Mi ruborizante experiencia fetichista

Un día Cecilia cumplió una de mis más secretas fantasías.

Mi ruborizante experiencia fetichista

Era una mujer arrebatadoramente guapa y elegante. Me privaban sus ojos achinados, su tez tirando a bronceada, su pelo largo y sedoso, castaño con mechas rubias. Siempre llebava minifaldas o pantalones ajustados y unas botas en las que siempre había soñado montarme.

Mi vecina Cecilia era así. Verla sentada en un banco del parque de la urbanización, con las piernas cruzadas, leyendo al sol, mientras su sobrino jugaba siempre cerca de ella era un espectáculo que yo nunca me quería perder. Yo llegaba del colegio atravesando el parque hacia mi casa, echando miradas fugaces a las piernas de Cecilia, pensando siempre que me querría columpiar en ellas, cabalgar en ellas. Pero claro, aquella era una utopía erótica inalcanzable y que además yo no sabía racionalizar, porque tenía ocho años. Simplemente sufría de manera callada aquel tormento, aquella frustración. Si alguien se enteraba de mi capricho secreto por las piernas de Cecilia, si mis amigos llegaban a saber de aquel mi deseo oculto, entonces me tomarían por un retrasado o un marica...por no pensar ya en lo que podría opinar mi familia, mi padre sobre todo, que era un tipo muy viril que siempre me educó teniendo muy presente su concepto de la masculinidad. Su disgusto sería mayúsculo y me daría una paliza de las que hacen leyenda.

Un día me quedé a contemplar a Cecilia desde un banco cercano. Quería verla en acción, llevando a caballito a su sobrino. Con esa esperanza, aguardé paciente a que se produjera la escena. Su sobrino se había alejado un poco más de la cuenta, y se disponía a meterse en una parte del jardín fuera del control visual de Cecilia. Era un crio inquieto de dos o tres años. Cecilia lo llamó:

-Arón, mi vida, ven aquí, anda.- Arón hizo caso omiso, claro. Seguía con su aventura, explorando el seguramente para él fascinante mundo del jardín.

-Arón, anda, ven aquí, cariño, que te vas a manchar.- Si una mujer como Cecilia, que mediría cerca del metro ochenta de estatura y que tenía una voz dulcísima me llegase a llamar, refiriéndose a mí como mi vida o cariño...me daría un síncope aún hoy. Yo me empezaba a impacientar, con el niño de los cojones. Si yo tuviera una tía así, de qué iba a estar perdiendo el tiempo por el jardín? Le sacaría todo el provecho que una mujer así tiene. Es un poco injusto que cuando tienes tres años, que puedes disfrutar de ciertas cosas, no te des cuenta de ellas. Pero en el fondo yo sabía que el clímax se iba preparando.

-Arón, mi vida, ven aquí. Anda, que te llevo a caballito- y chasqueó la lengua dos veces seguidas, imitando el sonido de los cascos de un caballo. Arón acudió, finalmente y se esbozó en el rostro de Cecilia una sonrisa.

-Anda ven, monta a caballito. Siéntate aquí.- Arón obedeció las instrucciones de su tía y se sentó sobre su pie. Ella le agarró los brazos y comenzó la fiesta. La pierna comenzó a subir y a bajar elegante y enérgicamente y el niño cabalgaba feliz, sentado sobre la imagino confortable bota de Cecilia, atrapado entre el empeine y la espinilla.

Cecilia sonreía cómplice con el niño, que a veces soltaba una carcajada, y unas veces imitaba con la lengua el trotar de un caballo, y otras cantaba

-tacatán, tacatán, tacatán...arre caballito, arre burro arre, arre caballito que llegamos tarde, arre caballito vamos a belén, que mañana es fiesta y pasado también.

Esta escena la presencié más veces y cada vez repetía más la operación de quedarme unos minutos en el parque para ver cómo Cecilia llevaba a caballito a su sobrino. Y cada vez que lo veía, me temblaban las piernas, me sudaban las manos, y me quedaba atónito. A veces yo pensaba que era imposible que aquella mujer no se diera cuenta de que yo la observaba.

Un dia Cecilia hizo una visita inesperada a mi casa. Resulta que ese día mis padres tenían que asistir a un entierro, un pariente de la aldea que había fallecido repentinamente. La aldea de mis padres está a unos cien kilómetros, así que era probable que hasta la madrugada no estuvieran de regreso en casa. Yo tenía que estudiar, y mientras lo hacía, Cecilia se encargaría de atenderme en lo que necesitase. Naturalmente, no trajo a su sobrino. Cuando mis padres nos dejaron, ella se quedó en el salón viendo la televisión y yo en mi habitación estudiando.

Estuve dos horas y media estudiando como pude, pero con un nerviosismo en el cuerpo insoportable. No paraba de imaginarme a Cecilia en el parque, columpiando en sus piernas a su sobrino Arón, cantándole con esa voz que a mí tanto me excitaba. Dios mío! Esa mujer que inspiraba mis masturbaciones y fantasías estaba ahí abajo, en el salón. Y encima, yo no podía quitarme de la cabeza que ella lo sabía, o por lo menos lo sospecharía.

Había llegado el momento de hacer un descanso para comer un bocadillo. Me haría mi bocadillo de queso (mi merienda preferida) y me sentaría con toda naturalidad en el salón a ver la televisión mientras merendaba. Sí, todo normal. A fin de cuentas, yo estaba en mi casa! Pero eso era la teoría: la práctica era otra. La realidad era que yo estaría nervioso y avergonzado ante aquella mujer, quesabía que yo la observaba de una manera casi descarada y poco normal todos los dias en el parque.

Llegué al salón con el bocadillo en una bandeja. Cecilia estaba allí, en el sofá grande, con las piernas cruzadas, como era su costumbre, meciendo suavemente la pierna que le colgaba y viendo en la televisión algún programilla insulso de estosque dan por las tarde-noches. Cuando se percató de mi entrada en el salón, me miró, me dedicó una amplia sonrisa y me preguntó: "qué, qué tal ese estudio?" a lo que yo respondí balbuciendo que bien, de momento.

Me senté en un sillón individual a comerme mi bocadillo. Tenía ángulo visual, tanto para ver la televisión como para ver las piernas de Cecilia. En tres o cuatro ocasiones Cecilia se dio cuenta de que yo observaba sus piernas. Cuando yo levantaba la vista, mi mirada se cruzaba con la suya, y me guiñaba un ojo, dedicándome también una amplísima sonrisa. Entonces surgió la conversación.

-Tú paras mucho por el parque, no?

-Sí, ahora que es primavera me gusta sentarme siempre un poco antes de llegar a casa, a tomar el sol, escuchar los pájaros, y eso...- Mi respuesta no estaba mal, pero era poco creíble. Sobre todo porque me temblaba la voz y se notaba que la pregunta me había puesto nervioso. Y eso, claro, era señal inequívoca de que las razones que me retenían en el parque a aquellas horas eran otras.

-Sí, es agradable pasear por el parque en esta época del año, verdad? Lo que pasa es que me extraña que te quedes tanto tiempo sentado en un banco. Lo normal en un niño de tu edad es jugar al fútbol y todas esas cosas que hacen los chicos de ocho años.

-Ya...

-Debes ser un niño muy sensible...así que te gustan los pájaros...y los caballos? Te gustan los caballos?- Los caballos...aquella pregunta, leída de una manera perversa parecía una indirecta...me quedé fulminado por unos segundos, pero seguí adelante con la conversación, porque pensé que la pregunta era sólo una casualidad.

-Me gustan todos los animales, sí...- respondí con voz temblorosa.

-Yo creo que los caballos te deben encantar. Y los burros.- Yo no me podía creer que estuviera escuchando aquello. Entonces me guiñó un ojo y me preguntó:

-No te gustaría dar un paseo a caballo antes de seguir estudiando, para relajarte? Un ratito nada más...

-Preferiría no salir de casa – dije con la voz temblorosa – es que no me quiero entretener

-No tienes que salir de casa. Tengo yo un caballito aquí. Lo montas un ratito, y ya verás lo bien que lo pasas. Anda ven...

Yo me quedé incrustado en el sillón. Ella insistió:

-Anda ven, hombre, que lo estás deseando

Yo me acerqué y ella me agarró los brazos y me ordenó que me sentara sobre su pié. El sube y baja empezó. Ella reía mientras me hacía cabalgar. Sentía un enorme placer montando aquel pie. De repente, dije:

-Por favor, canta.

Ella soltó una carcajada y empezó a cantar: "arre caballito, arre burro arre..."

Estuvimos así diez minutos, hasta que me dijo: "hala, se acabó el viaje. No le vamos a decir a nadie esto, vale?" yo asentí con la cabeza y me fui a estudiar.

Cecilia no me volvió a hacer aquello, pero yo le estaré eternamente agradecido, porque cumplió aquella fantasía que yo tenía con sus piernas. La ví a veces, haciéndole caballito al pequeño Arón. Aún hoy, esa escena es la principal inspiradora de mis pajas.