Mi secreto
A Lilibeth que me dijo que detallara más las escenas. Le he hecho caso. Tanto que yo misma me he...
MI SECRETO
Estaba en la gloria. Gloria bendita. Gloria. Para un hombre con mis defectos esto resultaba tan excitante que mi pene martilleaba compulsivo a fuerza de latidos contra el abdomen. Refrotándome el vástago inspiraba el dulce olor a suavizante que desprendían aquellas bragas. Sabía que eran de ella. De Gloria. Blancas. De inmaculado algodón. De blanco virginal. Blanco neutro. Blanco sudoroso por la humedad que todavía desprendían. Blanco algodón protector de joyas. Blancas asépticas de deseo. Casi monjiles. Pieza de diario cuyo orgullo es pasar el mayor tiempo con ella que cualquiera de los demás modelos. Prenda de labor y trabajo. Blanco sufrido. ¡¡¡Ostias!!! Me habría masturbado allí mismo. Con las braguitas en mi rostro intentando reconocer algún recóndito olor de su sexo apretaba mi glande por encima del vaquero. Nervioso, dejé la prenda tal y como la cogí de la cesta para salir rápidamente de su habitación. Gloria volvería en cualquier momento y explicar todo esto me costaría tragar demasiada saliva. Entré en mi cuarto y desnudándome me tiré encima de la cama magreándome los huevos. No se cómo el cerebro puede recrear las imágenes de mi deseo, pero en el hueco de mi cráneo estaba ella con los dedos entre las caderas y sus impolutas bragas, deslizando sus manos hacia un lado y otro, estirando el elástico de manera que me sobreexcitaba pues mi mente bajaba y subía esa prenda lo suficiente como para querer que la subiera de nuevo y al revés. Me llegó tan rápido que ni siquiera mi fantasía había comenzado concentrándome entonces en retener al máximo el orgasmo; al tanto que dejaba que mi semen cayera sobre mi tripa.
¡Que delicia! Ver a Gloria a mi imagen, sentir el virtual tacto de su piel y, como no, el recuerdo del olor de sus bragas recién lavadas, pulcras, antítesis de cómo me sentía yo después de eyacular. Sucio, impío y ennegrecido por el sentimiento de culpa. Pero? ¿qué le iba a hacer?. Me puse un albornoz.
El calor de la ducha me daba cobijo y lavaba mis pecados. Los ronchones de lefa desaparecían de igual manera que mi resentimiento por haber caído de nuevo en el vicio solitario. Me tenían que contratar para encargado de movimiento de masas, pues lo que era la mía ya había sufrido suficientes desplazamientos. Pero ese no era mi vicio más inconfesable, era uno de muchos, pequeño. Compartido por una mayoría insatisfecha y cuyos orígenes son innumerables. Salí de la ducha y el desagüe engullía todas mis culpas disueltas en el agua. Tras afeitarme salí del baño, atravesé el corto pasillo, vi entreabierta la puerta del dormitorio de Gloria y seguí hasta el mío quedándome bajo el dintel observando con descaro el culo de Gloria que apoyada sobre la mesa leía algo de encima del escritorio. Los bordes de las braguitas se pincelaban en sus firmes glúteos y me invadía el deseo de acercarme y meter la mano de canto entre sus piernas. Como siempre no lo hice.
-¿Buscas algo?
Ah!. No. Te esperaba leyendo este borrador. Quería decirte que es viernes y si ibas a salir esta noche.
La verdad es que sí tenía intención y por eso me he afeitado pero no he llamado a nadie. ¿Querías salir?
Pues si. Me preguntaba si te apetecería cenar conmigo y luego tomar unas copillas.
¡Hombre! Eso ni se pregunta. Claro que sí. Siempre que hemos salido tu y yo nos lo hemos pasado genial. Venga, ¿dónde vamos?
Elige tu. No muy refinado. Dentro de una hora salimos ¿de acuerdo? Y ¡ah! A propósito ya me explicarás lo del cajón que tienes ahí abierto en el mueble.
Mi vista se desvió involuntariamente hacia ese cajón y el sudor humedeció instantáneamente el cuerpo. Todo el parasimpático se había puesto a la defensiva y tan cortado como mudo me quedé hierático esperando a que ella misma rompiera la estela de ese ángel negro que había pasado. Con la mayor de las sonrisas de malicia salió del dormitorio rozando casi el umbral de la humillación. Y ahora ¿cómo iba a explicar el contenido del cajón?. Maldito descuido.
Durante la cena, no hubo ningún comentario, sin embargo no había fluidez en el diálogo, sobre todo en el mío. Con una parte del cerebro hablaba con ella intentando distraer y divertir a la otra mitad que estaba rayada en el cajón del dormitorio. Tomando el café me lo espetó a la cara. Boom. Como un tiro a bocajarro, una detonación en mi cabeza que rasgó las meninges y desparramó mis sesos por el interior del cráneo fulminando cualquier idea que en ese momento tuviera. Estaba intrigada y quería saber. Necesitaba una explicación. No tanto por lo que era o pudiera importar pero su curiosidad femenina le reclamaba saber porqué.
Sopesando tres posibilidades. La primera no decir nada. Era una manía mía y punto. No necesitaba dar explicaciones a nadie y ya era mayor de edad para contar ¿mis cosas? a quién quisiera y cuando quisiera.
La segunda sería contarle una mentira. Improvisar rápidamente y decirle que eran trofeos de batalla, pero llevábamos un tiempo viviendo juntos y pudiera que a las preguntas posteriores no tuviera tanta imaginación y conociéndome como me conocía, ella tendría serias dudas sobre la veracidad de mis explicaciones.
Y tercera y última. Decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Vámonos de aquí.
Escudado tras un Glenfidish y pidiendo que me dejara contar la historia hasta el final y le suplique que luego me entendiera.
Cuando mi cuerpo comenzó a desarrollarse por mor de las hormonas sentía una inexplicable atracción hacia las prendas femeninas y cómo quedaban en sus cuerpos. Era increíble hasta que punto me empalmaba ver un catálogo de lencería. Descubrir unas bragas negras ajustadas a un cuerpo de modelo, sin enseñar pero descubriendo, era encerrarme en el baño para mitigar la erección a base de manotazos. Mientras me crecía el pelo, fue aumentando mi afición por tocarlas, verlas, olerlas y ¿probármelas?
. Esperaba a que el silencio de la noche invadiera la casa para ponerme unas braguitas o un bikini de mi hermana y así vestido únicamente con esas prendas me miraba en el espejo de la puerta de mi armario e intentaba ocultar toda mi excitación en aquellos minúsculos triángulos que no podían contener apenas una incipiente erección dejando asomar por el balcón del elástico todo un glande enfervorizado. Me gustaban los anuncios, las películas en las que la actriz lucía esas prendas tan ajustadas como tatuajes y luego era desnudada poco a poco.
Todo un ritual bajando las bragas por el interior de sus muslos me imaginaba que era yo el que despojaba la última vergüenza de ese cuerpo. No sabía el porqué, sólo que disfrutaba haciéndolo y que era más excitante que otras cosas. Me encariñé, mas no podía hablar de ello con ninguno de mis crueles amigos, pues aparte de ser luego la diana de las bromas, me estarían despellejando vivo a costa de ello de modo que según iba creciendo, mi secreto aumentaba en los cajones de mis armarios. Me encantaba el reflejo de la seda Burdeos, la caricia del satén, la suavidad del algodón, la elasticidad del acrílico, mi vista se desvanecía en los encajes transparentes. Los dedos acariciaban una y otra vez los bordados de los distintos adornos a la vez que con los ojos entornados pensaba en su portadora. Desde los pequeños e ínfimos tangas cuyo único propósito es el de asegurar erotismo inversamente proporcional a su tamaño hasta las bragas faja color carne tan neutra en su índice de pasión como su único fin de mantener en sus límites a la grasa blanca. Toda una gama de formas, tamaños, colores, tersuras, dibujos y contrastes. Bragas azabache de vientre alto sobre el marfil blanco y liso de un abdomen juvenil o el imperceptible equilátero que destella sobre un cuerpo bronceado tropical. Rojos sangre sobre pálidas pieles asiáticas o turquesas montadas en auténticos ébanos. Si era una orgía de sensaciones y colores de la que me resultaba imposible mantenerme impasible.
Gloria iba abriendo los ojos incrédula. Su cara de bobalicona hasta me ofendía. Tampoco era una paranoia. Mi sexualidad era natural y simplemente me gustaba de esa manera, como a otros les puede gustar hacerlo de pie u otros los culos y así se lo expliqué.
- Lo siento si pongo cara boba, pero lo que me cuentas me está dejando perpléjica. Sigue por favor.
Anudándome la nuez a la garganta y con otro sorbo de malta, seguí intentando explicar el porqué y lo que sentía para que me entendieran el porqué.
Y lo que yo sentía al ver a una mujer vestida con el erotismo de sus bragas era querer que después de un tiempo me pidiera descanso, que sin resuello me implorara un tiempo muerto, que se escandalizara ella misma de lo que estaba gozando, que sintiera vergüenza de las veces que se hubiera corrido. Eso. Exactamente eso era lo que yo sentía. Estar con una chica y saber de que color eran sus bragas era el comienzo de una erección que no pararía hasta que al abandonar el altar de Eros me llevara la prenda de mi triunfo que en muchos casos guardaba el recuerdo de la noche y con el perfume característico del sexo en flor.
Yo mismo, en solitarias noches, me probaba una y otra vez delante del azogue aquellas bragas con cremallera por la cual blandía mi pene, procurando que el pulido del espejo no devolviera mi rostro para sentir que soy ¿otra?, para parecer ¿otra? moviéndose delante de mi, para no sentirme ni siquiera observado. Bragas transparentes que apenas sostenían mis testículos y bragueros con refuerzos que comprimían mi sexo castigándolo por la osadía de intentar introducirme en ellas. Llegué a afeitarme entero para ofrecerme una vista mas femenina. Bragas con sabor a fresa de una noche y bragas con luminiscencia para carreras en la oscuridad. Bragas, bragas, bragas. La mayoría eran compradas, mas las ganadas con el sudor de la noche adquirían mas sensualidad y por ende eran las más solicitadas por mis sueños, hasta el punto de sentirme castigado por mí mismo en el esfuerzo de darme placer.
Gloria parecía incómoda. He debido de excederme en mis explicaciones y no eran necesarios tantos ejemplos. La miré y terminé mi alegato con un simple
Y eso es todo.
Cogiéndome de las manos me tranquilizó. Me miraba a los ojos y tardó unos segundos en susurrarme
Ahora te comprendo.
Salimos de allí para mezclarnos un rato con la noche, entrar en algún sitio a codazos para pedir una copa y hablarnos a gritos para poder entendernos entre colas que van al servicio y canciones que compiten para ver que nota hace romper las pantallas de los altavoces. La luna fue dando la vuelta y hacía tiempo que estaba tranquilo, sin acordarme para nada del mal trago que había tenido que tragar. Además me encontraba contento. Había aliviado la carga que el secreto acumulaba en mi cabeza y como un cristiano después de su penitencia o un costalero al terminar su turno se encuentran de mejor ánimo y más livianos.
Llegamos a casa y cada uno después de desearnos felices sueños cogió la dirección hacia su respectivo dormitorio. Me desnudé introduciéndome rápidamente entre las sábanas pero sin interés ninguno en dormirme rápidamente. Mi conversación con Gloria seguía estableciéndose en mi cabeza acerca de lo que no le había tenido que decir o sobre lo que diciéndoselo habría aclarado mejor mi ¿manía?. Entre la bruma de Morfeo estaba ya metido cuando escuché llamar a la puerta y acto seguido abrirse para preguntar
-Carlos. ¿Estás dormido?
-Ahora ya no. ¿Qué quieres?
-¿Puedo encender la luz? Quiero hablar un momento contigo.
-Hazlo si lo necesitas.
Encendió la luz. Estaba a un metro y medio de los pies de mi cama. Metida dentro de una bata de raso con la que siempre le gastaba bromas de lo grande que le quedaba. Sin mover los labios descubrió un hombro, luego el otro y bajo los brazos. La bata cayó como si la hubieran matado y ante mi incrédula vista amaneció en mi habitación. Gloria. Como una diosa del jardín de la lencería se me aparecía radiante enfundada en un conjunto de Charmell verde aceituna.
De 70 a 140 las pulsaciones se dispararon. ¿A que venía todo esto?. Sin embargo no me atreví a romper el embrujo y mi mirada no se apartaba de ella. Podía pintar un óleo con esa imagen de tal manera que me quedó grabada.
Observar como los dedos se introducían en los tirantes y caían sobre sus brazos. El sujetador deslizándose por sus pechos apareciendo dos senos encrestados en dos pitones rosáceos. Alma mía. Vida mía. El contorneo de sus caderas acompañado de sus manos la hacía lasciva. Se daba la vuelta para que la viera entera y seguía bailando mi música mental, cada acorde sexual era interpretado al acto por ella. Leía mi partitura del deseo antes de imaginarla en el pentagrama rugoso de mi cerebro. Sus manos buscaban ¿pizzicatto? los puntos que emitían las notas que martilleaban mi corazón cuyo ritmo ¿allegro? marcaba un cuatro por cuatro.
Tenía toda una orquesta de sentidos tocándome hasta el fondo del hipotálamo así que opté por levantarme y acercarme a su cuerpo. Gloria me aceptó sin reservarse un solo segundo más. Nuestros cuerpos se lijaron, se frotaron el uno contra el otro, las manos bailaban de una parte del cuerpo a la otra y mi boca fue descendiendo por su cuerpo. Su cuello, sus senos, sus pezones entraron en mi boca como locos para que fueran mordisqueados y sentirse turgentes, sus costillas, su ombligo, sus caderas. Gloria permanecía hierática respirando profundamente, sin pensar en absoluto pararme. Besé su pubis por encima de las braguitas, la comisura de las ingles, sus perfilados muslos. Olí su entrepierna, olfateé sus bragas como un perro de caza, mordí mi presa y con ella entre los dientes la fui bajando. Su vello cosquilleaba en mi nariz, tenía su sexo delante de mis ojos. Un hilillo viscoso parecía ser lo único que retenía esas bragas con su cuerpo. Arrodillado llevé las bragas hasta los tobillos para despojarle de ella.
Estaba con Gloria.
Ella me levantó y metió su mano entre mis calzoncillos. De un fuerte tirón los hizo bajar liberando mi vástago tieso y rezumante. Tan duro que me daba vergüenza que me sintieran tan trempado. Se agachó y cogió mi erección para enfundarla con sus labios. Mi culo se apretó como un reflejo. No aspiraba a más. Una de mis fantasías se estaba cumpliendo y no sabía a que genio debería dar las gracias. Gloria cogió las bragas. Introduje un pié. Luego el otro. Pegadita a mi, Gloria fue subiendo aquel brocado de nylon y algodón por mis piernas, noté sus pechos en mi pene, como subían sus manos por mis muslos, como se deslizaba aquel pedazo de poliéster bordado por mi entre pierna para ajustarse en mis ingles y acoger mis estirados testículos, sentir en mi piel la humedad de su interior. Gloria se situó detrás de mí. Mi giró hasta encontrar mi imagen en el espejo. Puso sus manos en mi culo restregando el suave compuesto contra mis nalgas mientras me sorbía la nuca. Pasó sus brazos por mi costado y atenazó mi miembro que a duras penas se mantenía dentro de los límites del elástico para comenzar de nuevo aquel baile que expulsó mi voluntad.
Lo apretaba con fuerza, lo exprimía y mi pecho se henchía y expiraba al compás de su mano. La tela se extendía arriba y abajo. Me masturbaba lentamente. Hasta el espejo nos devolvía la imagen más erótica que la propia realidad. Verme así me producía tal excitación que de mi polla manaron gotas de liquido que ensombrecieron las bragas. Me lubricaba a la vez que profanaba la pureza de aquel bordado. Me entorné y apretando mi pene contra ella la besé con ansia. Gloria me abrazó y susurró en mi oído:
- Quiero que mañana me sienta avergonzada de haberme corrido tantas veces.
No podía mas que pensar en no dejar pasar la ocasión de hacer realidad algo que siempre había imaginado. Me separé de su piel y me acerqué al cajón de mis secretos. Al fondo, envuelta todavía en su virginal caja, reposaba el tesoro de mis fantasías. Las saqué con cuidado, mirándolas como el que va a sacrificar un animal, como el que descorcha un gran reserva. Un incunable que por primera vez va a ver la luz.
Ella comprendió. Se acercó a mí y apoyando sus manos en mis hombros levanto un pie para que pudiera ponérselas. Luego el otro. Subieron por sus pantorrillas, escalaron sus rodillas, treparon por sus muslos. En ese momento vi mejor su sexo. Sus labios se habían abierto, su turgencia aumentaba y un rocío viscoso los hacía brillar. Me habría lanzado a chuparlos, a morderlos, pellizcarlos y atraparlos con mi boca, como me pedía la verga loca de sangre acumulada en un ya morado capullo. Rechacé ese ímpetu y proseguí vistiéndola con esa perla.
Cuando acabé de ajustar la prenda de mi deseo, parecía que habían sido fabricadas a mano para ella. Blancas como una nube de algodón, se estiraban para cubrir su pubis, sus labios se marcaban en ellas con palabras de amor. Los encajes se adaptaban como tatuajes blancos en su piel de fondo moreno. Esas bragas de Victoria parecían ganchillo de las mujeres de La Alberca. Divina. Preciosa. Majestuosa.
Ahora yo me situé detrás de ellas. Poco a poco la giré para que se viera en el largo espejo del armario. Mi cabeza asomaba por detrás de su hombro y podía ver como sus manos acariciaban los bordes de la braguita. Su mano se apretó contra ella al pasar por su pubis, y el dedo corazón hizo que su sexo abrazara un poco más el trozo de tela. Presentí que estaba empapando de su olor sexual mi trofeo.
Mordisqueé su cuello y succioné la yugular. Un escalofrío la recorrió y levantó las manos para sujetar mi cabeza, intuí que quería más. Sus pechos también se elevaron. Apreté sus senos con mis manos, los magreé, oprimí sus pezones y tras un suspiro profundo y un susurro de gemido giró su cuello, besándome con pasión, abriendo su boca esperando que metiera mi lengua en ella y jugase con la suya a enlazarse, ensalivarse, esquivarse.
Yo no perdía ojo a lo que el espejo me reflejaba. Mis manos dejaron sus senos para acariciar con las puntas de mis dedos, con el borde de mis uñas, sus costilla, su ombligo, su vientre, sus costados. Bajaron un poco el elástico sobre el vientre y descendieron hasta tocar el borde del ralo vello que precedía a su sexo. Su vientre tembló. Tiritó durante unos instantes. Envalentonado por ese acierto, mis aventureros dedos descendieron por su corto vello y llegaron al principio de mi deseo. Los bajé un poco más y ella cerró los muslos atrapando mi mano. La forma de mi mano se adivinaba en el espejo debajo de las bragas extendidas. Seguía con la mano apresada, no me dejaba moverla. La mano izquierda seguía manteniendo erecto su pezón izquierdo y por detrás la tranca rojiza se apretaba entre sus nalgas. Mi excitación estaba ensombreciendo a corros el impoluto algodón.
Hice un intento.
Mis dedos penetraron más abajo y ella relajó las piernas. Los dedos acariciaron sus labios y sentí su humedad. Su grado de excitación era enorme y el líquido lubricaba todo su sexo. Flexionó un poco las piernas, separó un poco los tobillos y fue suficiente para que uno de mis dedos resbalara dentro de ella. Eso la aflojó, pues un suspiro largo y medio ahogado salió de su garganta. Apreté aún más mi mano contra ella. Con la palma daba cortos giros sobre su clítoris, con los dedos abría los pétalos de su sexo y con el cuerpo parecía que la estaba follando. Su flujo aumentó y su respiración comenzó a descompasarse. Eso lo conocía y sabía lo que venía. La frecuencia se elevó, la profundidad aumentó, su mano se unió a la mía por encima de la braga, bailando igual danza, hasta que la inmovilizó y se contrajo sobre sí misma en un largo estertor. El orgasmo la mantuvo quieta durante unos segundos, por un momento creí que no hubiera podido mantenerse en pié, pero una vez recobrada, saco mi mano de entre las bragas, cogió uno de mis dedos que la habían invadido y lo limpió alrededor de sus pezones, aumentando su brillo. Se dio la vuelta y mirándome a la cara se llevó ese mismo dedo a su boca, lo lamió, cerró los ojos y sujetando mi nuca con las manos me sorbió el seso con un beso. Me sacaba el aire del interior y me llenaba la boca con su lengua. Mi pene, por su parte, hacía su propia guerra golpeando levemente contra su vientre, llamando locamente a su interior. Una aldaba del sexo picando en la puerta de ese sexo algodonoso. La levanté en brazos y en dos pasos la dejé sobre mi cama.
De rodillas me situé entre sus piernas, mirando su rostro inocentemente pillo. Agarré las bragas por el costado y ella levantó el culo para que paco a poco consiguiera hacer bajar esas bragas que se resistían a ser despegadas de esa piel tersa. Su coño volvió a aparecerse ante mí y en las bragas quedaban restos de un estertor pasado. Salieron por los tobillos y con ellas empecé a acariciar su cuello. Dejaba que el borde rozara su cuello, surcara el canal de su pecho, arribara en sus pezones y descendiera hasta su ombligo. Su belleza reflejaba tan pronto el reláx de las caricias, como de repente fruncía el ceño para soportar el borde erótico de las bragas, cuando la lívido hacía remontar su deseo. Sostenidas en alto, el encaje bordeaba su rajita, palpaba sus labios hinchados y mojados. cuando dejaba de hacerlo, ella levantaba las caderas, buscaba con su pubis el extremo de las bragas, se abría para poder percibir mejor esas tenues caricias que la mantenían tan erotizada, como duros y carnosos se manifestaban sus pezones.
Sustituyendo el encaje, me incliné sobre ella y mi lengua rebañó esos tetones inhiestos, intentando derribarlos en cada lengüetazo. Mi boca los engulló y mis labios los succionaron estirándolos casi hasta el dolor. Alternando cada pecho, haciendo malabarismos, impedía como el chino de los platos que ninguno de los dos cayera en excitación. El ansia me apremiaba, aunque quisiera seguir deleitándola con mi saliva. Pasé por su vientre marcando un rastro brillante, sus caderas probaron mis dientes y mi nariz se incrustó en las ingles. Me incorporé para ver esa belleza. Observar su cuerpo entero, tan dispuesta, tan cándida. Dejándome hacer y deshacer su gozo, me llevó a acariciar mi polla, sentir sus latidos, recordarla que tendría que aguantar un poco más, que sería recompensada en breve si era capaz de no nublarme el deseo y romper el ambiente que allí reinaba.
Su mano izquierda bajó, suavemente mientras las uñas marcaban su torso. Los dedos corazón e índice bajaron hasta su pozo del deseo y abriéndose en uve, me enseñaron el color de la perdición. La mano derecha se vio invitada y la yema del índice golpeó su clítoris que estiró su cabeza para comprobar si preguntaban por el. La sonrisa de su cara, el brillo de sus ojos me convidaban a saborear la fuente de la carne.
Aproximé mi boca a su cáliz y mantuve mi respiración cerca de él. Quería que ella notara mi aliento entrecortado por la excitación que me atenazaba. Que la espera le pusiera nerviosa y supiera que me estaba enseñando todo por dentro. Todo. Que sin pudor, estaba espatarrada con mi nariz a escasos centímetros de su sexo. Soplándolo para enfriarlo un poco y como las cenizas lo único que consigo es avivarlo más. Su turgencia aumenta, su brillo se hace más acusado y una gota de su humedad resbalaba por el perineo y se ocultaba jugando entre las nalgas. Mis labios besaron los suyos y sus piernas presionaron levemente mis sienes. ¡¡¡Por dios!!! ¡¡¡que caliente estaba!!!. Mi lengua se fundió en sus líquidos y repasaba su sexo. Sus jadeos aparecieron y las caderas bailaban al toque de mi lengua que tintineaba contra su clítoris, que embebido en su humedad había pujado como un rosáceo garbanzo. Pasé mis brazos por debajo de los glúteos y levanté sus caderas para que mi boca se uniera a todo su sexo y poder mamar de él, chuparlo, besarlo, apretarlo con los labios y lamerlo con toda la presión de mi lengua. Los jadeos dieron paso a una respiración forzada, el aire quería pasar por sus dientes apretados y la garganta rugía quedamente. La mantuve ahí durante unos pocos minutos, no quería que reventara aún, su hervor me excitaba más a mí y sus jadeos se presentaban ahora como gemidos agónicos plasmados en sus venas engrosados que se desmarcaban al estirar el cuello. Ahora sí, ahora. Mi lengua borracha de sus líquidos, saltaba desde su interior al botón de los sueños a un fuerte ritmo, mis dedos se introducían jugando con el chapoteo denso de su excitación y mi dedo más atrevido rodeaba su ano estimulando su estriado esfínter. No podía más. No necesitaba más. Levantó más las caderas y apoyada en sus talones, tenía todo el cuerpo en vilo. La espalda arqueada y las nalgas apretadas reteniendo mi dedo me avisaron antes que un largo gemido, que todo el gusto de su cuerpo se había convertido en un gran orgasmo, cenit del clímax. Mantuvo esa posición durante un tiempo y cuando se fue relajando, su espalda descendió hacia el colchón. El entrecejo fruncido delataba que todavía estaba en la gloria y su posición casi fetal marcaba una frontera, un límite, para no traspasarlo e interrumpir ese momento. Sin querer moverse para no espantar los últimos coletazos de "su" orgasmo, que aún sintiéndolo mucho se va difuminando poco a poco, terminando por disolverse por todo su cuerpo.
Dejé que disfrutara y me levanté con las bragas en la mano. Las dí la vuelta y las olí. Me las puse y con su humedad en mis huevos estirados, me coloqué enfrente del espejo. Mi mano agarró la polla, las bragas y mi deseo. Todo el conjunto subía y bajaba enfrente de mí, como si me apuñalara la ingle con lentas estocadas. Mi imagen copiada por el azogue del espejo, el recuerdo de ella en ropa interior, sus jadeos en mi memoria, sus gritos entrecortados, hacían que las venas de mi verga se hincharan a punto del aneurisma. El glande amoratado pedía misericordia y un poco de relajación. Unos labios besaron mi espalda, a la vez que unos brazos rodeaban mi pecho. Rotó sobre mí y me empujó un poco para que me sentara en una silla dispuesta por ella detrás de mí. Sacó mi mano del interior de las bragas y se arrodilló.
Levantó mi verga que hizo estirar en conjunto de la tela y se lo llevó todo a la boca. Notaba su lengua por encima del bordado húmedo de su saliva, sus labios empapaban mi capullo y yo lo veía. Al rato, se levantó. Se puso de espaldas a mí entre mis piernas, sacó mi cipote de la prisión elástica y se sentó sobre ella. Pasó sus piernas por encima de las mías y la penetración fue más profunda. La sentí entera. Percibí todas sus paredes envolviendo mi pene. Y lo estaba viendo. Con las manos apoyadas en mis caderas, subía y bajaba las suyas para mi deleite. Y lo vi. Mi vástago entraba y salía de ella y yo tenía que respirar pausadamente para no terminar tan pronto. Y lo estaba viendo. Vi mis piernas inmóviles sujetar las suyas colgantes. Vi su sexo abierto zamparse una y otra vez mi palo de carne y sangre. Vi como estiraba su torso y se marcaban sus costillas un su profundo respirar. Vi como sus senos acompasaban a su cuerpo al rebotar contra el mío. Vi su boca entreabierta inspirar aire y expirar gemidos. Vi sus ojos entrecerrados ver la misma escena que yo en el rebote de nuestra imagen. Vi su frente arrugarse entre el esfuerzo y el gozo. Y sobre todo ví mi cuerpo enfundado en aquel pedazo de algodón tejido al que nunca se le irá el olor a "Gloria".
FETICHISMO: Desviación sexual que consiste en fijar alguna parte del cuerpo humano o alguna prenda relacionada con el, como objeto de la excitación y el deseo
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