Mi suegra me sorprendió (6)

Obligué a mi suegra a quedarse sin bragas en medio de un bar lleno de gente.

Yo seguía dando vueltas a como mantener el morbo en mi relación con mi suegra. Reconozco que me pone que sea mi suegra, pero lo que realmente me pone más es que con ella estoy haciendo cosas que no puedo hacer de ninguna manera con mi esposa. Yo a mi esposa la adoro, pero en la cama es una persona muy  aburrida. A mi suegra, por el contrario, iba descubriendo que le encantaban las situaciones morbosas.

Un viernes por la tarde, cuando Andrea, mi suegra, se fue a dar una vuelta con sus amigas, encendí su ordenador, conecté con la página web en la que se podían ver nuestras casas e introduje la contraseña para que pudiera ver nuestra casa y seleccione mi dormitorio. Luego puse su ordenador en hibernación para que al arrancar apareciera ya con la página web activa.

Le envié un e-mail:


De: Desconocido

Asunto: Instrucciones.

Contenido:

Cuando vuelvas a casa encenderás el ordenador. No cierres la página web que te saldrá abierta Lo que ves es el dormitorio de tu hija y Simón. Quiero que estés atenta a lo que pase esta noche allí. Tiene que verlo. No puedes apagarlo ni irte a otro sitio.

Aviso: Este e-mail es de obligado cumplimiento.


La estuve vigilando al volver a casa con mi tablet y sus cámaras. Yo sabía que habría visto el mensaje en el móvil, por lo que estaba pendiente para ver si sacaba el pañuelo rojo para decir que no. Sabía que para ella era duro mirarnos por dos razones, porque era su hija y le daba pudor verla sin que lo supiera y por ciertos celos por lo que iba a ver. Pero también yo sabía que la situación tendría bastante morbo para ella. Cuando llegó se acercó al cajón donde tenía los pañuelos y se quedó parada con el tirador en la mano. Yo pensaba que iba a negarse, pero al final no abrió el cajón, sino que se fue y encendió el ordenador.

Por supuesto, en ese momento, ella sólo veía el dormitorio vacío, así que decidí darle un pequeño anticipo. Me dirigí a mi habitación con la tablet en la mano. Inma, mi mujer, estaba en el salón viendo una película.  Empecé a desnudarme en el dormitorio para irme al baño y darme una ducha, pero me fui desnudando despacio, acariciándome el pene por encima de los calzoncillos, con un amplio movimiento circular, con la palma de la mano abierta, lo que hace que el pene de vueltas de forma sensual.  De reojo la vi que no perdía detalle en la pantalla del ordenador. Me fui a duchar al baño y después volví  secándome al dormitorio, donde ella podía verme. Solté la toalla y empecé a vestirme lentamente. De reojo, la observaba en la tablet y vi con sorpresa que se estaba masturbando. Hice como que no veía nada y me fui abajo con mi mujer, quitando primero la web de la tablet para que Inma no pudiera descubrirla por casualidad.

A partir de ese momento, pasé el resto de la tarde y la cena con mi mujer. Después de cenar nos sentamos un rato en el salón, delante de la televisión y, aprovechando que no había nada decente que ver, le propuse que nos acostásemos temprano.  Inma estuvo de acuerdo, así que nos fuimos al dormitorio. Ella se puso un pijama de los típicos que usaba siempre. No digo que fuera un pijama de anciana, pero tenía menos morbo que un traje de camuflaje. Yo también me puse el pijama y nos metimos en la cama. Inma estaba receptiva, por lo que empecé a besarla y me respondió bien.

Empecé a acariciarla y se estremeció. Le toqué el pecho y noté como su respiración se aceleraba. Empecé a bajar con los labios hacia su pecho, pero al llegar al cuello me paró y me obligó a subir la cabeza.  Seguí acariciándola. Ella me quitó el pijama y se quitó el suyo. Nos acariciamos un par de minutos. Cada vez que yo intentaba besarla por debajo del cuello ella me obligaba a volver a subir. Por fin me empujó para que me colocase encima y me hizo penetrarla, guiándome  hacia su vagina. Estaba relativamente húmeda. Yo empecé a empujar y a levantarme, aunque no era eso lo que me apetecía. Al cabo de cuatro o cinco minutos Inma empezó a jadear y tuvo, al parecer, un orgasmo, aunque yo tengo mis dudas. Yo descargué mi semen dentro de ella y me retiré.

Me quedé abrazado a Inma hasta que se quedó dormida, y luego me levanté y me fui al estudio. Había dejado grabando lo que hacía mi suegra. Cuando miré ya se había ido a la cama, pero en la grabación se veía que había observado todo lo que pasaba en nuestro dormitorio.

Por la mañana, Inma se fue a trabajar, ya que tenía guardia de 24 horas. Llamé en casa de mi suegra y le propuse que nos fuésemos los dos a comer a un restaurante que había en el barrio y que no estaba mal, con una buena relación calidad-precio. Ella estuvo de acuerdo y quedamos a las dos para ir, ya que ambos teníamos que salir el sábado por la mañana a hacer compras. En ese momento yo no hablé de lo que ella había visto y ella tampoco comentó nada. Le envié un mensaje de los que a mí me gustan, con poca información, para crear ambiente:


De: Desconocido

Asunto: Instrucciones.

Contenido:

A mediodía procura llevar en el bolso una bolsa que no sea transparente. Ponte un vestido.

Aviso: Este e-mail es de obligado cumplimiento.


Por fin a las dos llamé a la puerta exterior de su casa y nos fuimos a comer. El restaurante es de tamaño medio, con diez o doce mesas de cuatro comensales, y especializado en tapas y raciones, aunque suele tener un menú bastante económico durante los días laborables. Los fines de semana no tenían menú.  Pedimos una botella de vino y tres o cuatro medias raciones  variadas con las que comer los dos picoteando.

Mientras estábamos allí le envié desde mi móvil otro mensaje que yo ya tenía escrito de antes. Aproveché que charlaba con uno de nuestros vecinos que estaba en una mesa próxima para enviarlo y guardé mi móvil rápidamente.  Ella oyó el aviso de llegada a su móvil y me miró extrañada, cuando vio de quien era, porque no me había visto usar mi móvil. Lo leyó y se puso pálida:


De: Desconocido

Asunto: Instrucciones.

Contenido:

Ahora irás al servicio y te quitarás las braguitas que llevas. Las pondrás en la bolsa que te dije que trajeses y le darás la bolsa a Simón al salir del servicio. A partir de ese momento no podrá volver a ponerte unas braguitas hasta que te autorice Simón.

Aviso: Este e-mail es de obligado cumplimiento. Sabré que te niegas a cumplirlo si no le das la bolsa a Simón.


Yo seguí haciéndome el tonto y pregunté:

—¿Pasa algo?

— No. Es solo publicidad —dijo ella.

Se quedó sentada en la mesa, pensando, durante un minuto. A continuación, con paso titubeante, se dirigió al servicio.

Tras diez minutos volvió del servicio con una bolsa negra en la mano. Me la acercó y me dijo:

—Toma. Guárdame esto.

Yo cogí la bolsa y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta que llevaba. Seguí hablando con ella con naturalidad, pidiéndole que me contase cosas de la ONG en la que colaboraba. Ella me contestaba, pero parecía distraída. De vez en cuando se ponía roja. Cuando terminamos de comer, Andrea me dijo que quería volver a casa, pero no la dejé hacerlo. Insistí en que fuésemos a tomar café al centro. A una de las cafeterías de lujo, de esas donde suelen juntarse las cotillas del pueblo para criticar a los que pasan por la calle principal.

Andrea me rogaba que lo dejásemos para otro día, pero yo me negué. Finalmente aceptó poniéndose pálida, y nos fuimos al centro en mi coche. Cuando aparcamos en el centro, Andrea andaba nerviosa, hasta que llegamos a la cafetería. Ella quería ponerse al fondo, pero yo la cogí del brazo y me dirigí a una mesa situada junto a la ventana, a la vista de casi todas las personas que estaban en la cafetería.

Ella estaba visiblemente nerviosa, mirando continuamente alrededor y hacia la calle. Yo le contaba cosas de mi trabajo, con total normalidad.  Alargué ese café casi una hora. Andrea estaba ya casi histérica.  Por fin nos fuimos del local para volver a casa. Ella se tiraba de los bajos del vestido cada dos por tres. Al levantarme mientras ella salía delante de mí del local, observé con sorpresa que el vestido tenía una pequeña mancha de humedad en la parte de atrás, como si se hubiese orinado encima un poco.

Cuando íbamos por la calle hacia el coche ella murmuró entre dientes;

—Ésta me la pagas.

Yo sonreí sin contestar. Por fin llegamos a casa, la acompañé hasta su puerta y luego me fui a la mía, que estaba al lado. Una vez dentro, abrí la puerta de comunicación entre las dos casas y entré en la suya. Me estaba esperando con los brazos en jarras.

—Eres un cabrón.  Lo he pasado fatal por tu culpa. Ésta no te la perdono.

—¡Venga ya! —exclamé yo—, ¡no me digas que no te da morbo!

—Lo he pasado fatal por tu culpa. Me sentía desnuda delante de todo el mundo.

—Pero si nadie podía ver nada. Tu vestido llegaba hasta la rodilla.

—Yo me sentía como si todo el mundo estuviese viendo que no llevaba bragas y pensando que era una guarra. Ha sido horrible.

En ese momento yo me acerqué y la abracé:

—No pensaba que lo ibas a pasar tan mal.

Mientras la abrazaba, mi mano bajo a su trasero y se encontró con que el vestido estaba húmedo por detrás. Sin pensarlo, le levanté el vestido y metí la mano. Ella intentó apartarse, pero yo ya había notado que estaba empapada.

—¿No estabas tan afectada? —le dije con picardía—. Esto parece indicar lo contrario.

—Eso no tiene nada que ver. Lo he pasado mal.

En ese momento se me pasó por la cabeza una idea:

—¿Cuánta veces te has corrido hoy?

Me miró con odio.

—Esa humedad viene de algo.

Se abrazó a mí con más fuerza, apoyó la cabeza en mi hombro, volviendo la cara hacia el lado, para que no la viera. Musitó entre dientes:

—Tres veces.

—¿Cuándo?

Se mantuvo callada.

—¿Cuándo?

Siguió hablando bajito:

—Una vez en el bar, cuando me quite las braguitas en el servicio no pude resistirme y me masturbé. Me daba mucho miedo pero me daba mucho morbo también.  Otra vez en la cafetería, sin tocarme siquiera, solo pensando en que los hombres que había alrededor podían haberse dado cuenta y que estaban pensando en mí.  La última en el coche, volviendo. Me imaginaba que todas las personas  en los coches de alrededor sabían que yo iba sin bragas.

—Pues ahora tengo una sorpresa para ti. —Saqué una minifalda que había comprador por la mañana y se la di—. Ponte lo que quieras en la parte de arriba, pero ponte esta falda. Por supuesto, nada de braguitas.

—No me hagas eso. Estoy avergonzada.

—Esas son las condiciones. Si quieres me voy y lo olvidamos.

Andrea se calló. Salió de la habitación y volvió después con una camiseta y la minifalda puesta.

Nos sentamos en el salón. Ella tenía las piernas juntas, intentando que no se le viera nada. Estuvimos charlando.  Le pregunté que le parecía lo que había visto la noche anterior.

—Al principio lo pasé mal viéndoos, pero no podía retirar los ojos de la pantalla. Me avergonzaba mirar a mi hija en la cama, pero no podía dejar de hacerlo.  Luego me fui fijando en lo que hacíais y, la verdad, bastante aburridito. Ya vi que mi hija no te dejaba ni besarle el pecho... No lo entiendo.  ¿Qué os pasa?

—No lo sé. Tu hija siempre es así. Nunca me permite más que el misionero y rapidito. No lo entiendo.

—Voy a intentar hablar con ella mañana, porque no entiendo que le pasa.

—¿Y cómo vas a plantear ese tema?

—Ya se me ocurrirá algo.

Andrea se había ido relajando y parecía haber olvidado que no llevaba bragas.  En ese momento empecé a acariciarle los muslos y subiendo poco a poco hasta su vulva. Noté que seguía encharcada. Estaba muy excitada. Empecé a besarle las piernas y fui subiendo hasta acariciarle los labios mayores con mis labios.

Empecé a darle mordisquitos en los labios y ella empezó a retorcerse. El siguiente mordisquito fue en la parte delantera de los labios, en la zona de su clítoris, que todavía estaba oculto. Soltó un grito. Con la punta de la lengua empecé a abrirle los labios mayores y a acariciarle los labios menores. Su vagina chorreaba como una manguera. Fui alternado entre meter la punta de la lengua en la vagina y morderle el clítoris. Por fin se corrió, gritando como una loca.

Podía sentir las contracciones de su vientre en la punta de mi lengua.  Podía haberle pedido que me masturbara o me la chupara ella para correrme yo también, pero quería reservarme. Cuando me corro pierdo creatividad, y todavía quería darle alguna sorpresa más a mi suegra ese día. Me quedé muy excitado, aunque mi pene fue bajando poco a poco.

—¿No quieres correrte tu también —me preguntó.

—Si, pero más tarde. No pienses que he acabado contigo.  Ahora quiero que te pongas el picardías que no te pusiste el otro día. Vamos a pedir  unas pizzas. Con el picardías si puedes ponerte braguitas.

—Ni hablar. Eso es una indecencia.  No me voy a exhibir delante de nadie.

—Tú verás, pero si no cumples vas a tener un castigo, y va a ser peor que el del otro día.

—Ya decía yo que eres un cabrón.

—Si. Si no te lo pones, me voy ahora mismo. Y no se si volveré.

Negó con la cabeza. No podía. Me levanté para irme. Me paró. En sus ojos aparecieron dos lágrimas, pero no me conmovieron. Me empujó contra el sofá y se fue al dormitorio. Yo aproveché para encargar las pizzas por teléfono. Volvió con el picardías puesto. Estaba guapísima, pero la verdad es que se le transparentaba todo.  Lo intentó por última vez:

—Simón, no puedo abrir así.

—Tú verás lo que haces.

Se sentó en el sillón, se cruzó de brazos y se puso a mirar la tele con cara de enfadada. Yo aproveché para poner mi cartera sobre la mesa.  Al cabo de media hora llamaron al timbre.

Me acerqué a la puerta y comprobé que era el chaval de las pizzas. Me aparté y me escondí tras la puerta.  Andrea se levantó, pero no se acercó a la puerta. El chaval volvió a llamar al timbre. Andrea me miró. Yo señalé la puerta con energía. Por fin Andrea se acercó y abrió. Yo espiaba por la rendija de la puerta. Al abrir Andrea, al chaval se le abrieron los ojos como platos. Andrea pasaba del rojo al blanco en la cara cada segundo. Él la miró dos o tres segundos con la boca abierta. Después le alagó la caja de la pizza y le dio la cuenta:

—Nueve con noventa.

Andrea cogió la pizza, se volvió y fue hasta la mesa para dejarla y coger la cartera. El chico no perdía de vista el cuerpazo casi desnudo que tenía delante. Cuando ella se agachó de espaldas a la puerta, para coger la cartera, el chico casi se desmaya. Ella cogió 20€ de mi cartera, se los dio, le dijo que se quedara con el cambio y cerró la puerta con mucha prisa. Después se volvió hacia mí, que entraba de nuevo.

Me cogió del brazo con furia, me empujó contra el sofá y me bajó los pantalones.  Sin querer, miré hacia la ventana del salón, que tenía la cortina con una rendija descorrida. Vi que el chaval que había traído las pizzas estaba asomado a la ventana mirándonos. Yo ya estaba en posición por el morbo que me dio ver como se exhibía. Ella saltó encima de mí y se empaló de un golpe. En ese momento me acerqué a su oído y le susurré:

— El de las pizzas está asomado a la ventana mirando.

Yo quería ver su reacción al escucharlo. Me temía que se fuera de la habitación, pero, al contrario.  Se agitó de una forma salvaje, cabalgándome como loca. Incluso me hizo daño en algún momento, pero me puso muy excitado. Me corrí, inundando su vagina con mi semen. Al notar que me corría, ella se aceleró más aún y también  se corrió, entre gritos que se debían oír casi desde el centro del pueblo.

A partir de ahí, cayó rendida en mis brazos y se quedó quieta y callada, todavía empalada por mi pene, que iba disminuyendo poco a poco. Cuando volví a mirar a la ventana, ya no se veía a nadie, pero estoy seguro de que el chico se había hecho la mejor paja de su vida a la salud de Andrea.

Seguimos abrazados más de una hora. Después nos fuimos a la cama y seguimos haciendo el amor al menos dos horas más. En medio le pregunté como se había sentido por fin al abrir la puerta.

—No lo se. Al principio sentía sobre todo el cabreo y la mala leche por lo que me estabas obligando a hacer. Después pensé en la vergüenza de que me fueran a ver casi desnuda y al tiempo que me avergonzaba, me sentí tan excitada que no tuve más remedio que tirarme sobre ti y follarte.  Sigo pensando en ello y me da vergüenza y me excita a la vez. No entiendo cómo pueden ser las dos cosas a la vez. Luego, cuando me dijiste que el chico estaba mirando, me dio tanta vergüenza, que no sabía como reaccionar, pero al mismo tiempo me sentí tan excitada, que no tuve más remedio que ignorarlo y seguir adelante. No hubiera podido parar aunque hubiera querido, y no quería.

Al final, sobre las cuatro de la mañana, me volví a mi casa, no fuese a llegar mi mujer y no me viese. Al irme le dije que ese día no era necesario que escribiese lo que había sentido, que yo ya lo sabía.

Cuando volvió Inma, mi mujer, de su guardia, pasó a saludar a su madre antes de echarse un rato y ésta aprovechó para invitarla a merendar con la excusa de que pensaba hacer un bizcocho del que le habían dado la receta hace poco. Cuando Inma me dijo que había quedado para merendar con su madre supuse lo que pretendía su madre. Inma me preguntó:

— ¿Tú merendarás con nosotras?

—No, cariño, me gustaría, pero no puedo. Tengo que revisar una página que no pude terminar el viernes  y tengo que entregarla al cliente mañana. Otro día.

Cuando Inma se fue a merendar con su madre yo ya estaba delante del ordenador conectando con la cámara del salón de mi suegra. Por supuesto, lo de mi trabajo era una escusa.

Las observé mientras merendaban y charlaban sobre el trabajo de mi mujer y las actividades de mi suegra en la ONG. Una charla sin transcendencia.  Por fin, cuando el ambiente estaba distendido, mi suegra abordó el tema que pretendía:

—Inma, hay una cosa que me gustaría comentarte. Igual es meterme donde no me importa, pero soy tu madre…

—Dime lo que quieras, mamá, no hay problema.

—¿Tú tienes algún problema con Simón?

—¿Con Simón?  No, ¿por qué voy a tener problemas con Simón?

—No sé, porque a veces me da la sensación de que hay cierta tirantez.

—Imaginaciones tuyas. Yo no veo ninguna tirantez.

—No sé. ¿Estás segura? ¿Va bien “todo”?

—Claro que sí, mamá, ya te lo he dicho.

—Yo se que es meterme demasiado, pero… ¿os va bien en la cama?

—¡Mamá!

—Yo sé que no es cosa mía, pero a veces, una pareja que funciona bien puede estropearse por eso. Si tú me dices que va bien, pues ya está.

—No es eso, mamá. Lo que pasa es que me da un poco de vergüenza hablar de eso contigo. La verdad es que nos va bien. Nos llevamos bien. Nos queremos, pero la cama no es para tirar cohetes.

—Sabes que puedes confiar en mí. ¿Qué os pasa?

—La verdad es que somos muy aburridos, siempre lo mismo, diez minutos y fuera.

—¿A Simón no le gusta cambiar? ¿Es un aburrido?

—No, mamá. El problema soy yo. Muchas veces tengo el impulso de pedirle que probemos otras cosas, pero cuando lo pienso me siento como una puta y temo que el me considere una puta si hago otras cosas. Eso me corta. No lo dejo hacer nada nuevo. Soy yo la que lo obligo a seguir la rutina. Me da miedo que piense mal de mí y me abandone.

—¡Qué tontería! ¡Me parece que estás muy  confundida. Es así como puede acabar cansándose y dejándote.

—¿Tú crees? Yo lo hago por todo lo contrario.

—No, Inma. Deberías recordar el dicho: “los hombres quiere una dama en la calle, una señora en la casa y una puta en la cama”. Si tiene las tres cosas en una, mejor, así no tiene que buscar a las otras dos.  Yo que tú lo intentaría. Pero no quiero meterme. Sólo te digo que se ve que tu marido te quiere, pero no se le ve feliz.

—¿De verdad? ¿Te ha dicho algo?

—No, no me ha dicho nada. Como comprenderás, tu marido no me comenta vuestra vida sexual, pero se nota que te quiere mucho y también se nota que algo no le va bien. Pero yo no soy quien para meterme, tú haz lo que quieras.

—Vale, mamá. Pensaré lo que me has dicho.

Yo no me perdí detalle de aquella conversación a través de las cámaras. Lo que más me sorprendió fu escuchar que a Inma le apetecían otras cosas, pero que no se atrevía a hacerlas, pedirlas o permitirlas.

En los días siguientes no hubo ninguna novedad con Inma. Me dio la impresión de que la conversación con su madre no había servido de nada, pero el fin de semana siguiente empecé a notar algunos cambios.

Pero ese es tema para otro relato.