seguro que su hija lo entenderá… ¡Puede que alguien volara cerca de la moto y que la empujara contra mi espalda! ¡¿Me pregunto si no sería un extraterrestre?!
Viéndose dialécticamente derrotada, mi suegra empezó a mostrarse más permisiva, si bien seguía intentando que las aguas volvieran a su cauce. Pero al poco yo ya la tenía sin el sujetador, que colgaba de una rama baja, y le chupaba los pezones hasta dejárselos tiesos y crecidos. Ella cada vez estaba más excitada, aunque trataba de disimularlo:
—Nunca le he sido infiel a mi esposo ¿sabes, Luis? y no voy a serlo ahora. Cualquier cosa que ocurra será contra mi voluntad y te denunciaré por violación…
La traicionaban sus jadeos, los suspiros, sus sofocos, la respiración entrecortada, su voz temblorosa. De un tirón le bajé al mismo tiempo la falda-pantalón y las bragas, y enterré mi boca en la mata de pelo negro rizado que quedó al descubierto. Chupé a destajo sus labios vaginales, la raja y el clítoris. Eloísa flipaba, temblaba, iba de espasmo en espasmo. Estampaba su coño contra mi cara, y me sujetaba la cabeza para que no la apartara la boca, para que siguiera trabajándole la zona. Lógico que su discurso ya fuera otro bien distinto, más caliente:
—¡Jo! ¡Ya ni me acordaba lo que era esto! ¡Qué bien lo haces, Luisito! ¡Mi hija se pondrá morada contigo! ¡Qué boca tienes! ¡Come, come! ¡Chupa! ¡Dale! ¡Sigue!
—¿Su marido no…?
—Corramos un tupido velo. Nome hagas hablar…
Mientras me quitaba el pantalón y los calzoncillos, ella terminó de sacarse la falda- pantalón y las bragas. La rama de la encina parecía un tendedero. Eloísa no apartaba su vista de mi polla, que estaba lustrosa, grande, tiesa como un mástil. Terminó por darle unas chupaditas, y aún logró que creciera unos centímetros, lo que la llevó a elogiarla:
—¡Menuda tranca gastas, yerno! Trátame con delicadeza ¿eh? que no estoy acostumbrada a una así…
Quise acomodarla sobre la moto, pero me dijo que no, que temía caerse, que su agilidad ya no era la misma. Así que le sugerí que apoyara las manos en el tronco del árbol y que se doblara por la cintura hasta quedar casi a cuatro. Se la metí por atrás en el coño casi de un tirón y lo encontré húmedo y caliente al máximo, abrasador. Me recordaba bastante al coño de su hija Elena, aunque el de mi suegra era más peludo, más salvaje, y, si me apuran, por raro que parezca, hasta menos horadado. Me la follé con mucho esmero, a consciencia, cambiando con frecuencia de ritmo, con penetraciones fuertes y menos fuertes, a trote lento y al galope, llegándole siempre hasta el tope, hasta el fondo, hasta lugares de su coño —me dijo— que nunca habían conocido polla. Nos corrimos prácticamente a la misma vez gracias a mis palmadas sobre su clítoris. Una corrida copiosa, de ríos de semen y flujos vaginales. Mi suegra dijo que había sido un polvo alucinante, pero que nunca más, que había sido un error, que aquello no podía seguir así, que no se lo perdonaría nunca…
Llegamos a la casona a las una y media de la tarde. Mi suegro no estaba, y mi suegra lo llamó al móvil para saber de él. Dijo que no lo esperara a comer, que llegaría sobre las
ocho de la tarde, que estaba en otro pueblo cercano con el equipo de dominó y que disputarían un montón de partidas del campeonato comarcal. Eloísa le contestó que muy bien, que mucha suerte, que un beso y que hasta la tarde. Encaje de bolillos porque su otra hija, mi cuñada maestra, soltera ella, andaba de crucero por los fiordos noruegos. Mi suegrita preparó una comida rápida, con ensalada y mucha fruta, y comimos estupendamente en un pispás. Siguiendo al pie de la letra las sugerencias de mi mujer, me eché una siesta antes de emprender el camino de vuelta a casa.
¿Adivinan quién se acostó conmigo?