¿Mi primera vez?

Con 15 años recién cumplidos yo me sentía muy gallita; algo ocurrió que me ha marcado para toda la vida.

¿Mi primera vez?

¿No os ha ocurrido nunca el encontraros algún objeto, alguna prenda que os haya traído recuerdos agradables o desagradables? Pues eso es lo que me ocurrió la pasada tarde, cuando estaba buscado ropa que ponerme para encontrarme con un antiguo novio…

Me quedé bloqueada, con la falda negra en las manos, con la mirada fija, pálidas mis normalmente sonrosadas mejillas… Recién cumplidos los 15, rebeldía, amigas punkis, ropa punki a pesar del disgusto de mi madre… De nuevo aquel supermercado, cerca de donde vivía mi novio de entonces… recuerdos horribles que creía haber olvidado… ¿por qué había guardado la puta falda? No quería recordar, ¡no!, pero era imposible, era como si la prenda se impusiese sin compasión a mi voluntad… ¡15 añitos!... ¡por favor!

Me creía la dueña del mundo, mascando chicle, el cabello teñido de un color rojizo, sin gafas aunque ya en mis ojos castaños asomaba una leve miopía… Una cazadora negra, una camiseta de tirantes, blanca y con algunos rotos, que cubría unos ya grandes pechos virginales, redonditos y duros, un bolso a juego con la cazadora, decorado con diminutas tachuelas. La falda, la faldita a medio muslo, la maldita falda que ahora parecía pegada a mis manos… Medias negras hasta las rodillas y unas botas de tacón mediano…

¿Qué habían dicho mis amigas? Sí… unas chicas que se precien de punkis no han de temer nada, han de demostrar que tienen ovarios, ¿y qué mejor manera de hacerlo que robando en el supermercado?

El corazón a cien, a mil recorriendo aquellos pasillos interminables; de repente, parecía que coger un producto de una estantería fuese una empresa titánica… Sin embargo, notaba en mi nuca la mirada crítica de mis amigas… Tenía que hacerlo… Soy una punki y lo demostraré… Miro a un lado, miro a otro… No hay nadie… No sé lo que cojo, parece un producto de belleza, y, rápida, lo acomodo en mi sujetador… Alguien me agarra del brazo:

  • ¡Eh, niña! ¿Qué coño haces?

Caigo sentada en la cama, apretando la faldita contra mi pecho; no quiero seguir recordando, pero las imágenes se agolpan en mi mente. La etiqueta de la talla ha quedado a la vista… 38…, ahora no pasaría ni de mis muslos…

Las otras han desaparecido, estoy sola. El corazón de nuevo galopa, llorosa…

  • Ven conmigo – desagradable voz la de aquella mujer pequeña y nervuda.

Habitación blanca y aséptica, muy alejada de los pasillos del supermercado; he llegado allí a rastras. Hay otro guarda de seguridad, un hombre de mediana edad, calvo, gordo y baboso…, me parece un anciano…

Me obligan a sentarme en una camilla metálica; la falda arremangada, los muslos a la vista, blancos, muy blancos, contrastan con el pico de la braguita negra que se entrevé… Soy una niña, una niña que se creía mujer y valiente, y que ahora no sabe cómo reaccionar, no sabe qué hacer o decir excepto hipar llorosa y repetir continuamente que no volverá a suceder nunca más.

Tirón vertical a la camiseta; una mano de la guarda de seguridad queda ante mis húmedos ojos mientras mis pechos bambolean al descubierto, embutidos en un pequeño sujetador de encaje; la otra mano hurga en él hasta sacar el producto de belleza a la par que libera una teta de sonrosado pezón.

  • ¡Ajá! – sonrisa triunfal, la mano alzada mostrando el objeto - ¡Ladronzuela, te hemos pillado!

Es tal la presión en la camiseta que me veo obligada a echar los brazos atrás y a apoyarme con las palmas de las manos en la camilla, pero es la única orden que mi cabecita es capaz de transmitir; por lo demás, sólo sé repetir, los ojos arrasados de lágrimas:

  • Yo…yo…

La presión cede; la camiseta vuelve a cubrir mis pechos, el pezón se marca en ella, rebelde, encarándose a mis torturadores.

Una fuerza misteriosa ha cerrado la puerta del armario: me veo reflejada en su luna, la falda adherida a mi torso, cogida y agarrada con fuerza sobre mi pecho, la mirada fija, la boca entreabierta… una lagrimita resbala por uno de mis mofletes…

  • ¡Cuidado! – voz ronca del viejo, que se relame – Puede ser un truco y llevar más cosas… - caricia en mi mejilla - ¡Son muy listas!

  • Tienes razón – responde la mujer, que ha dejado el bote de crema en una silla - ¡Tú! – chilla - ¡Túmbate en la camilla, boca abajo!

Obedezco, incapaz de pensar.

  • ¡Levanta el culo!

Así lo hago; de rodillas y apoyada en los codos, no sé si es la sangre que se acumula en mi cara o la vergüenza de verme en esa situación la que provoca el sofocón en mis mejillas. Siento, noto que me levantan la falda; ahora la adrenalina consigue romper el muro de mi timidez y se agolpa en mi cerebro. Levanto el tronco, me apoyo en las manos e intento volver la cabeza mientras grito:

  • ¡Eeeh! ¿Qué hace?

  • ¡Estate quieta! – brutal, el viejo me ha cogido de los hombros y me ha obligado a regresar a la posición anterior; el golpe ha sido potente, la naricita se ha resentido, parece partida, el gusto a sangre llega a mi boca; un gritito reverbera en el metal de la camilla.

Mis ojos, desvaídos tras los cristales de las gafas, siguen fijos en el espejo del armario…, una mano ha abandonado la falda y acaricia con suavidad la nariz, mi nariz desviada, de feo bulto en la parte central. Ahora la falda descansa sobre mis muslos… un pequeño pero atrevido pliegue intenta romper mi aún estilizada cintura… Las tetas, mi talla oscila entre 100 y 105, van rindiéndose a la gravedad, sostenidas ahora por un sujetador blanco… Entonces eran ya 95; sonrisa triste de nostalgia por una adolescencia que quedó marcada por aquel incidente…

El frío metálico se apodera de mi mejilla cuando consigo girar la cabeza; parte del cabello se me mete en la boca e intento expulsarlo a soplidos… veo gotitas de sangre volar sobre la camilla… Empiezo a sudar… La presión en los hombros no cede… Por mucho que meneo el culo no puedo dejar de notar que las bragas son bajadas hasta medio muslo… Intento patear, mientras jadeo sonidos ininteligibles, pero es imposible en esa posición.

  • Miraré ahí dentro – oigo a los lejos la desagradable voz de la mujer – No sea caso que se haya metido algo.

  • Cúbrete la mano – es el viejo, que no suelta mis hombros.

  • ¡Hombre, claro! ¿Crees que estoy loca?

Nadie aprieta ahora mis muslos; dejo caer las piernas en la camilla y empiezo a patear con potencia; sé que las nalgas se remueven, carnosas, a ojos del viejo, pero me da lo mismo.

  • ¡Coño! ¡Date prisa, que ésta se me va a escapar!

Sonido de látex al ajustarse a la piel; poderoso cachete en el culo:

  • ¡Para de moverte, tigresa!

Decido no detenerme y sigo agitándome: no sé qué quieren hacerme y el pánico ha ocupado cada una de las neuronas de mi cabecita. El cuello empieza a doler debido a mi forzada posición, y la sangre que mana de la nariz amenaza con ahogarme. Un brazo se interpone entre mi cintura y la camilla e intenta empujar mi cuerpo hacia arriba a la vez que ligeras palmadas rebotan en una de mis nalgas:

  • ¡Venga, jodida! ¡Ponte como antes!

Pero intento resistir entre gemidos y lloriqueos… Unos pellizcos horribles recorren uno de mis muslos… gritos de dolor expulsan mas gotas de sangre.

  • ¡Levanta el puto culo de una puta vez!

Al final lo hago… ¡Dios!, el cuello parece a punto de partirse, la pierna escuece de un modo terrible… Algo empieza a explorar el ojete de mi culo. Meneo con fuerza las posaderas para solo conseguir que lo que parecía un dedo sean dos, que amplían inmisericordes el diámetro de mi ano.

La presión en que me encuentro apenas me permite chillar y salen de mi boca como unos estertores cuando la dilatación aumenta al entrar en el ojete lo que parecía una mano entera que se remueve en mi interior  como una serpiente…

Aquella tortura es atroz; el dolor atraviesa mi estómago y sus punzadas golpean mi cerebro; durante unos instantes me siento incapaz de menear las nalgas y la exploración prosigue sin hallar obstáculos durante lo que me parecen siglos, aunque son unos breves minutos lo que tarda la mano en abandonar el esfínter que, tras haberse multiplicado por cinco, regresa a su antigua medida original.

  • Aquí no hay nada – llega a mis oídos la áspera voz de la mujer a la par que, tras desaparecer la presión en mis muslos, dejo caer las piernas sobre la camilla. El escozor en el culo es horripilante, como si hubiera insertado en él un hierro candente.

Sigo mirándome en el espejo… Mi imagen es como una fotografía fija en él… No sé por qué mis ojos se desvían un segundo a los enormes aretes que penden de mis orejas… Nunca más ha sido mi culo mancillado de ese modo… ¿lo permitiría? ¡Y tanto que sí! ¡A cualquier hombre por el que sintiese algo! No te engañes… No eres capaz, mi mente se resiste, siente un miedo inconsciente, el tema culo es tabú, tabú total… ¿Por qué me miro ahora mi melena castaña, mal recogida en un peor moño? Suspiro, mis ojos siguen mojados, sigo llorando…

Los hombros también se liberan, aunque yo no me muevo: estoy agotada. El cabello, empapado, se adhiere como un casco rojizo a mi cabeza; los jadeos continuos sin duda remarcan las tiras del sujetador y los omoplatos en la chorreante camiseta; los ojos cerrados, al aire medio culo, el otro medio cubierto por la falda arremangada… noto un hilillo acuoso resbalando por la entrepierna…

  • ¿Y por delante? – acierto a oír la voz del vigilante.

  • ¿Por delante? – se adivina extrañeza en el tono de la mujer.

  • Sí… ya me entiendes… ¿No llevará nada ahí?

  • Eres un cerdo, ¿lo sabías? Pero, bueno, quizá mejor asegurarse. Venga, niña – ahora el tono es suave y delicadas las manos en mis brazos – siéntate en la camilla.

Abro los ojos; veo borrosa la figura de la vigilante de seguridad, que se está quitando un guante de látex, los dedos del cual están teñidos de rojo. De pronto, ante mi vista la bragueta del hombre que, cogiéndome de nuevo de los hombros, me ayuda a sentarme. Agradezco el frío del metal en mis nalgas, ya que remite el ardor del culo; ahora el dolor de la nariz es sordo y latente. Apoyo las manos en la camilla, junto a las tiras de la braga que se encuentra a medio muslo. El pezón de la teta libre apunta al vigilante como acusándolo de algo horrible.

  • ¡Toma, quítale esa sangre de la nariz!

Ante mí, el hombre coge algo al vuelo: es una toallita húmeda que aplica a mis labios pero, sin darse cuenta, roza la nariz. Mi espantoso chillido es fruto del pinchazo que parece clavarse en mi cerebro, y me agarro al brazo del vigilante a la vez que pateo con furia.

  • ¡Vale, vale, cojones! – grita el tipo - ¡Ya sé que duele!

Pronto está a su lado la mujer.

  • ¡Tranquila, ¿eh?! Antes de robar habértelo pensado mejor – me escupe en los ojos llenos de lágrimas – Ahora túmbate cabeza arriba, ¡venga!

  • No…no… - me atrevo a contestar; sin embargo, la mujer me coge de los brazos y me zarandea brutalmente:

  • ¡Haz lo que te digo, ladrona! ¡Nos hemos de asegurar de que no has robado nada más!

Un miedo atroz se apodera de mí y el corazón se me desboca: nada bueno se refleja en los ojos inyectados de sangre de la vigilante. Decido obedecer. De nuevo unas manos aprisionan mis hombros en la camilla, y esta vez es el vigilante, con guantes de látex, el que, situado junto a mis piernas aún enfundadas en las botas, empieza a bajar las bragas a la altura de las rodillas. Me remuevo muy inquieta.

  • ¡No, no! ¡Ahí no! – las piernas van arriba y abajo obstaculizando el trabajo del hombre.

  • ¡Coño, estate quieta! – grita sudoroso.

Un brazo oprime el cuello y una mano ahoga mis gritos; mi borroso campo de visión se reduce ahora al par de melones de la vigilante, que se ha inclinado sobre mí. Noto como si me ahogara y mis mejillas empiezan a arder.

  • Mmmm. Mmmm – es todo lo que sale de mi boca.

También el hombre me ha obligado a doblar las rodillas y con el peso de su cuerpo ha conseguido ya que las abra talmente como si estuviera en la consulta del ginecólogo: allí queda, a la vista de todo el que quiera, mi coñito virginal, apenas rodeados los labios de una pelusilla rubia.

Siento como se van introduciendo uno a uno los dedos del viejo en mi cueva que, sin poder evitarlo, empieza a humedecerse; me muevo rabiosa y medio asfixiada, pero todo es en vano: poco a poco la mano entera desaparece en el agujero y los dedos exploran el interior. Oigo, muy a lo lejos, la voz ronca y jadeante del hombre:

  • Encuentro una resistencia.

  • Porque la niña es virgen, imbécil – ladra la que oprime sus tetas contra mi nariz – ¡No fuerces, a ver si la vas a desgraciar!

Siguen los instantes de exploración, los dedos mancillando mis intimidades; me remuevo otra vez, lo más fuerte que puedo. Se oprime más la nariz, que vuelve a partirse: la sangre fluye y el pinchazo de dolor aumenta mi lloriqueo.

Cómo lloro, cómo lloro ahora… La falda reposa sobre mis piernas… Sólo veo objetos borrosos en la luna del armario… Me he quitado las gafas e intento secarme las lágrimas… Ya está… Ya veo otra vez… Dejo la falda en la cama… La braguita desaparece entre mis carnosos muslos… Por encima de su tejido acaricio los labios de mi chochete… Sé que mi mano se meterá bajo la braga, y así sigo con los tocamientos… Húmeda, húmeda me siento ya…, pero ahora, yo sola o con el vibrador que algunas noches me acompaña… He follado, claro que he follado en estos quince años, pero el pene de un hombre solo encuentra sequedad en mi coño. Me bloqueo, ¡puta vida!, me bloqueo…, he de usar productos para humedecerme, para lubrificarme, cuando estoy con un chico… y soy incapaz de gozar, incapaz…

  • Aquí tampoco hay nada.

Cede la presión sobre mi cara; jadeo de nuevo sintiendo el gusto de sangre en mi boca.

  • ¡¡Mierda!! – chilla la mujer - ¡Me he ensuciado el uniforme!

A mis ojos ya miopes, la figura del hombre sacándose un guante que chorrea.

  • Venga, niña. Levántate.

No puedo, estoy cansada, totalmente derrotada. La mujer, que ha intentado limpiarse la mancha sanguinolenta sin gran éxito, me ayuda otra vez a sentarme en la camilla. Ahora la braguita rodea los tobillos, la entrepierna está totalmente empapada, el ardor del trasero ha remitido de forma considerable, pero de la nariz sigue manando sangre que colorea mis dientes.

  • Va – es suave el tono de la vigilante – Ponte en pie y súbete las bragas – con delicadeza me ayuda a abandonar la camilla.

Estoy muy maltrecha y casi me caigo, pero me recupero y consigo, con esfuerzo, ponerme la braguita para luego bajarme la falda que parecía, arrugada, actuar de cinturón. Alguien me acerca unas toallitas húmedas.

  • Ven conmigo – es el hombre – y límpiate la cara y esa sangre de la nariz.

Ante el espejo, me horrorizo: el delicado rímel y la abundante sombra de ojos se han corrido y, mezclados con las lágrimas, han embadurnado mis mejillas; la naricita, de la que nace un dolor agudo y continuo, parece torcida y de sus fosas siguen fluyendo leves regueros de sangre que pintan mis labios y tiñen mis dientes. La melena rojiza, húmeda y apelmazada, se pega a la cabeza. En un hombro, dos tiras, la de la camiseta y la del sujetador; en otro, una, la del sujetador…

Mientras me limpio, la mujer vigilante toma la palabra:

  • Bueno, por esta vez no te vamos a denunciar, pero que te quede claro que eso que has hecho está mal y que no tendrás una nueva oportunidad de irte así, sin más.

Yo asiento, ¿qué voy a decir?..., si no tengo más de 15 años…

  • Vamos ya – dice ahora el hombre- Arréglate antes el sujetador.

Así lo hago y me cubro la teta que había quedado liberada. Escoltada por los dos vigilantes, muy avergonzada, atravieso los pasillos del supermercado hasta llegar a la salida. Ahí, en la calle, me dejan sola, sin mediar palabra. No hay ni rastro de mis amigas… Me doy cuenta de que me he dejado el bolso, pero no me atrevo a entrar de nuevo en el comercio.

La vergüenza por lo ocurrido me ruboriza las mejillas y, llorando, me encamino a casa.