Mi primera revisión en el ginecólogo

Fui al ginecólogo hace años porque me noté un bulto en el pecho. La humillación y la tortura a la que me vi sometida por el médico y su enfermera me han marcado hasta ahora.

Hola, me llamo Raquel y tengo 27 años. Esto fue lo que me pasó la primera vez que visité a ginecólogo, cuando tenía 22.

Un día, en una autoexploración me pareció notar un bulto. Aunque estaba segura de que no era nada, me alarmé un poco y decidí ir al médico.

Yo nunca había ido al ginecólogo y estaba aterrada, ni siquiera sabía a cuál acudir. Así que seleccioné un número al azar del listín telefónico y me dieron cita para ese mismo viernes a última hora, ya que antes me era imposible porque estaba trabajando.

Llegó el viernes y acudí a la consulta lo más limpia y cómoda que pude. Mido 1’75, soy delgada, rubia y de ojos marrones. Llevaba vaqueros, una camiseta blanca de algodón y sandalias. Además, estrenaba ropa interior; un conjunto de lencería azul oscuro realmente mono que reservaba para una ocasión especial.

Había un par de pacientes en la sala de espera y comprobé por fortuna que ninguna tardaba mucho en salir. Aun así,  me sobresalté cuando la enfermera dijo mi nombre:

-Raquel García, ya puede pasar.

Tragué saliva y entré. Era una sala muy luminosa y limpia, pero en absoluto acogedora. Una gran ventana situada al fondo permitía la entrada de la luz. A la izquierda, había un escritorio con un ordenador, dos sillas y un estetoscopio. A la derecha, una camilla, un armario y una puerta. Me sorprendió no hallar la camilla ginecológica que tanto me atormentaba en mis pesadillas.

Entonces el doctor entró por la puerta de la derecha.

-Buenas tardes, Raquel. Soy el doctor Ricardo Torres. ¿En qué puedo atenderla? –el médico tenía unos 35 años,  pelo negro y brillante, ojos azules y severos, y cuerpo atlético. Habló con la mayor frialdad y sin inspirarme la más mínima confianza.

-Pues… Verá, hace una semana me examiné el pecho, como todos los meses, y me pareció encontrar un bulto en el pecho izquierdo. Además, desde hace unos días siento irritación y molestias ahí abajo…

-¿Se ha sometido anteriormente a una revisión ginecológica? –preguntó con la misma voz neutra. Negué.

-No, doctor.

-Un poco irresponsable… Más vale tarde que nunca, supongo. Bien, para empezar le haré unas preguntas. Sea totalmente sincera, mentirle no le beneficia.

Acto seguido, procedió a formularme una serie de preguntas de rutina relacionadas con mi salud, mis menstruaciones, si era sexualmente activa –lo era, desde hacía un par de semanas-, y si tenía antecedentes de enfermedades. Una vez hubo concluido, se levantó:

-Bien. Siéntese en la camilla y comenzaré la revisión general –obedecí y tomó una linternita mientras me examinaba los ojos-. Mire hacia arriba… Muy bien. Abra la boca… Un poco más. Así. Diga “A”

-Aaaa –con un palo de madera se ayudó para mirarme la garganta. Abrí tanto la boca que me hice daño, pero me abstuve de quejarme.  Acto seguido me palpó el cuello; además de guapísimo olía muy bien. Después encargó a la enfermera que me tomara la tensión mientras él iba a por el fonendo.

-Respire cada vez que apoyo en un punto –ordenó mientras procedía a auscultarme. Se demoró casi cinco minutos y en alguna ocasión rozó mis pezones, provocando que se endurecieran un poco. Después pasó a mi espalda-. Túmbese y desabróchese el pantalón –entonces comenzó a palpar mi abdomen y a presionar haciéndome daño.

-Au –me quejé. El doctor se centró en ese punto.

-¿Le duele aquí? –preguntó apretando de nuevo.

-Sí… Aprieta más fuerte ahí, me parece.

-Presiono igual que en el resto de puntos; ese dolor me preocupa. Pero pronto veremos a qué se debe. Pase a la sala de la derecha, a su izquierda encontrará una habitación. Desnúdese y póngase una bata. Enfermera, prepare el instrumental, no tardaré.

-Bien, doctor.

Dos minutos más tarde me hallaba cubierta con esa fina bata temiendo por lo que iba a ocurrir. Respiré hondo y salí,; el médico ya había llegado. La enfermera me ayudó a tumbarme y a colocar los pies sobre los estribos, que estaban muy separados. Mientras el médico ya se había lavado las manos; la enfermera le acercó una bandejita con instrumental y él se puso unos guantes de látex –ese sonido me hizo morir.

Acercó un foco para ver mejor y antes de que pudiese reaccionar, me separó los labios mayores y los menores sin ninguna delicadeza.

-Esto está un poco frío -acto seguido tomó el espéculo, lo lubricó con gel y lo introdujo en mi vagina, estaba helado. Comenzó a abrirlo despacio pero sin detenerse-. Me dijo antes que era sexualmente activa, ¿correcto?

-Sí. Solo una vez, hace un par de semanas, ¿por qué?

-Me temo que su compañero no la desvirgó del todo. Por eso puede que esto le duela un poco –dijo justo antes de abrir de golpe el espéculo desgarrándome por dentro. Grité-. Enfermera, acérquese.

Me inquieté. ¿Qué tendría que mirar la enfermera? Se situó junto al médico y observó.

-Preciosa… -comentó.

-¿Verdad que sí? –corroboró el doctor sin perder de vista mi cervix-. Voy a hacerle una citología –tomó dos palitos, uno con forma de escobilla y otro que parecía un peine, y los restregó por el interior de mi cuerpo-. Ahora veré a qué se deben esos dolores -. Después retiró el espéculo, se incorporó,  y metió dos dedos en mi vagina mientras que con la mano izquierda presionaba mi abdomen-. El útero parece estar bien. No noto bien los ovarios… ¿le duele?

-Sí… -dije en voz baja. Lejos de retirarse, el doctor hurgó más al fondo y presionó más fuerte haciéndome daño.

-Enfermera, tráigame el ecógrafo. Voy a hacerle una ecografía transvaginal.

-Sí, doctor –y al instante enchufó un aparato con forma de consolador conectado a un monitor. El doctor Torres le puso un condón y lo introdujo sin muchos miramientos. Era muy desagradable, lo movía de un lado para otro, lo metía hasta el fondo, luego lo volvía a sacar mientras murmuraba junto a la enfermera sin perder de vista la pantalla. Cuando se cansaron, apagó el ecógrafo y se puso un nuevo par de guantes.

-Ahora le haré un tacto rectal. Coja aire y relájese –dijo en el mismo tono neutro y en absoluto relajante. La enfermera me miró y me dedicó media sonrisa intentando calmarme, sin éxito. Entonces sentí el fino dedo lubricado del doctor penetrar por mi ano. Me dolió tanto que no pude gritar-. Respire hondo, Raquel. Si no, le haré daño. Y no queremos que eso pase, ¿verdad? –mientras siguió introduciendo su dedo-. Enfermera, separe las nalgas de la paciente para facilitarme el acceso.

-En seguida, doctor – dijo la enfermera mientras se ponía unos guantes (de higiene no me podía quejar) y me abría las nalgas todo lo que pudo. El doctor retorció su dedo hacia un lado y hacia otro y después comenzó a introducir otro más. Las lágrimas comenzaron a aparecer en mis ojos mientras suplicaba en silencio que acabasen pronto. Finalmente, sentí mi ano vacío de nuevo y respiré.

-Bien, enfermera, retírele la parte superior de la bata para examinar los senos.

-Sí, doctor –la enfermera dejó al descubierto mis grandes y bien formadas tetas colocándome un brazo tras la cabeza. El doctor se lavó las manos y palpó mi pecho derecho con minuciosidad. Entonces pasó al izquierdo y me preguntó si me dolía; le indiqué el punto exacto y presionó con intensidad.

-No parece que tenga ningún bulto, pero por si acaso acérquese, enfermera, y compruébelo usted.

-Sí, doctor –la enfermera me palpó todo el pecho apretando y estrujando, concluyendo que no había bulto alguno ni razón para preocuparse. Entonces el médico hundió un dedo en cada pezón poniéndomelos duros. “Mierda,” pensé, “van a pensar que me gusta”.

Después se apartaron los dos y me cubrí en seguida, pensando que todo se había acabado y que podía irme. Qué equivocada estaba.

-Me temo que la revisión no ha sido concluyente, así que me gustaría someterla a una exploración más minuciosa para descartar anomalías, pero no se alarme. Enfermera, prepárela y dispóngalo todo mientras llevo las muestras al laboratorio.

Cuando el doctor se fue intenté escapar, pero la enfermera era extrañamente fuerte y me lo impidió sujetándome fuerte de la muñeca y de los hombros. Me condujo a la puerta del fondo que daba a otra sala. Seguía resistiéndome, sin éxito.

-Venga por aquí, Raquel. Solo será un minuto y después podrá marcharse a casa –me susurró.

Aquella sala era sencillamente escalofriante. Era la única sin ventanas, en medio había una camilla con estribos y correas y varias vitrinas con instrumental. También había un taburete, un fregadero y guantes, pero lo que más me alarmó fue la lámpara de quirófano. La enfermera me condujo a la camilla y me sujetó los brazos con las correas; después colocó mis pies sobre los estribos atándolos también. Después se acercó a mí y me miró con dulzura enfermiza.

-Tranquilícese, Raquel. Está en buenas manos. El doctor nunca le haría daño –dijo mientras me acariciaba el pelo. Entonces entró el doctor y comencé a gritar. El médico sonrió y se lavó las manos.

-Esta sala está insonorizada para no molestar a los vecinos. No tiene por qué gritar, pero si así lo desea, hágalo sin miedo –callé y comencé a llorar-. No llore, Raquel. No debe tener miedo. La enfermera y yo vamos a revisarla de nuevo en mayor profundidad para curarla, no tardaremos mucho. Después, podrá irse a casa. Bien, comencemos.

Se acercó a mí y me acarició los pechos con suavidad provocando mi involuntaria excitación. Entonces succionó cada uno de mis pezones acariciándolos de cuando en cuando con sus dientes. La enfermera comenzó a acariciarme el pelo y el médico pasó a lamer mi ombligo mientras me masturbaba con una mano y la enfermera me besaba las tetas. Entonces comenzó a comerme el coño muy lentamente.  Empecé a llorar y a gritar histérica mientras mi cuerpo palpitaba aterrado. La enfermera me miró con un ápice de reproche.

-Relájese.

-Quizá le estamos haciendo daño… Aplíquele la anestesia, enfermera.

-Sí doctor – me alarmé. ¿Anestesia? ¿En serio? No podía ser verdad. Pero entonces la enfermera se me acercó-. Abra la boca.

Me negué, pero entonces me tapó la nariz hasta que tuve que abrirla y me besó en a boca con ternura, larga y pausadamente mientras el doctor seguía comiéndome el bajo vientre. Pero entonces llegó lo que me temía: el médico extrajo un condón de su bolsillo y se lo puso:

-Y ahora nos ocuparemos de esos dolores - y de una sola embestida me metió su pene hasta el fondo.

-¡Noooo! –grité inútilmente mientras la enfermera me besaba las tetas y el doctor me penetraba una y otra vez. Advertí en que la enfermera además se estaba masturbando con la otra mano mientras me tocaba. El médico siguió follándome hasta que ambos se corrieron. Yo ya había dejado de protestar, simplemente no me quedaban fuerzas. Por fin acabó mi tortura.

A continuación procedieron a eliminar las pruebas. Se pusieron guantes y se deshicieron del condón, me limpiaron con gasas limpias (aprovechando para manosearme un poco más a la mínima ocasión) y en general se libraron de cualquier prueba incriminatoria. Yo ya me temía que me fueran a asesinar, cuando vi al doctor Torres acercarse con una jeringuilla.

-¿Ve como no ha sido para tanto? Y no he tenido que lubricarla apenas, así que una parte de su subconsciente ha disfrutado con el tratamiento. Sí, mis métodos son poco ortodoxos, pero siempre efectivos. Sin embargo, no puedo permitir que me demande, así que ahora le inyectaré este fármaco para que olvide lo transcurrido en la última hora. Se despertará en mi consulta, le explicaré que la anestesié para hacer indoloro un procedimiento, y no recordará nada hasta dentro de varios años. Puede que nunca. Y para entonces, francamente, no tendrá pruebas. Y ahora, a dormir…

Entonces me clavó la jeringuilla y me desvanecí. No recordé nada hasta hace unos días, cuando fui al ginecólogo (siempre el doctor Torres) y comentó lo preciosa que era mi vagina. Lo recordé todo de golpe y me sentí muy violenta al sentir las manos del médico en mi cuerpo, pero no dije nada. Nadie me hubiera creído. Simplemente me apetecía compartirlo con alguien. A veces incluso dudo de que ocurriera, pero ocurrió. Nunca olvidaré aquella primera visita al ginecólogo.