Mi primera vez

Con la confianza que nos tenemos después de este tiempo, os tengo que confesar algo... ¿Realidad o ficción?

Con la confianza que nos tenemos después de este tiempo, os tengo que confesar algo. Me muero de vergüenza, pero creo que ha llegado el momento de reconocerlo: mi primera vez fue con una prostituta.

Supongo que no soy el primero, ya lo sé, y que hay cosas peores, pero en fin, no es algo de lo que uno esté muy orgulloso y cuesta reconocerlo. Imagino que llevaba mucho tiempo esperándolo y me moría de ganas por follar; era el camino más sencillo. Además, la chica estaba espectacular; había visto alguna foto suya y parecía un bomboncito. Había oído también hablar de ella, y lo que se contaba... mamma mia, yo también quería estar con ella. El caso es que la llamé y concertamos una cita para unos días después. No os podéis imaginar la excitación de esos días. Podía haber dicho nerviosismo, pero no, digo excitación a sabiendas. Porque eran nervios claro, pero era un estado de excitación casi permanente pensando en lo que iba a ocurrir, una excitación palpable, de la que se palpa con la mano firme subiendo y bajando, vosotros ya me entendéis.

El caso es que, llegado el día, acudí al piso donde estaba. Uno había oído tantas cosas que, pese a las fotos, tenía mis reservas. Pero no. Están las que se dan un aire a las imágenes y las que el aire te da a ti al verlas. Ésta era de las segundas. Preciosa es poco. Y podría emplear todos los tópicos sobre cara de ángel y cuerpo para el pecado, y seguramente me quedaría muy corto, porque tenía fuego en la mirada y en los labios y en la piel, pero era muchísimo más. Para empezar, que me recibió desnuda. A ver, que no era la primera mujer que veía desnuda, pero... como ella, me sobran dedos en una mano. ¿Su nombre? Claro que lo recuerdo, las primeras veces nunca se olvidan, sea de lo que sea, y ésta tampoco. Bueno, que me pierdo, os sigo contando.

Cuando me hizo pasar, yo ya empezaba a notar la boca seca. Y era una sensación muy extraña, porque en esos primeros minutos, con ella allí delante, era como si mi cerebro se bifurcase: por un lado, obvio, tenía su cuerpo practicamente desnudo tan al alcance de mis manos, ya no recuerdo si la acariciaba, que mi mente proyectaba lo que estaba por suceder a continuación y mi vista acompañaba recorriendo cada parte de su cuerpo, imaginando el tacto de sus pechos, el sabor de su sexo o el saber hacer de su boquita. Pero al mismo tiempo, y por eso os hablo de bifurcación en mi cerebro, era perfectamente capaz de mantener con ella una conversación amistosa, responder a sus preguntas y contarle cosas que nunca pensé estar contándole a una prostituta. El caso es que yo debería estar empalmado desde hacía un buen rato, pero no lo estaba.

Así que cuando, tras unos tecnicismos que quien conoce el asunto sabrá situar y quien no lo conoce más vale que los descubra por sí mismo, pasamos a la acción, yo me creía vencedor en ese duelo con la excitación que te puede llevar a terminar demasiado pronto. Porque cuando quitamos pantalón y calzoncillo, aquello estaba crecido, pero no demasiado. Ni húmedo. Pero bueno, para eso estaba ella, ¿no? Podría decir que había algún detalle que no me terminaba de gustar, tipo el color de tinte o el peinado, pero ya ves tú qué tonterías; además, no explican nada. Porque lo que tenía que hacer, lo hacía muy bien, de categoría. Y tal y como yo se lo había pedido: lento.

Podríamos disertar aquí largo y tendido sobre tipos de mamadas y sobre cuál es la mejor, si es que hay una mejor que otra, pero el caso es que la tía la mamaba de puta madre. Con perdón y valga la redundancia. Profundo, lento, masajeándome suavemente los huevos mientras. Y con bien de saliva para lubricar. Lo mismo tenía su lengua aleteando en el glande que llevándose a la boca mis cojones. Y mientras, me miraba a los ojos de una forma que, de tan ensayada, parece natural, hasta inocente.

Aunque de inocencia tuviera poco; porque toda ella era pura lujuria. De esa que te lleva a posar sus manos en un cabello un tanto apelmazado, seguramente para poder soportar tantas manos perdiéndose en él, peinándolo, mientras su dueña permanece arrodillada y entre tus piernas separadas. Porque despacito, pero ella no dejó un segundo de comerme la polla como una auténtica diosa. Trepando con los carnosos labios de su pequeña boca por el tronco, ya digno de ese nombre, que besando en la base o tragándosela entera mientras pudo, lo que, modestia aparte, ya le empezaba a costar. Y mientras tanto, todo un desparrame de caricias mutuas, manos que se aventuraban por otros derroteros y con caudalosos ríos de saliva brotando de su boca y cayendo, torturadoramente lento, por mi polla.

Y quizás yo no estaría confesandoos esto si hubiésemos seguido hasta el final. Si me hubiese dejado llevar por la excitación del momento y hubiera empujado su cara contra mi vientre mientras no dejaba de chupar, o hubiera acompañado con movimientos de mi pelvis el subir y bajar rítmico de sus labios, pero me sabía capaz de más. Todavía podía crecer y sobre todo, todavía debía ponerse más dura. Así que, escort o no, una mujer es una mujer y debe ser atendida, o cuando menos correspondida. De manera que levantándome del sillón donde estaba, fuimos a la cama, calientes, de la mano y con la polla en ángulo recto... siempre que no chocaba con su piel.

Y comí sus pechos, prestando especial atención al pezón izquierdo que, por más sensible, requería más mis mimos. Y separé sus piernas y me hundí en su raja y lamí, sorbí e hice todo lo que creía que tenía que hacer. También, no todo va a ser generosidad, apreté entre mis manos sus nalgas con denominación de origen, y empujé sus carnes contra mi polla para no perder ese tacto.

Pero a la vuelta de una mínima pausa, lo justo para quitarse la braguita y lanzármela a la cara, aquello ya no era lo mismo. Y mira que lo intentamos largo rato. Con la mano o con la boca, besando aquí y, sobre todo, allá; hubo momentos en que parecía que sí, que aquello se venía arriba otra vez y hasta entré en ella unos instantes abrigado por el preservativo, pero tengo que confesar, avergonzado, al final nada, el soldadito había desertado sin motivo al estallar la batalla, dando lugar a mi primer gatillazo.