Mi sobrina Ainhoa

Ainhoa siempre fue mi sobrina favorita pero no pensé llegar a este extremo.

Mi sobrina Ainhoa

Tenía yo quince años cuando nació mi sobrina favorita: Ainhoa. El hecho de que yo fuese su padrino no condicionó en absoluto el amor que siento por ella pues su dulce carácter y su angelical aspecto lo hace inevitable.

Esta devoción es a su vez correspondida por ella que siente por mí la más alta de las pasiones en una relación tío-sobrina convencional.

Vivimos en una caserío de la zona del Goyerri, toda la familia y ya de pequeñita pedía que la bañase su tío Arturo, solamente su tío Arturo conseguía relajarla en el agua y enjabonarla sin alboroto. Cuando mis manos recorrían su cuerpecito, ella cerraba los ojos y permanecía con extática expresión mientras duraba el baño.

Poco más tarde pedía cabalgar sobre mi pierna simulando ser un veloz jinete. Yo notaba que el roce sobre mi rodilla iba humedeciendo sus braguitas de una manera perceptible mientras su rostro infantil adoptaba una placentera y ausente expresión. No daba yo importancia a estas cosas y en esta relación era yo el ingenuo e inocente pues la desbordada sensualidad de la niña me utilizaba para dar salida a sus ardientes deseos.

Debía contar ella unos doce años cuando, una fría mañana de domingo entró corriendo en mi habitación y se metió en la cama pegando su tiritante cuerpo al mío. Mi inicial sorpresa y disgusto (me había despertado) pronto dieron paso a una placentera sensación que se traducía en un rápido endurecimiento de mi pene. Sentía sobre mi espalda la presión de sus incipientes senos y el aroma de sus rubios cabellos me embriagaba.

Me hice el dormido y ella, al cabo de un rato comenzó a explorar mi cuerpo con delicadeza. Pasó su mano sobre mi abultada entrepierna y mientras yo experimentaba un brusco estremecimiento, ella, que lo había notado, dejo allí posado el motivo de mi profunda turbación.

Supongo que se cansó al no ver otra reacción en mí y pasados unos minutos abandonó silenciosamente mi cama dándome la oportunidad de masturbarme furiosamente pensando en lo que había sucedido.

Desde aquel día deje de ver a Ainhoa como una niña y ella comenzó a mirarme de otro modo, de un modo menos inocente.

Las visitas matutinas se hicieron habituales y al llegar el verano inventamos un plus añadido al implícito juego: yo dormía desnudo y ella venía a mi cama sin ropa ninguna.

Cuando la excitación de mi miembro se hacía evidente ella se retiraba a su habitación y ambos nos masturbábamos por separado hasta que pasado algún tiempo decidió pasar a un escalón superior en nuestra relación y con una delicadeza sobrenatural me llevó al éxtasis con su suave y dulce mano en una calurosa madrugada de agosto. Nunca había sentido un orgasmo tan intenso y placentero, ni siquiera en las relaciones con Izaskun, mi novia. Con que sabiduría aplicaba la presión y el movimiento necesario para proporcionarme el mayor placer y cuando intuía que yo estaba cerca del final lo modificaba para conseguir que me retorciese con un silencioso e interminable gemido preludio del tremendo chorro de semen que empapaba las sabanas y sus dedos.

Yo me debatía en una tremenda lucha. Por un lado la venérea pasión que sentía por mi sobrina y por otro mi ética y el temor a palabras como estupro me devolvían la razón y me ordenaban cortar tajantemente aquella incipiente e incestuosa relación.

La carne es débil y yo me sentía cada vez más manejado por la carnal pasión de Ainhoa.

Ella misma condujo una mañana, bajo las sabanas, mi mano hacía su tierna y palpitante vulva para que, en un ejercicio de reciprocidad, yo la trasportase a los esplendidos orgasmos que, hasta entonces, se hubiera procurado en solitario.

Tenía por entonces quince años y nada en su virginal aspecto externo dejaba entrever la desbordada sensualidad de la bella mujer en que se iba a convertir.

Tuvimos que descartar las visitas matutinas a mi habitación porque comenzaban a levantar sucias (y justificadas) suspicacias y las sustituimos por tórridas siestas en la olvidada buhardilla del caserío familiar .Allí perfeccionamos y refinamos nuestras técnicas onanistas con la inclusión del sexo oral. Ainoa alcanzó el más alto virtuosismo de la felación en muy pocas e intensas sesiones mientras que mi lengua sabía trabajar en su abultado y delicado clítoris con mesura y moderación para que los orgasmos resultasen largos e intensos sin dejarla exhausta. La primera vez que mi cabeza se hundió en las profundidades de su sexo me sentí trasportado a etéreas regiones pues el dulce aroma que emanaba nada tiene que ver con el acre olor de las vulvas adultas. Mi lengua podía pasarse horas palpando aquella morbidez .

El día que cumplió los dieciocho años estaba radiante y en el cenit de su belleza. Recibió innumerables regalos y sus padres organizaron una sonada fiesta. En todo el día, prácticamente, no pude hablar con ella. Corría excitada de un lado para otro mientras seguía recibiendo obsequios y la pulsera que yo le había entregado con todo mi amor, quedó olvidada junto a tantos y tantos objetos. Bailó alborozada y feliz con todo el mundo y cuando se acercaba la medianoche con la fiesta ya en decadencia, me llevó en medio de la pista y acercando sus labios a mi oído murmuró quedamente: "te quiero en media hora en la buhardilla".

Cuando conseguí desaparecer del salón y subí a nuestro lugar secreto, ya estaba ella desnuda sobre el camastro que cobijaba nuestros pecaminosos juegos y en su mirada se veía un brillo especial.

Esta noche-dijo-quiero el regalo más especial que puedes hacerme y no admito negativas. Quiero que me hagas tu mujer!.

Hasta aquel momento yo me había negado rotundamente a ir mas allá de los mencionados juegos y sus suplicas habían encontrado por respuesta mi razonada argumentación sobre los peligros físicos y morales que ello comportaría.

Yo me había casado dos años antes (con el evidente disgusto de la niña) y aquella relación me hacía sufrir mucho.

No me dejó abrir la boca. Si no lo haces-prosiguió- contare todo a los abuelos, a Izaskun, a mis padres

Era lo que yo necesitaba, una excusa plausible para hacer realidad mi más recurrente obsesión: la total posesión de Ainhoa.

Como impelidos por un resorte, nos lanzamos el uno sobre el otro con un ansia desmedida. Saboree con fruición sus fluidos vaginales mientras ella gozaba ensalivando mis testículos y finalmente la poseí como un autentico energúmeno, sin importarme el dolor que pudiera causarle pues ella me exigía a gritos aquella primera penetración.

Afortunadamente, el volumen de la música que todavía seguía amortiguó nuestros gritos y jadeos.

Todo esto sucedió ayer y hoy no he resistido la tentación de contarle al mundo tan abominable historia de amor. Permitidme ahora que corte abruptamente mi relato, son las tres de la madrugada y el recuerdo de los momentos vividos ha vuelto a excitar mi libido. Debo desahogarme como sea.