Mi querida señorita

Adaptación de la película del mismo título, de Jaime de Armiñán, en 1971/72, y que causó alto impacto en el público y mucha extrañeza de que la Censura la dejara pasar "sana y salva", dado el tema, la transexualidad de mujer a hombre

MI QUERIDA SEÑORITA

NOTA PREVIA DEL AUTOR

Este relato no es sino la versión novelada del

guión de la película del mismo título dirigida por el cineasta español Jaime de Armiñán y guión del propio Armiñán y José Luis Borau.

Y debo advertir que sigo fielmente el guión, de principio a fin, con lo que mi única aportación a la historia es expresar el guión con mis propias palabras.

Esta película, al estrenarse, entre el público causó turbación y curiosa fascinación por lo inusual de su tema: La “transexualidad” natural de un hombre, cuarentón, constreñido, aprisionado, dentro de un cuerpo de mujer; ítem más, pues el tea es, además tratado no sólo con respecto a este tipo de personas, sino que, además,

con una gran sencillez, tanta que, finalmente, acaba limitándose a un sencilla historia entre un hombre, el transexual, encarnado por José Luis López Vázquez y una muchacha la mar de corriente. La “peli”, la verdad, es

que me encantó en su momento, y por eso la traigo aquí, pues la considero una buena historia y bien contada, además…Para que quienes, como yo, en su momento la vieran, puedan recordarla y los que no la vieron (es de 1971, de hace ya cuarenta y seis años) os

recreéis

en lo bella que la historia es

en sí misma.

Por cierto que en sus memorias cuenta Jaime de Armiñán que cuando en Los Ángeles pudo al fin conocer al cineasta USACO, Georges Cukor, éste, hablándole de su película, “Mi Querida Señorita” le reveló era una de sus

referidas, hasta el punto que Cukor aprendió la lengua

de Cervantes sólo para poder ver la “peli” en su versión original española y que la frase final de”Mi querida Señorita”, en palabras del Cineasta hollywoodense, era la más conseguida de toda la historia del cine tras la inmortal de “Nadie es perfecto” del “Con Faldas y a loco”, de Billy Wilder.

Y ya sólo me queda desearos que la historia os guste… Y, si os servís ajuntarme un comentario al texto, os lo agradecería inmensamente


Dª Adela era una solterona, cuarentona por más señas, y más bien poco, pero que poquísimo agraciada. Es más; mantenía un celosísimo secreto; que desde sus diecisiete años tenía que afeitarse cada día. Esta solterona, Dª Adela, vivía en un sitio que lo mismo podía ser una pequeña capital de provincia del interior, no muy cercano a Madrid, más hacia el norte que el sur; un Soria un Salamanca, un Oviedo, incluso, sin más compañía que la de su fie sirvienta, Isabelita, una muchachita muy, muy joven; dieciocho, diecinueve…veinte años,

todo lo más, aunque, seguro, no los cumplía aun, en una relación de amor-odio que, quien lo entienda que lo compre, pues la Dª Adela pescaba “ca” globo cuando la veía andar con chicos, que para la pobre Isabelita se quedaban

Un día cualquiera, casualidades de la vida, se topó con un viejo conocido, Santiago, que fura marido de una muy amiga suya, compañera en el colegio de monjas donde ambas hicieron el Bachillerato. Por entonces, algo más de veinte años atrás, Santiago era un sencillo empleado de banca al que, algún que otro año después, trasladaron a otro lugar de España, habiendo regresado a su “patria chica”, la ciudad en que nació, creció y se casó, un par de semanas antes, como director de la sucursal bancaria de la ciudad. Y la cosa fue que intimaron bastante; no sé si ya lo habré dicho antes, no lo recuerdo, pero la cosa era que Dª Adela apenas tenía algún amigo, alguna amiga; las que tenía de su infancia, mocedad y juventud, poco a

poco se habían ido casando, haciendo su propia vida, vida en la

que ya no había lugar para ella, con lo que llegó a no tener relación con nadie, excepto con su sirvienta, Isabelita relación que, demasiado a menudo, acababa como el “rosario de la aurora”, a farolazos

Pero, como antes decía, desde su encuentro con Santiago, éste tendía a acapararla, no dejando de invitarla a salir incluso, a diario. Fundamentalmente, la llevaba a pasear por las afueras de la ciudad, puro campo sembrado de cereal, fruto habitual en toda Castilla, aunque tampoco es infrecuente en los campos extremeños. Y así, hasta que pasó lo que tenía que pasa, que Santiago se le declaró, pero que muy en serio, a Dª Adela… O Adela, simplemente…

La inmediata reacción de Adela ante la propuesta de Santiago fue de desconcierto; no se lo esperaba, amén de que era el primer hombre que le pedía relaciones…el primeo que se fijaba en ella… Pero ahora, pensando mejor las cosas un montón de dudas le surgían, dudas respecto a sí misma, su ser de mujer; simplemente, se sentía rara. Ella sabía que una propuesta de ese tipo, que un hombre se le declarara a cualquier mujer, como mínimo, exaltaría su ego, pues era señal clara, contundente, de su personal valía como mujer, pues había sido capaz de enamorar, al menos, a ese hombre. Peo ella no sentía nada de eso; es más lo que le causaba era una especie de

repelús… Y desasosiego; francamente, era más una sensación de profundo malestar lo que sentía pesando en la intimidad hombre-mujer…esposa-esposo, inherente al matrimonio.

Y se le ocurrió pedir consejo, consultar sus dudas con la persona con quien más confianza tenía, en quién más confiaba, su cura párroco, un cura joven, muy, muy

“aggiornado” a las “Rerum Novarum”, las nuevas costumbres, llegando a afirmar, en una homilía dominical que, el Cielo de Dios lo mismo puede ganarse con la ropa abrochada hasta el cuello como con sólo las dos piezas de un biquini, con el correspondiente escándalo de “beatas” y “beatos” varios, que haberlos, haylos.

Comenzó por decirle que a ella los hombres nunca le habían interesado; que de siempre le habían dado un poco de miedo y hasta una cierta aversión, para luego confesarle su gran secreto: Que se afeitaba a diario.

Pero que entonces un hombre le había pedido matrimonio y ella no sabía qué hacer… Por finales, el cura le aconsejó consultar con un médico, y hasta le ofreció darle a tarjeta de uno que pensaba podría ayudarla mucho y, además, de toda confianza, buen amigo suyo y hasta compañero cuando los dos habían el Bachillerato: luego, al acabarlo, él se fue al seminario y el amigo a la Universidad.

¿Y cuál fue el resultado de todo eso; lo que el médico amigo de cura acabó por decirle? Pues sencillamente, que ella no era ella, sino él; vamos, que no era una mujer sino un hombre en el cuerpo de una mujer… Pero que eso no era tan grave, que una intervención quirúrgica, nada complicada, po cierto, unas cuantas sesiones de terapia sicológica, y problema resuelto.

Y así, feneció Dª Adela para dar vida a D. Juan… O, mejor, Juan a secas. Y claro, Juan no podía vivir donde vivió Adela, luego agarró el trole y “pa” Madrid, donde cabe todo el mundo y a nadie le importa la vida de nadie. Se alojó en una pensión cercana a la estación, la primera que encontró calle Atocha arriba, a fin de ahorrare el taxi; una pensión que más cutre ya no podía ser con dos arpías d muchísimo cuidado como patronas: La dueña en sí, arquetipo de mujer desagradable, ominosa a más no poder y una sobrina de la dueña, que era algo así como la tía, sólo que en versión corregida, para peor, aumentada.

De lo primero que Juan se ocupó fue de buscar trabajo, para lo cual acudió al INEM, Instituto Nacional de Empleo. Y ahí vino la tragedia de su vida. Para trabajar, en done fuera y en lo que fuera, le pedirían el carnet de identidad, el DNI que suele decirse. Y él, como Juan, no lo tenía; sí

tenía el de Adela, una mujer, pro ese a Juan, un hombre, no le servía. Luego lo de encontrar trabajo, “volaverunt, volaverunt, volaverunt”. Pero es que, trabajar, y ya, lo necesitaba con toda urgencia, pues disponía de poquísimo dinero, ya que se vino, como suele decirse, con lo puesto, lo que le sobró de la intervención quirúrgica a que se sometiera.

Se pateó Madrid entero tras las ofertas de trabajo que veía en el periódico pero inútilmente pues siempre se encontraba con los mismos escollos: Su nula experiencia laboral, ya que, al no haber trabajado nunca en su vida, nada sabía hacer, y, donde no le pedían experiencia de trabajo, le exigían el DNI, luego tampoco. Y lo grave era que el poco dinero que se trajo a Madrid, se agotaba a pasos agigantados. Debía ya cuatro semanas en la fonda y hasta para comer tenía ya problemas, pues quedó a dieta rigurosa de bocadillo de mortadela. Y entonces, cuando más desesperado estaba, casi milagrosamente encontró la solución, momentánea, al menos, a sus problemas

en una máquina de coser que encontró, casi perdida, olvidada de todo el mundo; hasta por él mismo, pues fue entonces, tras algo más de un mes de tenerla delante que reparó en ella

Y

rápidamente, sin perder ni un segundo, se puso manos a la obra. De Adela conservaba su destreza y afición a la costura,

a coser, hacer ganchillo y tal. O del ganchillo no podía ser, de momento cuando menos, pero coser a máquina sí que podía; en la maleta conservaba ropa de Adela, un traje de fantasía hecho de un tejido muy vistoso y original. Y lo hizo retales que

convirtió en tapetes de varios tamaños adornados con cenefas vistosas hechas con hilos de varios de varios colores, combinados entre sí. Al día siguiente llevó el trabajo a una tienda de tejidos de la mima calle de Atocha. El trabajo le gustó al comerciante, pero también le dijo que la fantasía apenas la trabajaban, pues su fuere era, más bien, la ropa de trabajo, monos y petos de mecánico, camisas azules y demás. Y, de paso, le preguntó si sabría hacer, coser, unos monos, a lo que Juan respondió que sin problemas.

Y salió de la tienda con unas pesetillas en el bolsillo, poca cosa en sí, unas quinientas y pico pero para él, entonces, una fortuna.

Y,

para celebrarlo, se metió en una cafetería, dispuesto a tomarse un café. Y entonces, cuando entró en la cafetería, la

gran sorpresa pues tras la barra, sirviéndole el café que pidió al entrar, se encontró, ni más ni menos, que a Isabelita. Su inmediata reacción, ante esa mujer que, lo mirara como lo mirase, no era sino el gran amor de su vida…el único amor de toda su vida… Y huyó, que no otra cosa fue el salir de estampida del local tan ponto salió el estupor que le causó verla, así, de sopetón. Pero bien se dice que las prisas para nada son buenas, y atolondrarse, peor aún Y él había obrado precipitadamente y, además, con atolondramiento, pero hasta que estuvo fuera del establecimiento no se apercibió de que, allí, en la

cafetería, se había dejado, olvidado, un paquete que llevaba, de la tienda, con las telas de los

monos que tenía que hacer. Y, otra vez el problema de su timidez, pues tenía que volver al local, pero le faltaba valor para afrontar, de nuevo, a Isabelita, frente a frente, con lo que venga a dar vuelas y más vueltas ante la puerta del local.

Al fin vio cómo Isabelita subía por unas escaleras al piso superior y aprovechó el momento para entrar y recuperar el dichoso paquete. Así que entró de nuevo en la cafetería reclamando el paquete; se lo traían ya, pues las camareras lo habían guardado, esperando vinieran a reclamarlo. Y entonces, cuando al fin tuvo en sus manos su paquete, escuchó, a su espalda, a la derecha, la voz de Isabelita diciendo

  • Buenos días, señorita
  • Y de  nuevo sintió helársele la sangre en las venas al oír lo de “Buenos días, señorita”, pensando por un segundo que era a él a quién la muchacha hablaba, hasta que vio cómo,  efectivamente, se refería a él cuando decía
  • Antes, también se dejó usted el café; ¿quiere que le ponga otro?
  • Bueno… Sí, por favor…

Isabelita le sirvió el segundo café y Juan se dio más que prisa en tomárselo; seguidamente, preguntó si debía dos cafés, el que antes no se tomara y el que acababa de tomarse, pero isabelita le respondió que no, que uno sólo: Uno se había tomado, y uno solo debería pagar.

Al día siguiente, volvió a la tienda, a entregar los monos encargados; se los pagaron, otras ciento y pico pesetas y recogió un nuevo encargo, tela para otra media docena de monos que debería entregar, esta vez, en el plazo de dos días. Salió de la tienda y

se fue, directo, a la cafetería donde Isabelita trabajaba, a fin de volver a verla, pero su gozo quedó en un pozo, pues Isabel, que era como allí era ella conocida, libraba, precisamente ese día; vamos, los jueves. Salió de la cafetería, un tanto desalentado y fue paseando sin rumbo fijo, perro hacia a glorieta de Atocha y su estación ferroviaria hasta internarse por el paseo de la Infanta Isabel. Y, ¡o, milagro! de pronto, se topó con la chica que era su Gloria y su Infierno, su Isabelita de su alma.

  • ¡Hola!, saludó él
  • ¡Ah; hola!... ¿Y qué hace usted por aquí?
  • Pues no sé; acabo de salir de la oficina y me dio por asear un poco por aquí
  • Y… ¿Siempre sale de la oficina con un paquete?
  • ¡Oh!... No; es ropa sucia para la lavarla… Ya sabe; la vida de un soltero solitario…
  • ¡Con que solterito y libre!, ¿he “D. Juan”?
  • ¿Cómo es que sabe usted mi nombre?
  • ¿Qué nombre?
  • Ah… Nada, nada

Y

es que acababa de darse cuenta de su error, al confundir el genérico “D. Juan”, referido a los galanteadores

o “Tenorios”, con el muy común nombre de Juan.

  • Pues yo vengo de recoger un paquete que me  envía mi abuela… Y ¿hacia dónde va usted?
  • Oh; pues… A ningún sitio… Paseaba…sin prisas
  • Pues tampoco yo  llevo prisa… ¡Como hoy libro!
  • ¿Me permite que le lleve el paquete?
  • No pesa nada… Son magdalenas que me envía mi abuela… ¿Es usted de Madrid?
  • No…
  • Yo tampoco… Antes servía fuera… Ya ve; no me importa decirlo
  • ¿Y por qué habría de importarle?... No es ninguna deshonra…
  • No, claro… Pero tuve que  dejarlo… Aquello no podía ser de ninguna de las maneras… ¡Ganaba mil pesetas!... ¿Usted cree que hay derecho!

No tenían nada que hacer ninguno de los dos; sin pensarlo, dejándose llevar, simplemente, se emparejaron y así pasaron la tarde… Desandando el camino que Juan llevara, llegaron a la calle Alfonso XII y, por ella, al Retiro, entrando al Parque por la Puerta del Ángel Caído, frente a la Cuesta de Moyano. Y allí, ya en pleno Parque, se sentaron en un banco, a la sombra de unos árboles e Isabelita abrió el paquete de magdalenas, ofreciéndoselo a

Juan, que e bien grado tomó unas

cuantas, tres o

cuatro

  • Parece que tenía hambre
  • Es que ni acostumbro merendar, ¿sabe?
  • ¡Pues hala! Coma, coma… Las hace mi propia abuela y están riquísimas… ¿A que sí?
  • Sí, sí; ya lo creo… ¡Buenísimas de vedad!... Bueno; pues creo que le estoy robando la tarde.
  • ¡Qué  va!
  • Sí; se la  estoy robando… Está usted en edad de salir con chicos… Hasta puede que tenga usted algún novio…
  • ¡Sí; aquí iba a estar yo,  si lo tuviera!... Pero coma más hombre, que están muy buenas…
  • ¡Ay! No, no… No  estoy acostumbrado, ¿sabe?... Además; no tiene usted por qué perder el tiempo con un viejo como yo
  • ¡Pero qué dice!... Ni usted es viejo… Ni estamos perdiendo el tiempo, me parece a mí

Entre tanto un par de “graciosos”, que nunca faltan, se habían sentado detrás de ellos y, claro, tenían que hacer sus gracias

  • ¡A la rica magdalenita!... ¡Pero qué  dientes más largos tienes, ”abuelita”… ¡Ja, ja, ja!

Los dos, Juan e Isabelita, miraron hacia la parejita de “graciosos”, pero no dijeron nada; sólo el

desprecio de sus miradas

  • A mi pobre señorita también le gustaban mucho las magdalenas de mi abuela
  • ¿Y…porqué pobre?
  • ¡Era una pesada y una cursi!... ¡Y estaba medio loca!
  • Esa clase de señoritas es odiosa
  • Pues la mía no. En realidad, es la única persona en el mundo que me ha querido… A su modo, claro

Pero los dos “graciosos” siguieron con sus “gracias”, hasta incomodar, de verdad, a Juan, que hizo ademán de levantarse e ir hacia ellos, pero la chica le contuvo, cogiéndole por la manga de la americana

  • Déjelos… No merece la pena… Y vayámonos de aquí…

Y se levantaron los dos, paseando por los ya umbríos paseos del Retiro, hasta que sus manos se buscaron…y se encontraron… Y así, tomados de la mano, siguieron andando un trecho, hasta que Juan le dijo

  • ¡Isabelita!

Entonces ella, sin decir palabra, se separó de él yendo a apoyarse, de espaldas, en un árbol; Juan la siguió para decirle

  • ¿Te has enfadado conmigo?...
  • No, es que…hace tanto tiempo que nadie me llama así…

Y tomando entre sus manos el masculino rostro, buscó sus labios, su boca, para besare

con pasión incontenida, casi salvaje… Se separaron y él tomó, entre las suyas, las manos de ella. Se miraron a os ojos, un segundo, y volvieron a besarse con inflamada pasión, pero ahora los dos, correspondiéndose mutuamente en las caricias de sus lenguas, en mezclar sus salivas compartiendo sus sabores, el de él, el de ella… Y siguieron

paseando, besándose, comiéndose, hasta que llegó la hora de separarse, de irse cada cual a su sitio

  • ¿Nos vemos mañana?
  • Te iré a buscar a la cafetería
  • Sí; a las seis y media salgo

Y Juan se encaminó a su pensión con el alma en las nubes, embriagado de dulce, tierna, felicidad. Pero esa dicha, esa felicidad, se le

marchitó tan

pronto llegó a la pensión y entró en su cuarto, pues al punto le siguieron, hasta dentro, las dos brujas, tía y sobrina, echando mano, de inmediato, a su maleta, bajándola desde lo

alto del armario hasta la cama, abriéndola seguidamente. Y él

saltó

  • Pero, ¿qué hacen?... ¡No tienen derecho, es mi privacidad!

Pero ellas, sacando

la ropa de Adela, dijeron

  • Y una asquerosidad muy grande. Esta casa es muy decente y estas cosas no se admiten… Luego… ¡A la calle, a la calle, a la calle!

Y Juan se vio en la calle, sin sitio donde meterse y, lo que era peor: Privado de la única fuente de ingresos que tenía, la máquina de coser de su habitación…y casi sin

un duro… Se vio

en las

últimas, sin solución, sin recurso alguno. Y cuando más lo necesitaba, cuando tenía a su adorada Isabelita… Y tomó una decisión casi heroica: Vestirse de mujer, volver a ser Adela para poder disponer de todo su patrimonio… Pero así vestido, ahora se veía ridículo,

porque, en verdad, era ridículo, con ese bigote, bien poblado, que, realmente, era imposible escamotear, esconder. Pero aún así, desesperado del todo, volvió a su “patria chica” y al banco, tratando, con la firma y el DNI de Adela retirar cuanto en el banco tenía depositado, desde dinero en efectivo hasta acciones, títulos de propiedad… Todo; absolutamente todo… Pero

no contó con que, en primer lugar, había perdido un tanto, la real forma de firmar de Adela, y que, por su aspecto, más que ridículo, que también, parecía sospechoso. En

fin que el probo empleado del banco al que esa/ese Adela/Juan se dirigiera, creyó más oportuno consultar con su jefe el asunto

  • Es que mire, D. Santiago; las firmas no  acaban  de coincidir

Y D. Santiago, ese mismo Santiago que fuera pretendiente de Adela, miró por la celosía hacia la sala de operaciones y la/le vio, reconociéndola/ reconociéndolo al instante

  • Muy bien Joaquín; ha hecho usted muy bien avisándome. Hágale pasar a mi despacho

Y Adela/Juan, se vio en el despacho, frente a la persona que menos quería ver… Que jamás querría volver a ver… Y se vio, se sintió, de verdad, pero muy de verdad, enteramente ridículo de tal guisa vestido

Santiago, D. Santiago, entregando a su empleado el talón y demás documentos firmados por “Adela” a fin de recuperar todo su patrimonio allí depositado, le dijo

  • Tráigalo todo

Y se sentó en su sillón de Dirección, para dirigirse ya a “Adela”

  • Vaya; ¡al fin apareces!... El padre José María y yo te hemos buscado por todas partes…¿Por qué te escapaste de la clínica?
  • Porque no tenía seguridad en nada y en cambio, miedo
  • ¿Miedo a qué? Pero no comprendes que es una locura andar por el mundo sin dinero, sin documentación… Hecha una
  • Una no; soy un hombre
  • Vale, hombre, vale… Pero ¿no comprendes que hay formas de arreglar lo “tuyo” legalmente… Si hubieras permanecido en la clínica, allí te lo habrían facilitado todo…

Por fin, el empleado llevó al despacho cuanto su director le pidiera, y Santiago se lo entregó a Juan

  • Como comprenderás, esto no es muy legal, pues ahora careces del DNI; así que te vuelves de inmediato a casa y allí, tranquilo, esperas al forense… Porque esto hay que arreglarlo como es debido.

Y Juan regresó a su casa…Y le reconoció el médico forense, certificando al juez que la persona no era mujer, sino hombre… Y así se hizo constar en el

Registro Civil por orden del juez. Y, por fin, Juan tuvo su propio DNI, Juan Castro

García… Y volvió a Madrid, en busca de Isabelita. Pero ésta, tan pronto le vio, le sacó las uñas,

diciéndole que no quería verle más… Pero, mientras eso decía, ella lloraba a lágrima viva

  • ¿Por qué te fuiste?... ¿Qué te había hecho yo para que lo hicieras?... Y luego, días y días sin aparecer, teniéndome con el alma en vilo, por si te hubiera pasado algo

Y Juan la abrazó, besándola, acariciándola, consolándola y

ella se dejó abrazar, besar, acariciar, mientras él le decía

  • Es que tuve que salir de viaje… Inopinadamente, sin remedio
  • Y no pudiste avisarme, llamarme por teléfono…
  • Es que no sé tu número de teléfono
  • ¿Y no podías haberlo buscado?
  • Perdóname,  Isabelita… Te quiero, te amo, Isabelita de mi alma
  • ¿Es eso verdad? ¿De verdad me quieres?
  • De verdad; y muy, muy, de verdad… Te lo juro, que de verdad te quiero

Ella le sonrió, le abrazó, mientras le decía

  • Y yo a ti, Juan… ¡Te quiero, te quiero, te quiero!

Y se besaron una y otra y otra vez más… Con todo el cariño que se tenían, con todo lo

que se amaban, y con toda su pasión también Y Juan le habló de todos los proyectos que tenía… Haría

el bachiller, dos, tres cursos en uno… Y estudiaría una carrera… Y lograría un buen empleo, para el futuro… A lo que ella le replicó

  • ¿Y no te parece un poco tarde para todo eso?... No te preocupes,  saldremos adelante tú y yo, juntos; siempre juntos

Días más tarde, se subieron a un autobús que Juan indicara, llevándola así a uno de esos nuevos barrios que florecen por aquí y por allí de Madrid; un barrio todavía sin terminar, sin urbanizar aún, con edificios ya terminados, alguno hasta habitado ya por sus propietarios, otros, todavía sin terminar de construirse… Y con polvo en verano, barrizales en invierno, por todos lados. Y allí, le señaló a ella un edificio de los ya construidos y allí unas ventanas, unas terrazas de un determinado piso

  • ¿Ves esas ventanas?... Pues allí estará nuestro piso, nuestra casa, cuando nos casemos. Ya lo he comprado, ya es nuestro… Pagué el primer plazo, y el resto en diez años ¿Subimos y lo ves?
  • ¡Hombre!... Tú y yo…solos… No estaría bien…
  • Vamos; no me seas tonta... ¡Si no hay muebles! …

Y sí; subieron al piso. Y Juan

le fue enseñando el piso a Isabelita, habitación por habitación

  • Esta es la cocina;
  • Es muy mona
  • Gas ciudad, ¿he?; y agua caliente central. Y aquí, al lado, el tendedero… Y este es el cuarto de estar… Bueno, ahora no, claro… Y aquí, la terraza… El metro queda cerca, y el aire no está contaminado… ¿Qué te parece?
  • ¡Una maravilla!
  • Y todo eso, ( dijo, señalando todo el horizonte ) es zona verde…

Se quedaron mirándose, y volvieron a besarse… Luego, pasaron al que sería su dormitorio que, por cierto, no estaba tan desamueblado, pues allí estaba una butaquilla con un montón

de libros encima… Y una cama, con su colchón y sus sábanas, almohada… Eso sí, con el colchón enrollado encima de la cama y las sábanas y

demás sobre el cabecero de la cama, plegadas, en orden. Ella se adelantó hasta la butaquilla tomando en sus

manos uno de los libros, el de más

arriba, diciendo mientras lo ojeaba

  • ¿Y todo esto tienes que estudiarte?
  • Sí; todo eso  y más; quiero sacar, tengo que sacar tres cursos cada año

Y entonces, Isabelita centro sus ojos en la cama, con el

colchón

allí plegado y las sábanas y tal, allí también. Y, decidida, se dirigió hacia allí

  • Perdona, pero es que no puedo ver una ama sin hacer

Y, con la misma decisión, empezó a hace la cama, comenzando por

desenrollar el colchón poniéndolo como debía de estar, y empezando a mullirlo, tarea a la que también él se sumó y con toda destreza, ayudándola a mullirlo y luego, a colocar almohada, almohadón y sábanas como debían estar, bien lisas, plegaditas, como Dios manda… Y mirándose y mirándose

y volviéndose a mirar, pero sin decir palabra… Para qué, si sus ojos, sus miradas, se lo decían todo, alto y claro. Por momentos, sus manos se encontraban y las juntaban, se las tomaban

mutuamente, para, enseguida, soltarse, volviendo a las miradas. Y por fin la cama quedó hecha, perfecta… Y los dos volvieron a mirarse,

y a besarse, hasta caer ambos en la cama, abrazados, diciendo entonces ella

  • ¿La  deshacemos?

Y él negó con la cabeza, preguntándole a un tiempo

  • ¿Pero…de verdad tú me quieres?

A lo que ella, volviendo a besarle, le respondió

  • Sí; claro que te quiero… Y mucho, mucho, mucho
  • Pero ¿por qué?...
  • Pues no lo sé; te quiero y punto; no sé nada más

Se besaron de nuevo, pero él añadió

  • Se te va a hacer tarde… ¿Te importa que no te acompañe? Es que tengo que estudiar, ¿entiendes?

Esto lo dijo con cara de circunstancias; vamos, que la

estaba echando, en toda regla, de la casa. Y ella, resignada, claramente frustrada, tomó su bolso de la butaquilla, donde lo dejara al entrar en la habitación, machando seguidamente hacia la puerta, sin despedirse. Él entonces, sin levantarse de la cama, como estaba le dijo

  • ¡Pero mañana nos vemos!... Donde siempre…

Ella no respondió y salió de casa. Pero él no se puso a estudiar, sin

que al rato se echó a la calle, dando vueltas y más vueltas, pensativo, hasta que, decidido, marchó en una dirección concreta; a un “puticlub” como tantos hay. Y se fue con una de las que allí trabajaban, pero la “expedición”,

la prueba de fuego que quería pasar, acabó en desastre total, absoluto. Y por su culpa; sencillamente, no pudo, fue incapaz, de “hacerlo”… Y salió de allí hundido, destrozado…

Y se refugió en la casa, aislado, metiéndose,

desesperado, en la cama, no queriendo ya salir nunca de ella, pues para él, la vida ya no existía, se

sentía muerto… Muerto y enterrado.

E Isabelita, al día siguiente, le esperó, y le esperó… Y volvió a esperarle,

hasta que, resuelta, marchó a casa, a buscarle, aporreándola puerta bien aporreada la puerta, una y otra, y otra vez, llamándole a voz en grito, tanto, que hasta algún vecino salió al rellano a ver qué pasaba

  • ¡Ábreme, Juan. Sé que estás ahí, luego ábreme, por favor
  • No puedo;  estoy en cama, enfermo…
  • ¡No estás enfermo! Ábreme te digo… Y no me  iré de aquí, mientras no me abras… Que lo sepas

Y por fin, Juan le abrió, pero para,

en el acto, salir corriendo e vuelta a la cama. Se metió dentro y le

repitió

  • ¿Lo ves, como sí estoy en cama, enfermo
  • Que ni estás enfermo, Juan; lo sé  y no me vas a convencer de lo contrario. And, vamos,  Juan; dime, de verdad, lo que te pasa… No te empeñes en mentirme, porque no lo lograrás.

Y Juan se echó a

llorar, amargamente

  • Tengo miedo; miedo de no servirte, porque no soy un hombre de verdad… No  puedo “hacerlo”; no soy capaz… No  sirvo como hombre
  • ¿Qué no  sirves?... Eso, vamos a verlo ahora; ahora mismito

E Isabelita se empezó a desnudar y, ya desnuda, se metió en la cama con él

  • Ven a mí, cariño, y abrázame, bésame, amor mío, queridito mío

Y sí, se besaron, se abrazaron, se acariciaron el uno al otro, él a ella, ella a él… Y, finamente, Juan sí “pudo”... Y sí, era un hombre normal. Entonces cuando la calma sigue al torbellino de Eros,

de Venus, mientras volvían a abrazarse, a besase, a acariciarse, le dijo él

  • Algún día, no  sé cuando, tengo que contarte algo…

  • ¿Y qué tiene usted que decirme, mi querida señorita?...

FIN DEL RELATDO