Mi profesor de literatura
A los ocho me puse mi primer vestido. Mi prima era muy insistente y no supe decirle que no. Quería que jugáramos al casamiento con otro de mis primos y me enfundó en una camisa blanca y una larga falda gitana. Hasta me acuerdo que me pintó los labios y me puso un pañuelo en la cabeza.
A los ocho me puse mi primer vestido. Mi prima era muy insistente y no supe decirle que no. Quería que jugáramos al casamiento con otro de mis primos y me enfundó en una camisa blanca y una larga falda gitana. Hasta me acuerdo que me pintó los labios y me puso un pañuelo en la cabeza. Entramos en la habitación de la fiesta donde estaban los mayores y ella nos casó y después el novio me besó. Todos reían y terminaron aplaudiendo la representación. La vergüenza me duele en la memoria como si fuera hoy. Resonaba el tintineo de unas pulseras y nunca me pude sacar de la cabeza esa imagen en la que parecía una chica.
Cuando empecé a desarrollarme no me abandonaba la cara de nena. Un día me detuve en el espejo y me di cuenta de lo inevitable. Tuve miedo, un miedo que fue creciendo y nublando mis sentidos. Pero el miedo era solo una consecuencia de mis actos, que recién entendí cuando me puse la ropa de mi hermana mayor y subí a la terraza aquella noche sofocante de diciembre. Me envolvía una sensualidad de roces y desnudos. Por debajo de la falda la brisa acariciaba la desnudez de mis piernas y me estremecía con una sensación nueva. Escuche un silbido aprobador desde alguno de los departamentos vecinos y me asusté.
Ese año, mi primero del secundario, lo conocí a Gustavo, el nuevo profesor de literatura. Yo iba a la casa de él a repasar las tareas porque había convencido a mi mamá de que lo contratara para mi apoyo escolar. A mí me parecía un tipo grande aunque no creo que pasara los veintidós. A las chicas de mi curso les gustaba y hablaban de él a escondidas y algunas veces yo las había escuchado. Después de algunos meses, cuando ya tenía algo de su confianza, le conté lo que me pasaba y no me cuestionó sino que charló conmigo y me pareció que entendía. Deje pasar unas semanas y ese sábado mientras estudiábamos le pedí por el baño y lo sorprendí, temblando, para que me dijera su opinión. El silencio que se abrió entre nosotros me pareció interminable. Me había puesto un vestido negro exiguo y ceñido al cuerpo, lo que resaltaba mi cintura fina que se ensanchaba en unas lindas caderas. Tenía los hombros al descubierto y me había liberado los rulos que hasta entonces disimulaba con el pelo atado. Mis ojos eran una catarata a punto de desbordarse. El profesor se paró y me tendió la mano. La levantó y me hizo girar sobre mí mismo. No te angusties, dijo, estás muy bien. Desde el día que me contaste, me preguntaba cuándo me ibas a mostrar –dijo.
-Soy un desastre.
-No, para nada. Ven.
Me acompañó hacia un espejo de pared que estaba en el pasillo de entrada. Se puso detrás y con las manos en mis hombros me dijo al oído.
-Mírate.
Quería que llegaran los fines de semana. El tiempo se demoraba en mi ansiedad de sábado. Cada semana era una eternidad hasta que podía volver a verlo. En su casa, él aguardaba con paciencia el tiempo de la transformación y después, sentados en la sala, charlábamos, nos reíamos y hacíamos la tarea como si no pasara nada. A las tres semanas, casi sin darme cuenta de lo que pasaba, puso su mano sobre la mía y me miró. La mano fue hasta mi pierna y subió, y después nos acariciamos y besamos. A mi mamá le dije que me quedaba a dormir en lo de un compañero y después de unos vasos de licor de chocolate me levantó la falda y yo le susurré al oído que por favor no se detuviera. Nos recorríamos los cuerpos tan calientes que no podíamos parar. No podía creer que estuviera haciéndolo pero el suave roce de la tela cuando me levantó la pollera, la tibieza de sus dedos cuando me corrió la bombacha me devolvieron a la realidad de su pija tibia empujando en la entrada. Yo estaba decidido y lo dejaba que hiciera lo que quisiese. La empujó y la cabeza se abrió paso. Un dolor intenso fue el aviso de que había entrado y presionaba en un punto límite de mis entrañas. Le rogué, le supliqué, con un hilo desesperado de mi voz dolorida que parara un instante. Quería que se fuera, que la sacara, que no me doliera más. Se quedó quieto, como jugando, aunque por momentos empujaba un poco y después aflojaba. Me fui relajando y fui yo el que poco a poco lo recibió adentro sintiendo cómo se me abría la cola y el profe me llenaba el culo de carne tibia. Ya casi no me dolía, con un gemido suave, casi un ronroneo, le pedí, le supliqué que me la metiera bien hasta el fondo de mi colita.