Mi secretaria tiene cara de niña y cuerpo de mujer
Nunca supuse que tras esa cara de niña buena se escondiera una hembra hambrienta de sexo y menos que esa cría deseara que fuera yo quien hiciera realidad sus fantasías. RELATO REVISADO Y VUELTO A SUBIR CON LA INTENCIÓN DE TERMINAR ESTA SERIE
COMO YA OS CONTÉ, HE DECIDIDO TERMINAR LAS HISTORIAS QUE DEJÉ INCONCLUSAS Y CON ESTE CAPÍTULO REVISADO, DOY INICIO A SU PUBLICACIÓN.
Introducción
Cuando acepté ese nuevo trabajo, sabía que eso representaría un cambio en mi vida pero jamás me imaginé que mi traslado a esa ciudad de provincias pudiera suponer un vuelco tan brutal.
Recién divorciado y con cuarenta años, estaba cansado de Madrid y por eso en cuanto me surgió la oportunidad de huir del tráfico de la capital, vi en ello una forma de volver a empezar.
Todavía recuerdo mi entrevista con Don Sebastián, el gran mandamás de la empresa, en la cual me ofreció hacerme cargo de la oficina de Oviedo.
―Confío en ti para levantar esa sucursal― me dijo el muy cabrón: –Si lo consigues, te ganarás un ascenso dentro de la compañía― me prometió con una sonrisa, obviando que por ese puesto habían pasado tres ejecutivos y ninguno se había quedado.
Asumiendo que no iba a ser fácil, decidí admitir la encomienda al escuchar de sus labios que llevaba aparejada un aumento de sueldo y cerrando el acuerdo con un apretón de manos, me nombró delegado de Asturias.
Para los que no lo sepáis, Asturias es una región de España famosa por su belleza natural pero también por su clima:
“Llueve a todas horas”.
Siendo de secano, comprendí que iba a tener que acostumbrarme a caminar por calles permanentemente mojadas pero sin ninguna atadura a Madrid, vi en ello una incomodidad y no una barrera inexpugnable.
Deseando celebrar ese “ascenso”, llamé a un amigo y me fui de copas. Juntos, decidimos ir a un afamado local en ña Castellana. Llevábamos un par de cervezas cuando vi aparecer a un pibón. Tras su uniforme de camarera, ese pedazo de mujer era espectacular.
«¡Menudo culo!», exclamé al advertir que dos nalgas duras y paradas que nada tendrían que envidiar con las de una modelo.
Babeando desde mi asiento, no pude dejar de valorar en su justa medida el cuerpazo de esa hembra. Casi tan alta como yo, su metro ochenta no era barrera suficiente para que pudiera reconocer que la empleada de ese bar estaba buenísima.
―¡Porque me voy mañana que si no!― pensé mientras mi mirada se perdía en su escote.
No me podía creer que el día que me despedía de Madrid, la casualidad me hiciera conocer a semejante pandero y menos que viendo la reacción que provocaba en el respetable, no le importara lucirlo con descaro. Mas excitado de lo que me gustaría reconocer, le pedí una nueva ronda mientras me imaginaba a esa rubia desnuda haciéndome una paja. Os juro que nada más pensar en ello, mi pene se puso duro como piedra y por mucho que intenté disminuir mi calentura, la visión de esos dos melones y de ese magnífico culo lo hizo imposible.
Alucinado por su belleza, no pude dejar de seguirla con la mirada mientras recorría arriba y abajo el local. Varias veces, me pilló mirándole las tetas y sabiéndose observada, se dedicó meneando sus caderas a hacerme una demostración del magnífico cuerpo que tenía.
La muy zorra consiguió su propósito y en poco tiempo supe que estaba en celo al sentir que me hervía la sangre y que mi herramienta me pedía acción. Justo cuando había decidido irme de putas con mi amigo y así liberar mi tensión, vi que se dirigía al lavabo y desde ahí me hizo una seña para que la siguiera. Tras unos momentos de incredulidad miré hacia los lados y viendo que nadie me veía me introduje en el baño tras ella.
No le di tiempo ni para respirar, y antes que pudiera echarse para atrás, me apoderé de sus labios mientras empezaba a desabrocharle el uniforme. Como dos resortes, sus pechos saltaron fuera de su sujetador para ser besados por mí. Eran grandes, duros con dos aureolas negras como el carbón de las que di rápidamente cuenta. La camarera a duras penas me bajó la cremallera liberando mi miembro de su prisión, mientras gemía por la excitación. En cuanto tuvo mi sexo en sus manos se arrodilló enfrente de mí y lo fue introduciendo lentamente en la boca, hasta que sus labios tocaron la base del mismo.
Le cogí de la melena forzándola a proseguir su mamada. Mi pene se acomodaba perfectamente a su garganta. La humedad de su boca y la calidez de su aliento hicieron maravillas. Mi agitación me obligó a sentarme en la taza del wáter, al sentir como las primeras trazas de placer recorrían mi cuerpo. Estaba siendo ordeñado por una mujer en el baño de la que desconocía su nombre. Ni siquiera había cruzado con ella dos palabras antes de poseerla. Lo extraño de la situación hizo que me corriera brutalmente en sus labios. La chavala no le hizo ascos a mi semen, y prolongando sus maniobras consiguió beberse toda mi simiente sin que ni una gota manchara su uniforme.
Satisfecho le pregunté su nombre:
―Patricia― contestó y como si nada, me soltó: ―Son doscientos euros.
Pagándole la cantidad que me pedía, salí del baño muerto de risa y con mi ánimo repuesto volví a ocupar mi sitio en la barra. Como si nada hubiese ocurrido durante esos cinco minutos, Patricia nos invitó otras copas sin que nada en su actitud llevara a mi amigo a sospechar que pocos segundos antes me había hecho una mamada. Solo cuando pagamos la cuenta, me preguntó:
―¿Vas a volver?
―Eso espero― contesté.
Poniendo una sonrisa de oreja a oreja, recogió mi vaso mientras disimuladamente me pasaba su teléfono en un papel.
Capítulo 1
Como no podía ser de otra forma, el día en que tomé posesión de mi nuevo puesto estaba lloviendo. No penséis que una ligera llovizna, os juro que parecía el diluvio universal. Para que os hagáis una idea, en el breve tramo entre salir del taxi que me llevó y las oficinas, me empapé y por ello mi entrada triunfal resultó bastante patética.
Calado hasta los huesos, por no decir hasta los huevos, mis primeras palabras fueron para pedir una toalla con la que secarme.
―Existe algo llamado paraguas― respondió muerta de risa la jovencita que me abrió la puerta.
―Menos cachondeo― respondí molesto por la guasa, no en vano yo iba a ser su jefe― soy Manuel Giménez y he quedado con Alberto Torres.
La cara de la cría palideció al darse cuenta de quién era y roja como un tomate me trajo la toalla que le había pedido, diciendo:
―Disculpé pero pensaba que era un turista y no el nuevo director. Ahora mismo llamo al gerente― tras lo cual, salió corriendo en busca del interlocutor que me iba a presentar al resto del equipo.
Mi llegada había empezado mal pero empeoró cuando al cabo de diez minutos, la misma chavala volvió y sin haber conseguido encontrarle, se inventó la excusa que el ejecutivo en cuestión estaba en mitad de un atasco.
―¡Ni que estuviéramos en Madrid!― contesté con muy mala leche mirando mi reloj y ver que llevaba al menos media hora de retraso.
No tuve que ser un genio para comprender que la relajación era la norma general en esa delegación. Decidido a que eso sería lo primero que tenía que cambiar, le pedí que me enseñara mi despacho.
La muchacha supo que no la había creído y con la cara desencajada, me llevó hasta el lugar que en teoría estaba reservado para mí.
«Menuda mierda de sitio», pensé al ver el oscuro cubículo en el que tendría que pasar tantas horas del día.
Cabreado, le pedí que me mostrara el resto. La niña, obedeciendo, me enseñó las distintas dependencias entre las que se encontraba la oficina del impresentable que me había dejado plantado. Al ver que era un despacho el doble que el mío y con una espléndida vista, me apropié del lugar diciendo:
―Llama al conserje para que se lleve las cosas del señor Torres al otro despacho, ¡me quedo con este!
La morenita no sabía dónde meterse pero asumiendo que no le convenía contrariar al que iba a ser su superior, obedeció de forma que cuando, después de cuarenta y cinco minutos, llegó el susodicho se encontró que le había arrebatado su mesa, su silla y hasta su ordenador.
Por supuesto que intentó protestar pero me mantuve firme en mi decisión y pasando por alto sus quejas, le solté la primera de las muchas broncas que a partir de ese día le echaría hasta que cansado de mí, dimitió.
El segundo problema con el que tuve que lidiar fue con Beatriz, la secretaria que me habían asignado, la cual acostumbrada al ritmo de sus antiguos jefes, no aceptó de buen grado la carga de trabajo que le encomendé y de muy malos modos protestó diciendo:
―Nunca nadie me ha tratado así.
Decidido a dar un escarmiento a toda la oficina, le contesté:
―Ya se ve que no y así va esta delegación― y luciendo la mejor de mis sonrisas, le espeté: ―Como no voy a cambiar, ahora mismo decida. O trabaja a mi modo o tendré que buscarme otra secretaria.
Creyendo que los cinco años que llevaba en la empresa eran una salvaguarda a su puesto, la muy boba se atrevió a decirme que buscara a otra. Sin hacer aspavientos, dejé que volviera a su mesa para llamar a María, la joven que me había servido de guía y le pedí que entrara al despacho.
Una vez sentada, le comenté:
―Me han encomendado salvar esta delegación, para ello necesito a mi lado personas con ganas de trabajar, que me obedezcan y sin limitaciones de horario. ¿Puedo contar contigo?
―Por supuesto― contestó.
―Bien, entonces a partir de ahora serás mi asistente. Tu primera tarea, será redactar el despido de Beatriz. ¿Algún problema?
―Ninguno, en cinco minutos lo tendrá sobre su mesa.
Desde esa misma tarde, comprendí que había acertado eligiendo a esa cría como ayudante. Encantada con su nuevo puesto y sus nuevas responsabilidades, María se concentró en cumplir mis órdenes y ya cerca de las ocho de la tarde, tuve que mandarla a descansar diciéndola que podía terminar al día siguiente.
―No se preocupe― respondió― váyase usted, ya casi acabo― la seguridad de sus palabras me hizo creerla y cogiendo mis cosas, salí rumbo al hotel donde me hospedaba.
No fue hasta el día siguiente cuando al volver a mi despacho y me encontré con todo la información que le había pedido encima de mi mesa, cuando me percaté del volumen de curro que le había encomendado. Estaba todavía alucinando con lo que había elaborado en solo un día cuando escuché que tocaban a mi puerta. Al levantar mi mirada, la vi entrar sonriendo:
―Buenos días, jefe. Le he traído un café, espero que le guste con azúcar.
Reconozco que me gustó su tono servicial y mientras removía con una cucharilla la bebida, pregunté a qué hora había terminado la noche anterior.
―A las once y media― respondió sin que su rostro reflejara queja alguna.
No sabiendo que decir, le ordené que me preparara una reunión con los vendedores para ese mismo día. La chavala asintió y saliendo de mi despacho, se puso a organizarlo todo mientras me ponía a revisar los informes que ella había elaborado.
«Esta niña es una joya», medité al comprobar la calidad de su trabajo. No habiéndoselo pedido, María había desarrollado de manera rudimentaria pero eficaz un pormenorizado análisis de las fortalezas y debilidades de los distintos clientes. «Me ha ahorrado una semana de estudio», sentencié satisfecho.
Estaba todavía revisando esos papeles cuando entrando nuevamente en mi despacho, María me informó que ya había contactado con todos los vendedores y que la reunión tendría lugar a las seis de la tarde.
―¿No es un poco tarde?
Muerta de risa, contestó:
―Son una pandilla de vagos, ya es hora que se enteren que ha llegado un “líder” que les va a hacer trabajar.
La entonación con la que pronunció la palabra “líder” me hizo vislumbrar en ella una especie de adoración que nada tenía que ver con alguien que acababa de conocer. María, confirmó mis sospechas cuando sentándose frente a mí, me dijo:
― Apenas me ha tratado pero desde que me otorgó su confianza, siento que su éxito será el mío y por eso quiero que sepa que puede contar conmigo para todo. Seré su herramienta y jamás discutiré sus órdenes. Llevo soñando desde que entré a trabajar en esta empresa, con que el día que llegara un jefe que supiera valorar en su justa medida mis capacidades― y haciendo una breve parada, sin importarle lo exagerado de sus palabras, prosiguió diciendo: ―Sé que usted es ese guía que necesitaba y que junto a usted, creceré como persona.
Si ya de por sí esa declaración de intenciones era desmedida, lo que realmente me impresionó fue observar en sus ojos que era sincera. Por eso, medio cortado, quise quitar hierro al asunto diciendo en son de guasa:
―Ten cuidado, no vaya a tomarte la palabra y exigirte algo que seas incapaz de dar.
Sorprendiéndome nuevamente, esa morenita respondió con una dulce sonrisa en sus labios:
―Cuando le he dicho que puede contar conmigo para todo, es ¡para todo!― tras lo cual, se levantó dejándome pensando en el significado de sus palabras.
«¿Se me ha insinuado o solamente quería dejar clara su fidelidad como trabajadora?», pensé mientras la veía alejarse rumbo a su mesa. A pesar que de esa conversación no podía deducirse nada fuera de un ámbito profesional, por su tono, deduje que había algo más.
Sin tiempo que perder, dejé de pensar en ello y me puse a preparar mi reunión con los agentes. Estudiando el tema, de nuevo los informes que había preparado esa cría me sirvieron de gran ayuda y antes de las dos, ya me había hecho una idea de todos y cada uno de esos tipos. La mayoría de ellos tenía una buena base comercial pero tras años dejados a su libre albedrío, se habían apoltronado en su puesto y estaban cometiendo el peor de los pecados en un buen vendedor: ¡habían perdido el hambre de nuevas operaciones!
«A partir de hoy, deben saber que eso de quedarse en la oficina, se ha terminado», me dije mientras tomaba el paraguas para salir a comer.
―¿Ya se va?― preguntó María desde su mesa.
Fue entonces cuando hice algo que nunca había hecho hasta entonces, olvidándome que era mi secretaria y mirándola a los ojos, contesté:
―Coge tus cosas que te invito a comer.
Tras la sorpresa inicial, aceptó y cerrando su ordenador, me pidió un minuto para pasar al baño. Ese minuto se convirtió en un cuarto de hora pero os tengo que reconocer que no me importó la espera cuando la vi salir.
«Joder, ¡menudo cambio!», mascullé para mí al darme cuenta por primera vez que, tras esa cara de niña buena, se escondía un pedazo de mujer.
Si os preguntáis por qué la respuesta es muy sencilla, María había aprovechado ese tiempo para maquillarse y sintiéndose guapa, hasta su caminar había cambiado. Dejando atrás a la cría, la María que salió del servicio era una hembra deslumbrante, sabedora de su atractivo.
―¿Nos vamos?― preguntó con alegría.
Más afectado de lo que debería estar, sonreí y abriéndole la puerta, la dejé pasar delante para así poder valorar su trasero.
«Tiene un culo cojonudo», sorprendido confirmé, que a pesar de no haberme fijado antes, era dueña de unas preciosas y duras nalgas.
Si de por sí ese descubrimiento me había alterado las hormonas, mi zozobra se incrementó cuando debido a la lluvia, María se refugió bajo el paraguas que acababa de abrir. Obviando que yo era su jefe, esa bebita pasó su mano por mi cintura mientras se pegaba a mí.
«Tranquilo, macho», tuve que repetir al darme cuenta que me estaba excitando su cercanía.
Aun así, inconscientemente la abracé cuando de reojo un taxi se acercaba. Mi asistente, lejos de molestarle mi gesto, parecía encantada y levantando su mirada, me preguntó dónde la iba a llevar a comer.
«Dios, ¡qué buena está!», exclamé en mi mente al ver su boca a escasos centímetros de la mía.
Juro que estuve tentado de morder esos carnosos labios pero afortunadamente, pude contener mis instintos animales y aprovechando que el taxista había parado, abrí la puerta del coche. María entró en su interior pero en vez de moverse hasta el otro lado, se sentó justo en la mitad del asiento, de forma que nuestros cuerpos quedaron uno junto al otro al sentarme.
―No me has contestado, ¿dónde vamos a comer?― susurró en mi oído sin separarse y tuteándome por primera vez.
Mi pene se despertó de inmediato al sentir su aliento sobre mi piel y dejándome en ridículo se alzó bajo mi pantalón. Fue tan evidente mi erección que no le pasó inadvertida y al advertirla, la pobre criatura no sabía dónde meterse. Totalmente colorada, se movió hacia la ventana mientras haciendo como si no pasara nada, le contestaba que me habían hablado muy bien de la Casa Fermín.
―Es un sitio carísimo― respondió incapaz de girarse.
Cabreado y molesto por mi torpeza, alzando la voz, contesté:
―¡No discutas! Lo he dicho yo y basta.
Mi exabrupto tuvo un efecto no previsto, bajo la camisa de María como por arte de magia aparecieron dos pequeños montículos señal que esa orden tajante la había puesto cachonda. Mi extrañeza se multiplicó exponencialmente al oírla murmurar:
―Lo siento, te juro que no era mi intención llevarte la contraria.
«No es normal la actitud de esta chavala», medité al descubrir una especie de satisfacción al sentirse recriminada, «es como si le gustara que la dirijan».
Asumiendo que tendría tiempo de sobra de indagar en ello, pasé página y me concentré en sus rasgos. Su pelo negro y corto relazaba la palidez de su piel pero no conseguía endurecer sus facciones porque la dulzura de sus ojos oscuros lo impedía
«Es una monada», sentencié enfadado al darme cuenta que al menos le llevaba veinte años, «puedo ser su padre».
Estaba rumiando nuestra diferencia de edad cuando el taxista nos informó que habíamos llegado y tras pagar la carrera, salimos del coche. Esta vez, María mantuvo las distancias y siguiendo mi paso, entramos al restaurante. El maître debió de pensar que éramos familia y que ella era menor porque al pedir una botella de vino, educadamente me preguntó qué era lo que iba a beber mi hija.
Al escuchar esa metedura de pata en boca de alguien que se le supone profesional, solté una carcajada pero entonces María muy molesta, contestó:
―El señor no es mi padre. Mi padre ha muerto.
El dolor que manaba de sus palabras me hicieron compadecerme de ella y cogiendo su mano entre las mías, le dije que lo sentía mucho.
―No hay problema― respondió al tiempo que se echaba a llorar como una magdalena.
Os juro que no me esperaba esa reacción y enternecido la abracé. Ella al sentir ese cariñoso gesto, hundió su cara en mi pecho mientras me decía:
―Le echo mucho de menos. Con él me sentía segura.
―Tranquila― respondí acariciando su pelo― conmigo tampoco tienes nada que temer.
La tristeza de la cría se transformó en alegría al escuchar esa frase y levantando su mirada, preguntó:
―¿Eso quiere decir que quieres protegerme o lo dices por decir?
Alucinado por la pregunta contesté, sin saber bien a que me comprometía, que mientras me obedeciera siempre cuidaría de ella.
Mi respuesta la satisfizo y con genuina felicidad, esa rubia:
―Si te obedezco en todo y no discuto tus decisiones, ¿me aceptarías como tu pupila y serías mi tutor?
Fue entonces cuando caí en la cuenta que la propuesta de María iba más allá de lo profesional y no queriendo asumir un compromiso sin tenerlo claro, quise antes conocer en profundidad a que se refería. Al preguntárselo, contestó:
―Mi madre fue inmensamente feliz mientras mi padre vivía. Nunca se arrepintió de plegarse a sus deseos y que él decidiera lo que había que hacer.
―¿Me estás diciendo que quieres que yo sea una especie de mentor y que deseas formar parte de mi vida fuera de la oficina?― impresionado insistí.
―Sí. Siempre he soñado con maestro al que seguir y creo que tú puedes ser el hombre indicado. Me entregaría a ti en cuerpo y alma― el brillo excitado de sus ojos ratificó sus palabras mientras involuntariamente sus pezones adquirían un desmesurado tamaño.
Ya convencido que María era una sumisa sin dueño y que lo que realmente buscaba era servirme, contesté:
―Pensaré en tu oferta― y llamando al camarero, le informé que comeríamos el menú de degustación mientras frente a mí y sentada en su silla, la morena no dejaba de sonreír asumiendo quizás que era cuestión de tiempo que aceptara su extraña oferta.
Durante la comida ninguno de los dos hizo referencia al tema pero cuando nos trajeron el café, mi asistente dio un nuevo paso en su entrega al decirme:
―¿Tienes visto algún piso donde vivir?
―Todavía no. Sigo viviendo en un hotel porque no he tenido tiempo de buscarlo― acepté.
Nuevamente esa criatura me sorprendió diciendo:
―Te lo digo porque si quieres le pregunto a mi madre si te alquila la habitación de invitados. A ella le vendría bien el dinero y estoy segura que le gustaría el tener de nuevo un hombre en casa.
Tanteando sus verdaderas intenciones, muerto de risa, le solté:
―No lo creo y más si termino aceptando tu oferta.
En ese instante, María me terminó de descolocar al poner un gesto de extrañeza mientras me decía:
―No entiendo, ¿por qué lo dices?
Tanteando el terreno comenté sin ser muy preciso no fuera a ser que hubiese malinterpretado los términos de su propuesta:
―Joder, María. No creo que le guste saber que su inquilino es el “mentor” de su hija.
―Al contrario― contestó― me ha educado para eso y estaría encantada de saber que tengo un amo que me cuida y enseña. Pero antes tiene que aceptarte.
Con una naturalidad increíble, me acababa de confirmar su naturaleza sumisa y eso fue el empujón que necesitaba para decidirme. Ya convencido respondí, al tiempo que cogía su mano entre las mías:
―Si no quiere, tendrás que buscar otra casa donde vivas conmigo.
Tardó unos segundos en comprender que estaba aceptando su oferta y entonces, con un júbilo desbordante, se levantó de la silla y sentándose sobre mis rodillas, me besó mientras me decía:
―Nunca dejaré que te arrepientas de hacerme tuya.
Usando mi poder recién adquirido, dejé caer mi mano por su cintura y por primera vez, acaricié su trasero. María al sentir mis dedos recorriendo sus nalgas, susurró en mi oído:
―Solo espero que mi madre también te acepte como maestro.
No entendí la insinuación que me hizo y creyendo que insistía en la necesidad de permiso de su progenitora, contesté:
―Me da igual lo que diga― y dando un suave azote en ese culito que deseaba desflorar, descojonado, comenté: ―Serás mía cuando y como quiera.
Mis palabras lejos de preocuparla, le hicieron gracia y con un tono pícaro en su voz, respondió:
―Entonces, pronto tendrás dos mujeres que te cuiden y yo no tardaré mucho en cumplir mis deseos.
Tras lo cual, cogió su teléfono y marcando a su vieja, esperó a que contestara para sin ningún tipo de rubor decirle:
―Mamá, como te anticipé anoche, mi nuevo jefe ha aceptado quedarse con nosotras.
Aunque no lo oí, su vieja debió de aceptar porque colgando el móvil, sonriendo, me espetó:
―Después de la cita con los vendedores, mi madre nos espera en casa.
Como imaginareis con razón, durante el resto de la tarde, mi mente estuvo dando vueltas al tema y cuanto más pensaba en ello, más extraño me parecía todo. No en vano según María, su madre no solo no pondría reparo alguno a su sumisión sino que la vería con buenos ojos.
«¿Qué tipo de mujer será?», me preguntaba una y otra vez.
Al terminar la reunión con los representantes de Asturias, os tengo que confesar que estaba confuso y por ello cuando nos quedamos solos, la llamé a mi despacho.
―Cierra la puerta― le pedí al no querer que nadie nos interrumpiera.
La cría obedeció de inmediato y tras pasar el pestillo, se acercó con un peculiar brillo en su mirada. Sus movimientos reflejaban nerviosismo pero también la satisfacción de saber que tenía dueño y por ello no pudo reprimir su felicidad cuando le ordené que se sentara en mis rodillas.
Al satisfacer mi deseo, suspiró y confirmando su disposición, susurró en voz baja:
―¿Qué es lo que desea mi dueño?
No siquiera la contesté y llevando mi mano hasta los botones de su camisa, me puse a desabrochar uno por uno mientras intentaba descifrar su reacción. El silencio de María fue total pero su cuerpo mostró involuntariamente una calentura sin igual y por ello cuando terminé de soltar el último botón, esa criatura tenía los pezones erectos.
―¿Te pone cachonda que te desnude?― pregunté al menos tan excitado como ella.
―Mucho― consiguió mascullar presa del deseo.
Su sometimiento me permitió soltar el cierre de su sujetador, liberando por fin sus pechos.
―Tienes unas tetas preciosas― comenté admirado por el tamaño y la forma de esas dos maravillas que tenía a mi disposición.
Reconozco que no pude dejar de admirar la belleza de su juvenil cuerpo. Dotada de un pedazo de ubres que serían la envidia de cualquier mujer, esa jovencita era todo lujuria. Si sus tetas eran cojonudas, su duro trasero no le iba a la zaga. Con forma de corazón parecía diseñado para el disfrute de los hombres. María al advertir el efecto que provocaba en mí, se acercó y llevando sus manos a mi cinturón, comenzó a desabrocharlo. Bajo mi pantalón, mi verga se alzó y por eso cuando me la sacó, ya lucía una impresionante erección.
―Reconoce que me deseas― susurró mientras se arrodillaba y lentamente se la metía hasta el fondo de la garganta.
Me quedé paralizado al notar sus labios abriéndose y recorriendo la piel de mi extensión. Aunque todo me indicaba que era una mujer fogosa, rápidamente comprobé que era toda una diosa. Mi falta de reacción permitió que se la sacara tras lo cual usando su lengua, embadurnó de saliva mi tallo antes de volvérselo a embutir como posesa. Dejándome llevar por su maestría, permití imprimiera un pausado ritmo sin quejarme. Ardiendo en mi interior, me mantuve impasible mirando como devoraba mi sexo con fruición.
Con mis venas inflamadas por la lujuria, sentí su lengua recorrer los pliegues de mi capullo. Cuando la excitación me dominó por completo, ya sin recato alguno, la agarré de la cabeza y presionándola contra mí, le introduje todo mi falo en su garganta. La chavala lo absorbió sin dificultad e incrementando el compás de su mamada buscó mi placer. Mi semen tardó poco en salir expulsado en su interior. Ella al notarlo se lo tragó sin quejarse sin dejarme de ordeñar hasta que consiguió extraer hasta la última gota. Entonces alegremente, me soltó:
―Llevo años soñando con sentir una verga en mi boca.
Queriendo devolver parte del placer que me había brindado, llevé mi boca hasta una de sus rosadas areolas y sacando la lengua, me puse a recorrer los bordes mientras ella empezaba a sollozar.
―¿Qué te pasa?― pregunté sorprendido.
Casi llorando de felicidad, mi asistente contestó:
―Mi madre no mentía cuando me avisó de lo mucho que me gustaría que mi dueño mamara mis pechos.
Atónito comprendí que María jamás había disfrutado de la compañía de un hombre y que era la primera persona con la que estaba. Por ello, tuve que preguntarla si era virgen.
―Sí― respondió orgullosa― sabía que algún día te conocería y por eso me he reservado para ti.
Lleno de dudas, mi excitación desapareció al instante y tratando que no notara mi turbación, ordené a María que se tapara. La niña que no comprendía nada, me miró desconsolada y preguntó en que me había fallado.
―En nada, preciosa― contesté al no poderle reconocer que estaba indignado y que echaba la culpa de todo a su progenitora: ― La primera vez de una mujer es importante y quiero que sea inolvidable.
Mis palabras consiguieron calmarla y creyendo a pies juntillas mi mentira, la felicidad volvió a su rostro. Cabreado por el tipo de educación al que había sido sometida esa morena, decidí encararme con la autora de semejante aberración cuanto antes y disimulando la ira que me consumía, le dije:
―Quiero conocer a tu madre.
Confiada, María sonrió y tras plantarme dulce beso en mis labios, se levantó de mis rodillas y recogió sus cosas sin saber que en ese momento, su supuesto amo no podía comprender como alguien podía aleccionar a su retoño con semejantes ideas.
«Tengo que separarla de su vieja. Si la dejo allí y sin mi cuidado, María será presa fácil de cualquier desalmado».
Como os prometí voy a terminar las historias inconclusas que escribí y con este relato doy INICIO a la serie y por otra parte os informo que he publicado en AMAZON, UNA NUEVA NOVELA
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