Mi primera infidelidad

Comienzo los relatos de mis aventuras extra-conyugales.

MI PRIMERA INFIDELIDAD © Mara G.M. – marzo 2003 – Nº.: I

Hola lectores y lectoras. Como soy nueva en esta Web, antes de haceros partícipes de mi primer relato, os diré brevemente como soy. Mi apodo es Mara, ya que mi nombre real no lo quiero decir por razones obvias. Tengo cuarenta y un años y llevo casada desde hace diez. No soy muy guapa, pero si me considero bastante atractiva. Soy rubia, teñida, con el pelo liso y media melena; ojos azules; labios carnosos; 1,65 m. de estatura; 58 Kg de peso; mis medias son 96-65-95 cm.; me gusta vestir muy provocativa y que los hombres me devoren con la mirada. Durante los primeros ocho años de matrimonio le fui del todo fiel a mi marido, aunque debo reconocer que de los últimos dos años no puedo decir lo mismo. Y en este sentido gira precisamente la idea de publicar mis aventuras extra-conyugales, que espero os gusten a todos.

Todo empezó con una desgracia familiar. Mi marido tuvo un accidente con el coche, resultado del cual se le produjo una grave lesión en uno de sus riñones. La lesión se le terminó curando pero las secuelas consistieron en una fuerte infección en el sistema urinario. Le trataron con antibióticos hasta que la infección remitió y se curo por completo. El único problema es que tardó en curarse mas de seis meses, tiempo durante el cual no pudimos mantener relaciones sexuales. Los tres primeros meses fueron muy duros, pero logré mantener a raya mis apetitos sexuales. Sin embargo, en los tres meses siguientes no he podido evitar convertirme en una zorra promiscua, resultado de lo cual, he follado con más tíos en tres meses, que en todos mis cuarenta y dos años de vida.

Y ya, sin más dilación, paso a relataros mi primera infidelidad.

Mi marido había tenido que viajar a Barcelona por un asunto de su empresa. Se marchó un lunes en un vuelo de primera hora de la mañana, y no regresaba hasta el miércoles. Yo no trabajo fuera de casa por lo que me esperaban dos días bastante aburridos, o al menos eso era lo que yo pensaba en ese momento. Ese mismo lunes, después de comer, recibí la llamada de mi amiga Cristina. Ella también es ama de casa y su marido es camionero, por lo que pasa mucho tiempo sola. Se la ocurrió que me fuera a su casa con ella para pasar la tarde y hacernos compañía, lo que me pareció una buena idea. Yo no tengo coche, y Cristina vive en la otra punta de Madrid, pero vino a buscarme en su destartalado Opel Corsa de segunda mano. De esa forma pasamos toda la tarde en su casa charlando, viendo fotos y bebiendo algún que otro "pelotazo" de ron con coca-cola. Lo estábamos pasando tan bien que no nos dimos cuenta de la hora. Eduardo, el marido de Cristina, apareció por la puerta de repente, y fue cuando nos dimos cuenta de que eran más de las nueve y media de la noche.

Como era tan tarde, Cristina me convenció para que me quedara a cenar, acordando que luego me llevarían los dos en el coche a mi casa. Parecía buena idea y acepté. Pero el destino quiso hacer de las suyas. A Cristina no la sentó muy bien la cena, por lo que decidió no acompañarnos.

Al llegar al portal de casa, Eduardo insistió caballerosamente en subir conmigo en el ascensor y acompañarme hasta la puerta de mi casa. No es que viva en un barrio muy conflictivo, pero agradecí el gesto de Eduardo ya que, además, reconozco que soy bastante miedosa.

Ya en el ascensor, por cierto bastante estrecho incluso para dos personas, Eduardo disimulaba todo lo que podía, pero no lo suficiente como para que yo no me diera cuenta de que, de vez en cuando, clavaba sus ojos en mi generoso escote. El ascensor llegó hasta mi planta. Eduardo, al mover uno de sus brazos para abrirme la puerta, me rozó las tetas ligeramente. Llevaba cuatro meses sin saber lo que es un hombre, por lo que aquel roce produjo una reacción refleja en mis pezones que, atravesando literalmente el sujetador, se clavaron con rabia bajo mi blusa. Eduardo se dio cuenta del detalle, pero no dijo nada.

Tras abandonar ambos la cabina del ascensor, nos dirigimos por el pasillo que conducía hasta la puerta de mi casa. Ya frente a ella, saqué las llaves del bolso, abrí la puerta y me giré hacia Eduardo para despedirme de él y agradecerle la escolta. Me acerqué bastante para besarle en la mejilla, como es habitual en las despedidas de los amigos, pero una extraña fuerza provocó que mi cuello no girara y le besara directamente en los labios. Eduardo se quedó paralizado unos segundos, pero luego se acercó a mi cara y respondió a mi beso con otro suyo, también en plena boca. En el tercer beso, ambas bocas se entreabrieron dando lugar a que nuestras lenguas se rozaran. Entonces, sin pensármelo dos veces, agarré al marido de mi amiga por el brazo, le metí conmigo en casa y cerré la puerta.

Ya en la intimidad de la casa, los besos fueron convirtiéndose en morreos, el roce de nuestras lenguas en lengüetazos ensalivados, y las miradas disimuladas en sobeteos lujuriosos. Cuando llegamos a la puerta del dormitorio ya estábamos los dos semidesnudos. Eduardo es un hombre bajito, calvo, regordete, con una grasienta y prominente barriga cervecera y poco atractivo, además de que su higiene deja mucho que desear, pero yo estaba cegada de deseo carnal, y no me importaba nada de eso, tan solo buscaba sexo.

A juzgar por el bulto de sus calzoncillos Eduardo debía estar tremendamente encendido. Me tumbó sobre la cama, me quitó las bragas de un tirón, abrió mis piernas y, arrodillándose entre ellas, comenzó a lamerme el interior de los muslos. Su lengua me fue recorriendo desde la ingle hasta el tobillo de mi pierna derecha. Luego me lamió la planta y los dedos del pie. Seguidamente pasó al otro pie, luego fue lamiendo mi pierna izquierda hasta llegar de nuevo a la ingle. Yo estaba enloqueciendo de placer. Entonces comenzó a recorrer con su lengua mi pubis, haciendo círculos, pero sin rozarme los labios vaginales. Aquello produjo que mi coño se fuera empapando de flujo. Luego me abrió el coño con sus manos y me recorrió con su lengua desde el ano hasta el clítoris, con movimientos lentos, suaves y muy repetitivos. En menos de dos minutos encadené hasta tres orgasmos seguidos que me hicieron gritar de placer y restregarle el coño en su cara, como una perra en celo.

Cuando el músculo de su lengua estuvo completamente agotado, se recostó a mi lado y comenzó a besarme en la boca, para que pudiera saborear el jugo de mi propio chocho. Mientras Eduardo me devoraba la boca, pase una de mis manos bajo sus calzoncillos y empecé a masajearle los huevos. Poco a poco fuimos cambiando de posición, hasta que él se quedó tumbado boca arriba sobre la cama, y yo recostada lateralmente sobre su barriga. Luego me incorporé ligeramente y le quité los calzoncillos. Pese a estar gordito tenía una polla bastante grande, ligeramente mas larga que la de mi marido pero el doble de gorda. Tenía el glande descapullado, de color rojo oscuro y con gotas de líquido pre-seminal. Se la agarré con una de mis manos y comencé a masturbarle muy despacio mientras que con la otra mano le acariciaba los cojones.

Cuando noté que aquel rabo estaba en su máxima erección, me coloqué en cuclillas sobre su pubis y me apunté el capullo en la raja hasta metérmelo dentro. Luego me fui sentando sobre sus huevos hasta conseguir clavármela entera. Ahora era cuando verdaderamente notaba el enorme calibre de su aparato. Yo estaba tan caliente que al tercer mete-saca empecé a encadenar orgasmos sin parar. Eduardo entre tanto me chupaba las tetas y mordisqueaba mis pezones.

Al cabo de un buen rato cambiamos de posición. Ocupé el lugar de Eduardo y éste se situó encima de mí. A pesar de su prominente barriga, la longitud de su pene permitía una buena penetración, aunque no tanto como antes. Me la metió de un solo empujón y comenzó a follarme con movimientos salvajes. Yo estaba embriagada de placer y conseguía orgasmos una y otra vez. Eduardo empezó a besarme en la boca al mismo tiempo que me follaba, intercambiándonos abundante saliva. Luego me comió literalmente las dos tetas mientras seguía bombeándome el coño. Era increíble lo que estaba aguantando Eduardo sin correrse, pero justo en el momento en que estaba pensando la anterior frase, empezó a sollozar y entrecortar su respiración.

De pronto Eduardo se salió de mi coño, se sentó sobre mis tetas y me ofreció su polla, a punto de reventar, para que se la chupara. A mi marido jamás le he permitido que se corriera en mi boca, pero aquella noche la excitación y el placer que me estaba dando aquel hombre pudo con mis escrúpulos y obedecí sin rechistar al ofrecimiento. Nada mas meterme su rabo en la boca empezó a escupir leche sin cesar, y yo me la iba tragando toda sin hacerle ascos. Cuando terminó de eyacular, le rebañé el frenillo con la lengua y terminé de ingerir hasta la última gota de semen.

Aquel fue el principio de mi promiscuidad, ya que a partir de esa experiencia me he follado a todo el que me ha apetecido, pero.........., eso ya os lo contaré más adelante.

Mara.