Mi secretaria, cara de niña y cuerpo de mujer 3
¿Es ético que una madre ayude a convertirse a su hija en una sumisa? ¿Puede un hombre que nunca ha soñado en la dominación volverse amo? A estas preguntas se enfrenta nuestro protagonista al empezar a vivir con una estupenda cuarentona y su retoño de solo veinte años.RELATO REVISADO Y VUELTO A SUBIR
No me podía creer que en menos de tres días en Oviedo me encontrara en esa situación. Sé que si habéis leído los capítulos anteriores, es normal que penséis que es una paja mental de un salido y digo que es normal porque si, a mí, alguien me hubiese prometido que sin comerlo ni beberlo me encontraría en la cama con una preciosa madura y su hijita todavía virgen, ¡Lo hubiese llamado loco!
Joder, ¡reconozco que suena a fantasía adolescente!
Nadie en su sano juicio se creería que nada más llegar a esa ciudad, dos magníficas hembras se hubiesen entregado a mí y menos se tragarían que ambas quisieran formar parte de un harén, en el que yo fuera su amo y ellas dos, mis sumisas.
Por ello y a pesar que corro el riesgo de ser tomado por un chiflado, he tenido que escribirlo para que yo mismo en un futuro no piense que ha sido un sueño…
Como ya habéis leído, Azucena acababa de entregarse a mí cuando María se unió a nosotros en la cama. Os confieso que al principio estaba un tanto cortado por la situación, ya que jamás en mis años de vida había actuado como amo en ninguna relación y aunque si había compartido lecho con dos mujeres, nunca estas habían sido madre e hija. Por ello mientras descansaba después del polvo que había echado a la mayor, dudé sobre cómo actuar.
No en vano, María además de ser mi secretaría era todavía virgen y no quería cagarla antes de empezar. Afortunadamente, Azucena debió comprender la situación en que me encontraba y pidiéndome permiso, me informó que se iba a preparar la cena. Sin nada que decir, esperé a que desapareciera de la habitación. Al quedarnos solos, mi asistente levantando su mirada sonrió mientras me preguntaba qué tal se había portado su vieja.
―¿A qué te refieres?― contesté cortado por su interés.
La joven entendió perfectamente mis reparos y soltando una carcajada, insistió:
―Mi madre necesitaba que le dieran un buen repaso, la pobre llevaba dos años sin que nadie se la follase. ¿Qué te pareció? Por sus gritos, sé que ella estaba encantada pero me gustaría saber tu opinión.
―Está muy buena― respondí, no queriendo ser muy concreto.
María sin dar su brazo a torcer, pegó su cuerpo al mío y cogiendo mi pene todavía dormido entre sus manos, reiteró:
―Quiero saber si te gusta lo suficiente para aceptar mi oferta. En esta casa hace falta un hombre y desde que te conocí y me diste la primera orden, supe que eras tú el que estábamos esperando.
Para entonces la sutil forma en la que esa cría me estaba masturbando ya había despertado mi lado oscuro y mi entrepierna lucía una brutal erección. Aun así pudo más mi curiosidad y en vez de lanzarme sobre ella, le solté:
―Me parece que me has sobreestimado. ¿Qué viste en mí para querer ser mía?
Muerta de risa, contestó:
―Al oír tu voz autoritaria casi me corro y recordé el modo en que mi vieja se alteraba cuando escuchaba la de mi padre. Lo creas o no, supe que tú eras mi destino.
―Pero ¡niña!― respondí escandalizado: ― Si jamás has estado con un hombre, ¿cómo sabes que deseas ese tipo de relación y no otra?
Para explicarme sus sentimientos, se levantó de la cama y terminando de desnudarse, me soltó:
―Mira mis pezones. ¡Los tengo duros solo de saber que me estás mirando! – y recalcando su posición, separó sus rodillas y mostrándome su depilado coño, insistió: ―¿Te parece que no sé lo que quiero? Tengo el chocho encharcado desde antes que vieras como enculabas a mamá pero ahora lo tengo al rojo vivo.
Lo gráfico de su respuesta me azuzó a ser despiadado y llamándola a mi lado, pensé:
«Si quiere probar lo que siente una sumisa, este es el momento», pensé mientras recogía la corbata que había dejado tirada en el suelo y sin pedirle su opinión, comencé a atarle las muñecas contra el cabecero de la cama.
Os tengo que confesar que mi intención era asustarla pero María en vez de mostrar miedo o cualquier otro tipo de reacción, se dejó maniatar con una sonrisa mientras todo su cuerpo temblaba.
«Coño con la chavalita, parece que le gusta», sentencié parcialmente decepcionado porque me esperaba que ante ello recapacitara y me pidiera que lo dejara. Convencido que pronto se iba a arrepentir, no solo le até las manos sino que usando mi camisa inmovilicé sus piernas dejándolas bien abiertas.
Nuevamente me impresionó la actitud de María porque gimiendo de placer, me rogó que la tomara.
«Esto es una locura», me dije realmente alarmado del modo en que se lo estaba tomando y todavía suponiendo que se iba a echar marcha atrás, pasé mis manos por su los pliegues de su juvenil chocho y confirmé que lo tenía totalmente mojado.
―Ummm― suspiró al notar la acción de mis yemas pero no se quejó.
Reconozco que para entonces ya estaba como una moto pero lo que verdaderamente me volvió loco fue cuando metiéndome el dedo en la boca, saboreé su flujo.
«Dios, ¡está riquísimo!», tuve que reconocer y traicionando mis principios, decidí que no había nada malo en probar esa delicia directamente de su envase.
Asumiendo que era un cerdo y que estaba actuando mal al aprovecharme de su inexperiencia, me agaché y hundí mi cara entre sus piernas. Aun antes de sacar la lengua y acercarme a mi meta, a las papilas de mi nariz llegó su penetrante aroma.
«Aunque me arrepienta, no puedo dejar pasar la oportunidad», me dije mientras separaba los labios de ese rosado chochete.
La cría pegó un pequeño grito al sentir mi boca en su coño. Por su tono comprendí que no era de angustia sino de gozo y eso me indujo a seguir explorando el virginal terreno que había entre sus piernas.
En ese momento todo mi ser me pedía dejarme de remilgos y usarla del modo que ella pedía, pero la poca cordura que todavía mantenía me hizo jugar con sus labios mientras uno de mis dedos se apoderaba del pequeño botón que se escondía entre ellos.
―¡Qué gozada!― aulló la niña más entregada si cabe.
Con la mirada, María me pidió que culminara pero reteniéndome las ganas, busqué en el interior de su almeja una prueba palpable que era virgen. Creyendo que de no encontrarla, sería menos bochornosa mi actuación.
Desgraciadamente, encontré una especie de telilla casi traslúcida que reconocí al instante y entonces comprendí que no había mentido. Nuevamente, las dudas volvieron a mí y mientras mi secretaría se corría sobre las sábanas de una forma que me dejó impactado, comprendí que era incapaz de follármela.
Aún sí sabiendo que al menos tenía que dejarla gozar, seguí disfrutando del sabor de su sexo mientras mi víctima se retorcía presa de un continuado orgasmo.
«No puedo hacerlo», a disgusto refunfuñé cuando ella me rogó casi llorando que la tomara de una puñetera vez.
En vez de cumplir sus deseos y bajo el parapeto del papel que ella me había dado, comencé a desatarla. María creyendo que por fin iba a desvirgarla quiso coger mi erección entre sus manos pero retirándola de un empujón, le solté:
―Por hoy ya has tenido suficiente. Si quieres que te folle, tendrás que ganártelo.
Convencida que era su dueño el que le hablaba y no un tipo acojonado por tamaña responsabilidad, con lágrimas en los ojos, asumió mi decisión y mirándome fijo a los ojos me soltó:
―¿Qué es lo que quiere mi amo?
Sin saber hasta cuándo podría mantener esa mentira y temiendo que la excitación me hiciera traicionar mis principios, contesté:
―Cenar…
Siguiendo mis instrucciones, María me dejó solo y se fue a ayudar a su madre con la cena. Aprovechando el momento, me puse a organizar mis ideas porque estaba todo menos tranquilo.
Antes de nada y a pesar de mis años, ¡no sabía cómo actuar! Estaba metido en un lío y por mucho que intentaba buscar una forma de proceder que no causara daño a esa criatura, no encontré ninguna en la cual saliera indemne. Si la rechazaba, era tal la fijación que tenía acerca de su carácter sumiso que a buen seguro seria presa de un desalmado. El problema era que pensar en actuar al revés me resultaba todavía más duro. Me parecía impensable meter a una neófita en el sexo en ese oscuro camino.
«No soy tan hijo de puta», mascullé entre dientes, «debería buscarse un novio y no un amo».
Por otra parte y aunque me costara reconocerlo, me daba respeto fallarles a las dos. Y es que en mi interior, tenía bastante con aprender a ser el dueño de una mujer tan impresionante como la madre. No es que la hija no me pareciera un bombón, al contrario, me parecía una tentación imposible de rechazar.
«¡Hay que joderse! ¡Toda la vida soñando con algo así y cuando me llega, me acobardo!».
Estaba todavía intentando acomodar el desbarajuste que tenía en mi cabeza cuando escuché que alguien tocaba a mi puerta. Al levantar mi mirada, me encontré con Azucena entrando al cuarto y sin que yo tuviese que contarle nada, se sentó en el borde de la cama y me dijo:
―Amo, sé lo que le ocurre y lo comprendo.
Tan preocupado estaba que no caí en que nadie mejor que ella podía ayudarme y por eso viendo mi embarazo, la rubia me soltó:
―No quiere aprovecharse de María.
Como aceptaréis, me quedé cortado al verme descubierto y sin nada que perder contesté que así era, que no me sentía capaz de pervertirla de esa forma.
La respuesta de esa madre me dejó impresionado porque bajando el volumen y con una ternura infinita en su voz, respondió:
―María es mayor de edad y es consciente de lo que significa ser sumisa. Es más, se equivoca cuando habla de perversión y aunque no se haya dado cuenta, usted es nuestro complemento. Si nunca se percató que ha nacido para ser dueño se debe a que no tuvo nadie que le abriera los ojos― y entonces arrodillándose a mis pies, adoptó la postura de esclava de placer y me dijo: ―¿Qué siente cuando me ve así?
Bajo mi pantalón mi pene reaccionó al instante al verla de rodillas apoyada en sus talones y con sus manos sobre los muslos, mientras mantenía su espalda recta.
―Me excitas― reconocí anonadado por lo rápido que me había puesto cachondo y es que no era para menos porque los pechos de Azucena permanecía extrañamente erguidos, como pidiendo un buen mordisco.
La cuarentona, lejos de cortarse y separando sus rodillas casi imperceptiblemente, insistió:
―¿No es cierto que cuando me observa en esta postura le viene a la cabeza darme un pellizco en los pezones?
―Sí― a disgusto reconocí.
No me había todavía recuperado de esa pregunta cuando echando el cuerpo hacia adelante y separando aún más sus muslos, dejó su culo en pompa y con su respiración entrecortada volvió a la carga diciendo:
―¿Ahora que le provoco?
―Joder, se nota que estás pidiendo guerra y que quieres que te folle.
Sonriendo, me miró y dando por sentado que tenía razón en todo, me soltó:
―A esta postura se le llama el beso de la esclava y una sumisa la adopta para que su amo la tome― y sin dejar que asimilara la información que me acababa de dar, muerta de risa, prosiguió con su clase diciendo: ―Don Manuel usted es dominante por naturaleza y debe aceptar su condición.
Impelido por mi propio instinto, me puse en pie y sin dar tiempo a que esa hembra cambiase de postura, me bajé la bragueta y de un solo empellón, hundí toda mi extensión dentro de ella. Su coño parecía hecho a mi medida y ese húmedo conducto me recibía ejerciendo la presión justa sobre mi verga, su dueña aullando de placer, gritó:
―Lo ve, es y será siempre ¡un amo!
Esa afirmación fue el detonante de mi transformación y agarrando su melena a modo de riendas, dejé que la lujuria me llevara en volandas mientras una y otra vez, descargaba a base de duras embestidas mi frustración en el coño de esa mujer.
―¡No pare!― chilló encantada con la violencia de mi asalto.
La humedad de su cueva facilitó mi penetración y cabalgando sobre ella, me impactó la forma en que mi glande chocaba contra la pared de su vagina mientras esa zorra se retorcía de placer. Azuzado por sus gritos, incrementé mi ritmo al notar que era tanto el flujo que manaba de su cueva que con cada uno de mis embistes, salía disparado mojándome las piernas.
―¡Muévete puta o tendré que castigarte!
Ni siquiera pudo responder a mi burrada. Dominada por el deseo, fue su cuerpo quien me contestó y convirtiendo sus caderas en una batidora, descompuesta y feliz al sentirse una marioneta en manos de mi lujuria, buscó mi placer. Contagiado de su actitud, incrementé mi ritmo cogiéndole de los pechos y ya afianzado en sus ubres, azoté sus nalgas mientras le exigía que me hiciera gozar.
―¡Muerda a su guarra!― aulló con pasión.
Instintivamente y mientras mis huevos rebotaban contra su coño, quise complacerla y agachándome hacia ella busqué incrementar su entrega, mordiendo su cuello con fuerza.
―¡Me corro!― chilló con todo su cuerpo asolado por el placer al sentir la acción de mis dientes sobre su yugular.
Su orgasmo me hizo saber de su total entrega y reclamando mi triunfo, azoté sus nalgas con dureza mientras le gritaba que era una puta sin remedio. Mi maltrato prolongó su éxtasis y cayendo desplomada sobre el suelo, convulsionó de gozo. Esa postura incrementó mi calentura al provocar que su coño se contrajera y apretara con mayor fuerza mi pene. Alucinado con mi estado e incapaz de retenerme, totalmente desbocado y cabalgué ese espectacular cuerpo en busca de mi propio placer.
Usando por primera vez a esa zorra como un objeto, machaqué su sexo con fuerza mientras ella no paraba de berrear cada vez que sentía mi pene golpeando su interior. Para entonces, parecíamos parte de una escena bélica donde yo era el soldado que acuchillaba sin parar a mi indefenso enemigo mientras esté no podía hacer otra cosa que gritar.
De improviso, exploté dentro de ella, regándola con mi semen. Azucena al notar como su coño recibía una tras otra esas húmedas explosiones en su interior, siguió moviéndose hasta que ya exhausto, me dejé caer sobre ella, entonces y solo entonces, girando su cabeza, me dijo:
―Al contrario que usted, María y yo nacimos para ser sumisas. Si usted la toma bajo su amparo, no la estará pervirtiendo sino haciendo realidad sus sueños.
La seguridad con la que hablaba me hizo saber que no mentía y por eso entrando al trapo, me atreví a explicarle que aunque tuviese razón, yo era un novato en esas lides y por ello, en vez de hacerla feliz podía hacer una desgraciada a su hija.
Sonriendo mientras se acomodaba el uniforme de criada, esa imponente rubia contestó:
―Por eso no se preocupe, sé que lo hará bien y si acaso necesita de ayuda, estaré ahí para brindársela.
Agradecido pero no por ello menos nervioso, respondí:
―¿Y ahora qué hago?
Descojonada, esa manipuladora mujer me miró y luciendo una sonrisa de oreja a oreja, replicó:
―Ser usted mismo y hacer lo que le dijo… cenar.
Tras lo cual me ayudó a vestirme y caminando tras de mí, me acompañó al comedor donde María nos esperaba con la mesa puesta.
Nada más entrar en esa habitación, supe por la careta que puso esa cría que sabía de dónde veníamos y que no tenía ninguna duda que su madre me había hecho probar las delicias de su cuerpo. Cabreada hasta decir basta y sin importarle mi presencia, le echó en cara a su madre haber disfrutado por segunda vez de mis caricias mientras ella seguía a dieta.
Su altanería y el modo en que María me estaba criticando abiertamente, despertaron mi ira y sacando a la luz mi lado más dominante, me senté en una silla y le ordené que se acercara. La chavala no fue consciente de lo que se le avecinaba y tuvo el descaro de casi gritando enfrentarse a mí:
―Era mi turno, ¡era a mí a quien debías poseer!
Sin mediar palabra, la cogí de la cintura y poniéndola sobre mis rodillas, levanté su falda y le solté una docena de duros azotes. Mi cabreo provocó que no midiera mis fuerzas y por ello, no llevaba ni tres nalgadas cuando esa nena ya me rogaba que no siguiera. Sus lamentos lejos de menguar mi enfado lo acrecentaron e incrementando la dureza del escarmiento, no paré de castigarla hasta que llorando y con su culo rojo, esa muchacha me pidió perdón.
Al escuchar su suplica, paré de martillear su trasero y estaba observando horrorizado los efectos de esa tunda cuando Azucena, susurrando, me dijo:
―Un buen amo cuida de sus sumisas― tras lo cual me hizo entrega de un bote con crema.
No tuve que ser ninguna lumbrera para entender que quería decir y abriendo ese recipiente, cogí entre mis dedos una buena cantidad y comencé a esparcirla por la adolorida piel de la muchacha. El efecto fue inmediato, los llantos de María cesaron al notar el frescor de esa pomada para unos segundos después escuchar que se habían convertido en suaves gemidos de satisfacción que brotaban de su garganta.
«No me lo puedo creer», sentencié mentalmente, «¡se está poniendo cachonda!».
Aunque no os lo creáis, me costó caer en la cuenta que la cuarentona sabía que iba a ocurrir cuando me trajo la crema:
«Tras el castigo sufrido, el consuelo de mis caricias sería interpretado por su hija como una especie de recompensa y como buena sumisa, no podría evitar el excitarse».
Ajeno a las intenciones de su madre, la novedad que esa cría pudiese pasar del dolor al gozo en tan corto espacio de tiempo me intrigó y deseando averiguar hasta donde llegaría su calentura, poniendo sobre sus glúteos otra dosis de ese potingue, seguí reconfortándola.
―Amo, he sido mala― sollozó con la respiración agitada al experimentar la ternura con la que mis yemas recorrían los cachetes de su trasero.
―Lo has sido y por eso tuve que castigarte― respondí mientras la curiosidad por saber cuánto tardaría en llevarla hasta el orgasmo, me hizo incrementar el erotismo con el que amasaba sus posaderas.
La tensión sexual de la muchacha creció exponencialmente cuando notó que mis caricias se bifurcaban y mientras una mano dirigía sus mimos al inhiesto botón que se escondía entre los pliegues de su sexo, la otra hacía lo mismo con los bordes de su cerrado ojete.
―Dios, ¡cómo me gusta!― aulló de placer la morena mientras involuntariamente intentaba forzar ambos contactos con rítmicos movimientos de cadera.
Azucena viendo que la pasión iba dominando poco a poco a su retoño, sonrió y sin decir nada nos dejó solos en el comedor para desaparecer rumbo a la cocina. Yo, por mi parte, estaba obsesionado con mi nuevo poder y haciendo uso de él, seguí torturando el clítoris de María cada vez más rápido.
―No puedo más, ¡me voy a correr!― gritó descompuesta el objeto de mi experimento.
Su confesión marcó un antes y un después, y mientras aceleraba el martirio de su coño, violé la virginidad de su esfínter con una de mis yemas. Ese doble estímulo desbordó las defensas de la morena y aun sabiendo que no le había dado permiso, todo su cuerpo se vio sacudido por un brutal orgasmo.
―¡Siento que estoy en el cielo!― declaró con un chillido.
Hoy sé que actué como un novato y que un amo experimentado debía de haberla castigado pero en vez de ello, sin pausa seguí masturbándola y completamente satisfecho pensé al ver el modo en que se retorcía sobre mis rodillas:
«Tengo que reconocer que me gusta tener a esta putilla temblando como un flan».
Sin asumir que mi forma de ver el sexo iba cambiando y que paulatinamente el dominante que había en mí, iba emergiendo al ir cayendo los tabúes que lo tenían preso, disfruté de la entrega de María mientras en mi entrepierna se alzaba sin control mi lujuria. Estaba pensando en obligarla a hacerme una mamada cuando vi en la puerta a Azucena trayendo una bandeja.
―Amo, su cena esta lista― y dirigiéndose a su pequeña, riendo le pidió que le ayudara con el resto de las cosas.
La cría esperó mis instrucciones y viendo su cara de angustia al no saber qué hacer, con un suave azote la ordené que se levantara y que colaborara con su madre. La alegría que demostró esa morena mientras corría a la cocina por la sopera me dejó confuso y nuevamente tuvo que ser la cuarentona la que acudiera en mi auxilio diciendo:
―Mi hija está contenta porque acaba de aprender que su dueño pude causarle daño pero que también puede darle mucho placer…― tras lo cual, me informó: ― … y usted ha demostrado nuevamente que es un amo innato, tras castigar la impertinencia de su sumisa, la ha compensado buscando el goce de ella antes que el suyo.
Aprendiendo a comportarme, me guardé para mí que había estado a punto de hacer lo contrario y viendo que esa mujer me podía servir de profesora, directamente pregunté:
―Si al final decido aceptar a tu hija como mi pupila, ¿cuál sería mi siguiente paso?
Soltando una carcajada, Azucena contestó:
―Si lo supiera, sería dominatriz en vez de sumisa… pero quizás lo que yo hubiese necesitado después de esto, hubiera sido que mi dueño me preguntara por mis sentimientos.
La forma evidente en que estaba manipulándome no me pasó inadvertida y reconociendo que tras esa cuarentona se escondía una mujer inteligente que sabía reconducir las situaciones buscando un fin, decidí que iba a seguir sus consejos.
«Además de guapa y de zorra, ¡es astuta!», sentencié y riendo en mi interior, esperé que madre e hija se sentaran a la mesa y me sirvieran la cena.
Ya había decidido quedarme en esa casa como amo y señor, sabiendo que solo tenía que dejarme llevar por las enseñanzas de Azucena para que ¡su hija se convirtiera en mi más fiel putita!
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