Mi primera masturbación
Vagando por mi pubis, mis dedos (el índice ya se había sumado al corazón) llegaron a la frontera, rozando la comisura superior de mis labios. Me estremecí, pero como las sensaciones eran suavemente progresivas, no pensé que estuviera masturbándome. Acaricié mis labios, con cierta normalidad, pero también notaba que había algo nuevo en mis sensaciones. Además, me di cuenta de que estaba muy húmeda, realmente mojada. En la adolescencia, te acostumbras a esa humedad, a veces es realmente incómoda, pero no la asocias con el sexo, o yo al menos no lo hacía.
Recuerdo muy bien aquel día, tan importante al fin y al cabo para una persona. Era domingo por la mañana, y en mi casa había una pequeña tradición no escrita: los domingos por la mañana, a toda la familia, le gustaba quedarse más tiempo en cama y aprovechar para leer un rato. Yo estaba leyendo un libro sobre las reglas del voleibol (qué cosas…). Siempre me ha gustado el ejercicio físico, y con 14 años tenía bastante claro qué quería hacer de mayor. Era buena estudiante, y me lo tomaba muy en serio el tema del deporte. El libro me lo había prestado el profesor de Gimnasia, a petición mía.
Estaba echada en la cama, bocarriba y bastante dejada, y entraba mucha luz por la ventana. Creo que debía ser mayo, hacia finales del curso, porque hacía calor en mi cuarto, y normalmente me gustaba leer poniéndome por encima de las sábanas. Puedo recordar que tenía puesto un pijama ligero, de pantalones cortos, pero no puedo recordar exactamente cuál era en concreto.
Así echada, en aquella posición, tenía el abdomen al aire. Distraídamente, en un movimiento reflejo, con la mano izquierda en el libro, ocupaba mi mano derecha haciendo “dibujitos” sobre mi ombligo con mi dedo corazón. Estaba bastante concentrada en el libro, tratando de visualizar en mi mente los aspectos técnicos a los que hacía referencia, de forma que sólo era consciente a medias de que poco a poco mi mano derecha iba bajando.
Hay una zona, sobre la cadera, justo encima de la ingle, donde las caricias me resultan imposibles de soportar. Me da un escalofrío si me tocan, pero incluso me lo da cuando me toco yo misma. Con 14 años no tenía la experiencia de que me lo tocasen otras personas, pero si me lo acariciaba de vez en cuando yo misma. Fue mi primera estimulación erótica, imagino. Creo que debí bajar la cinturilla del pantalón, pero el caso es que estuve un buen rato acariciándome esa zona ultrasensible, con mucha suavidad. Cada vez que notaba el escalofrío, se contraían mis músculos abdominales en un espasmo a la vez insoportable y adictivo. Empezaba a estar más consciente de los movimientos de mi mano, aunque seguía con el libro. Lo siguiente, sucedió de forma más o menos paralela.
Por un lado, concentrada en el voleibol, observando las fotografías del manual donde unos chicos mostraban diferentes recepciones. Mi cabeza leía las letras cada vez más mecánicamente, porque poco a poco las imágenes de los antebrazos en tensión y flexionados empezaban a ser muy sugestivas para mi. No es que imaginase a los chicos de las fotografías en ningún momento especial, sólo pensaba en sus brazos fibrosos y, de alguna forma, supongo que pensaba en tocarlos, en su tacto firme y sudoroso.
Por el otro lado, mi mano derecha seguía explorando, casi con vida propia, en un movimiento muy espontáneo y reflejo, el entorno de mi ingle y mi pubis. Nunca he tenido mucho vello púbico, pero me hacía gracia y me daba “gustirrinín” (palabra muy española) juguetear con él entre mis dedos, como si lo rizase. Empecé a hacerlo, y con ello mis yemas acariciaban mi piel. La sensación era rara, parecía una extensión de los escalofríos anteriores, los de las caricias en el bajo abdomen, pero nunca me había masturbado: no pensaba que pudiera “funcionar”.
Vagando por mi pubis, mis dedos (el índice ya se había sumado al corazón) llegaron a la frontera, rozando la comisura superior de mis labios. Me estremecí, pero como las sensaciones eran suavemente progresivas, no pensé que estuviera masturbándome. Acaricié mis labios, con cierta normalidad, pero también notaba que había algo “nuevo” en mis sensaciones. Además, me di cuenta de que estaba muy húmeda, realmente mojada. En la adolescencia, te acostumbras a esa humedad, a veces es realmente incómoda, pero no la asocias con el sexo, o yo al menos no lo hacía.
Recuerdo tantear entre mis dedos (en esto ya operaba también el pulgar) el cálido flujo, y recuerdo pensar que me pareció bastante consistente, menos líquido que otras veces. Estaba impregnándome por toda la boca, y al separar levemente los labios la cosa fue a más. Yo mientras tanto seguía acariciándome en un movimiento casi reflejo, aunque ya era consciente de que nunca había “explorado” mi sexo en una circunstancia como aquella. Mi pulso se aceleraba, y yo trataba de concentrarme en el libro, pero notaba que, esencialmente, me estaba poniendo cachonda.
Era una sensación nueva. Algo puramente animal, o químico, diferente a las maripositas que, con 14 años, identificas con el incomprendido binomio “amor/sexo”. Aquello que tenía entre mis dedos era sexo, y nunca lo había sentido antes. Empecé a juguetear con mi mano, separando mis labios empapados, jugando un poco con ellos, deshojándolos, cuando encontré un punto, justo en la parte de arriba, donde mis caricias me daban una sensación nueva. Ya no pensaba en el libro lo más mínimo, aunque seguía leyendo. Mi mente estaba experimentando la sensación de acariciarme, ya más fuerte (instinto puro), en el entorno de mi clítoris. Con la parte lisa de las yemas empecé a masturbarme, y… de repente, la creciente tensión muscular empezaba a saturarse, un escalofrío me empujaba desde mis propias entrañas y una sensación jamás sentida, indescriptible, que me mataba de un gusto mucho más difícil de contener del que nunca había experimentado en mi vida.
Soltando un corto y agudo suspiro, entre la sorpresa, el pudor, el placer y el miedo, me corrí. De hecho, unos minutos después, pensé: “Así que esto es correrse”. Entendí entonces por qué se usaba ese verbo tan raro (correr-se), que me llamaba la atención cuando se lo escuchaba a algunos chicos (muy pocos que yo conociera lo pronunciaban, solo los “bravucones”): la sensación no se podía definir con palabras, pero si hubiese alguna posibilidad, sería el haber sentido que “me corría” (no sé a dónde).
Mis braguitas quedaron bastante mojadas, y con un aroma extraño que no era capaz de identificar con nada concreto, aunque remotamente se parecía al olor habitual de mi sexo. Las guardé en un cajón, para lavarlas mano cuando el cuarto de baño estuviese vacío, porque por primera vez, la idea de que mi madre lavase mis bragas, “aquellas” en concreto, con mi olor íntimo, me abochornaba. Deduje que había tenido un orgasmo, y entendí perfectamente por qué a la gente le gusta tanto el sexo. Sólo pensaba en si sería capaz de repetir el procedimiento de forma adecuada para volver a experimentar esa sensación maravillosa. Y también pensaba, muy preocupada, que si me aficionaba mucho, tendría que buscar una solución para mis braguitas usadas.