Mi primo Humberto
Mi pasado, de la mano de mi primo Humberto, viene a ponerla sal y pimienta a nuestro matrimonio.
Mi marido es bisexual. Le gustan las mujeres (en realidad, le gusto yo) pero disfruta también de las atenciones de los hombres. ¿Qué si me importó…? No lo voy a negar…al principio me molestó el saberlo. Fue muy chocante. No encajaba en mis concepciones de las relaciones, en especial de las sexuales. Pero lentamente al principio, y claramente al final, los fantasmas se fueron esfumando. Además, las cosas no habían pasado de las palabras, de las confesiones de nuestros gustos mutuos. En un arranque de sinceridad del que siempre quedaré agradecida, una noche me contó de sus experiencias sexuales de la adolescencia, en compañía de un primo de su misma edad, en las que él, mi marido, había sido sodomizado. Y de sus recuerdos gratos y dichosos que había conservado de esos encuentros, y de sus actuales dudas sobre sus inclinaciones.
Doce años después de aquella conversación, las cosas no habían cambiado más que para bien. Nuestras relaciones habían crecido en calidad, y contrariamente a la generalidad de los casos en que el tiempo ha pasado, también había crecido en intensidad. Y de aquella confesión quedaba un residuo en nuestros juegos sexuales que le daba sabor y morbo adicional a nuestros encuentros. Era parte de nuestro ritual erótico la exploración de los rincones lascivos de mi esposo, introduciendo mis dedos entre sus nalgas, hasta el fondo, al momento de hacerle una mamada, por ejemplo. Y los resultados eran siempre exitosos, en términos de placer mutuo y de mutua excitación.
Pero la duda de dar el siguiente paso estaba siempre allí, presente, intocada, indecisa. Y sin decirlo, ambos sabíamos que esa –el paso de hacer realidad los deseos – era una decisión pendiente, que alguna vez deberíamos encarar.
Al duodécimo año de nuestro matrimonio las cosas comenzaron a cambiar. Apareció entre nosotros un tema en nuestros juegos y fantasías sexuales: la incorporación de un tercero en nuestra cama. No era que el tema fuera totalmente nuevo: siempre había jugado de algún modo en nuestra excitación. “¿No te gustaría que otro tipo…?” “¿No te excita pensar que otro tipo, ahora…?” Y así cosas por el estilo, en medio del éxtasis del momento. ¿Quién no ha experimentado con esas ilusiones? Pero en esta ocasión no era solamente un cometario esporádico, dicho al pasar en el momento justo de la lujuria. Se trataba de algo más. Había una insistencia en esa presencia virtual de un tercero, que fue instalándose cada vez con más corporeidad entre nuestras sábanas. Y me preocupó. No porque me escandalizara, sino porque sospechaba que esa fantasía ocultaba algo más atrás, tan transgresor como la presencia de ese fantasma invitado. Pensé, reflexioné e investigué. Y todas esas vías me llevaron a una conclusión, que el tiempo y los hechos se encargaron de confirmar: los tríos sexuales se relacionan siempre con algún grado de homosexualidad de al menos uno de los participantes.
Las cosas se dieron de tal modo que parecían preparadas. Uno de esos días en que mi cabeza elucubraba indicios y explicaciones, llegó a casa mi primo Humberto. ¡Mi primo Humberto, nada menos…! Tres años mayor que yo, había sido quien me había desflorado, allá, al principio de mi adolescencia. Y habíamos seguido siendo amantes, con una naturalidad tal que hasta ahora me llena el corazón de ternura. Nuestros encuentros sexuales eran como una extensión de nuestros juegos, llenos de cariño, de alegría, de picardía, de frescura. Y fue realmente milagroso que no quedara yo embarazada en esos años felices. Humberto era afable, conversador. Un chamullero típico. También era tremendamente atractivo, con su 1,82 de estatura, su cabello oscuro y recio, la angulosidad de su rostro, y sus ojos…sus ojos de un azul acerado de no creerse. Vivía en Buenos Aires y venía por trámites laborales en nuestra zona, por el término de una semana.
Por supuesto que a los pocos minutos íbamos al hotel en busca de sus valijas, ya que se alojaría en casa. Pese a que no habíamos vuelto a tener relaciones desde hacía más de quince años, y no nos veíamos hacía ya ocho, el corazón no dejaba de escapárseme como si hubiera corrido diez cuadras sin parar.
Esa noche cenamos en casa. Había preparado una colita de cuadril, con abundantes aditamentos mediterráneos que le hacían especialmente sabrosa y liviana. Y el vino era el excelente malbec local, ideal para el caso. Y así, en medio de ese ambiente, entre sabores agradables, bebidas desinhibidoras, y a la vista de esos hombres que –cada cual en su momento – habían sido el centro de etapas cruciales de mi vida, recibí la inspiración terrible, y la certidumbre de que daría los pasos necesarios.
La cena se desarrollaba ya en los postres. Humberto y José (mi marido) habían congeniado bien. Los dos tenían un sentido del humor que los hacía gentiles y agradables en cualquier conversación, en especial en las sobremesas nocturnas. El vino nos había mareado a los tres levemente, lo suficiente como para sentirnos audaces.
Invité a mis hombres a que pasáramos a la galería, aprovechando el calor de la noche y los perfumes de la sierra a estas horas. Teníamos una linda galería abierta hacia nuestro jardín, con una bonita vista de los cerros, que de noche sólo se insinuaba en algunos perfiles recortándose contra el cielo. Mi marido y yo nos sentamos en un sillón hamaca triple, y Humberto a nuestro lado, en uno simple, los tres de cara al espacio verde.
–José… – dije dirigiéndome a mi marido –¿No te había contado que Humberto fue mi primer amante?
El silencio que se estableció era tan sólido como piedra. Y los rostros de asombro de los dos hombres me confirmaban que la conmoción era profunda.
–No…no me habías dicho nada…– balbuceó al rato mi marido, mirándome fijo, aunque creo que no me veía. En cambio, Humberto abandonaba lentamente su asombro, reemplazándolo por un rostro propio de un espíritu sumido en la incertidumbre. Miraba fijo a un punto invisible delante de él, intentando esbozar una sonrisa que no salía.
–Sí…fuimos amantes varios años ¿no Humberto…? Tuvo el honor de desvirgarme…y yo el placer de disfrutarlo…
Lentamente la conmoción fue cediendo, y ambos –hombres de mundo después de todo– comenzaron a retomar el control de sí mismo. Fue mi esposo quien retomó la conversación, tratando de agarrar el toro por las astas:
–Qué interesante, Graciela…mirá vos…¿Y por qué te vinieron esos recuerdos justo ahora, con Humberto delante nuestro? – Su tono no denotaba enojo, sino curiosidad, regada con una cierta inquietud. Humberto guardó silencio todavía, pero sus ojos se clavaron en los míos, con un leve reproche en esa mirada, pero también curioso por mi respuesta.
–Y…se dio esta feliz coincidencia de encontrarme con los dos hombres que marcaron mi vida…al menos algunos aspectos muy valiosos de mi vida…y a los que quiero muy especialmente. Y me pareció…no se…honesto decírtelo. Pero más que honesto, oportuno. Creo que es justo que los tres abordemos esa historia. ¿Me entienden…?
–Creo que sí… – expresó mi marido, y en un gesto sencillo que no esperaba, me pasó su brazo izquierdo sobre mi hombro, abrazándome. Yo apoyé mi cabeza sobre su hombro.
–Espero que no te sientas incómodo, Humberto…me imagino que vos sabés cómo es tu prima… – agregó José, mirando a mi primo.
–Espero que vos no estés molesto, José…lo que pasó fue en nuestra adolescencia, casi cosas de niños… – le respondió mi primo, quien aún dejaba entrever una cierta inseguridad en su modo. Tras un corto silencio, agregó: –Pero son los mejores recuerdos que conservo de esa etapa de mi vida…
–¿En serio…? –preguntó mi esposo, más sorprendido por la audacia de Humberto que molesto o celoso. Y entonces lo alentó: –¿Por qué…? A ver, contá un poquito…
En ese momento supe que esa visita podría tener consecuencias importantes en nuestra pareja y en la relación con nuestro primo. Lo miré con cierta ansiedad, tratando de alentarlo yo también. Pero emocionada a la vez por los recuerdos que se agolpaban en mi memoria.
–Graciela era una adolescente hermosa – comenzó a decir Humberto, mientras me miraba con una ternura que había olvidado. – No solamente era físicamente linda, muy linda, sino sensual, inteligente, curiosa. Uno podía pasar las horas con ella sintiendo que el tiempo siempre era escaso. Y conmigo era muy dulce…
Allí pareció quedarse, sin animarse a seguir. Entonces aproveché para continuar yo con mis propios recuerdos, que cada instante se me volvían más vívidos:
–Humberto también era muy atractivo. Mis amigas se deshacían como algodón de azúcar cuando él me visitaba los fines de semana, o se aparecía por las tardes, después del colegio. Y desde muy chicos habíamos sido muy compinches, muy amigos entre los dos.
Mi marido, callado, escuchaba con mucha atención, mirándonos a los dos en la medida que el relato se concentraba en uno o en otro. Lo notaba realmente interesado. A tal punto que no se aguantó más, e intervino con una pregunta directa:
–Bueno…pero ¿cuándo comenzaron a…cuándo comenzaron a conocerse mejor…?
–¿Cuándo me entregué a Humberto…? Ya llegaremos – le respondí provocativamente, aprovechando para recostarme cobre su pecho, de cara a mi primo. José me rodeó con su brazo por sobre mi hombro. Subí mis piernas al sillón, y continué mi relato.
–Yo ya había cumplido los quince, y vinimos a pasar unas vacaciones aquí, a las sierras. Y Humberto se nos coló. La casa que alquiló mi familia estaba sobre una pequeña loma, por lo que teníamos una bella vista del valle y nadie nos podía observar. Y tenía una pequeña pileta de natación.
–Entonces – me interrumpió entusiasmado mi primo – descubrimos que las siestas eran nuestras en forma exclusiva, porque los mayores se iban religiosamente a dormir hasta bien entrada la tarde.
–Nos bañábamos todas las siestas, solos los dos. – continué yo. –Humberto tenía un físico que me atraía. Me gustaba ver sus músculos, sus formas masculinas, su culito duro y estrecho. Así que cada siesta era una delicia.
–Y Graciela, en bikini, era escultural aun con sus quince años. – agregó Humberto, mientras me recorría con la mirada, como si me estuviera viendo ahora con aquella imagen de adolescente. – Sus piernas eran largas y finas, sus muslos generosos y proporcionados. Y sus tetas…¡sus tetas eran mi locura…! – exclamó sin turbarse y demostrando un entusiasmo muy actual. Mi marido sonrió, y sentí que su mano izquierda, la que me abrazaba, investigó abriendo un poco mi escote, para verificar su contenido.
–Y lo siguen siendo… – dijo con un gesto de admiración. Los tres reímos, pero no me pasó desapercibido que su mano quedara allí, en la puerta de mi escote.
–Bueno… – continué –Así las cosas, yo sentía las miradas de Humberto en cada centímetro de mi piel. Me quemaban, me escaneaban, me evaluaban en cada instante. Especialmente en mis tetas. Y para qué voy a negarlo, esa certeza de ser deseada, observada, me calentaba mucho. Y más si el que lo hacía era un bombón.
Mi primo sonrió, dirigiéndome una mirada otra vez ardorosa. Y la mano de mi esposo se movió imperceptiblemente por el borde de mi escote.
–Así que una siesta me desprendí el top, mientras tomaba sol. Al día siguiente insistí, sólo que no me lo volví a prender. Y al tercer día me lo quité directamente, y así, con mis famosas tetas a su vista, me metí al agua. – Miré a Humberto en ese momento, y así, con sus ojos en los míos, continué: –Él me siguió inmediatamente en una zambullida que lo puso a mi lado instantáneamente. “Son hermosas…” me dijo con la voz temblorosa. Haciéndome la tonta, le dije “¿Qué son hermosas?”. “Tus tetas, vos, toda vos…sos hermosa”. Y la voz ya no le temblaba.
Las manos de José, impacientes, no se quedaban quietas. Jugueteaba en ese momento con el primer botón de mi blusa, el cual cedió casi inmediatamente. Mi escote se volvió un poco más amplio, y la tibia mano de mi marido se deslizó con suavidad dentro de él. Humberto, mi primo, miraba con atención. Continué entonces con mis recuerdos:
–Sentí a Humberto pegarse a mi cuerpo, bajo el agua, y sus manos me tomaron por la cintura. ¿Te acordás…? – le dije a mi primo, mirándolo a los ojos. Y sin esperar su respuesta, seguí: –Yo le di la espalda con la intención de escabullirme, más por coquetería que por verdadera intención de irme. Pero él aprovechó y llenó sus manos con mis senos, sujetándome y atrayéndome hacia él con fuerza.
En ese instante sentí la mano de mi esposo tomando mi teta izquierda, jugueteando con mi pezón. Mi primo me miraba alternativamente el escote y los ojos. Mi respiración se había agitado. Me sentía excitada por la situación, y también por los recuerdos.
–Cuando me abrazó de ese modo, sentí en mis nalgas su miembro duro, fuerte. Y me estremecí…¿Te acordás, Humberto? Fuiste muy descarado…
–No más que vos – me respondió él, con una sonrisa traviesa en sus labios y en sus ojos. –¿No te acordás que te diste vuelta, me abrazaste por el cuello, me clavaste tus pezones en el pecho y me besaste…? Fuiste vos la que me diste el primer beso…
–Sí, pero fuiste vos quien metió sus manos debajo del slip, y después me lo quitó…– agregué vengativa. La mano de mi esposo abandonó mi teta solamente para ocuparse del segundo botón de la blusa, que se abrió como en un brinco. Dado que no llevaba corpiño, ahora mis senos casi se salían. Y cuando se ocupó del tercer botón, supe que quedaría expuesta ante los dos hombres. Y así fue. La blusa se abrió, dejando mis tetas a la vista, con sus pezones oscuros y erectos.
Miré a mi marido. Sonreía con cierta picardía. Estaba claro que había aceptado jugar a lo que se me hubiese ocurrido, sin importar de qué se trataba. Y su colaboración en ese juego eran sus manos entre mis tetas. Me acariciaba con mucha sensualidad, pero sobre todo me mostraba a Humberto, me exhibía ante mi primo, que no separaba su mirada de mis senos.
–¿Y, Humberto…? –le dijo mi marido a mi primo, mientras me abría aún más la blusa –¿Qué te parece…?¿Siguen siendo tan lindas como las recordás…?
–No, José…ahora me parecen más hermosas, más llenas…– respondió Humberto con serenidad, mientras me miraba a los ojos. Y agregó en el mismo tono, pero con una mayor intensidad: –En realidad, Graciela está más hermosa ahora que aquella adolescente que me cogí…no se, parece más sabrosa, más jugosa…
–¿Y entonces…?¿Fue allí, en la pileta, que te la cogiste…? – insistió José, mientras sus manos volvieron a las caricias. Pero fui yo la que respondió:
–Sí, ahí, en ese momento, me penetró. Apenas fue un pinchazo, más inesperado que doloroso. Y después fue el placer, un placer que jamás había podido imaginar siquiera. Fue delicioso, ¿no Humberto? ¿A vos también te gustó…?
–Esa siesta toqué el cielo, Gracielita…– dijo mi primo. Y agregó: –Nunca he olvidado esa siesta. Tu cuerpo desnudo, tus besos, sentirme adentro tuyo, tus gemidos. Y ese orgasmo que alcanzamos juntos, fundiéndonos…
Me incorporé y fui hasta mi primo, arrodillándome a su lado. Y abrazándolo, lo besé en los labios. Mi blusa había quedado junto a mi marido. Él me devolvió el beso, y sus manos acariciaron mis pezones con el reverso, levemente. Pero bastó para terminar de encenderme. Me puso de pie tomando la mano de mi primo, y volviéndome a José, tendiéndole la otra mano, le pregunté:
–Entonces…¿vamos a la cama, mi amor…?
Mi marido también se puso de pie, y así, abrazándolo a los dos, fuimos a nuestro dormitorio.
Allí José me abrazó por detrás, besándome en el cuello y en los hombros, mientras una de sus manos bajaba el cierre lateral de mi vestido y la otra se llenaba con mis tetas. Humberto, parado frente a mí, no perdía detalle. Cuando solamente me cubría mi tanguita, mi marido le dijo a José:
–Quitásela vos, como aquella primera vez…
Humberto, con una leve sonrisa de agradecimiento, se arrodilló frente a mí, y comenzó a deslizar mi última prenda hacia abajo.
Salí de ella triunfalmente desnuda, ardiente, sintiéndome deseada por dos hombres que me harían suya, que me compartirían. Así, desnuda, subí a la cama y gateé hasta el centro, esperando allí, recostada y mirándolos, a mis dos hombres que se desvestían, hasta quedar ellos también como adanes en el paraíso. Eran hermosos, soberbios con sus músculos formados, con sus nalgas duras, con sus vergas tensas y desafiantes. Eran hermosos con esas miradas de deseos no contenidos, con el olor a machos en celo que emanaba de sus cuerpos y que llegó hasta mis narices, embriagándome.
Abrí mis piernas, ofreciéndome.
Con un leve gesto, mi marido invitó a Humberto a ser el primero, mientras él se ubicaba tendido a mi lado. Sentí el calor del cuerpo de Humberto primero, y luego su peso sobre el mío y su olor. Y luego, casi inmediatamente, su verga entrando en mí.
–¡Amor mío…! – exclamé, mientras lo abrazaba con brazos y piernas y mis caderas pujaban por hacer más intensa la penetración. –¡Amor mío…!¡Qué hermoso seguís siendo…! – repetí entre suspiros, embargada por una sensación de inmensa satisfacción. Mientras, mi esposo me acariciaba los senos, a veces con sus manos, a veces con sus labios, y me susurraba al oído alentándome a que me entregara al placer. Las embestidas de Humberto fueron creciendo en intensidad, en bríos. Cuando lo miré, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Me enterneció, y así, amándolo como en nuestra adolescencia, con toda la ternura del mundo, y con el fuego de su pasión en mis entrañas, alcancé mi primer orgasmo de esa noche. Él, al sentirme palpitar y gemir, se contuvo, dispuesto a cederle el lugar a mi marido.
–No, Humberto…aprovechá y recuperá el tiempo perdido…– le respondió José. Entonces hice que giráramos, quedando yo arriba de Humberto. Bajé lentamente marcando con mis labios y mi lengua un camino sobre su cuerpo que conducía directamente al sur. Y allí me encontré con su verga inhiesta, dura, caliente, ávida de deseo. Ahora el olor tan grato de la pija excitada se mezclaba con el mío propio de hembra. Aspiré esos aromas hasta llenar mis pulmones, hasta que mi olfato quedó saciado, impregnado. Y luego me convertí en una sacerdotisa pagana, adorando a ese dios falo con mis labios, con mis manos, con mi lengua, con toda mi boca, con mis tetas de a ratos. Humberto comenzó a gemir, pero no por eso dejó de mirarme.
En esos momentos comencé a sentir las manos de mi esposo acariciándome desde atrás las nalgas, las piernas, y luego mi pubis, enredando sus dedos en mi bello, recorriendo suavemente los sensibles rincones de mi intimidad, húmedos y calientes por la reciente penetración de mi primo. Yo seguía atendiendo el exquisito miembro de Humberto, pero me excitaban las manos y los labios de mi marido, cada vez más intensos, más apremiantes. Hasta que sentí cómo abría mis piernas y mis nalgas, y cómo su pene tenso se ubicaba en la puerta de mi vagina, penetrándome de un golpe. Lancé un gemido para desahogar el placer que inundó todo mi cuerpo.
José me cogió despacio, con un ritmo lento pero intenso, como si no quisiera distraer el juego ansioso entre mis labios y el miembro de Humberto. Como si lo de él solamente fuera un complemento que agregara frenesí a la fiesta. Y sin embargo, sus entradas eran tan profundas y sus manos tan sabias en las caricias, que el segundo orgasmo me llegó como una ola inesperada e impetuosa, que estremeció cada célula de mi cuerpo, cada gota de mi sangre. Sentí inmediatamente que mi esposo salía de mí. Me incorporé, entonces, montando a Humberto y clavándome yo misma la verga tensa de mi primo en mis entrañas, y comencé a cabalgarlo. Humberto jugaba con mis senos, me los mordía, o tomándome de las caderas, trataba de llegar más profundamente en mí. Mi marido, en tanto, parado junto a nosotros, me ofrecía su pija dura y olorosa para el deleite de mi boca. Se la mamé como una puta, mientras sentía a mi primo explorar mis entrañas hasta lo más hondo, hasta donde nunca antes había sentido a alguien dentro mío.
Fue entonces cuando sentí que Humberto se tensaba, y que sus embestidas se volvieron más fuertes, más rudas. Y de golpe lo sentí palpitar dentro mío, y sentí el calor de su semen inundando mi interior. Y el orgasmo que me asaltó de golpe fue nuevamente sorprendente, pleno, intenso. Y a los pocos segundos, José también, hundiendo hasta el fondo de mi boca su verga, descargó su semen salado, caliente, en mi garganta.
Quedamos los tres exhaustos, tendidos en la cama. Yo todavía envuelta en las delicias íntimas del último orgasmo, sintiendo el olor de los dos hombres y sus fluidos recorriendo mi interior. Ellos abandonados, uno a cada lado de mi cuerpo, los tres desnudos y sudados, los tres saciados y complacidos.
Fue José, mi marido, el primero en reaccionar, al cabo de varios minutos. Se incorporó sobre su codo izquierdo, mirándonos.
–Nos debíamos algo así ¿no, Graciela…?– comentó casi en un susurro, mientras su mano derecha recorría muy suavemente las curvas de mis tetas, de mi vientre y se enredaba en el húmedo vello de mi pubis.
–Sí, mi amor…nos lo debíamos– le respondí mirándolo a los ojos. Y mientras mi mano derecha le devolvía las caricias sobre la piel de sus muslos, o entre sus genitales en reposo, agregué: –Pero esto fue mucho más de lo que esperaba…¡Fue hermoso…!¡Fue sublime…!
Volví mi cabeza para mirar a Humberto. También él tenía el rostro adornado por una sonrisa de dicha, que sus ojos acompañaban. Tendí mi otra mano hasta alcanzar su piel caliente y mojada, deslizándola hasta su pija en reposo, sus testículos húmedos. E incorporándome un poco, me incliné hacia él para besar sus labios.
–Gracias, primito amado…– le dije, sintiendo ya sus dedos jugando en mis pezones. –No has perdido el toque ni el encanto…
–Primita…– me respondió –vos en cambio seguís siendo la mejor putita del barrio…–, y juntó su carcajada a la de mi esposo. Y nos lanzamos los tres a un juego de manos buscando las cosquillas del otro, en una lucha llena de risotadas y entreveros de cuerpos y miembros. Obviamente, en pocos segundos nuestros sentidos estaban otra vez en plena ebullición y nuestros deseos volvieron a encenderse como fuegos artificiales en Año Nuevo. Y el juego de manos fue deviniendo en acercamientos cada vez más lentos a la desnudez del otro.
Esta vez, ya sin la premura de la novedad, nos enredamos en caricias dadas y recibidas, en besos mórbidos que recorrían la piel, las bocas, los rincones. Era una danza de coreografía indefinida con cuerpos desnudos que perdían su identidad, en la cual la única música eran los crecientes gemidos y las quejas lánguidas, cuando una lengua tocaba un punto en especial, o un dedo amenazaba con introducirse justo ahí, o unas uñas surcaban la piel. Y así, entreverados, pronto me encontré nuevamente con dos falos duros y rígidos, que me buscaban con impaciencia, con soberbia, a la vez que mis tetas y mis pezones sentían los mordiscos y lamidas de dientes y lenguas no muy bien identificadas en mi cabeza.
El primero en penetrarme en medio de aquella maraña de brazos, piernas y torsos fue José, mi marido. Me encontró en un momento tendida de espaldas, besando y siendo besada por Humberto, y montándome, me penetró sin más. ¡Qué gloria sentirlo nuevamente dentro mío…! Elevé mis caderas para que la penetración sea más profunda, a la vez que lo animé a que me cogiera con todas sus ínfulas. Humberto, que percibió el movimiento, se separó un poco de mí, como para dejarme aire, y se tendió junto a nosotros a mirarnos. Una de las manos de mi primo no dejó, sin embargo, de acariciar mis tetas, estrujándolas o jugando con mis pezones endurecidos de tanto deseo. Fue en ese momento cuando mis manos buscaron las nalgas de José, y casi por costumbre, las separé para acercar uno de mis dedos al conocido orificio del ano. Cuando lo encontré, comencé a penetrarlo, lo que inmediatamente provocó una mezcla de gemido y de rugido en la garganta de José.
Humberto vio lo que hacíamos, y vio y escuchó la reacción de puro placer de José. Tal vez enardecido por la escena, o para sumarse más activamente al encuentro, mi primo acercó su cuerpo desnudo hasta juntarse con los nuestros, y comenzó a besarme y acariciarme con más ardor, con más excitación, a tal punto que pronto las caricias que dábamos y recibíamos no encontraban ya un destinatario determinado. Fue natural entonces encontrarme de golpe con la mano de Humberto recorriendo la misma región donde yo penetraba a José. Y no me sorprendió ver que José continuaba las caricias sobre mis muslos en las caderas de Humberto, sin que ninguno de los dos machos sintiera un especial rechazo.
En ese momento mi esposo, de un envión, nos hizo girar, quedando él de espaldas y yo montándolo , sin que haya salido de mi interior. Y sentí entonces que era él quien ahora abría mis nalgas y me introducía su dedo, a la vista de mi primo, que no tardó en imitarlo. Pronto no supe distinguir quién era el propietario de los dedos que entraban en mí, que me exploraban y me dilataban, mientras la verga de mi marido, cada vez más dura, más firme, no dejaba de buscar nuevas profundidades en mis entrañas.
Hasta que sentí que Humberto me untaba con algo por atrás…parecía aceite, aceite de oliva por el olor…Y entonces supe lo que iba a pasar. Miré a José, que me respondió con una sonrisa y con sus dos manos que separaron mis nalgas. Y ahí nomás sentí que la pija caliente y firme de Humberto se apoyaba en la entrada de mi ano, presionando. No tuve ánimos para protestar, aunque sí una tremenda excitación para abrirme más todavía y empujar con mis caderas hacia atrás, ayudando a la presión de la pija de Humberto.
En ese momento no me importaba el posible dolor. No recuerdo haber tenido la fuerte sensación de entrega que tuve en esos instantes. “Hagan de mí lo que quieran” parecía que mi mente les gritaba. Lo único que ansiaba con desesperación era ser poseída, que esos dos machos me despedazaran si esa era su voluntad, su deseo. Como una virgen pagana entregada al sacrificio, como una ramera entregada a la lascivia de los soldados, así me sentí en ese momento.
Humberto empujó con un golpe de sus riñones, y su miembro, su falo, su pija entró en mí.
Entonces, como si lo hubieran hecho desde siempre, como si fueran no recién conocidos, sino hermanos, comenzaron a compartirme entre los dos, con una coordinación, con una sincronía, con un ritmo acompasado, que en breves instantes me tenían en las nubes. Mi cabeza daba vueltas. Me perdía, me mareaba…Y cuando escuché a José, mi esposo, que me llamaba “puta, ramera”, y cuando sentí en mi interior esas dos vergas como dos arietes que me exploraban, que se hundían en mí, para salir y volver a hundirse, no aguanté más, y entre sollozos y gritos, el orgasmo que sobrevino fue tan intenso que me desvanecí.
A los pocos segundos volví en mí. Ya no los tenía adentro, sino frente a mí, con sus vergas duras, calientes, rojas…Ambos se esforzaron en acompañarme en los últimos remesones de mi orgasmo, que seguía como con vida propia. Me besaban y mordisqueaban, me recorrían con sus manos y sus lenguas todo el cuerpo, lamían mis tajos y orificios…No había rincón de mi cuerpo que no sintiera sus atenciones amorosas, ardientes. Al cabo de diez largos minutos, más calmada, me dispuse a darme una ducha.
–Chicos…¿Me esperan…? Necesito una ducha tibia y vuelvo…
Cuando me metí bajo la lluvia tibia de la ducha, comencé a relajarme, y un segundo orgasmo, ya no corporal, sino puramente psíquico, me invadió: ¡cuánta hermosura…! ¡cuánta belleza en las imágenes que todavía me envolvían, en esas sensaciones tan llenas de pecado, de olores, de sudores mezclados…! Me sentía una puta, pero enormemente dichosa de serlo, de haberlo sentido…de haberme sentido una puta en esa noche inolvidable, única…Rememoraba cada sensación, cada roce de sus manos en mi cuerpo desnudo. Recordaba la dureza de sus vergas penetrándome, buscándome…Sentía el sabor de sus bocas y de sus fluidos en mi boca…el olor…¡el olor enloquecedor de sus pijas paradas, orgullosas y llenas de jugos…! Y al fuego de esos recuerdos, tan recientes y tan presentes todavía en los rojos de mi piel y en las humedades de mis intimidades, mi sangre volvió a encenderse, y recordé que ellos no habían llegado la última vez, que todavía podía volver y entregarme otra vez a sus deseos, a sus voluntades, a sus instintos.
Salí de la ducha, y así, como estaba, sin secarme, empapada por la ducha y por los jugos de mi renacida excitación, volví a la habitación con la intención de ofrecerme otra vez de ramera para mis machos, con la intención de rogarles, de suplicarles, que me poseyeran, que me cogieran, que me penetraran una y otra vez, hasta el hartazgo…Y sin embargo, el cuadro que me encontré, que me golpeó como una cachetada, pero como la cachetada de un amante, que te lastima pero a la vez te excita, que te humilla pero a la vez te seduce, fue muy distinto.
Allí estaba José, mi marido, de rodillas. Y Humberto, mi primo, de pie, ambos sobre la cama. Y Humberto tenía su verga dentro de la boca de José, que la acariciaba con su lengua, y de a ratos la rodeaba con sus labios o la introducía en su boca, sorbiéndola…Humberto, con los ojos cerrados, disfrutaba de la situación. Una mano de José ayudaba en el sexo oral, masturbando la pija de mi primo. Pero la otra mano se perdía entre las nalgas de Humberto, a través de sus piernas, en movimientos que claramente indicaban la penetración de los dedos. Me quedé quieta, inmóvil, invisible…no quería interrumpir ni romper el hechizo que sobre mi conciencia provocaba esa escena. Ellos parecían no haberme visto, y hasta haberse olvidado de mi presencia.
Entonces José, sin consulta previa, dejó la pija dura y brillante de Humberto, y se puso en cuatro patas, ofreciéndose a mi primo. Humberto tomó el pote de aceite que había usado conmigo, y untó con cuidado y dedicación el orificio del ano. Luego, despacio, acercó su verga y comenzó a penetrarlo, sodomizándolo. Mi marido exhaló una mezcla de quejido y de gemido, que expresaba la lujuria del momento. Su verga, también dura y rígida, apuntaba hacia abajo, a un vacío muy evidente. Sin dudarlo más, corrí hacia ellos y me escabullí debajo de mi esposo, ofreciendo mi boca para llenarla con la verga vacante, y mis manos para excitar aún más esos testículos tan activos de Humberto.
Así, en una cadena impensada, loca, prohibida, llegaron ambos machos a su merecido orgasmo. El de Humberto, llenando las entrañas de mi marido. El de mi marido, llenándome la boca con su semen salado y abundante y caliente.
Los tres dormimos abrazados el resto de la noche, desnudos de cuerpo y de alma. Los tres puros como recién confesados. Los tres embadurnados de semen y saliva. Fue una noche feliz.