Mi putísima comadre
Una mujer insatisfecha por su marido, comienza a probar con su compadre y termina embelezada con una enorme verga.
Desde muy chamacos, Alberto y yo hemos sido inseparables. Llegamos en la misma época, los 70s a la misma ciudad y al mismo barrio y allí nació una bella amistad que nos hizo compartir infinidad de momentos, infinidad de alegrías y problemas.
Es tanta la afinidad que hoy compartimos a la misma mujer: su esposa; mi comadre.
Egresados de la misma escuela de Derecho y sabiendo lo bien que nos llevábamos, decidimos instalar un despacho junto con otros compañeros.
El éxito nos sonrió desde el primero momento, tanto que acabamos construyendo nuestro propio edificio de oficinas.
Ya con reputación bien ganada, en la ampliación del despacho llegó la necesidad de contratar secretarias que nos auxiliaran con la gran cantidad de expedientes que llegaban a nuestras manos.
Así llegó Fabiola, junto con otras seis o siete secretarias más.
Fabiola, quien hoy debe contar con unos 28 años, no era un monumento de mujer, aunque sí de una cara preciosa y unos ojos bellísimos.
Su cuerpo, nada especial.
Pero algo me decía que era cachondísima.
Alberto, que fue quien le hizo la prueba para aceptarla o no como secretaria, terminó totalmente prendido de ella, de manera tal que a los ocho meses se casaron.
Y, sí, adivinaron, yo fui su padrino de bodas.
Un año después y nació Daniela, a la que, adivinaron también, la apadriné en su bautizo y desde entonces, Alberto y Fabiola son mis compadres.
Yo sigo aún soltero y la verdad, por la forma en que me divierto, a mis 36 años no le veo el caso a ligarme definitivamente con una mujer.
Pero, bueno, el caso es que en casa de Alberto y Fabiola seguido iba yo lo mismo a almorzar, que a cenar o simplemente a charlar.
Así, Fabiola me hizo saber, en propia cara de Alberto, que mi compadre nomás no la llenaba en la cama, que eran muy seguidas las ocasiones en que apenas llevaba ella dos o tres orgasmos, cuando su compañero eyaculaba sin saber siquiera si ella estaba satisfecha.
Eso me ponía calientísimo, pero no pasaba por mi cabeza la posibilidad de ser yo quien entrara al quite.
Y esa posibilidad llegó un día en que mi compadre enfermó y soy llamado para llevarlo al hospital.
Allí quedó encamado, pues se le practicó cirugía para atender la apendicitis que amenazaba en convertirse en peritonitis.
Me correspondió entonces regresar a Fabiola a su casa, donde pasó lo que tenía que pasar.
Terminamos los dos encuerados; yo con tres eyaculadas en un par de horas y mi comadre profundamente dormida.
Antes de que Alberto pudiera volver a su casa, Fabiola y yo nos dimos cada cogida que la verdad, como nunca antes me había pasado.
La tragedia (si así se le puede llamar) fue el día que dan de alta a Alberto en el Hospital, sin avisarnos a Fabiola y a mí, quienes estábamos dándole duro a la cama.
Ese día, aparte de lo "normal", como era que yo le lamiera la vagina y el clítoris hasta hacerla estallar en gritos de placer, que ella me mamara la verga por larguísimos minutos y que mi palo entrara en su panochita en todas las posiciones que se puedan imaginar, llegamos al sexo anal.
Estábamos en el segundo encuentro, con mi fierro metido hasta los huevos en su culo, cuando la puerta del cuarto se abrió y vimos la cara de Alberto, desencajada, al punto de las lágrimas, pero sin moverse de la puerta.
Fabiola, dueña de la situación, se sacó la verga del culo, le limpió con la propia sábana el poco excremento que tenía en la cabecita y enfrentó a su marido.
"¿Qué querías" -le dijo-, que esperara los cinco días que estuviste en el hospital para satisfacer mi calentura?".
Para agregar: "Debieras agradecerle al compadre, quien impidió que saliera a la calle a buscar quién me cogiera".
Dicho esto, fue hasta él, lo abrazó y comenzó a besarlo cariñosamente.
Alberto volteó hacia donde yo estaba, totalmente en pelotas, pero con mi verga flácida, me dio un estrechón de manos y le salió un sincero "gracias".
Fabiola no perdió tiempo y volvió a lo suyo: a disfrutar de la verga.
Para volver a ponérmela erecta, la cogió con las dos manos y comenzó a pasarle la lengua desde el agujerito del glande, hasta el par de bolas.
Y, viendo que Alberto solo se nos quedaba viendo, dijo: "¿Por qué no participas?".
Mi compadre no perdió el tiempo, subió a la cama y se desnudó.
Allí pude ver el por qué de la insatisfacción de mi comadre. La verga (si así se le puede llamar) de Alberto no mide más de seis pulgadas, aunque sí es un poco gorda.
Así, mientras yo se la volvía a meter por el culo, ella le daba unas mamadas de verga.
Un rato después, con él acostado de espaldas, con ella ensartada encima, sobre su palo, me correspondió a mí tapar el otro agujero.
Los estentóreos gritos de mi comadre cuando tuvo su cuarto o quinto orgasmo, provocó que también Alberto terminara dentro de ella. Yo todavía aguanté unos segundos más, solo para sacar mi verga del culo y darle mi leche en la boca.
Eso fue el principio del fin de una larguísima amistad.
Y es que Fabiola, ya "encarnizada", le dio por armar cada orgía, que terminaba como un verdadero bacanal.
Nos íbamos a la playa más cercana, donde ella se ponía el bikini más provocativo que obligaba a los hombres a voltear hacia ella.
Era ella misma quien les entablaba la conversación, los invitaba a nuestro cuarto de hotel y a los tres nos dejaba exhaustos.
La última vez que los vi, fue en Cancún, cuando Fabiola enganchó a un enorme mulato, musculoso a más no poder y que, ya en la cama nos mostró un impresionante animal que no medía menos de 26 centímetros, aparte de ser bastante grueso.
Y, peor aún, le aguantó, en las tres horas que duró la orgía, más de cinco descargadas de semen. En el último ejercicio la estuvo limando por la vagina y por el culo por más de una hora.
Totalmente embelesada por su nueva conquista, ya ni siquiera volteaba hacia mí para pedirme que la cogiera. Mucho menos a Alberto.
Al mulato se la mamaba con unas ansias que no le conocí conmigo y le encantaba montarse en su enorme verga que se metía hasta el fondo.
Igual ocurría cuando él la empinaba para darle por el culo, pues ni un centímetro de ese impresionante pedazo de carne quedaba fuera.
La cara de Fabiola se contorsionaba en cada orgasmo que su nuevo amante le provocaba y había que ver cómo devoraba cada gota de semen que éste le entregaba, casi siempre en su boca.
Después de esa noche, cogí mis pertenencias, partí a Mérida y antes de una semana ya había disuelto mi sociedad con Alberto, de quien me despedí en los mejores términos, pero no lo he vuelto a ver desde hace cuatro años.
Supe, por amigos comunes, que a los tres meses de mi partida, ellos se divorciaron.
Mi comadre se fue de Mérida, sin mencionar a nadie su destino, con el mulato de la verga enorme y Alberto hizo lo propio, con la custodia de Danielita.
De Fabiola no he vuelto a saber más.