Mi Profesor de Griego y Yo.

Durante mi tercer año de instituto, llega un profesor nuevo de intercambio para impartir las clases de griego. Al principio Anton y yo, no nos llevamos bien, pero con el paso de las semanas, va desarrollándose una relación profesor-alumno que cruza los límites marcados por la sociedad.

Hola, espero que os guste mi historia. Puedo asegurar que es cierta, aunque haya usado un lenguaje adornativo para hacerla más entendible y por supuesto para que parezca un poco más romántica.

17 de septiembre de 1996, Almería

Recuero aquel día casi como si fuera hoy mismo, más que nada porque ¿a qué adolescente le gusta comenzar el instituto?

De acuerdo, estoy mintiendo como un bellaco. El instituto comenzó el lunes día 16 de septiembre, pero aparte de los frikis, los perdedores y los pelotilleros, ¿quién demonios va el primer día al instituto? Joder si solo te dan el horario, el nombre de los libros y algún profesor carca te suelta la misma charla de todos los años; “si no asistís a clase, va a ser complicado el aprobado”, “pasaré lista todos los días”, “las tareas tienen que entregarse con puntualidad”.

Y para colmo debía coger el autobús a las siete y veinte de la mañana. Tras media hora de viaje, llegaba a la estación intermodal, siempre y cuando no llevara retraso, después debía caminar como veinte minutos hasta llegar al instituto y desde las 8.30 hasta las 15.00 horas me encontraba metido en una cárcel. O por lo menos así lo sentía yo.

Me detuve ante las puertas metálicas de la entrada al instituto.

El "Nicolás Salmerón y Alonso de Almería", se llama así en honor a un presidente de la I República Española, allá por el año 1873. Es un edificio de tres plantas de altura. El ladrillo visto que en sus primeros años era rojo, ahora es anaranjado por tantas horas de sol. Las rejas grandes y negras en las ventanas aportan la sensación de asfixia. Lo único bueno que tiene, son las pistas deportivas, bastante grandes para estar en un lugar céntrico.

Podía ver como los alumnos de primero de BUP, aquellos que corretean asustadizos por cualquier sitio al que mirara. Las novatadas son una vez al año y duran alrededor de una semana. Es raro ver a alguien de primero que no lleve una “N” escrita con edding en su cabeza; en la frente, en las sienes, en los mofletes, en los brazos o en cualquier otra parte de su cuerpo que esté visible y lo mejor de todo es que nadie se presenta voluntario para que se las hagan.

Todavía recuerdo cuando me acorralaron entre tres alumnos de COU y me escribieron una “n” pequeña en la frente.  Al final ellos ganaron, aunque me empleé a fondo y no se lo puse fácil.

—¿Miedo al instituto? —preguntó mi amiga Minerva—. Ella es argentina, pero lleva viviendo en Almería con su familia desde que tenía dos años, ni si quiera tiene ese acento tan bonito que he oído de sus padres y de sus dos hermanos mayores.

A su lado, camina Lucía. Es otra chica de nuestra pandilla. Si Minerva es espectacular, Lucía es simplemente perfecta. Tiene una nota media en segundo año que roza el 9.75, es dulce y muy noble. Ambas son delgadas, de cabellos largos y bonitas sonrisas.

Juntas son mi equilibrio, Minerva es el demonio rojo y Lucía el demonio blanco. Normalmente vamos juntos, aunque este año será el primero que estemos separados.

Lucía se matriculó de ciencias puras. Minerva en ciencias mixtas y yo de letras puras. Me hubiera encantado matricularme en ciencias, pero tengo un grave problema, se me da genial la biología y la química, pero las matemáticas y yo somos como el agua y el aceite, no casamos.

El primer año de instituto llegué solo. Los alumnos de mi antiguo colegio, normalmente iban a la Universidad Laboral, que no es una universidad, sino un Instituto de Bachillerato. Luego había unos pequeños grupos que se iban a un instituto de la ESO, otros que se matriculaban en módulos o incluso hacían Formación Profesional.

Yo, sin embargo, tuve que elegir entre un instituto privado o uno al que no fuera ninguno de mis antiguos amigos. Mi madre pensó que eran una mala influencia y todo porque me fumé un par de porros solo para impresionar al tío que me gustaba. Por lo menos acabamos en la cama y fue bueno y todo, a pesar de todo lo que había fumado y bebido el tipo. Pero esa historia la contaré en otra ocasión.

—No sé si soy yo, o es una sensación generalizada —dije mientras me giraba hacia mis amigas— pero no quiero entrar.

—Vamos Martín —dijo maternalmente Lucía— es el primer día de clases, si empiezas así

—Daniel, Carmen y esta gente, me han dicho esta mañana que iban a la playa. Ya sabes que ellos no comenzarán hasta la semana que viene.

—¡No podéis comenzar a faltar a clases!

—¡Cállate mamá! —exclamó Minerva.

Barajé mentalmente la idea. No era una mala salida y encima Carlos Hinojo, estaba matriculado de las mismas asignaturas que yo. De todas.

—Espera —dije abriendo mi carpeta nueva. Busqué el horario plastificado y observé las asignaturas. Literatura, Historia, Inglés, Filosofía, Religión y Griego.

—Llevaban la pelota de vóley —me informó Minerva para acabar de convencerme.

Ya no necesitaba más para no asistir a clases. Mi deporte favorito era voley playa.

—Lucía, ¿puedes decirle a Hinojo que hoy no me sentía bien y que no vendré al instituto?

Él me podría pasar los apuntes, sería mi única salvación.

Ella comenzó a negar con la cabeza.

—Porfa, porfa. Te prometo que mañana entro a todas las clases.

—Pensadlo bien. Este año no estoy con vosotros para pasaros los apuntes.

—Lo sabemos —dijimos resignados a la misma vez Minerva y yo— Pero están Nazaret y Batsheva, y el propio Carlos. Beatriz y Juan Alberto tienen algunas asignaturas conmigo y el resto con Minerva.

—Y conmigo está Manolo Sánchez.

Lucía y yo nos giramos hacia ella. Manolo Sánchez, era uno de los tíos más buenorros del instituto, y no solo porque tenía el pelo rubio y los ojos azules, fue quinto en el campeonato de Andalucía en 800 y 1500 metros, y no importaba que fuera invierno o verano, siempre estaba bronceado. Sus labios eran equilibrados y sus dientes tan perfectos como su anatomía. Y su culo y sus muslos espectaculares.

—¿Sabéis que ya no está con Alicia? —dije dándome cuenta por la expresión de sus caras que no tenían ni idea del asunto.

—¿Cómo demonios te enteras de esas cosas? —preguntó Minerva a punto de matarme por haber guardado aquella información.

—Su padre y mi madre trabajan juntos en el Hospital de Torre Cárdenas y coincidimos en Julio en una boda.

—¿Desde cuándo eres amigo de ella? —preguntó Lucía incrédula.

—Desde que estábamos en primero —me encogí de hombros—. Siempre me he llevado bien con todo el mundo.

—Su hermana me hizo una novatada —dijo Minerva.

Puse mis manos en la cintura. Si ella quería hablar de eso, lo íbamos a hacer.

—Te recuerdo que tu hermano Gonzalo mandó a tres de sus amigos a que me pintaran la cara.

—La primera vez que te quedaste en mi casa a cenar, le echaste encima el plato de sopa caliente —dijo ella medio enfadada—. ¡Estáis en paz!

Balbuceé sin saber que decir. Aquello era verdad aunque fui muy disimulado. ¿Cómo demonios se dio ella cuenta? El silencio estaba haciendo que dolieran mis oídos, hasta que el timbre de comienzo de clases comenzó a sonar.

—Seguimos discutiendo, o nos vamos a la playa. Tengo clases con Leonardo y no quiero que me vea.

—¿Y no vas a entrar? —preguntamos escandalizados Lucía y yo.

El profesor de matemáticas, Don Leonardo, era uno de esos carcamales que habían comenzado a impartir clases durante la época de Franco. No nos permitía ni una sola falta y encima como profesor de matemáticas era peor que pésimo. Demasiado exigente y poco exitoso.

Minerva negó con la cabeza. —¿Podemos irnos?

Desde el instituto hasta la playa hay una bonita caminara por Ciudad Jardín. Es un barrio muy bonito de la capital. Sus casas son muy grandes, antiguas y con enormes jardines. Las calles no son muy anchas y la mayoría de las fachadas están pintadas en color blanco puro y hacen una bonita composición con los cientos de árboles que se suceden por las aceras.

—¡Espera voy a comprar tabaco! —me informa Minerva al pasar por la puerta de la Habana Cristal. Es una cafetería heladería, situada en la Avenida Cabo de Gata. Puedo afirmar que la mejor leche merengada de toda la provincia la sirven en este local. Ellos ponen hasta la rodaja de cáscara de limón. Justo por el callejón de la derecha se llega a la playa del Zapillo.

—¿Sabes en qué playa se encuentran?

Minerva negó con la cabeza.

—Déjame cincuenta pesetas. Puedo llamar a Carmen y que me diga el sitio.

Rebusqué en mi carterilla.

—Paco y yo estuvimos hablando anoche.

—¿Vais a volver?

Ella negó con la cabeza. —Hemos quedado como amigos.

—¿Pero? —por su tono de voz, supe que había algo.

—No sé por qué lo hice. —Se encogió de hombros y suspiró—. Debería haberle dado con el casco en los huevos y decirle que le odio por haberme engañado.

Ella alzó su dedo apoyándolo en mis labios y me hizo callar.

—¿Carmen? Nena soy Minerva, ¿en qué lugar del zapillo estáis?

Me lo introduje en la boca. “Eres un cerdo”, dibujó con sus labios pero sin decirlo en voz alta. Seguí chupándolo, mientras observé por el rabillo del ojo como un anciano de 117 años me observaba con un gesto extraño en su cara.

—¡Ok! Martín y yo vamos para allá.

—Es cierto. Lo soy —dije sintiendo una arcada por lo que pudiera estar pasando por la mente enferma de aquel hombre acartonado.

—Están en la térmica. Dice Carmen que el agua está buenísima.

Era solo mediados de Septiembre y si teníamos en cuenta que en Almería, el verano duraba hasta principios de noviembre, eso era algo que no nos podía extrañar.

—Lo que te decía antes de que me cortaras. Lo has perdonado porque lo amas. Sé qué es distinto tu caso y el mío pero, ¿lo has pensado?

Ella negó con la cabeza y comenzamos a caminar.

—Nos condicionan. Los adultos nos imponen las creencias que les han enseñado a ellos.

—Me ha puesto los cuernos. Nadie me ha impuesto esa creencia.

—De acuerdo, déjame  te lo explico. Verás, ¿te acuerdas cuando te hablé sobre Víctor?

Minerva afirmó con la cabeza. —¿Por qué son tan cabrones?

Sonreí. Quizás ellos no lo pueden remediar.

—Él nunca me ha engañado —dije defendiéndolo—. Víctor siempre ha sido mi mejor amigo y aunque sé que tiene novia, cada vez que me busca, allí estoy yo.

—Eso se llama estar desesperado o ser un cornudo consentido.

—¡Eres una capulla! Lo quiero y es algo que está acordado implícitamente. No hemos firmado nada, ni si quiera lo hemos hablado. Sólo es algo que aceptamos los dos.

—¿Cómo puedes querer a alguien que está saliendo con otra persona? Se acuesta con la novia y al rato toca a la puerta de tu casa y te dice que tiene ganas de estar contigo y tú le dejas. ¿Has pensado que viene de comerle los morros, la rajeta u otra cosa y luego os besáis?

—Pues créeme, si ha hecho eso que dices, su novia sabe muy bien. A eso es a lo que me refiero. Me gusta. Lo quiero, llámalo como te venga en gana y realmente eso es algo secundario. Quiero decir, me duele pensando en ellos juntos, pero luego cuando estamos él y yo, eso desaparece, es un borrón y cuenta nueva.

—Es una asquerosidad. Se llama cuernos y yo ya los tengo. En algún lugar —dijo ella calcullándose en la cabeza

—¡Volverás con él! —la sentencié.

La central térmica que da nombre a la playa, se cerró hacía algunos años y la gente dice que cuando estaba abierta, toda la playa tenía el agua caliente, incluso en invierno.

Estábamos parados junto a los aparcamientos cuando un tipo con chupa de cuero y vaqueros raídos aparcó su enorme moto entre mi amiga y yo. Literalmente entre los dos, mientras seguíamos discutiendo sobre el capullo de Paco. Su novio infiel por naturaleza.

Minerva y yo nos quedamos estupefactos ante aquella invasión de nuestro espacio y cuando el tipo se quitó el casco, fue como plofffff.

Pude notar como se esfumó nuestro enfado y con esa cara no era para menos. El señor “X”, tenía el cabello moreno, más que moreno, negro azabache, con una nariz perfecta. De ese tipo de nariz, que los cirujanos sueñan con poder crear. Sus cejas pobladas coronaban unos ojos enormes de un intenso color azul oscuro, no como esa mariconada del celeste o del verde turquesa. Sus labios eran tan rojos y bien proporcionados que hicieron que inconscientemente pasara mi lengua por los míos.

—Yo, he esperado a que os quitarais —dijo chapurreando un español muy mal hablado— pero no lo hacíais.

Su acento y sus ojos decían, soy del norte. Algo así como Dinamarca o el Círculo Polar Ártico, pero su piel, color dorada lo situaban más en el Mediterráneo.

Minerva y yo no pudimos articular palabra. Solo observamos como el tipo alzó su larga pierna para desmontar aquella enorme moto y al estar completamente de pie, nos hizo sentir demasiado pequeños y creedme que no me refiero a la edad. Yo mido casi metro ochenta, pero él, me sacaba una cabeza o cabeza y media.

—¿No deberíais estar en el instituto?

Ante aquella sonrisa, Minerva llevó su mano al pecho y yo estuve a punto de decir alguna incoherencia, pero como siempre que me ponía nervioso, mentí.

—Nosotros vamos a la universidad. Hasta octubre no comenzamos.

Minerva y yo, aun lo seguíamos mirando anonadados. Sus vaqueros raídos se pegaban a su culo y a sus largas piernas. Él se dirigió a la playa, con unas gráciles y largas zancadas.

—¡Gracias, gracias! —dije mirando al cielo— Me alegro de haberme saltado las clases. No quiero perderme a este tío en bañador.

—Ni yo —dijo Minerva sin terminar de encontrar su voz.

En la orilla de la playa divisamos a una nutrida porción de gente de nuestro grupo. Paco, Daniel, Carmen, Elisa, Elías, Alberto, Luís, Lorenzo y Lidia. Ellos estaban bañándose.

—¿Has traído tu bañador? —preguntó Minerva observando al señor “X” desnudándose.

Negué con la cabeza, yo también observaba al señor “X”. —¿Y tú?

—Podemos bañarnos en ropa interior.

—Es una buena idea —dije mientras el tío de la moto, se había quedado solo en un ajustado bañador blanco.

Minerva y yo, pusimos nuestras mochilas lo más cerca al señor “X”. Y por supuesto ambos en ropa interior.

Lo observé durante todas aquellas horas que estuvimos en la playa. Lo vi nadar, que lo hacía genial. Lo vi tomando el sol, que parecía un modelo. Cuando estuvo  tumbado boca arriba o tumbado boca abajo, parecía posar para alguna revista erótica y aún hoy, no sé de qué manera me excitaba más. Cuando se marchó a las once y treinta, todo mi interés en la playa se disipó. Pero para lo que no estaba preparado era para la noticia de las una menos cuarto.

—¡Tengo Lengua con la cabezona!

—¡Este no era el plan! —dije intentando no matar a mi amiga o ponerme a llorar.

—Ellos se van y tú y yo en la playa sin sombrillas no es muy placentero. No quiero quemarme.

—Tengo religión y griego. No quiero entrar.

Durante todo el camino de vuelta al instituto, arrastré perezosamente mis pies. Contesté de un modo irascible a todo lo que mi amiga me habló. Aunque, sólo eran dos horas de clase, desde la una y cinco hasta las tres. Aquello no podía ser tan malo, ¿no?

El profesor de religión, “el curica”, fue un seminarista arrepentido que colgó los hábitos por una mujer que le hizo replantearse su voto de castidad, bueno y todos los demás votos. ¡Viva el poder de las vaginas! Y entonces me pregunté, cuál era el motivo por el que un cura no podía casarse.

Durante los 55 minutos de clase, estuve temiendo por mi integridad. Tuve la sensación de que este hombrecillo iba a entregarnos algunos dibujos para colorear.

Finalmente me arrepentí de no haber elegido ética, cuando el profesor nos dijo que nos leyéramos un capítulo del nuevo testamento.

En el cambio de hora, salí al pasillo solo para desconectar. Mis compañeros lo aprovechaban para abrir la puerta de la salida de emergencia, que estaba totalmente prohibido y fumar en las escaleras, pero el vedet jamás les decía nada.

Vi a Minerva correr de un lado a otro buscando su siguiente clase, la otra cara de la moneda, era Lucía, ella siempre iba segura a todos sitios, aunque luego la traicionaba el ser tan vergonzuda. Ella me saludó a lo lejos.

Cuando sonó el timbre de la nueva clase entré en el aula y tomé asiento junto a Bea, una de las amigas que hice el primer año. A su lado, estaba Juan Alberto que era el chico más alto de la clase y siempre iban juntos. Eran como los pájaros, inseparables o los diamantes, probablemente si dejabas al uno sin el otro, morían.

Estaba entretenido observando por la ventana a los chicos de alguna clase que tenía deporte y este trimestre parecía que iban a tener baloncesto. No era un deporte que se me diera bien, y menos desde que estaba en el colegio y en un inicio de partido, Jesús, el enemigo público número uno me dio un golpe en el aire y al caer me partí un brazo.

Sentí la tiza rozar la superficie porosa de la pizarra y al alzar la vista, alguien había escrito Anton Schrüder. No estaba preparado para aquella vista, ni para mis dientes rayando la superficie de la mesa.

Mi profesor de griego, era el señor “X”, pero lejos de llevar aquellos vaqueros raídos y la camiseta con la chupa de motero, llevaba un traje de chaqueta, con corbata y todo. Si la vista del tipo en ropa informal era espectacular, con ropa formal simplemente era… Creo que el traje le estaba a punto de estallar.

—Espero que os hayáis aprendido las declinaciones que os indiqué ayer.

Cuando lo sentí hablar, no me quedó duda alguna que era él. El señor “X” siguió hablando en la pizarra, aunque no sé quién lo entendería.

—¿Qué es eso de las declinaciones? —Bea no habló, solo abrió su libreta y vi una tabla en el centro de la hoja, comencé a copiarla. Era parecido al latín. La tabla se dividía en tres recuadros, uno a la izquierda y tres en la parte superior—. ¿No hay ablativo?

—No —dijo ella susurrando—. Sólo, Nominativo, Vocativo, Acusativo, Genitivo y Dativo. Masculino y Femenino en singular son diferentes y en plural son iguales. —Ella giró la hoja de su libreta—. La primera parte es para las palabras en alfa pura y las de este recuadro son las de alfa mixta o impura.

—¿Qué? —dije sin entender que había dicho.

—Voy un momento al departamento a recoger unos apuntes y ahora mismo vuelvo. Dadle un repaso a los apuntes de ayer que hoy saldrá un voluntario a la pizarra.

—Él fijó sus ojos en mí.

—Déjame que lo copie —dije removiéndome nervioso en mi silla, sin lugar a dudas, el voluntario iba a ser yo.

Si algo me han enseñado las sesiones con el psicólogo ha sido a encauzar mi hiperactividad al aprendizaje. Realmente no sé cómo lo ha conseguido el hombre, pero puedo llevar mi energía a la cabeza y me aprendo las cosas con mucha facilidad, aunque en un determinado momento, todo desaparece de golpe. Observé todas y cada una de aquellas palabras raras que parecían bailar sobre las cuadrículas del cuaderno de mi compañera. Latín y griego no podían ser tan distintos ¿no? Pues lo eran, no había ni una letra igual, y las desinencias completamente distintas.

El profesor avanzó por el pasillo entre la pizarra y la primera fila de pupitres con mucha convicción. En sus manos llevaba un portafolios bastante abultado. Llegó a su mesa, y mirándonos abrió su archivador con nuestras fichas. Ni si quiera miró a ver quién había salido.

Él me miró, sonrió y habló.

—Alonso a la pizarra.

Lo sabía. Él iba a por mí. ¿Por qué le habría mentido en la playa? Él ya me había enfilado y eso no era bueno.

—Mientras reparto estos apuntes. Declina en la pizarra la palabra ηmera, aζ. ¿Sabes qué significa?

—Día —dije habiéndolo visto escrito en la libreta de Beatriz, ella era muy meticulosa tomando apuntes.

—Puedes comenzar y recuerda separar las desinencias de la raíz de la palabra.

No me llevo mucho tiempo hacer el cuadro de las declinaciones.

No lo pongo aquí, porque no reconoce los caracteres.

—Bastante bien. ¿Serías capaz de declinar una palabra en alfa impura? ¿o esa no te ha dado tiempo a copiarla?

Sonreí. No me había dado tiempo a aprendérmela, pero la había apuntado en la palma de mi mano.

—¿Me está retando señor Skrüder?

—Es Schrüder —me corrigió rápidamente.

—¿Qué palabra quiere que le decline?

—Doxa. ¿Sabe lo que significa?

—Llevé mi mano a la frente, sólo para disimular. ¿Opinión?

—Puede comenzar a declinar —él no parecía muy convencido.

Cuando acabé me hizo ocupar mi lugar. Nos había repartido un par de fotocopias con textos, para que clasificáramos las palabras, en sustantivos, adjetivos, artículos y verbos.

Al sonar el timbre de fin de clase. El profesor dijo que podíamos salir todos y acto seguido añadió, “ menos Alonso” .

—Hoy ha sido tu primer día —dijo el profesor muy claro— y me he dado cuenta que eres muy perspicaz. No me gusta avasallar a mis alumnos delante de otros alumnos y lo he dejado pasar, pero espero que esto no vuelva a suceder.

Schrüder cogió mi mano izquierda por la muñeca y la giró suavemente hacia arriba. Al descubierto quedó mi palma de la mano, en la cual aún quedaban la mayoría de palabras de la declinación escritas.

—Sabías que ayer no asistí a clase y aun así, me has hecho salir a la pizarra. ¿Qué esperabas que hiciera?

—Eso no es una excusa. Es tu obligación. Y en cierto modo me ha sorprendido verte hoy en clase, más que nada porque pensaba que tus clases universitarias comenzaban en octubre.

Su media sonrisa de autosuficiencia me molestó mucho, quizás demasiado y cuando eso sucede me pongo a la defensiva.

—Créame Señor Skrüder —lo dije a caso hecho.

—Es Schrüder —me corrigió de un modo cansino.

—Como sea Skrüder —volví a decirle—. A mí sí que me ha sorprendido usted. ¿Profesor de griego con traje de chaqueta y en sus ratos libre motero?

—Usted lo ha dicho, Señor Alonso. Son mis ratos libres. Volviendo al asunto, a partir de ahora, cuando no venga a clase, ¿debo asumir que está en la playa o se ha ido a la universidad?

Me acerqué a la mesa y me apoyé en ella con las manos.

—Es mi tiempo libre, no creo que deba asumir nada.

Anton se puso en pie y si quería intimidarme no lo iba a conseguir.

—Si sus ratos libres pasan por estar bajo mi tutela durante una hora, despídase de su libertad para hacer lo que le dé la gana. A partir de mañana, te quiero ver en primera fila. Puedes salir —dijo indicándome la puerta sin dejar que replicara.

No tengo que decir que me fui muy cabreado, de haber sido posible, me habría salido humo por las orejas.

A partir del miércoles, me senté en primera fila, tal y como me sugirió Schrüder. Durante aquellas semanas no me volvió a dirigir la palabra o a sacarme a la pizarra.

Pero me miraba mucho y no de un modo curioso, ni con odio o mala leche. Lo hacía de la misma manera que mi mejor amigo. Víctor cuando quería un revolcón. Estrechaba sus ojos, me miraba de reojo y cuando lo cazaba en el acto, me sonreía o simplemente me miraba a los labios.

Había que añadir que el profesor, hacía sus gestos más marcados, como cuando un hombre delimita lo que es suyo o simplemente quién manda. Su voz se hacía más aguda y su lenguaje corporal decía; me estoy exhibiendo como si fuera un pavo real, mírame idiota. Él quería captar mi atención y por supuesto llevarme a la cama o simplemente echar un polvo. Esa era una deducción 100% martiniana.

Llamadme frío y calculador o como os dé la gana, pero apareció ante mí una gran oportunidad. El jueves era el último día que teníamos clase en griego, habían pasado seis semanas desde nuestra pequeña discusión privada y Schrüder quería hacernos una prueba para ver que tal íbamos.

Coloqué las chuletas estratégicamente, eran las declinaciones latinas. Por nada del mundo iba a hacerme chuletas de griego. Sólo quería que el profesor se enfadara lo suficiente como para mandarme al despacho del departamento de lenguas clásicas y pasar un rato a solas con él. Solo quería sondear en qué punto estábamos, bueno y quizás acosarlo un poco.

Una vez repartido el examen comencé a contestar preguntas lo más rápido que pude. Soy un chico hiperactivo, por lo que con un par de horas de sueño al día, iba más que sobrado y por la noche no hay mucho que hacer, así que estudiar era una buena idea. La chica que había venido a hacer sus prácticas se colocó al fondo del aula y Schrüder frente a mí. Una de aquellas veces que fue a solucionar una duda de la compañera que se sentaba tras de mí, dejé que se resbalara aquella chuleta y como un águila logra divisar a su presa desde las alturas, Schrüder cogió aquel trozo de papel al vuelo. Aún me pregunto como lo hizo . Su cara reflejaba la ira y tengo que decir que por un momento me dio miedo.

—¿Puedes encargarte de la clase? —su voz fue dura y autoritaria.

La chica contestó afirmativamente desde el fondo del aula. —¿Sucede algo?

—No se preocupe. Voy a acompañar al Señor Alonso al despacho del director.

Lo miré atónito a los ojos. ¿Al despacho del director? Estuve por gritarle que mirara la chuleta. Acaso era para tanto, sólo necesitaba un poquito de enfado no un camión.

Salimos al pasillo.

—Creo que vas a estar todo el verano que viene estudiando griego —dijo con un tono demasiado agrio en su voz—. Voy a encargarme de bajarte los humos de niño mal criado.

Conforme acabó de decir esto, atrapó una de mis muñecas y tiró de mí a lo largo del pasillo. Él estaba muy enfadado, quizás demasiado.

—¿Crees que porque tus padres tengan dinero puedes hacer lo que te dé la gana? Aquí eres otro igual que todos los demás.

Estuve por decirle que aprendiera español, pero realmente no quería caldear más el ambiente. —¡Ni si quiera has mirado la chuleta!

Fue una queja tonta, porque con el cabreo que emanaba de él, dejó claro que le importaba una mierda la chuleta y todo lo que yo le pudiera decir.

—¿Crees que es gracioso? Dale gracias a Dios que he sido yo el que te haya pillado, porque de haberlo hecho otro profesor esto quedaría en tu expediente.

Me arrastró hasta el fondo del pasillo, tiró de mí los tres tramos de escaleras y nos detuvimos frente a la puerta de su despacho en el departamento de lenguas clásicas.

A él ni si quiera se le había alterado la respiración y yo sin embargo estaba jipando.

—¿En qué estabas pensando? —gritó al cerrar la puerta—. ¡Maldita sea! Ha quedado claro que no estabas pensando en nada —su tono de voz no había bajado.

Estuvo en silencio por lo menos un minuto mientras me observaba con la mirada ceñuda.

—¿Se te ha bajado el enfado lo suficiente como para dejarme hablar?, ¿o vas a seguir gritando como mi madre cuando ya la he avisado de que no voy a hacer lo que ella diga?

—¿Qué significa eso?

—Mira el papel antes que te partas los dedos de tanto apretarlo. Lo que hay escrito en él, no va a desaparecer porque te empeñes en que tu piel lo absorba.

—Es más serio de lo que tú puedes imaginar —su tono aún era recriminatorio.

—Solo léelo —dije en un tono tan desafiante como el suyo—. Crucé mis manos a la altura del pecho. Yo tenía mi dignidad, aunque ahora mismo parecía que estaba de vacaciones en el Caribe.

Comenzó a desdoblarlo lentamente, lo miró por una cara. En ella estaban escritas algunas de las declinaciones latinas, giró el papel y en la parte trasera, escrito con rotri morado, rezaba “volo calicem juxta officium tuum”. Traducción del latín “quiero ir a tu despacho”, en las películas siempre funciona, pero a mí, me salió el tiro por la culata.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? —sonreí sin humor—. Estoy harto de que me mires y te exhibas delante de mí y luego no hagas nada. No te haces una idea de lo frustrante que es.

El guardó silencio un momento. Parecía estar buscando las palabras adecuadas y teniendo en cuenta su capacidad para hablar español, la llevábamos clara.

—Soy tu profesor y tú mi alumno

Lo interrumpí. —¿Crees que me importa? También está lo de la edad, pero me importa menos todavía y para colmo, anoche estaba teniendo sexo con… —me detuve en seco, ya había metido la pata hasta el fondo—… con mi amigo y sólo pensaba en ti, y en lo que habría debajo de tu bañador blanco. Me sentí raro, como si lo estuviera engañando y no me gustó esa sensación.

Ante la primera revelación, su cara no mostró ningún sentimiento, eso significa que no le daba igual. Y para la segunda pareció sonreír, aunque la sonrisa no se materializó en su perfecto rostro.

—¿Acaso soy el culpable de tus fantasías? —preguntó muy serio y frío.

—¿Mis fantasías? —pregunté incrédulo—. ¡Por supuesto que lo eres!

Por norma general soy muy impulsivo y no suelo pensar mucho las cosas, ni si quiera las consecuencias, por eso me va tan mal. Hice que se apoyara en la mesa de su despacho.

—¿Eres hetero?

Negó con la cabeza.

—Entonces, solo dime que no quieres esto —le dije antes de posar mis labios sobre los suyos.

No respondió al beso, aunque a mi favor tenía que él no se había retirado y eso tenía que contar, ¿no?

—No en mi trabajo —dijo cuándo me separé.

—¿Entonces? —dije sin saber a qué se refería.

Mi madre me dijo una vez, que los adultos son muy complicados y los que no son complicados, disfrutan complicando las cosas. No está en su naturaleza el hacer las cosas sencillas.

—¿Qué haces mañana en la noche?

—Supongo que estudiar y aguantar el castigo por la regañina de mi madre cuando el director le cuente lo que ha sucedido hoy.

—No voy a llevarte al director.

Sonreí ante aquella revelación. —¡Lo sabía! —exclamé muy convencido— sólo necesitaba oírlo en voz alta.

Los profundos ojos azules de Schrüder me miraron cuestionadoramente.

—Probablemente te convertirás en un grano en mi culo y es la primera vez que voy a hacer esto, pero ¿quieres cenar el viernes conmigo?

—Recógeme a las ocho en la estación, pero… —dije volviéndome hacia él. Apoyé mis manos en sus muslos. La suavidad de su traje gris hacía que sintiera su calor corporal traspasarlo y alojarse en las palmas de mis manos.

—Quiero mi beso.

Schrüder se inclinó hacia adelante y atrapó mis labios entre sus dientes. Enmarqué su rostro entre mis manos, mientras mi profesor llevó las suyas a mi cintura e introdujo su cálida lengua en mi boca. El roce de su barba de dos días, sólo hizo que me excitara más y me empujé entre sus piernas.

—¿Estás seguro que anoche tuviste sexo? —me preguntó Schrüder rompiendo el beso.

Afirmé lentamente con la cabeza. —¿Por qué?

—Creo que tu amigo no te satisfizo como hay que hacerlo. —Su mirada fue divertida—. Ve a clase —y eso fue una orden en toda regla.

Al salir del despecho, aun hormigueaban mis labios, y mi corazón latía desbocado, aunque por alguna extraña razón, mi corazón latía en mis sienes.

—¡No he sentido los gritos! —dijo alguien a mis espaldas y un grito se me escapó sin poder contenerlo en la garganta.

—¡No vuelvas a hacer eso! —le grité a Minerva— ¿quieres matarme?

—Bea nos ha dicho que el profesor de griego te llevaba al director y hemos estado abajo y no había ni rastro de los dos —Lucía me abordó por el otro lado.

Tardé unos segundos en contestar, aún no había encontrado mi aliento.

—Ha sido una equivocación por parte del profesor. Se me ha caído un papel en el que llevaba apuntadas unas anotaciones de Historia y Schrüder pensó que era una chuleta. Se lo he explicado y ya está.

—Tengo que dejaros aquí —dijo Lucía en la puerta del laboratorio de química— Me alegro que todo haya sido un mal entendido.

—Nos vemos a la salida —dijimos Minerva y yo despidiéndonos de Lucía.

—¿Crees que le puedo decir a mi madre que mañana voy a dormir en tu casa?

Minerva me miró sorprendida.

—¿Con quién demonios has quedado? —preguntó ella verdaderamente interesada.

—Con Paco —respondí con demasiada naturalidad.

Me paró en seco y me puso contra la pared.

—¿Es una broma verdad?

—¿Y a ti que más te da si solo sois amigos?

Ella me miraba bastante enfadada.

—¡No se sale con los ex de las amigas!

Ante su desesperación solo cabía reírme por la expresión de su cara.

—Es el cumple de Víctor. Quiere que quedemos en el Gran Hotel Almería.

Mentí con toda la naturalidad que me caracterizaba. Era mi amiga, pero este tema era más serio de lo que podíamos imaginar y no soy de las personas que les gusta dejar a otro con el culo al aire.

—¿Para celebrarlo?

Afirmé con la cabeza.

—¿Y la novia?

—Ni idea.

El viernes fue uno de esos días que pasan y no te acuerdas de nada de lo que has hecho, de nada de lo que has hablado y no porque quizás no fueran cosas interesantes o importantes, sino porque estuve esperando todo el día en que se hiciera por la tarde ... y lo peor de todo, es que no pasaban las horas.

En los tres cambios de hora y en los dos recreos, hice lo imposible por ver o cruzarme con Anton, pero no hubo suerte. Sin embargo, mientras estábamos en el segundo recreo, que es entre las una menos diez y la una y diez, Lucía y yo compartíamos una bolsa de risketos, cuando Minerva me hizo un gesto con su cabeza.

Anton Schrüder nos observaba desde el cristal grande de las ventanas de la sala de profesores. Llevaba su chaqueta desabotonada, con sus manos metidas en los bolsillos laterales de su pantalón de diseño. Su camisa celeste de ribetes blancos contenía la musculatura de su pecho y cuando mis ojos alcanzaron los suyos, me estaba taladrando. Bajé avergonzado mi mirada. Dude por un segundo en saludarlo y realmente necesité todo mi control para no alzar la mano en un gesto tonto. Era solo un gesto de educación, pero tampoco habíamos hablado sobre si podía saludarlo o no.

—Si lo hubiera sabido, me hubiera elegido griego —dijo Helena sonriendo.

—Y yo —dijo Minerva observando aún a la ventana.

—Pues me han dicho que es un hijo de puta de mucho cuidado —dijo Paco mirando directamente al cristal.

—Pues a Martín lo sacó del examen —dijo Daniel.

—¡Me ofrezco a rajarle las ruedas de su moto! —exclamó Lorenzo lo suficientemente alto como para que lo pudiera escuchar Schrüder.

—Sólo hacía su trabajo —dije intentando guardar la compostura— y encima no dio parte al director. Y no le vas a rajar nada. ¿De acuerdo?

Lorenzo afirmó con la cabeza. Es el tío chungo del grupo, pero buen amigo de sus amigos.

Cuando sonó el timbre me entretuve hablando con Nazareth sobre la clase de latín de segunda hora. Todos estábamos quemados un poco con la profesora nueva y la cantidad de ejercicios que nos mandaba.

La última clase del día, era Inglés y como soy el delegado, Rosa Montes me envió a conserjería para pedir tizas y unos folios para hacer un writting.

De vuelta al aula, subí por las escaleras y al girar arriba, me encontré al fondo del pasillo a Schrüder. Alcé la mano para saludarlo. No había  nadie por allí, así que no tenía que ocultar el saludo.

Él caminó tranquilamente hacia mí.

—Tengo guardia —dijo con un tono de voz que no supe interpretar. ¿Acaso él quería cancelar lo de esta noche? Esperaba que no. Porque menuda rabieta iba a pillar si lo hacía—. Sabes que puedes saludarme cuando me veas ¿no?

Él se refería a lo sucedido en el recreo.

—No estaba seguro

—Compórtate con normalidad. Recuerda que en el instituto soy tu profesor, es normal que me saludes y que hablemos.

Afirmé con la cabeza. Él llevaba razón con esto. Solía hablar con algunos profesores cuando nos encontrábamos por los pasillos o incluso en la calle, ¿por qué con él no lo iba a hacer?

—Otra cosa —su voz era muy calmada y tranquila—. Tu amigo el de los pendientes es mayor de edad ¿no?

Se refería a Lorenzo. —Sí, está repitiendo por tercera vez. ¿Por qué?

Schrüder me sonrió. —Sólo por si hago que se trague sus dientes.

—No es un mal tío.

—No. Por supuesto que no. Solo quiere rajarme las ruedas de la moto, pero no es mal tío.

Sentí que él quería decir algo más, pero en el fondo era como que no quería hacer la pregunta. Quizás no estaba seguro.

—¿Sigue en pie lo de esta noche? —su voz no tuvo la fuerza que normalmente lo caracterizaba.

Y no sé por qué, pero hizo que creciera mi confianza y aflorase mí orgullo.

—Señor Schrüder. Por nada del mundo crea que a mí me intimida.

Le sonreí, mirándolo directamente a sus ojos. Si los suyos eran azules oscuros, los míos eran verdes claros.

—¿A las ocho?

—No llegues tarde. Odio —hice hincapié en esa palabra— que me hagan esperar. A las ocho en la estación intermodal.

—Allí estaré —dijo recobrando su tono de autoridad al que me tenía acostumbrado en clase.

—Tengo que entrar.

—¡Hasta luego!

—¡Hasta luego! —me despedí.

Aquella tarde mi madre me acompañó hasta la estación intermodal. Demonios estuve más tiempo del normal intentando vestirme, para acabar con unos vaqueros Bonaventure y un suéter amarillo huevo de Tommy Hilfiger a juego con unos zapatos de la misma marca. Siempre los colores claros me beneficiaban.

—No bebas.

—Mamá, sabes que no bebo.

La miré a los ojos. En el fondo éramos iguales, probablemente si yo hubiera nacido chica, ni de lejos seríamos tan parecidos. Hoy ella trabajaría doble turno en el hospital.

—Mamá, quédate tranquila. No fumaré. Ni si quiera sé por qué lo hice en aquel momento, pero desde entonces, no he vuelto a fumar.

Ella pareció quedarse más tranquila. Nos despedimos con un par de besos.

—Mañana no vengas a recogerme, me iré en el autobús por la tarde.

—¡De acuerdo! Pásalo bien y no os recojáis muy tarde.

Observé a mí alrededor y no logré localizar a Schrüder. Vi como mi madre hizo la redonda de la Plaza de Barcelona y dos milésimas de segundo después, la enorme moto de mi profesor se detuvo ante mí. Me ofreció un casco y no dudé en subirme.

—¿A dónde vamos?

—A Retamar —me contestó mirándome fijamente.

Retamar es una gran urbanización a las afueras de la ciudad. Una zona de apartamentos y chalets, donde normalmente en verano sufre una sobrepoblación, pero en invierno está casi deshabitada. Veinte minutos después, metió su moto en el parking de uno de aquellos bloques de apartamentos. Ahora el chico tenía el guapo subido. Sus ojos brillaban de un modo especial y su sonrisa era muy cálida. Subimos en el ascensor hasta la tercera planta, que era la última del bloque. Me asomé por la ventana del largo pasillo que daba a la zona interior de la comunidad.

Una enorme piscina con cataratas y bancos en su interior, con una multitud de recovecos que daba la forma a la masa de agua se encontraba en un lateral. Campos de césped y pistas de pádel, tenis, baloncesto y fútbol ocupaban los espacios alrededor de la piscina y entre los bloques de pisos de la comunidad.

Al fondo y no muy lejos. El atardecer caía sobre el mar. Algunos veleros navegaban tranquilamente a una distancia media de la orilla. Por el paseo marítimo, caminaban y hacían deporte algunas almas que no le temían a los primeros vientos otoñales.

—¡Bonitas vistas!

—Preciosas —le dije observando a través del cristal.

Anton tiró de mi mano. —Estamos solos en esta planta —dijo informándome de su descaro por llevarme cogido de la mano.

El pequeño apartamento, era suficiente para él. Una cocina de un tamaño medio, diminuto cuarto pila, salón comedor, baño, dormitorio de matrimonio con baño y un dormitorio pequeño, dos terrazas, plaza de garaje y trastero. Suficiente para pasar el mes de vacaciones de una familia. Y Schrüder era un hombre muy ordenado. Todo estaba en su sitio, no había nada fuera de lugar.

—Llevo todo el día cocinando —dijo al entrar a la cocina.

—¿Qué vamos a comer?

—Siéntate  —dijo indicando el salón comedor—. No voy a servirte alcohol —dijo muy seguro de aquellas palabras.

—Te lo perdonaré solo porque no bebo.

Anton Schrüder había ordenado la mesa como lo hacen en los restaurantes. Incluidas las velas, los cubiertos y los platos. Un cuenco de cristal relleno de ensalada griega hacía que mi boca salivase por el hambre. El queso feta era uno de mis favoritos. Clandestinamente pinché uno de aquellos recuadros perfectos y lo llevé  rápidamente mi boca.

—¿Te gusta el cordero?

—Las chuletas de cordero asadas sí.

—Esto se llama Shashlik. Es un plato judío, son brochetas de carne de cordero con tacos de cebolla, tomate y pimiento, todo se hace lentamente a la parrilla rociándolo con jugo de limón.

Mis ojos se dirigieron al siguiente plato.

—Eso de ahí es Gravlax. —Tuvo que ver mi cara de “¿qué coño es eso?”—. Es un plato sueco. Salmón curado con sal, azúcar y eneldo y se coloca sobre un pan especial sueco muy crujiente, y está rociado con eneldo y unas gotitas de mostaza.

—¿Y qué has dejado para el postre? —dije intentando hacer una broma.

—Auténtico yogurt griego con nueces y miel.

—¡Vaya! Que despliegue de gastronomía internacional. ¿Se debe a algo en especial?

—Me he dado cuenta que no sabes nada de mí.

Y que pensaba que la comida me diría algo de él, aparte de si era un buen cocinero o no, o como variaría nuestro volumen corporal de aquí a treinta años.

—Verás —dijo mientras comenzaba a servirme—. Mi padre es sueco judío, mi madre griega de ascendencia alemana y yo nací en Atenas. Después viví una temporada en Tel Aviv y cuando cumplí los siete años, fuimos a vivir definitivamente a Göteborg, menos una pequeña temporada que viví en Londres.

—¡Vaya! —dije sin poder contenerme—. Yo siento decirte que sólo estuve en Portugal de viaje de estudios y nací

—Schrüder me interrumpió. Espera, voy a sorprenderte. Tu padre tiene una empresa de construcción. Tu madre es médica en el Hospital de la ciudad y tienes un solo hermano.

—¿Te has leído mi ficha del instituto?

Schrüder afirmó mientras llevaba a su boca un trozo de aquel salmón. Yo hice lo propio con la brocheta y la explosión de sabor apenas fue contenible en mi boca.

Fue el primer amago de orgasmo en la noche.

Schrüder habló sobre su niñez. Yo le hablé sobre la mía. Y realmente que tuviera 34 años no hizo que me echara atrás, sino que tuviera más ganas de estar con él. Alguien maduro. Definitivamente eso es lo que yo necesitaba.

Para cuando llegamos al postre, prácticamente sabíamos la vida el uno del otro y a cada minuto, Anton me gustaba más. En mi estómago flotaba una sensación de querer saber más. De conocerlo. Sirvió una generosa cantidad de un yogurt blanco muy espeso, añadió nueces de un bote de cristal de delicatesen y después roció el contenido del cuenco amarillo con miel.

¡Santo cielo! ¿Cuántas calorías tendría aquello?

No sé en qué momento entre tanta comida, el ambiente había pasado de discernido a espeso por el deseo sexual en el ambiente. Yo soy genial rompiendo el hielo. Junté todo el valor que pude reunir, levanté mi cuenco con el postre y me dirigí lentamente hacia donde Anton estaba sentado.

Apoyé suavemente mi culo en el borde de la mesa. Introduje un dedo en el cuenco y llevé aquel yogurt a mi boca. Anton, sentado a mi izquierda me miró de reojo.

Metí el dedo en mi boca, el sabor agriamargo del yogurt con la mezcla del dulzor de la miel, hizo que gimiera y lo adorné un poco sabiendo lo que me esperaba en breve tiempo.

Pasé una de mis piernas por encima de los muslos de Anton y puse mis pies a ambos lados de él mientras me senté en el filo de la mesa.

—Tengo que decir que eres un excelente cocinero. Esa faceta tuya me ha sorprendido mucho por tu aspecto frío y mandón cuando vas con tu traje de chaqueta por el instituto, pero me calienta igual o más.

Introduje el dedo en el yogurt y esta vez lo llevé a la boca de Shrüder. Lamió de sus labios la mezcla y yo chupé el resto que quedó en mi dedo. Cogí un trozo de aquellas nueces en el que flotaba una gota de miel y lo llevé de nuevo a su boca. Solo dejé que mordiera un trozo y el resto lo introduje en la mía. Descaradamente me senté en sus fuertes muslos y dejé el cuenco a un lado. Pasé mis manos por encima de sus hombros y acerqué mi boca a su oreja.

—Puede que parezca que soy un alma cándida —dije entre susurros en su oído. Mordí el lóbulo de su oreja y lamí el filo de su mandíbula hasta llegar a su barbilla. Dejé mi boca muy cerca de sus labios—. ¡Señor Skrüder —dije por molestarlo— no deje que le engañe mi apariencia!.

—Es Schrüder —me corrigió instintivamente.

Pasé mi lengua por sus labios y como acto reflejo, él los lamió.

—Puede que seas el único adulto legal en tu salón, pero te prometo que puedo razonar como una persona mayor.

Schrüder sonrió amortiguando las convulsiones de su pecho en el mío.

Giró su cabeza y me observó desde ese lado. Su mirada era divertida, incluso cálida.

—Desde el primer momento que te vi, supe que pasaría algo entre nosotros. Y no me refiero a cuando nos encontramos en la playa —dijo aguantando una sonrisa socarrona en sus labios—. Fue cuando vi tu foto en la ficha de alumnos. Fue una sensación extraña y cuando te vi en ropa interior en la playa, me convencí y me dije, haga lo que haga, él es para mí.

Schrüder se inclinó un poco hacia adelante, hizo algo tras mi espalda y sentí platos y vasos tintinear y caer a los lados. Se levantó con mis piernas rodeando su cintura y mis brazos por encima de su cuello y me dejó encima de la mesa.

—¿Quieres jugar? —me preguntó divertido.

—¿Te he dicho ya que no me intimidas? —y acto seguido le saqué la camiseta de manga corta por su cabeza. El ayudó alzando sus brazos.

Me deleité observando aquellos pectorales bien marcados, el bello de su pecho, solo le daba un aire aún más caliente. Bajé mis manos acariciando sus definidos abdominales y jugueteé con mi dedo sobre el bello que bajaba desde su ombligo hasta perderse bajo la cintura de sus pantalones.

Como contraataque, me quitó el suéter. Y me besó. Sujetó mis manos a mis lados. Su beso fue suave y mientras su lengua jugueteaba en mi boca, con sus dedos pulgares, daba pequeños masajes en mis muñecas.

Me levantó en peso sin que tuviéramos que romper el beso y me tumbó encima de la gruesa alfombra junto a los sofás. El roce del bello en su pecho hizo que se me erizaran los pezones y cuando sentí su entrepierna presionándose con la mía gemí.

Anton se incorporó quedándose de rodillas. Momento que aproveché para desabrochar el botón de su  pantalón vaquero. Pasé la mano por encima de aquella protuberancia que estaba creciendo entre sus piernas.

—Me has dicho que eres judío ¿cierto?

Afirmó con la cabeza.

—Leí en algún lugar que todos estáis circuncidados.

—Eso es algo que tú puedes comprobar ahora mismo —dijo haciendo una señal con su cabeza para que le bajara el pantalón y me deshiciera de sus calzoncillos. Y efectivamente, en aquella enorme columna jónica ni si quiera había marca de operación.

—Desde el primer momento en que nacemos, nos dan el tirón. Rápido y seco. Mejor de pequeños que no de grandes.

Se inclinó hacia adelante y bajo mis pantalones sin quitarme el botón. Por lo menos yo no había engordado demasiado. Sin ningún pudor se deshizo de mis calzoncillos.

—¿Te has depilado?

—Siempre —dije sin saber por qué se sorprendía—. Tú te los recortas —le dije a modo de reproche— y yo me depilo.

Él sonrió y metió su cabeza entre mis piernas. Me puse nervioso cuando pensé que iba chuparme la polla, pero realmente di un enorme brinco al sentir su cálida lengua presionando en mi entrada.

—¿Qué demonios haces? —dije intentando buscar aire por la sorpresa de su gesto.

—Se llaman preliminares y sirven para dilatar un poco tu culo. —Volvió a dar otro lengüetazo queriendo retarme.

—¡Para! —le ordené.

—¿Por qué? —preguntó verdaderamente sorprendido.

—Porque me hace sentir vulnerable y no me gusta esa sensación. —Lo solté intentando decir la verdad y que la vergüenza no me parara.

—Si mi lengua te hace sentir vulnerable, dime cómo crees que te hará sentir esto cuando esté dentro de ti. Schrüder colocó su polla encima de mí como si estuviera en mí interior y realmente la imagen me dio escalofríos. Su punta sobrepasaba por encima de mi ombligo—. ¿Tu amigo no te lo hace?

Negué con la cabeza.

—La gente de mi edad es más de aquí te pillo y aquí te mato.

—La gente de tu edad no sabe disfrutar del sexo. El sexo tiene que ser tranquilo y salvaje. Es decir, sin prisas, sin límites y con mucho cariño.

Schrüder volvió a bajar para perderse entre mis piernas. Con una de sus manos, cogió mi dura herramienta y con la otra la pasó por encima de mi cintura para presionarme contra el suelo y no me moviera.

—Intenta pensar en otra cosa. Y no me digas que esto no se siente bien —en ese momento, pasó su lengua desde mi entrada hasta el perineo. Solo pude gemir como una perra, incluso me avergoncé. ¡Santo cielo!, eso sí era ser vulnerable.

—Vamos progresando —dio otro lengüetazo de las mismas características. Movía su lengua rápidamente de arriba abajo y presionaba hacia dentro. Después de un buen rato en la misma postura me moví.

—¿Qué? —dijo levantando la cabeza levemente.

—¿No te cansas en esa postura?

—No mientras me gusta lo que estoy haciendo. Ya puedo meterte un dedo —lo introdujo lentamente mientras mi polla comenzaba a moverse hacia arriba— y no te duele. Probablemente si aprietas tu culo, me partas el dedo. Volvió  a introducir su dedo hasta el fondo y lentamente lo sacó. Lo hizo varias veces más.

—Tú estás haciendo todo —dije sintiendo un poco de vergüenza.

Vi cómo se giró sobre su espalda quedando boca arriba.

—Puedes hacerme lo que te dé la gana —dijo señalando con su cabeza a su enorme polla que estaba completamente en posición vertical.

Hizo que me pusiera sobre su cabeza. Lamió mi glande invitándome a que yo hiciera lo mismo. Observé por unos segundos aquella perfecta cabeza, era gruesa con el reborde rosado. Mis dos manos alcanzaban a cubrir casi todo el tronco, pero no la cabeza, y lentamente apoyé mis labios en su capullo y tragué solo apoyando los labios hasta que no entró más.

Sentí a Schrüder detenerse en el trabajo de mi entrada y algún gemido que otro se le escapó. Ese simple acto, hizo que me animara y me desinhibió. Volví a tragar, sólo la humedecía, mientras él introducía dos dedos en mi culo, mientras con su boca se tragaba toda mi polla.

Ni si quiera cuando comenzaron las rodillas a dolerme me dieron ganas de quitarme de allí arriba. Mientras con mi boca trabajaba toda aquella herramienta, con mis manos la masajeaba. Literalmente estaba en el cielo y quería quedarme allí para siempre.

—Creo que estás preparado —dijo Schrüder levantándose del suelo—. Espérame, no te vayáis a ir a ningún lado.

Yo estaba demasiado caliente para querer ir a algún lado que no fuera su cama, el sofá o incluso el suelo o justo donde estaba. Dos décimas de segundo después, llegó con un pequeño bote en una mano y un paquete de condones. Y eso me hizo preguntarme cuánto sexo tendría un tío como Anton.

Bastante, esa fue la conclusión a la que llegué.

Desenrolló magistralmente el condón azul sobre aquel cilindro macizo de carne y aplicó un poco de aquel líquido con suma maestría a todo lo largo y lo grueso de su herramienta.

Lo observé atónito. Tenía demasiada experiencia. Puso un poco más de aquel líquido en su mano y se acercó a mí. Él hurgó con sus dedos introduciéndome aquel líquido caliente en mi entrada. Se tumbó boca arriba y se masajeó su polla con una de sus manos libres, la otra estaba apoyada casualmente encima del cojín bajo su cabeza.

—Toda tuya —señaló a su herramienta—. Voy a dejar que la primera parte la hagas tú a tu ritmo, después me encargaré yo de hacer que nos corramos.

Me molestaba en cierto modo la autosuficiencia con la que se manejaba. Pero en el fondo que podía esperar de un tío como Schrüder. Era guapo, con buen cuerpo, mejor rabo y encima sexy.

Me arrodillé a la altura de su cintura y con una mano fijé su polla a mi entrada.

—Solo voy a pedirte un favor.

Lo miré con la pregunta en mis ojos.

—Mientras tu culo se esté tragando mi polla, mírame a los ojos —dijo señalando con su dedo índice y su dedo corazón entre sus ojos y los míos. Sonreí ante la petición.

Y entonces me presioné un poco. No fue tan doloroso como me esperaba. Con Víctor, que no es tan grande como Schrüder, durante los primeros minutos apenas podía moverme. Fue cuando entendí perfectamente el rol del calentamiento. Sabía de antemano que lo más complicado era tragarme aquella cabeza, su grosor era demasiado respetable, pero una vez dentro, lo demás sería un pelín más fácil.

Con la polla de Anton nunca sería coser y cantar.

Me presioné un poco más mientras observaba fijamente a los ojos azules de Schrüder. Apoyé mis palmas abiertas en su pecho. Notaba su corazón latir bajo mi mano. Sus latidos aumentaban con cada centímetro que me introducía y aunque notaba como su cara hacía pequeñas contracciones, Schrüder estaba conteniéndose. Y el duro azul de sus ojos se había vuelto casi líquido. Después de un lento y erótico camino, noté el bello de su pubis acariciando mi culo y cuando me senté totalmente en su regazo, Anton soltó un fuerte suspiro.

Yo también suspiré.

—Si llegas a tardar un minuto más, acabo corriéndome —dijo como si tener el orgasmo tan rápido le podría haber molestado—. No tienes ni idea de lo apretado que estás ¿verdad?

Negué con la cabeza. —Disfruto llevando la ventaja de dirigir —dije mientras me elevaba un poco y me dejaba bajar de golpe.

Sentí como el látex abría camino. Sin ningún tipo de dudas, aquel líquido debía ayudar a hacer esto más fácil, porque algo tan grande debería estar doliendo y no haciendo querer metérmelo más adentro.

Me apoyé en mis manos y en la planta de mis pies con las piernas  bien abiertas. Comencé a subir y bajar con un ritmo más rápido y fuerte. Era una buena postura que facilitaba la penetración y aquellas estocadas hacían imposible llevar un ritmo parejo. Aunque todo se arregló cuando Schrüder puso una de sus manos en mi muslo y la otra en mi cadera, equilibrando aquella sensación y prácticamente elevándome y obligándome a sentarme a su voluntad.

Impuso el ritmo guiándome a su antojo y realmente yo no estaba por la labor de hacer algo por mí mismo. Aguantar aquellas embestidas absorbía mis fuerzas y mi capacidad de pensar.

Cuando Schrüder me detuvo presionándome completamente contra toda su masculinidad en mi interior, pude respirar profundamente. Atrajo mi cabeza hacia la suya y me besó. Alzó sus caderas fijándome con sus manos en mi cintura hasta que me hizo gemir en su boca.

—No te haces una idea de lo que me excita sentir como te derrites alrededor de mi polla.

Me volvió a besar.

Esta vez, hizo que me tumbara sobre mi espalda. No hizo falta que saliera de mi interior y una vez que estaba debajo de él, comenzó unas embestidas dos o tres categorías por encima de lo que habíamos estado haciendo antes.

Alzó mi pierna con una de sus manos para facilitar hacer todo el recorrido completo. Salía completamente de mí y entraba hasta el fondo, una vez tras otra y sin parar.

Era extremadamente placentero, sentir parar aquel toro en mi entrada. Las embestidas aumentaron el ritmo y yo, con ganas de llegar al orgasmo, comencé a pajearme firmemente. Con una mano, presione la base y mis huevos y con la otra acariciaba la cabeza que para ese momento estaba muy sensible y húmeda. Jamás había lubricado tanto como en aquel momento.

Observé los ojos azules de Schrüder cuando el orgasmo comenzó a subir desde mis pelotas hasta mi columna y entonces me retorcí tanto que mi espalda se arqueó por el intenso placer que recorría todo mi cuerpo. En esa postura, la gruesa cabeza de la polla de Schrüder presionaba y frotaba más intensamente mi próstata.

Llegó un momento, en que las oleadas de placer se hicieron tan contínuas, que ni si quiera pude avisarlo de mi inminente orgasmo, aunque cuando comencé a expulsar abundantes chorros de esperma caliente, Schrüder aumentó considerablemente las embestidas.

Alcancé a ver como echaba su cabeza hacia atrás mientras embestía más fuerte aún. Los estertores seguían recorriendo mi cuerpo y me sentía como si fuera un trapo. Las contracciones del orgasmo se magnificaron en mi culo, que era amortiguado por la gruesa longitud de Anton.

Schrüder siguió bombeando un poco más de tiempo después de mi orgasmo y cuando se detuvo, una fina capa de sudor cubría su frente y la parte superior de su labio.

Pasó toscamente su mano para limpiarse la fina capa de sudor de los labios y se tumbó completamente encima de mí. Me besó tiernamente durante un rato y cuando se incorporó, me sentí avergonzado por no esperarlo o haberlo avisado de que me corría.

—¡Lo siento! —dije con toda la franqueza que me quedaba—. No he sido capaz de aguantar y menos de avisarte que acababa.

Aún dentro de mí, Schrüger sonrió. Sentí cuando salió completamente de mi interior y mi culo se sintió extraño, diría que latía.

—¿Qué te hace pensar que no me he corrido? —dijo cuando sentí su polla desnuda chocar contra mi pubis y entonces un líquido tibio se depositó en esa misma zona.

Él elevó el condón y lo anudó ante mi vista. Su semilla estaba recogida en el interior del látex.

—Casi lo reviento —ambos reímos, aunque mi cuerpo no se podía ni si quiera mover.

Estuvimos durante un tiempo tumbados boca arriba. Su cuerpo pegado al mío. Nuestras respiraciones fueron tomando la cadencia adecuada y natural mientras se adaptaban al cansancio  por el enorme esfuerzo físico.

—¿Te quedas a dormir?

Observé el reloj de pared del salón. Marcaba las dos y media de la madrugada.

—Para mis padres, técnicamente estoy durmiendo en casa de Minerva. Para mi amiga técnicamente estoy durmiendo en el Gran Hotel Almería con un amigo. ¿Crees que puedo tomar una ducha antes de ir a la cama?

—¿Te importaría si me uno a ti?

Negué con la cabeza. —Es tu ducha.

Schrüder me prestó una camisa suya y aunque me sobrara tela por todos lados, el simple hecho de oler a él y el cansancio, me relajaron tanto que no extrañé mi cama y dormí como si fuera mi propia casa.

Bien entrada la mañana, me invitó a desayunar en el paseo marítimo, en una de aquellas cafeterías que aún quedaban abiertas, aunque tanto la terraza como el interior estaban llenos de clientela.

Adoré los rayos de sol siendo mitigados por la temperatura fresca del otoño. Cuando volvimos a su casa, después del desayuno repetimos el momento íntimo de la noche anterior.

En la tarde se negó a que cogiera el autobús y me acercó hasta la puerta de mi casa. Creo más que nada que él tenía interés por ver donde vivía.

Espero que os haya gustado, me gustaría que me dejaran un mensaje con las sensaciones que haya despertado mi relato en ustedes, gracias...