Mi protegida
A veces las cosas surgen sin forzarlas, son las mismas circunstancias las que se encargan de propiciar un desenlace. Eso es lo que me sucedió aquel día, en el que mi fiel desconocida, se convirtió en la mejor amante que jamás pude desear.
Aquella noche no era como las otras. Ese sábado se presentaba en la discoteca el último recopilatorio musical de una conocida compañía discográfica, y aunque sólo era la una, el local estaba a rebosar. Una emisora de radio se había ocupado de repartir doscientas entradas gratuitas, por lo que aparte de las caras habituales, se distinguían grupos de lo más variados.
El tiempo pasa rápido a partir de cierta edad, sin embargo, ya hacía cinco años desde que mi socio y yo decidimos quedarnos con la propiedad de aquel garito. Nos costó bastante acondicionarlo; yendo a contracorriente, siempre apostamos por la música de los ochenta – época que nos marcó a ambos -, y tal vez por ello, la gente que solía acudir era, en su mayoría, de una edad comprendida entre los treinta y los cuarenta, viejos conocidos después de tantos años, que buscaban pasar un rato agradable al son de sus canciones favoritas.
Desde el principio asumimos diferentes tareas, él se encargaba de las relaciones públicas, y yo, tras muchos años de experiencia como vigilante jurado, decidí ocuparme de la seguridad, coordinando a los diferentes "gorilas" que teníamos contratados.
Serían las dos, cuando la vi entrar acompañada de unas amigas. Vestida con unos jeans y una camiseta sin mangas, su cuerpo era toda una provocación. No necesitaba más artificios, de hecho, creo que los evitaba, tratando sin éxito de pasar desapercibida, pero es que era imposible no clavar los ojos en ella. A mis cuarenta años y con una dilatada experiencia sentimental, sabía distinguir más allá de un cuerpo o una cara bonita. Aquella chica tenía una clase especial, parecía hecha para ser observada, admirada y deseada a distancia, pero no para ser cortejada por cualquiera. Y era extraño, porque hasta los más pesados de la discoteca parecían notarlo, fueron contadas las veces en las que tuve que intervenir por sentirla agobiada.
Teníamos – o al menos, eso es lo que a mí me parecía – un acuerdo tácito. Aparecía un sábado de cada mes, se quedaba bailando hasta tarde, concentrada en la música y sólo saliendo del trance para bromear con sus amigas. Evitaba dirigir su mirada hacia ningún hombre, ese privilegio sólo lo reservaba para mí. Nada más llegar me buscaba con impaciencia y clavaba sus ojos rasgados en los míos, como diciendo "cuida de mí". A continuación, una leve sonrisa se dibujaba en mi rostro y el pacto quedaba sellado. Así desde hacía más de un año. Eso era todo. Y, sin embargo, era suficiente, porque durante esas horas, la sentía plenamente mía, convirtiéndose por una noche, en mi particular objeto de culto.
Sólo guardaba en mi memoria dos momentos más íntimos. El primero, se dio una noche que perdió de vista a sus amigas - al volver del baño no las localizaba -. Yo observaba la escena dispuesto a no intervenir, pero su carita de desamparo pudo más que las barreras fijadas y me acerqué hasta quedar a pocos centímetros de su espalda. A pesar del cargado ambiente, aun puedo recordar el dulce aroma que desprendía su cuello, pues hacia allí incliné mi rostro para decirle "están en la barra de arriba". Increíblemente no se sobresaltó, parecía haber estado esperándolo, ya que sus únicas reacciones fueron dar un pequeño paso atrás hasta quedar completamente pegada a mi pecho, y girar su cabeza para musitar un "gracias", que sus labios arrastraron por mi mejilla. La segunda, llegó un día que tuve que intervenir, al ver como dos tipos la acosaban con insistencia. Mi intención era darles un toque de atención, pero ella tomó la iniciativa y al verme aparecer, guió mis movimientos con su mirada, hasta que al ponerme a su altura se abrazó a mí, consiguiendo del modo más pacífico y tajante, que aquellos individuos se marcharan. Durante unos minutos la estreché con fuerza entre mis brazos, sintiendo cada una de sus curvas vibrar al ritmo de la música. Poco después nos separamos, y nuestra particular relación continuó sin más acercamientos.
Aquel sábado, repetimos el ritual. Al entrar me buscó con la mirada, nuestros ojos se encontraron y me volví a convertir en su ángel guardián. Las primeras horas de la noche, transcurrieron sin incidentes, sin embargo, a las cuatro, el recinto se encontraba tan abarrotado, que los primeros roces comenzaron a surgir. Un grupo de veinteañeros con demasiadas copas de más no dejaban de causar problemas y para evitar males mayores tuvimos que sacarlos de la discoteca – tarea nada fácil, por cierto -. Con tanto alboroto, descuidé más de lo habitual a mi protegida, y cuando por fin pude centrar mi atención de nuevo en ella, la distinguí apoyada en un pilar, con la cabeza escondida bajo las manos y rodeada de sus amigas. Alarmado, me dirigí hasta donde estaban para averiguar lo que le pasaba, pues era la primera vez que no la veía sonriente, disfrutando de la noche. Me explicaron que se había mareado por la falta de espacio, yo les respondí que la iba a llevar a un sitio más tranquilo. Asintieron, conformadas, y tras aproximarme a ella, la tomé del brazo, sin que opusiera ninguna resistencia. "Ven, te conviene respirar un poco" le dije, y después de dejar a un empleado al cargo, la llevé hasta la planta de arriba, donde estaban las dependencias privadas.
Avanzaba con dificultad, mientras yo la sostenía con fuerza por la cintura. Lo primero que hice fue llevarla al cuarto de baño, donde le retiré la abundante melena castaña, haciendo que se inclinara sobre el lavabo para mojarle la nuca. La camiseta, dejaba desnuda la parte superior de su espalda, por donde las gotas se deslizaban, curiosas, tratando de penetrar más abajo. Yo observaba los pequeños montículos que dibujaba su columna, mientras la tela, humedecida por el efecto del agua, me iba revelando progresivamente, la ausencia de sujetador de su portadora. Entre eso, y la posición - que hacía que su magnífico trasero se me insinuara, como una involuntaria ofrenda -, mi excitación iba en aumento. Pasados unos instantes, se levantó y por fin, pude ver su cara a la luz. Si bajo la tenue iluminación de la discoteca, su belleza resultaba indiscutible, ahora, vista en todo su esplendor, todavía era más arrebatadora. La piel era tersa y aceitunada; los ojos almendrados, casi orientales, destacaban por su indefinido color, en una mezcla verde azulada. La boca, de labios grandes y dibujados, se teñía de un rojo intenso, y el cabello, surcado de ondas interminables, le confería un aire indómito. Todavía se sentía mareada, así que la llevé hasta mi despacho, donde la hice recostarse en el sofá.
Al abrir la ventana un soplo de aire fresco penetró en la habitación. Me senté en un sillón, contemplándola después de más de un año, tan cerca, tan a mi alcance. Poco a poco fue recuperándose y sus mejillas empezaron a recobrar el color. Había permanecido con los ojos cerrados, hasta que abriéndolos, susurró "gracias". Mientras estaba reposando, el magnetismo de su rostro había acaparado toda mi atención, sin embargo ahora, el sonido de su voz, profundo, sensual, casi ronco, disparaba mi deseo como un mágico resorte. Fue en ese momento cuando bajé la mirada hasta su escote, que también había sucumbido bajo el efecto del agua, y marcaba descaradamente, dos hermosos pechos, de mediano tamaño, simétricos, redondeados, y unos pezones que se mostraban duros, erguidos, apuntándome sin compasión. Ni siquiera busqué sus ojos, al preguntarle "cuál es tu nombre". Ni siquiera me preguntó el mío al contestarme "Lamia". Su voz, otra vez esa voz, hizo que saltara de mi asiento, como si una cuerda invisible tirara de mí y me aproximé hasta su cálido cuerpo, tan esbelto y tentador.
Levantándose, me recibió a medio camino. Sin tocarnos nos miramos durante unos eternos segundos, en silencio, con un contenido deseo brotando por cada uno de nuestros poros. Al fin, la atraje hasta mi cuerpo, y hundiendo mi rostro en su cabello volví a sentir ese dulce aroma que había quedado grabado a fuego en mi memoria, mientras sus formas volvieron a fundirse con las mías, acoplándose como dos perfectas mitades. Ella pasaba sus brazos por mis hombros y buscaba mi boca, que la recibía ansiosa, entreabierta, castigadora, pues aquellos pulposos labios, incitaban a ser devorados. Al tiempo que una de mis manos la tomaba por la nuca, la otra recorría los preciosos senos con avidez. El contacto sobre la camiseta me resultaba insuficiente, por lo que no tardé en despojarla de ella y disfrutar a manos llenas de su desnuda piel. Mientras me besaba, de sus labios se escapaban gozosos jadeos, que me alentaban a buscar más abajo, desabrochando el botón de su pantalón y descubriendo un diminuto tanga negro, bajo el cual se escondía un suave y rasurado sexo. Encendido de deseo, la tomé por las nalgas, apretándola violentamente contra mi pelvis, hasta clavar mi erección en su vientre. Su respuesta no se hizo esperar, pues instantes después ya había liberado mi pene y lo estimulaba con maestría.
La observaba, arrodillada frente a mí, empleándose a fondo en proporcionarme el placer más absoluto. El erecto miembro desaparecía en su boca, casi en toda su extensión, reapareciendo a un ritmo ágil y acompasado. Simultáneamente, sentía su lengua deslizarse por mi glande y una de sus manos, me acariciaba más allá de los testículos. En ocasiones, la rebelde cabellera entorpecía su trabajo, y yo aprovechaba para retirarla, empujando su cabeza, obligándola a abarcar mi falo hasta el final. Ella, se dejaba hacer lanzándome una servicial mirada con sus ojos multicolores, y continuaba, afanándose por satisfacer mis deseos.
Mi excitación estaba llegando a un punto sin retorno. Como no estaba dispuesto a rendirme en el primer asalto, salí de su boca y tomándola por la cintura la deposité sobre la mesa del escritorio. Acabé de desnudar su cuerpo y pude gozar de aquella maravillosa visión, dorada y curvilínea, realzada frente a la oscuridad de la madera. Sin más demora, acaricié sus pechos, tomando los pezones entre mis yemas, estirando de ellos, estrujándolos hasta oír sus gemidos. A continuación, fui bajando por el cálido vientre, perdiéndome en la humedad de su sexo inflamado, metiendo en él los dedos, inclinándome para aplicar mi lengua en su clítoris. La sentía estremecer bajo el efecto de mis caricias, mientras continuaba succionando el rosado botón. Sus jadeos iban subiendo de tono, y ya no pude esperar más. Levantándole las piernas apunté hacia el centro de la diana e introduje mi instrumento hasta el fondo. Aquellas aterciopeladas paredes me acogieron con hospitalidad. Con sus cálidos muslos apoyados sobre mi torso, comencé mi movimiento, en un vaivén ansioso y apresurado. Desde esa posición gozaba de una vista privilegiada; con la cabeza de lado y los ojos entreabiertos, sus senos temblaban al son de mis envites. Verla tan entregada me hacía gozar aun más. Suavemente, pasé una de mis manos entre sus nalgas y recorrí su agujero posterior, trazando círculos cada vez más pequeños. Cuanto más estimulaba su esfínter, mayores eran sus contracciones. Su cuerpo se revolvía como invitándome a entrar y así lo hice, introduciendo mi dedo corazón en el prieto anillo. Mi verga se enterraba al máximo en su vagina, al tiempo que mi dedo lo hacía en su ano. Sus gemidos se convirtieron ahora en gritos, mis acompasados movimientos se acortaron ganando intensidad, y ya no controlé más, dejándome ir en un increíble orgasmo. Por unos instantes, sentí cómo me alejaba del mundo, concentrándome tan solo en el placer que estaba experimentando. Cuando recuperé la consciencia, apenas podía tenerme en pie. Su cara de satisfacción me tranquilizó, y deseando estrecharla entre mis brazos, hice que se levantara, conduciéndola hasta el sofá.
Permanecimos acostados, mientras nuestras respiraciones volvieron progresivamente al ritmo habitual. Los cuerpos se relajaron entre agradecidas caricias y arrumacos. De lado, con su espalda reposando en mi pecho, la rodeaba con mis brazos, jugueteando con sus pezones. Ella se giraba de cuando en cuando y depositaba suaves besos en mi rostro. Así, casi sin querer, volvimos a enzarzarnos en la mejor lucha cuerpo a cuerpo que pueda existir. En aquella posición, pocas caricias podía regalarme, pero supo suplirlas, encendiendo de nuevo mi deseo a golpe de cadera. Mientras mis manos recorrían su cuerpo a placer, ella clavaba los glúteos contra mi entrepierna, restregándose como una gatita mimosa. Mi verga no tardó en ponerse firme y buscar sitio en el hueco que dejaba la unión de sus muslos. Sin penetrarla, movía mi miembro adelante y atrás, desde los labios mayores hasta su gruta. Los jugos que desprendía, facilitaban el deslizamiento, lubricando toda la zona. En una de las idas y venidas traté de introducirme en su vagina, pero me sorprendió al tomar mi miembro con su mano y guiarlo unos centímetros más atrás.
Tremendamente excitado, no dudé en aceptar su ofrecimiento, y presioné con fuerza, hasta que el glande penetró en su intestino, para continuar ascendiendo lentamente, envainando mi sable hasta la empuñadura. Ella permanecía en silencio, casi sin moverse. Pasando uno de mis brazos por su cintura, abarqué su sexo con la mano y comencé a estimular su clítoris. Pronto volvió a retorcerse y pude continuar la penetración. Su anillo se ceñía al perímetro de mi falo, proporcionándome indescriptibles sensaciones. Entraba y salía, sin descuidar mis caricias, escuchando cada jadeo que manaba de su boca. Cuanto más excitaba se mostraba, más saña imprimía yo a mis envestidas, fundiéndonos en un placentero dúo de gemidos. Por un instante separé mi cuerpo unos centímetros del suyo para poder observar la acción, y aquello pudo conmigo, verme sodomizando a mi preciosa desconocida, adelantó el desenlace y culminé, inundando su dilatado agujero de leche.
Después de terminar me quedé dormido. Fue ella la que me despertó entre besos, informándome de que debía volver con sus amigas. Cuando se levantó, unos blancos hilillos de semen se deslizaron por sus muslos. Se fue al baño a asearse mientras yo me vestía. Al volver, la observé arreglarse, preguntándome qué ocurriría entre nosotros a partir de ese momento. Pero no dije nada, tenía la sensación de que nuestra relación se regía por patrones muy distintos a los habituales. Ella tampoco habló. Sólo las miradas manifestaban deseos y sentimientos.
Cuando la dejé en la pista, nos abrazamos con pasión. Después, volví a ocupar mi lugar, y de nuevo la protegí en la distancia, escondido tras una multitud de cuerpos que bailaban al compás de las canciones, pero sin percibir a nadie, pues en mi mente sólo estaba ella.