Mi sexy novia lejos de mí

Gloria es la novia más sexy del mundo. Su novio va loco por hacerlo pero ella tras dos años de noviazgo se resiste. Todo empeora cuando ella tiene que irse a cuidar a su anciana tía a un pueblecito asturiano donde los parroquianos van más que salidos. Por suerte para su novio, Gloria es muy sincera.

I

El director de cine Alex de la Iglesia definió el imaginario planeta Axturiax como una colonia minera cuyos habitantes hacía años que no habían visto una mujer. Lo que no me imaginaba es que pronto iba a comprobar que esa parodia iba a resultar profética cuando mi joven novia se fue tres meses a Asturias a cuidar a su anciana tía. Así que en un lugar del concejo de Nava de cuyo nombre no quiero acordarme por razones que pronto entenderán, envió su madre a mi dulce Gloria, ajena al daño que podía provocar en nuestro noviazgo. Gloria apenas tenía veinte años cuando sucedieron los hechos que tan poco me gusta evocar.

Cuando mi sexy novia me explicó que se iba por tres meses se me abrieron las carnes. Porque justo la semana siguiente había aceptado, por fin irse a la cama conmigo y porque aunque por esos días ya consentía que la tocara en encuentros más o menos furtivos, lo cierto es que siempre pasaba algo que nos interrumpía. Que estaba en su coche regodeándome en sus tetas, pues llamaba precisamente su anciana tía asturiana a su móvil. Que había ido a su casa y había accedido por fin a mis súplicas, pues su madre venía con la merienda justo cuando sus labios rozaban mi miembro, lo que provocaba que me la guardase de manera precipitada y dejándome todavía más dolorido… que habíamos conseguido quedarnos casi solos en la fila de los mancos del cine y tras satisfacerla con mis deditos a ella, a regañadientes, concedía darme una sacudida de manubrio… pues aparecía el acomodador y se sentaba dos asientos más allá… justo para ver nuestra película.

No, no disfrutábamos del sexo ni habíamos llegado hasta el final pero Gloria demostraba una gran pericia en los preliminares… con lo que nuestra relación si pecaba de algo era justo de eso, de exceso de preámbulos, sin llegar nunca al punto álgido que yo tanto ansiaba. De modo que cuando llegaba a caso después de cada una de esta citas no tenía más opción que matarme a pajas como un poseso.

¿Por qué la madre de mi novia hacía algo como enviarla tan lejos de Madrid? Por una combinación de factores. El primero, que era estúpida; segundo, que le encantaba que sus propias responsabilidades fueran asumidas por otros y el tercero que mi novia había dejado su máster en moda para tomarse un año sabático, algo que pueden hacer pijas como Gloria, pero que estaba fuera del alcance de un hijo de curritos como yo, que ahora trabajaba de meritorio en una firma de auditoría.

Cuando me lo dijo me hundí. No me sentía tan triste desde que decidió dejar la equitación. Tenía entonces unos tiernos 17 y yo decía que habíamos empezado a salir, cuando en realidad apenas nos tomábamos una Coca-Cola y dábamos paseos cogidos de la mano. Ella afirmaba que le gustaba que fuera tan tierno, pero en realidad mi más perverso placer era verla competir en el Hipódromo de la Zarzuela en las pruebas de aficionados de salto. Ver saltar a los tres era una adicción: y digo tres porque además del caballo, una noble bestia llamada Lucero, sus dos pechos no dejaban de subir, bajar y rebotar en cada obstáculo, en cada trote... Cuando Gloria montaba un silencio sepulcral caía sobre la pista y se debía a esa trinidad animal de armoniosa lujuria. Una imagen se quedó en mi retina: Gloria a caballo, la montura sudorosa, su melena negra recogida en un moño y su cara de niña mimada con un mohín por no haber logrado completar el circuito sin algún derribo. Pese a que nunca la vi acabar un recorrido limpio, lo cierto es que siempre era felicitada de la forma más efusiva: por el entrenador, sus compañeros de equipo, el gerente del hipódromo... ¡hasta el mozo de cuadras! Todos la abrazaban, la besaban y se achuchaban a mi Gloria con una familiaridad que yo envidiaba... Incluso alguno tenía la mano más larga de lo que hubiera sido recomendable, que ya me daba cuenta yo, ya... ¡Pero claro, hacía tan poco que salíamos!

Como lo bueno nunca dura, tres meses después me dijo:

–Voy a dejar la hípica. No me siento cómoda con mi cuerpo. Desde hace dos años me han crecido los pechos y ya no es cómo antes...

Estupefacto me dejó. Imaginarme a Gloria con menos pecho era como pensar en Tokio sin el monte Fuji o en La Gioconda sin su sonrisa. Y eso que cuando salía conmigo no los disimulaba para nada. Al contrario, siempre iba con los modelos más escotados, o ceñidos o las dos cosas,  Además, ya me había habituado a regresar de la Zarzuela con dolor de huevos. Pero no había mal que por bien no fuera: al menos Gloria perdería de vista a aquella legión de manos largas que siempre parecían rondar a su alrededor por los establos y que no parecían tener más virtud que la de carecer de problemas de dinero y de no haberse hecho la cama en su vida.

Precisamente su madre, sacó el tema de la hípica a colación cuando le pidió que se desplazase a Asturias.

–Hay un picadero cerca de casa de la tía. Podrás reencontrarte con el mundo del caballo. Pero de manera relajada, hija. Sin la presión de la competición.

No era la presión de la competición, precisamente, la que me preocupaba a mí, sino la de mis pantalones. Justo ahora que Gloria estaba a punto de ceder a mis encantos tenía que irse.

–Cariño, sólo son tres meses. En cuanto vuelva te demostraré cuánto te quiero. Y te devolveré con creces lo de ayer –me dijo cuando la acompañé al aeropuerto, justo antes de darme un beso tan húmedo, caliente y sensual que dejó a mi mejor amigo entrepiernez con ganas de más y palpitando como tuviese vida propia.

De hecho la hubiera cogido por la cintura y le hubiese devuelto un beso de película de no haberme quedado sin aliento antes tras empujar un carrito hasta facturación donde más que a Asturias, Gloria parecía partir hacia el desembarco de Normandía con toda la impedimenta para su pelotón. Es lo que tienes los ricos, nunca les preocupa el exceso de equipaje. Vamos, que cuando llegamos a control de pasaportes yo estaba desfondado pero con la bragueta esculpida como un fósil del carbonífero.

Poco tardaron en aparecer mi desvelos. Me había quedado despidiéndola con la mano y disfrutando de su curvilínea figura, con aquellos botines de ligero tacón, la minifalda demasiado breve para mi gusto pero con un indiscutible efecto hipnótico, en especial cuando tuvo que inclinarse tantas veces para recoger del control de Rayos X su cuantioso equipaje de mano, con las piernas tan juntas y ejecutando con su cintura un ángulo del 90% tan perfecto pero de concupiscentes consecuencias a su alrededor... Y ese top, fiel a su estilo, siguiendo la máxima tan española de que en la tía buena si breve dos veces buena. Ya pensaba que ésta iba a ser la última imagen suya que me iba a llevar esa noche a la cama, inclinándose una y otra vez, siempre al borde de enseñar sus diminutas braguitas que yo había entrevisto cuando había subido al coche, al ir a llevarla al aeropuerto. Pero me equivocaba. Un barbudo número de la Guardia Civil la apartó a un lado mientras pasaban el resto de pasajeros.

Como buen novio que soy la llamé al móvil.

–¿Qué pasa, cari?

–No sé... Me dicen que estamos en alerta terrorista... Oye, te dejo que me reclaman. Besos, amor.

Pues sí debían estar en alerta terrorista de nivel extremo porque para mi inocente novia el barbudo picoleto parecía haber pedido refuerzos, Y pronto mi Gloria estaba rodeada de un gigantón de cara picada y un sargento bigotudo con cara de extremas malas pulgas. El sargento se puso a revisar el pasaporte de mi novia. Y algunos dirán que soy paranoico pero a mí que me parecía que más que la documento transfronterizo los ojos del suboficial se le iban a las siempre adelantadas peras de mi amada.

No digo que no estuviera justificado, pero me pareció un exceso que los tres guardias se llevasen a mi novia a un cuartito anexo donde no sólo estaba lejos de mi vista sino a merced de lo que ellos quisieran hacerle. Y mentiría si digo que no me mosqueó que no hubiese ninguna guardia mujer pues por es sabido por el público en general que es obligatoria la presencia de una agente femenina para llevar a cabo un cacheo de rigor.

Por suerte no tardaron mucho, porque si no mi cari hubiera perdido el vuelo. En quince minutos solventaron la cuestión y no sólo eso. Gloria acudió escoltada hasta la zona de embarque y los tres miembros de la Benemérita fueron tan amables, seguro que para excusarse de su error, que la ayudaron a llevar sus maletas de mano. Lo dicho, ni los pudientes ni las niñas pijas pierden el sueño por el exceso de equipaje. Pero es lo que tiene Gloria, siempre se mete en el bolsillo a todo el mundo.

II

Gloria me prometió que mantendría contacto directo conmigo y en honor a la verdad, me informó puntualmente de todo. Me llamaba poco, es verdad, y la mayoría de las veces colgaba porque había alguna interrupción. Supongo que su anciana tía la tenía muy ocupada. Pero me enviaba abundantes de DM's a través de Twitter.

Aquí sólo una muestra de los que recibí la primera semana.

Mi tía está fatal pero suerte que he venido. Antes el médico venía una vez a la semana. Pero desde que me ha visto el doctor viene cada día.

Aquí llueve siempre. Iba a la sidrería cuando un virulento chaparrón me dejó calada. Luego caí en que tenía que haberme puesto sujetador.

El buen doctor ha insistido en hacerme una revisión. Desde su visita diaria está más interesado en mí que en mi tía. Debo dejar de usar minifalda.

Mi tía tiene un mozo de labor. Pero con mi llegada no da una derechas. Estrelló el tractor mientras me duchaba con la ventana abierta.

Acompañe a mi tía a la iglesia. No volveré a ponerme en primera fila. Creo que el cura erró varias veces en la homilía por mi grandísima culpa.

Con estos mensajes yo no veía el momento de llegar a casa. Donde siempre tenía correos tan inquietantes como éste:

Querido Juan:

Hoy me han enseñado a escanciar la sidra. Después del espectáculo de ayer en la sidrería, cuando llegué con la camisa blanca pegada al cuerpo y sin sujetador, esta vez me puse esa camiseta negra que tanto te gusta y un pantalón blanco. Es verdad que la camiseta a lo mejor es demasiado escotada y con unos tirantes tan finos que a poco que me mueva se me ve el sujetador… ¡pero por eso te gusta tanto, cari! También es cierto que no caí hasta que me crucé con unos mozos del pueblo en que el pantalón era tan ajustado y liviano que al parecer mi tanguita negro asumía una relevancia del todo inesperada, por lo que me gritaron por el camino esos achispados mozos. Pero no iba a volver para cambiarme ¿no crees? Así que seguí mi camino y por suerte ese día no llovió.

Cuando llegué al a sidrería ya sólo quedaban el camarero, un flacucho despeinado; y una par de prejubilados del carbón que en seguida se acordaron de mí porque también estaban el día de mi involuntario exhibicionismo el día del chaparrón.

Andrés, el camarero, fue muy amable, y me ofreció sidra escanciada gratis. Lo que pasa es que me hicieron aguantar el vaso, cuando yo creía que el que tenía que sostenerlo era el escanciador. Debe ser una tradición de este concejo. El caso es que para que no me salpicase tenía que inclinarme mucho, intentando no pisar todo el serrín que había alrededor del barreño en el suelo. Por suerte el par de jubilados me sujetaban por la cintura para que no me cayese de bruces. ¿Era por la bondad natural de estas buenas gentes o por la magnífica perspectiva que inocentemente les estaba ofreciendo de mi prominente trasero? El caso es que con aquella camisetita Andrés no parecía prestar demasiada atención al escanciado, tal vez por estar más pendiente de mis pechos, que en esa postura parecían a punto de desbocarse, ofreciéndose como el mejor de los regalos. El caso, cari, es que, seguro que sin querer, buena parte de la sidra me salpicó en el escote, fría, haciéndome estremecer.

Los jubilados fueron muy amables. Como Andrés, el camarero, se volcaron en secarme los pechos, pero esas débiles servilletas de papel de la sidrería pronto se rompieron y en muy pocos segundos sentí sus dedos en mis senos, hundiéndose en la carne… ¿Eran torpes o malintencionados? No sé, cari, yo siempre he pensado que en el campo son buena gente, que no tienen la malicia. Aunque muy hábiles no eran. Una teta se me salió con tanto sobeteo… y la otra a punto estuvo.

Cuando me fui de la sidrería ya iba un poco achispada. Y la verdad es que esta gente de Asturias son muy de tocar, de contacto físico y me dejaron más caliente que un caldero el día de la queimada…

Oh, si estuvieras aquí… las cosas que te haría.

Un besito de tu novia:

Gloria.

Siempre acompañaba sus mails de alguna foto, según ella para que no me olvidase de su amor. La de ese día era de justo después de volver de la sidrería. No sé que me puso peor: ¿su carita de ángel? ¿su gesto de vicio? ¿La pose de descaro con la que sujetaba el móvil? ¿Lo despeinada que había vuelto de la sidrería?

Al día siguiente seguí recibiendo constantes DM’s inquietantes por Twitter. Aquí sólo algunos:

El doctor casi ni ve a mi tía. Está tan mal. la pobre! Pero nos visita cada día y se queda charlando conmigo. El otro día trajo una botella de orujo.

La charla con el doctor fue larga. Pero hacía tanto frío y el orujo entraba tan bien. Fue muy amable. Se preocupó mucho por mi salud.

Ya hace días que el doctor se preocupaba por mi salud. Al final le dejé examinarme. Qué estetoscopio tan frío al rozar mis senos!

El doctor dijo que tenía el pecho cogido. Menos mal que tenía una crema que me pudo poner en el acto. No pude negarme.

Tranquilo, no dejé que me la pusiera por delante. No le dejé verme el pecho. Me la dio desde atrás, eso sí, a fondo a fondo.

La verdad es que me dejó los pezones como puntas de flecha. Por lo frío de la crema o por sentir su paquete contra mi culo?

Al final el buen doctor se fue a su casa. Aunque juro por Dios que no quería! Eso sí, se fue jurando que volvería mañana.

Ni que decir tiene que ese día les dije a los de la auditora que se había muerto mi abuela y al día siguiente cogí el primer avión para Oviedo.

III

Llegué a Oviedo y no sabía si estaba más preocupado que excitado o al revés. Las fotos que me envió Gloria por sus privados de Twitter no ayudaron, claro: Gloria en ropa interior tirada en la cama justo después de que “el buen doctor” se hubiese ido, Gloria con unos tejanos tan ceñidos y que parecía muy feliz pese a haberse olvidado la blusa, Gloria con un inexplicable minivestido escogido para irse esa noche a la sidrería, tan ceñido que era dolorosamente obvio que no llevaba sujetador, Gloria en el salón con un camisón tan corto que permitía ver su perfecto culito en el espejo que tenía justo detrás…

Gloria no vino a buscarme… Dijo que estaba muy ocupada con su tía. De manera que cuando llegué a la casa corredor en aquel pueblecito innombrable ya estaba agotado, exasperado y otras muchas palabras que acababan en “ado”…

Gloria me recibió en la casa de corredor con una sonrisa abierta y unos pantaloncitos tan cortos que no entendía como podía quejarse del frío. Eran blancos. Y el tanga naranja fosforito que había escogido para ponerse debajo resaltaba tanto que seguro que podía verse desde el faro de Avilés. Su trasero tuvo tal efecto hipnotizante que me olvidé de cualquiera de mis críticas.

–Es una suerte que hayas podido venir, Cari. Mañana como es sábado una vecina se quedará con mi tía y aprovecharé para ir a montar a caballo. Podrá venir a verme.

No había venido a verla montar, sino a montarla. Pero en cuanto vio que no podía sacarle las manos de encima me dejó muy claro que esa noche… tampoco.

–Entiéndelo, cari. No podemos dormir juntos. ¿Qué pensaría de mí mi anciana tía?

Su tía apenas podía levantarse de la cama. Pensar sobre la vida sexual de su sobrina, seguro que no entraba en sus planes. Pero cuando me lo decía moviendo así los pechos no podía negarle nada. Así que me pasé la noche cascándomela como un mono.

Al día siguiente llevé a Gloria al cercano picadero para que pudiese cabalgar un rato. Cuando se despejó la niebla, el camino fue hasta agradable. El picadero en cuestión constaba de unos establos, más bien decrépitos, un corral circular amplia donde un par de duros labriegos habían improvisado unos postes como valla de salto y un pabellón anexo donde quizás en tiempos había vivido alguien.

Gloria me presentó a Pedro, el propietario de las instalaciones y a los dos labriegos, tan forzudos como malcarados, a los que como en las obras de Shakespeare denominaremos Bruto 1 y Bruto 2. También estaba el médico, el doctor Gustavo, que sí gustaba sí, pero de repasarse a mi novia de arriba a abajo y de abajo con una mirada de sátiro que para qué. Pues que se jodiera, que mi novia había venido bien recatada, con un tejano y una camisa a cuadros y botas de montar de caña alta. ¡Que aquello no iba a ser una exhibición en un streaptease de pueblo!

Acompañé a mi novia al destartalado pabellón y cuál fue mi sorpresa ver qué iba a cambiarse de ropa. Cuando salió me dejó estupefacto: se había puesto su traje de equitación… ¡de hacía dos años! El blazer rojo, la camisa blanca, los pantalones de lycra blancos breech y el casco negro de visera sobre el pelo negro recogido de donde sólo se le habían escapado un par de mechones rebeldes que la hacían parecer todavía más adorable. De su indumentaria original sólo quedaban las botas de montar. No pude evitar un rictus de disgusto.

–¿Te parece mal, cari? Es que es con la ropa con la que acostumbraba a montar.

–No, no, claro…

Cómo decírselo. Explicarle que aquel uniforme de monta era perfecto… hacía dos años. Pero que ahora sus curvas de mujer eran mucho más rotundas… De poco servía que la camisa estuviera abrochada hasta el cuello si iba tan ceñida que los botones parecía a punto de explotar y entre ojal se podía entrever pedacitos de su carne y de su sostén, a todas luces demasiado pequeño para aquel volumen pectoral y de un negro tan inadecuado que más que sujetar realzaba y se transparentaba de forma que yo no podía más que sentirme incómodo. La chaqueta roja, abrochada de un solo botón no hacía más que ofrecer aquellos melones en exposición, como si dijeran en un lenguaje para telépatas salidos: “tocadme, tocadme…”. Pero por experiencia sabía que lo peor que se le podía decir a una mujer era que había engordado, aunque el cuerpo de Gloria lo hubiera hecho con tamaña sabiduría. Y menos si mis planes pasaban por beneficiármela por fin aquella noche.

Salió decidida a disfrutar del animal. Pero si la camisa le iba a apretada ¿cómo describir los pantalones? Ceñidos hasta el pensamiento, incluso con los refuerzos en las zonas de mayor contacto con el caballo, sí, esas que están pensando, el efecto voluptuoso era increíble. Cada paso era una invitación al pecado. Y de eso se apercibieron perfectamente tanto los dos Brutos como Pedro, el del picadero, y el doctor a Gustavo le gusta mi novia. Sus ojos como platos sólo eran comparables a mi humillación.

En cuanto vieron a mi querida Gloria, todo fue como una coreografía. Bruto 1 me apartó alegando razones de seguridad y tuve que quedarme fuera de los corrales mientras el médico, el dueños de las instalaciones y Bruto 2 ayudaban a mi novia a montar con una solicitud que para nada disimulaba su lascivia.

Rayo es el semental de la comarca –me explicó Bruto 1, con una mano sobre mi hombro que no dejaba de ser intimidatoria. Sí, ciertamente el manubrio del caballo era de tal dimensión que hasta él parecía alegrarse de la llegada de mi novia.

Con escusa de afianzarla sobre los estribos y de que Rayo estaba nervioso por llevar dos meses sin copular, los tres sátiros le sobaron a mi indefensa Gloria los muslos, su redondeado culito y su cintura. Pero en este sentido el peor era Pedro. El dueño del picadero tenía unos dedos que para sí hubiera querido un virtuoso del piano pero que puestos a aquella labor percibí perfectamente como en un descuido se colaban entre la entrepierna de mi pobre Gloria, o incluso entre las tensadas aberturas entre botón y botón de la camisa. Mi novia no decía nada, yo creo que para no montar un escándalo y que no tuviera que dar una paliza a aquellos gañanes. Al contrario, sonreía, seguro que encantada del contacto con una bestia como aquella.

Pronto empezó a cabalgar. El animal de noble no tenía nada y a mi novia le estaba costando hacerse con él. Tal vez por la falta de actividad sexual Rayo parecía tenso y en el único salto que daba en el corral mi novia pasaba apuros. Tan ocupada estaba en controlar a su montura que seguro que la pobre no se dio cuenta de que primero la chaqueta se desabrochó, luego los botones de la camisa, incapaces de soportar tanta tensión empezaron a saltar. Primero el del cuello, luego los otros dos: pop, pop, pop… A pesar de los cascos al trote yo creo que nosotros sólo los oíamos a ellos, a los botones, saltar, mientras aquellos melones subían y bajaban en una danza diabólica. Con tanto subeybaja el inadecuado sostén lencero de mi novia pronto se demostró más inútil de lo que ya era y sus pezones, sobre los que a veces pensaba que tenían vida propia, campaban a su aire. Seguro que le hubiera gustado taparse, al menos un poco, pero sobre aquel bicho era imposible. Tenía que concentrarse en las riendas Tras media hora de galopar en los confines del amplio corral y de que cada salto  sólo supusiera añadir una grado más a su evidente desnudez, se acercó a nosotros al paso como si fuera la nueva Lady Godiva de Asturias.

–Bueno, ya estoy lista… Pero creo que me ha dado un pequeño tirón… en la pierna.

¿Un tirón? ¡Yo sí que tenía un tirón! Pero en la entrepierna. En cambio a nadie parecía preocuparle mi estado.

–Yo soy médico, yo soy médico –se apresuró el viejo Gustavo entrando en el corral pasando entre los maderos con una agilidad que seguro que no le venía de hacer gimnasia sino de los sucios sentimientos que le despertaba Gloria.

Paralizado de ira pude ver como el hipócrita doctor, Pedro y Bruto 1 volvían a darle un repaso a mi novia como pulpos desatados con la excusa de ayudarle. Parecían querer ayudarle a recomponer el estado de sus prendas, pero o eran muy torpes o estaban más salidos que un grupo de marinos que hubiese dado la vuelta al mundo sin escalas. Pedro como siempre, se centró en sus pechos, como si quisiera ajustarle el sujetador, pero sólo consiguió desabrochárselo por delante y repasarle una y otra vez sus pezones hasta ponerlos duros, duros… El doctor, en cambio, se interesaba por el supuesto tirón, que para mi desgracia era en la cara interior del muslo, la cual el galeno empezó a palpar sin recato alguno. Mientras, Bruto 1 le intentaba remeter los faldones de la camisa por detrás del pantalón, pero eso sólo le hacía exhibir a Gloria más sus pechos por delante, amén de que el brutal labriego metía sus manazas en el pantalón mucho más de lo que hubiera sido medianamente necesario.

Gloria resistía estoica el acoso de los tres sobones. Discreta como es ella seguía sin decir nada pero sus acosadores interpretaban su pasividad, yo estaba seguro de que de forma errónea, como luz verde para seguir con sus abusos y toqueteos. Como ni siquiera mi novia es de piedra, ya empezaba a entrecerrar los ojos, morderse el labio inferior y su respiración se hacía más agitada… incluso la fusta cayó de su mano, incapaz de sostenerla.

Bruto 2 se llevó el caballo a las cuadras. Pero mi novia seguía a Rayo con los ojos. El doctor dijo entonces:

–Vamos al pabellón, que quiero ver ese tirón más de cerca.

Pero mi novia demostró que no estaba dispuesta a dejarse mangonear:

–No, vamos a las cuadras. Que quiero cepillar al caballo antes de irme.

Yo hice ademán de acompañarla pero Bruto 1 me disuadió interponiendo su voluminoso cuerpo.

–Será mejor que mientras usted recoja las cosas de su novia en el pabellón y las lleve al coche.

Le dije que sí en parte para librarme de su horrible halitosis. Pero no me quedé muy tranquilo de ver como el doctor Gustavo y Pedro llevaban a mi novia casi en volandas a las cuadras. ¿No podía caminar por el supuesto tirón o le fallaban las piernas de lo excitada que estaba?

Diez minutos después ya tenía el coche listo. Mi erección no había remitido, al contrario, me dolía cada vez más. Bruto 1 había desaparecido y no se veía a nadie. Al fondo sobre una alfombra de verde pasto estaban las cuadras. Decidí acercarme… De camino recogí la fusta que se le había caído a Gloria.

Entre en una de ellas.

–Cariño, ¿ya has cepillado el caballo? –casi susurré.

Vi a Rayo en su establo. Era el único ser que tenía un miembro más henchido y desatendido que el mío. Pero al fondo, en otro cajón se oían ruidos como de animales copulando. Le di un terrón de azúcar al equino y le dije:

–Pobre, parece que hay otro que se está zumbando a tu yeguada.

Llegué a la cajonera del fondo y abrí el portón. Para mi estupor no eran dos caballos copulando… sino mi dulce Gloria, a medio vestir. No llevaba ni el pantalón de monta ni las botas y el que la estaba montando a ella, pero desde atrás, era el maldito Pedro, que estaba utilizando el picadero en su segunda acepción con un vigor inusitado.  Con la camisa desabrochada y el casco puesto, Gloria estaba echada de bruces sobre una bala de forraje, recibiendo embestida tras embestida y con las dos manos sacudiendo dos pollas con una maestría que me dejó boquiabierto… una era la del doctor Gustavo, arrodillado a un lado, y otra la de Bruto 2, sentado en el suelo, y cuyo atributo masculino hacía honor a su sobrenombre ya que su miembro me pareció brutal y eso que yo era lego en la materia.

¿Así trataba el doctor un simple tirón? ¿De ese modo se cobraba Pedro el uso de aquellas míseras instalaciones? ¿Había perdido entre aquellas pajas la virginidad mi casta novia? Tan perplejo estaba que sólo llegué a balbucir:

–¿Pero no ibas a cepillar el caballo?

–¡Se me están cepillando a mí, imbécil! ¡Oooohhhh! ¡Uy! ¡Haz algo! –respondió Gloria abandonando su habitual tono dulce, tal vez porque presa de la excitación ya no era ella.

Y si ella no era ella yo ya no era yo. Es lo que tiene el sexo, que cambia a la gente pero no las pollas. Y la mía estaba a punto de explotar. Llevaba dos años al borde de la ebullición. Debía de haber algún tratado internacional, tipo Convención de Ginebra, que prohibiese todo lo que había sufrido. Con una prestancia inédita me desabroché la bragueta y le mostré a Gloria lo que de verdad me angustiaba.

–Ahhh, ahhh ohhh ¡Pero qué haces? ¿Qué…

Y esas fueron sus últimas palabras. Porque hice lo único que podía hacer. Y descargué en su boca 24 meses de precalentamiento que habían estado a punto de volverme loco. Fue rápido, sintiendo la visera del casco clavándose en mi bajo vientre, y mientras me corría con la abundancia de un torrente le di tres fustazos en sus nalgas y espalda, que provocaron en ella un orgasmo que sacudió todo su cuerpo, que me llegó por su boca como una corriente eléctrica y que también trasladó a los miembros que tenía entre manos y que se corrieron a la vez.

Ella me había dado mi merecido y yo el suyo. Pedro hizo ademán de querer seguir porque no había acabado, pero con la fusta en la mano le indiqué con un gesto ya había tenido demasiada suerte. Los tres hombres salieron sin decir palabras y con ese cómico caminar que te limita el llevar los pantalones bajados. Sin los tres pingüinos, la ayudé a levantarse.

–Te has pasado, cari.

–Esto es sólo el principio.

Caminó apoyándose en mi. Hacia la salida abrí el portón de un par de yeguas y al final el de Rayo .

–Eres libre –le dije. El animal se dirigió hacia los establos de la yeguada dispuesto a hacer lo que mejor sabía.

En el coche ella murmuró:

–No sabía que fueras tan… tan… no sé…

–Yo tampoco. Pero esta noche me lo recordaré y te lo recordaré.

–Pero mi tía…

–Tu tía está sorda. Y si dice algo le dices que has tenido un sueño, que has dormido mal.

Esa explicación valdría. Era lo que tenía Gloria. A lo mejor no era una santa. Pero no le gustaba mentir. Yo estaría en la Gloria y Gloria iba a estar, al menos, también conmigo.