Mi propia confesión
Soy Dita Delapluma, y quiero soltar una carga espantosa.
Los que me seguís, sabréis que mis relatos, últimamente, se han espaciado. Llevo algún tiempo sin escribir. En parte, ha sido pereza. En parte, han sido fantasmas.
¿Alguno de vosotros ha vivido con miedo alguna vez, alguna época? Yo sí. Y quisiera contároslo, si queréis escucharme. Ya estuve callada mucho tiempo, demasiado. A veces, hablar de algo horrible, hace que el recuerdo sea más horrible aún, porque se vuelve más real… pero otras veces, pasa al contrario, cuando más lo cuentas, más irreal se vuelve, porque… lo dominas. Si logras hablar de ello, empiezas a superarlo, pero si lo guardas, te termina ahogando. Y últimamente, me ahoga más. Por eso, quiero soltarlo con vosotros, los que me leéis y conocéis mis historias, con la esperanza de superarlo de una vez. Sé que es imposible, sé que no se supera jamás… pero al menos, me calmará durante algún tiempo.
Mi madre lo sabe. Mi padre, no. Mis amigos también lo saben. Y nada puede hacerme mayor bien que el que me siguieran tratando exactamente igual después de saberlo. No hay favoritismos, no hay cambios, no hay… importancia. Porque no soy “una pobrecita víctima”. Sólo soy Dita, nada más. Dita Delapluma.
Tenía dieciséis años y estaba en el Instituto. El profesor de Filosofía era también psicólogo, llevaba un gabinete especializado en problemas familiares, consejos matrimoniales, niños hiperactivos y ése tipo de cosas… un día nos habló de los test de manchas, “test de Rorsarch”, y nos trajo un libro, pero, como era para niños, no había manchas, sino dibujos de animales. Uno de ellos, representaba una mamá canguro con el cangurito pequeño en la bolsa, y el cangurito mayor en un triciclo. Nos contó que servía para ver si los hermanos tenían celos… si los mayores se quejaban de que el pequeño iba en la bolsita, si los mayores se quejaban que el mayor podía ir en triciclo… Otro dibujo representaba una perra con un cachorro en las rodillas, y una taza de váter al fondo. Algunos compañeros dijeron que el perrito se había hecho pis encima, y la madre le pegaba, otros opinaban que el perrito estaba aprendiendo a usar el retrete, pero lo que hacía su madre era limpiarle el culo… Luego mostró el dibujo de un conejito en la cama. El cuarto estaba oscuro, y la luz le daba en la cara. Mis compañeros dijeron que en la puerta, donde no se veía, estaba la mamá del conejito, y éste le pedía que no cerrase la puerta para que entrase la luz… “No.” Dije yo sin vacilar. “El conejito quiere que la puerta esté cerrada”. Mi profesor cambió inmediatamente de página.
“Tengo que saber si, sea quien sea, lo sigue haciendo”. Me dijo al terminar la clase. Mis compañeros habían salido al pasillo. A mí me pidió quedarme. Yo sabía perfectamente de qué me estaba hablando, pero intenté hacerme la despistada. “Te has puesto blanca al ver el dibujo”, me dijo. “Sé que me estás mintiendo. Quiero ayudarte, pero no podré hacerlo si no me dejas”, me dijo. Le conté la verdad. Fue el padre de mi madre. Ya no lo seguía haciendo. Yo se lo había contado a mi madre a la edad de nueve años, cuando llevaba sufriéndolo tres. Mi madre había puesto fin a aquello. Ya no le dejaba sentarse a mi lado. Ya no le dejaba que me diera un beso al venir o marcharse, ya no dejó que nos quedáramos en su casa a dormir nunca más, ni a comer, ni a… nada. Desde entonces, vivía tranquila, pero el miedo siempre está ahí. Siempre permanece.
Me dijo que no debía sentirme culpable, ni sentir vergüenza, que quien debía sentirse avergonzado, era él. Que había hecho bien en contarlo, porque muchos niños no lo cuentan nunca, se lo callan todo, y eso es aún peor. A mí me costó un esfuerzo increíble… era su padre, pensé que mi madre no me creería, que me acusaría de mentir, que la culpa me la llevaría yo... pensaba que quizá aquello era normal, y yo era mala por no entender su cariño. Me sentía culpable por ser tan mala, por no quererle, por no querer estar con él, por no querer ser una niña… sí, siempre he sido infantil e inmadura, pero durante algún tiempo deseé dejar de ser niña, porque entonces ya no le gustaría y dejaría de… de hacerme cosas.
Hoy día, sé que tuve “suerte”. No le veía con demasiada frecuencia, no vivía con él, mi caso no fue tan grave como otros… tengo pocos recuerdos claros de cuando estaba con él. Pero la primera vez que besé con lengua a un chico, con catorce años, tuve que soltarme rápidamente de su brazo, y vomité, tal fue el asco que me produjo el recuerdo. Cuando empecé a mantener relaciones sexuales, me eché a llorar sin consuelo, porque el miedo me invadió. No recuerdo las imágenes, pero recuerdo perfectamente los sentimientos. Cuando fui a planificación familiar a pedir la píldora, la ginecóloga tuvo que meterme una especie de cámara, para comprobar el estado de mi cuerpo… no lo logró, y me dijo “mételo tú, así estarás más cómoda”. Lo logré, pero la operación fue costosa y lenta. La mujer me preguntó si eso me pasaba siempre, y si el coito me dolía. Le dije que un poco, pero que era normal, porque yo casi acababa de perder la virginidad…
“No, no es normal que te duela”. Me dijo tajantemente. No preguntó más, pero me dijo que tenía que usar bolas chinas para que mi vagina se acostumbrara. No es broma, me las aconsejó y la verdad que fueron una gran ayuda. Es probable que si hoy tengo posibilidad de disfrutar del coito, sea gracias al consejo de esa ginecóloga.
Tal vez sea por esto que me gusta tanto escribir cuentos eróticos. Cuando lo hago, soy yo quien tiene el control, yo soy quien manda. Y mis personajes siempre son felices. Nadie les tortura, salvo de mutuo acuerdo para conseguir placer. Nadie obliga a nadie a hacer algo que no desea y que le llena de asco. Me doy cuenta que escribir, me ayuda. Me hace encajar el sexo dentro de su contexto, dentro del contexto donde yo quiero que esté… donde es bueno, divertido, tierno… bueno.
Me gustaría decir que lo he superado, pero no sería verdad. Nunca lo superas. Sólo aprendes a vivir con ello. Con el recuerdo y con el miedo. Miedo a recordar. Miedo a convertirte en lo que más odias. Cada vez que veo porno, cada vez que escribo un cuento, agradezco una y mil veces ser una persona con deseos sexuales normales. A veces miro a los niños, a mis sobrinas y me entran ganas de llorar de gozo, al pensar “no siento deseos hacia vosotros. Gracias, Dios mío, gracias por no convertirme en algo horroroso, gracias por dejarme ese consuelo, gracias por no hacerme como él, gracias por no hacer que sienta vergüenza de mí misma, gracias por ser… un ser roto, una persona rota por dentro, pero que al menos, no va a romper nunca a otro”.
Gracias por haberme escuchado. Lo creáis o no, ahora me siento mejor.