Mi primer esclavo

En ese entonces no había internet ni nada que hablara tan claramente como ahora, pero el viejo sadomasoquismo, las torturas, los correazos sobre la piel desnuda, el someter a alguien…; eso siempre cautivó mi mente desde la niñez.

MI PRIMER ESCLAVO

Mi primer esclavo se llamaba Javier. Por contradicciones de la vida era psicólogo, trabajaba en reclutamiento de personal en una empresa procesadora de acero en una ciudad a los márgenes del Orinoco. Sólo venía a Caracas los fines de semana. Lo conocí una noche de viernes cuando fui al cine con unas amigas y estas lo invitaron a él. Al final nos las arreglamos para dejar a las dos chicas en sus casas y decidimos, él y yo, ir a un café. El tipo era tímido pero, como había estudiado y era profesional, aparentaba ser desenvuelto. Todo pasó al principio como algo gay y decidimos, ya estando todo claro, pues irnos a tirar. En ese entonces yo tenía veintiún años, vivía en un pequeño apartamentito en Bello Monte y avanzaba en la carrera de arquitectura. Ya en el carro me tienta, me comenta algo que sucede con él. Del dolor y el placer. En realidad no recuerdo bien lo que dijo, fue apenas una palabra o una frase, quizá un gesto. Yo lo capté al instante y de una vez me puse bien dispuesto a complacerlo.

En ese entonces no había internet ni nada que hablara tan claramente como ahora, pero el viejo sadomasoquismo, las torturas, los correazos sobre la piel desnuda, el someter a alguien…; eso siempre cautivó mi mente desde la niñez. No dejaba pasar una imagen sin analizarla, un texto sin leerlo. Durante mi adolescencia, en la biblioteca, busqué libros del Marqués de Sade y leí los pocos que pude encontrar para que me ayudaran a canalizar mi sentimiento. Siempre me gustó sadiquear. Imaginaba que tenía cautivo y torturaba a un monaguillo a quien sólo veía los domingos en la iglesia, y eso se convertía en el único aliciente al acompañar a mis padres a misa. Con un amigo, llamado Luís José, capturábamos ranas, las crucificábamos con alfileres a una tabla y al rato, cuando ya habían sufrido bastante, las electrocutábamos hasta que se achicharraban. Era excitante y escandalosamente divertido. Pero si sigo así no pararía de contar tantas fantasías y presencias que pulularon en mi imaginación durante los años de mi adolescencia.

Ya llegada mi juventud yo deseaba encontrar a alguien que le gustara sentir dolor, ser humillado, sometido, torturado. Un tipo que se dejara hacer todo eso que en mi soledad había madurado. Yo sabía que había gente así, ¿por qué yo no podría tener uno para mí? Ya desde hacía tiempo ejercía mi homosexualidad de manera plena. Con mucho había aprendido el arte de coger culos y la naturaleza me dotó de una verga bien potente y de buen tamaño, capaz de hacer daño por si misma, si yo quería. Pocas veces me fue dado usarla así pero cuando lo hice sentí un placer desbocado. Pero nunca se había dado una relación clara que permitiera abiertamente azotes y torturas, no había encontrado a nadie que se dejara vejar, aunque varias veces lo había propuesto abiertamente.

Javier era de piel blanquita y algunos años mayor que yo, andaría cerca de los treinta. Yo le llevaba como una cuarta. Él era menudo y yo alto, fuertote y moreno. Él tenía la experiencia y el conocimiento, yo el instinto, sin que nadie me lo explicara sabía como actuar, simplemente me dejaba llevar, y tenía en mente sólo una cosa, quería desguazarle la espalda y las nalgas a correazo limpio. Y eso fue lo que hice.

-Desnúdate –le dije apenas entramos a mi pequeño apartamento.

En realidad era una sola habitación donde, además de la cama, tenía mi mesa de dibujo la que se llevaba bastante espacio. La cocina en una esquinita y el fregadero el mismo lavamanos. Yo mismo lo había decorado y cuando estaba ordenado era un lugarcito bien acogedor.

-Déjame ir al baño primero –dijo Javier y comenzó a caminar.

Lo empujé por el pecho y cayó sobre la mesa de dibujo. Le gustó tanto que lo tratara así que sonrió. Allí se ganó el primer manotazo en la jeta. Apenas le di, sólo lo marqué.

-¿De qué te ríes?

Claro que se le quitó la sonrisita estúpida y comenzó a revisarse. Apenas le rompí el labio inferior. Mi pinga casi reventaba la bragueta y noté que me la miraba con ganas.

-Haz lo que te dije.

Me acosté en la cama y miré como se desnudaba. Con un dedo le señalé que el calzoncillo también iba para abajo. Cuando se lo quitó con el mismo dedo le dije que se acercara a la cama. Javier tenía la verga parada pero daba grima, casi la mitad del mío, y doblada hacia un lado. En fin, para él estaba bien.

-Voltéate –le ordené.

Indudablemente no estaba mal para lo que yo quería. Era menudo, delgado, como a mi me gustaban, su piel era muy blanca y las nalgas carnosas y abundantes. No le vi marcas de azotes y eso me gustó. Estaba bien.

-Media vuelta –exclamé.

Volteó y me miró con ganas de caerme encima. Yo lo detuve con la mirada.

-¿Tú querías ir al baño? –le pregunté.

-Sí –dijo, y afirmó con la cabeza, sin duda estaba excitado.

-¿Sí qué? –le pregunté.

-Sí,… Amo –corrigió en el acto.

En realidad yo estaba buscando que me llamara "señor", pero me gustó más lo de "Amo". ¿Y si yo era el Amo qué era él?

-Bueno, primero ordena y limpia un poco el apartamento, y friega los platos que están en el lavamanos.

Bah, que se ganara lo que le venía. En serio no le gusto mucho la idea, pero no protestó y medio lo hizo. Mientras tanto tuve que liberar mi verga que ya me torturaba presa dentro de la bragueta.

-¿Ya terminaste? –le pregunté después.

Él asintió, muy sumiso, como esperando que yo le reclamara.

-¿Tú querías ir al baño?

Volvió a asentir. Juzgué que me había cogido miedo, y eso me puso en una posición ventajosa que no dejé de aprovechar. Pero no dejaba de voltear sus ojos hacia mi bragueta entreabierta que anunciaba mi total erección.

-¿Qué vas a hacer tú al baño?

Me respondió moviendo la cabeza como si lo fastidiara.

-¿Vas a cagar?

Asintió mirándome a los ojos.

-Anda pues, después te das un buen baño. Te quiero aquí, con el culo limpiecito, en diez minutos.

Mientras tanto di vueltas por el cuarto, traté de leer, me senté a dibujar en la mesa, no podía concentrarme en nada. Revisé las correas colgadas en el closet, las olí y las besé como si fueran un objeto de culto. Oí que bajó el inodoro y cuando comenzó a caer el agua de la ducha supe que se estaba bañando, ya no aguanté y entré. Se estaba haciendo la paja rapidito el muy esclavo, pensando en su Amo, como debe ser. Cuando me vio dejó de hacérsela.

-Estás pillado.

Sonreí y dejé que él también lo hiciera tímidamente. Me impresionaba un poco ver como le gustaba que lo dominaran. Desde que le partí el hocico no berreó más, casi ni se atrevió a hablar.

-¿Sabes lo que me gustaría? –le pregunté, en tono suplicante.

-¿Qué? –expresó con carita nerviosa.

Ya sabía que esperar de mí. Le mostré la afeitadora desechable que tenía en mi mano.

-Rasurarte los pelos del culo.

-No, no, eso no me gusta –dijo, intentando imprimir fuerza a su voz.

Reaccioné con mucha violencia y lo amenacé con volver a dejar caer mi puño sobre su boca.

Se dejó y le puse el culo como el de un bebé, sin muchos rasguños. Cuando terminó de enjuagarse salimos de nuevo al cuarto, no dejé que se secara. Abrí la puerta del closet y le mostré mis correas.

-Escoge la que más te guste. Tengo ganas de sonarte un poquito las nalgas.

Dependiendo de su comportamiento actuaría yo, si seguía siendo tímido, sumiso y obediente, no la iba a pasar tan mal.

-Sí Amo –contestó mansamente.

Y le tocó decidir cual era la correa con la que le arrancaría la piel. El muy ambicioso escogió su medida, una lisa de cuero marrón, como de cuatro centímetros de ancho y me la entregó en las manos con la cabeza gacha, sin mirarme. ¿Era un juego o no lo era?

-Acuéstate en la cama –le ordené.

Yo temblaba, sólo de pensar que pronto se haría realidad esa fantasía tan anhelada, mi verga respingaba sola. Le abrí las nalgas con mis manos y le revisé el culo. Aprecié lo bonito que había quedado sin un pelo. Recreé en mi mente las alternativas que le tenía destinadas a ese huequito tan apretado. Tomé la correa y comencé a acariciar su espalda con ella. Su piel estaba húmeda y pronto la correa comenzó a sonar sabroso, y eso que apenas le daba impulso con mi mano, sólo la dejaba caer. Mi esclavo también estaba ansioso pero tranquilo sobre la cama.

-Para el culo –le dije.

Y le metí dos almohadas debajo para que quedara cómodo. Su escaso pene lo tenía bien parado y botaba babita brillante por esa punta disminuida en un pellejito. Lo masturbé un poquito, por morbosidad, e hice descansar su pene hacia abajo para que levantara más las nalgas. Ahora sí parecía estar preparado. Sentí sed y dejé descansando la correa sobre su espalda, me acerqué al pequeño refrigerador a tomar agua. Mientras lo hacía prometí encender una vela en honor al Marqués de Sade si me iluminaba en esos momentos. Volví a llenar la jarra con agua y la coloqué en el diminuto refri, en el fondo vi que descansaban algunas verduras, dos cebollas, un tomate, ajos…, y una zanahoria. Esta última todavía estaba en su paquete del supermercado. Dura, gruesa en su naciente y con un cogollito verde. Muy bien. La saqué para que se fuera entibiando. Mi esclavo había dejado todo limpio pero no en el lugar preciso, buscando con mis ojos vi una paleta de cocina. Yo no la usaba, la tenía de adorno. Pase mi vista por una botella de refresco y por un horrible ramo de flores secas y mazorcas de maíz que alguien había olvidado. Era tan feo que para que no se notara lo tenía escondido detrás del pote de basura. Antes de seguir atendiendo a mi esclavo encendí un velón blanco y lo dejé consumirse en el lavamanos. Tomé la paleta de madera, la apliqué contra mi mano y sonó.

Me gustaba mucho el culo de mi esclavo y esa noche planeaba dejárselo vuelto mierda, literalmente. Puse la paleta sobre la mesita de noche y volví por mi amada correa que no se había movido de su espalda. Me paré frente a él, no dejaba de mirarme pendiente de cualquier seña mía. Clavé una rodilla en la cama, justo frente a su cara y me acerqué.

-Ábreme la bragueta muéstrame lo que sabes hacer con esa jeta, pinche esclavo.

Lo halé por el cuello para que viniera a complacerme. Acudió gustoso a desnudarme y dejé que me bajara los pantalones y los calzoncillos, y que tocara mi verga. Enseguida la engulló con bastante pericia. Lo agarré por el cogote y se la fui empujando en la garganta hasta que se la tragó. Unos segundos más y se me muere, porque lo ahogaba con mi verga tiesa metida en el gañote. Tosió y las lágrimas salieron de sus enrojecidos ojos. Después lamió como si fuera un helado, estaba que se embebía en mi verga y dejé que me gozara un poquito. Desde mi lugar miré su espalda y sus nalgas elevadas. Para divertirme comencé a disparar correazos y a tratar darle con la punta de la correa en las nalgas, Cuando llegué a quemarlo como quería sonó lindo y mi esclavo dio un brinquito. Y me puse a jugar tiro al blanco tratando de pegar con la punta de la correa sobre ellas. Pronto tuve pleno dominio y no fallaba casi ningún tiro. El cuero restallaba en sus nalgas con mucha pulcritud.

Cuando ya me puso a punto le saque mi verga del hocico, tomé la paleta de madera y comencé a probar diferentes lugares de sus nalgas, y a palpar carnosidad. Recordé la famosa tortura japonesa de la gotica de agua. Esa tortura, además de ser espantosa, tenía otra principal virtud, duraba mucho. Comencé a dejar caer la paleta en la las áreas más carnosas, que temblaban más. Alternativamente las acariciaba con rudeza buscando que el color emergiera. Mi esclavo aguantó pujando. De pronto veo que ya hay un lugar donde la sangre esta por florecer. Marqué y pegué un fuerte paletazo allí. Lo solté y dejé que se retorciera contra las almohadas y que se tragara su largo quejido.

-Ya deja la payasada que ahora es que estamos empezando.

Ahora que sabía que la cosa estaba tomando calor se puso nerviosito y comenzó a interponer una mano para proteger las nalgas. Yo trataba de darle a pesar de la mano, se la retiraba pero esta volvía. Comencé a arrecharme, dejé que pusiera la mano, esperé, apunté y le descargué un severo golpe, con el canto la paleta, justo sobre el nacimiento de su dedo pulgar. ¡Ouch!, sonó a huesito partido, que dolor tan terrible debe haber sentido. Gimió agudamente y sacudió la mano varias veces, luego se la metió en la boca y no intentó volver a interponerla.

Ya con unos buenos paletazos las nalgas presentaban una superficie apropiada para que, cuando la correa cayera, encontrara vivita la piel y fuera más efectiva. Llegó al fin el momento.

-Ponte de pié –le mandé.

Hice un chasquido con los dedos de mi mano derecha para que se apurara. Me obedeció de inmediato. Yo sudaba y me quité la camisa para quedar completamente desnudo.

-Amo –dijo cuando me miró el pecho.

-¿Qué te pasa? –le pregunté.

-¿Puedo decirle algo?

-Sí puedes –le respondí.

-Usted es muy hermoso, yo siempre había querido tener una Amo como usted, fuerte, joven y con la mano severa.

De verdad, digo yo, este carajo se merecía era que le abrieran la carne a correazos, lo estaba suplicando.

-Pon los codos en la cama –fue lo que le respondí.

Amarré firmemente la correa en mi mano derecha.

-¿Yo le parezco hermoso a mi Amo? –preguntó desde su posición, mirándome con la cabeza boca abajo.

-¿Quién? ¿Tú?

Yo no estaba pendiente de su perorata sino que mi interés estaba en medir el largo conveniente de la correa, en el amarre firme en mi mano, en blandirla al aire… Miraba sus nalgas y me preparaba gozando del preludio del primer correazo que aplicaría en mi vida. Le contesté lo que en realidad sentía:

-No, no me pareces hermoso, pero para lo que quiero estás bien.

Le di tres correazos duro porque no aguantaba el deseo. Después fui agarrando ritmo y bajando el impulso. Goteo rutinario, golpes medidos y repetidos una y otra vez. Daba bien cuando la correa sacaba temblores a sus nalgas y emitía buen sonido, en eso me concentré. Sin salir de su posición inclinada, apoyando los codos en la cama, aguantando, mi esclavo se retorcía, bailoteaba, subía los pies tratando de ahuyentar el dolor. Era excitante, a veces se paraba en la punta de sus dedos como una bailarina de ballet, se movía, pero sin salirse de la posición, sin intentar escapar. Y la correa goteaba y goteaba, sobre sus nalgas, plash, plash, plash. El chasquido y sus lamentaciones llenaban mis oídos de goce. Paré varias veces y en esos momentos le apretaba las nalgas. Le di tanto que ya el dolor no dependía de cuando sonara la correa, se había transformado en un dolor continuo y sostenido que producía largos gemidos, los que también eran independientes del momento en que cayera el azote.

Ya las nalgas tenían trazos sangrantes y dejé de pegarle. Quedé admirando mi obra mientras él continuaba retorciéndose solo. Quedó como eléctrico durante unos minutos. Cuando notó que ya le había dejado de pegar se fue calmando. Hundió la cabeza en la cama y se quedó meditando. Movía su boca como si estuviera orando. No sé si pedía que le siguiera dando a que ya parara.

-Descansa un rato, ponte de pié –le dije.

Obedeció. Trastabilló un poquito cuando se levantó. Sudaba. Sus ojos estaban llorosos, su cabellos desordenados, de su pene chorreaba un hilo de babita transparente.

-Camina un poco, ve a tomar agua, y si quieres anda al baño

Miró la correa que había quedado sobre la cama, se arrodilló y besó la mano que había dirigido el castigo. Me lamió los dedos pero su gran anhelo era volver a embucharse mi verga. Con la misma mano lo detuve.

-Párate –le ordené, dándole un golpecito en la boca para que no buscara más– anda a hacer o que te dije.

Fue hacia la neverita y tomó agua, todo sin dejar de mirarme. Sin duda que ya con lo que había pasado me tenía terror, pero noté que, a la vez, estaba gozando. Se había enamorado de mí, o algo parecido. Y me quedé pensando en esas contradicciones que me hicieron deducir que afortunadamente era así, que había quienes se enamoraban del tipo que tanto deseaba hacerlos sufrir.

-Amo, ¿puedo decirle algo? –preguntó mi esclavo cuando regresó.

-¿Con qué vas a salir ahora? –le pregunté.

Ya comenzaba a tramar otro castigo relámpago para cuando volviera a nombrar mis virtudes, todo para adularme y que yo bajara el nivel.

-Amo, yo quiero hacer un contrato con usted.

-¿Un contrato? –pregunté yo, sin entender nada.

-Es que no se hasta donde pueda llegar esto, tengo miedo –contestó mi esclavo.

En sus ojos leí que tenía era miedo a morir, de que me volviera loco y sacara un puñal, o que lo ahogara en el inodoro, que le sacara un ojo, qué sé yo

-Mira –le dije–, el único trato que puedo ofrecerte es que no te voy a dejar lisiado, de cualquier cosa que te haga te podrás curar en unos días. Y te aseguro que después vas a salir perfectamente por esa puerta caminando por tus propios pies.

No pareció conforme pero quedó más tranquilo. Me hubiera gustado saber qué otras cosas pasaban por la mente de mi esclavo para hacérselas. Pero al fin comprendí que mi placer no estribaba en nada de eso porque ya mi propia mente se bastaba para planificar buenos castigos y humillaciones.

SEGUNDA PARTE

-Dime algo, esclavo, ¿desde cuándo no te meten una verga en el culo? –Le pregunté–, y dime la verdad.

-Nojo… hace meses, mi Amo –me respondió–, y nunca me han metido una tan grandota como la suya.

Estaba contento y dejé que sonriera.

-Ahora vas a saber –le respondí–, ponte en cuatro patas sobre la cama y abre el culo, déjamelo ver. Entre las dos nalgas sanguinolentas, protegido del pliegue, el huequito, en verdad, parecía pequeño. Tomé un tubo de vaselina.

-¿Quieres lubricarte un poco? –le ofrecí mostrándole el tubo.

Derrame sólo una gotica en uno de sus dedos y por si mismo se fue lubricando.

-Dame otro poquito, por favor, Amo.

-Más no, échate saliva si quieres.

Fui a la neverita a tomar agua. Una cosa había quedado retorciéndose en mi mente, mis ojos voltearon hacia el ramo de mazorcas secas, fui hacia él, arranque la más larga y gruesa, al ojo medía unos seis o siete centímetros de diámetro, más que suficiente para el cerrado culito de mi esclavo. Me pareció un instrumento perfecto. Los granos secos estaban muy duros, y firmemente adosados a la tusa. Le limpié el polvo con un trapo y al ponerla sobre la mesa me llamó la atención la zanahoria que continuaba en su paquete. Tuve la certeza de que esa noche mi esclavo cenaría vegetariano. Les unté aceite y las dos brillaron. La mazorca sería una sorpresa, no dejé que la viera. Tomé la zanahoria y se la entregué.

-Métetela por el culo.

-Nooo… –exclamó mi decepcionado esclavo–, yo quiero es con su pene… Amo, métame su verga por favor.

-Primero te comes la zanahoria y después te doy con este, prometido. ¿Quieres que te deje la leche adentro?

-Sí, bueno –dijo el muy puto. Ese, con tal de tener mi verga incrustada entre sus nalgas, hacía cualquier cosa.

Fue asombroso descubrir la empatía entre el culo de mi esclavo y la zanahoria ya que esta, por su propia forma, se va hundiendo en el recto sin causar el desespero que implica la abertura violenta del ano, lo va abriendo a medida que va penetrando y es muy fácil dilatarlo así. Los últimos centímetros se los quise empujar yo mismo. Y aunque lo pensé, no le quise meter toda la zanahoria para adentro, y así evitar poner en peligro a mi pinche esclavo. Sólo le dejé lo suficiente para manejarla con mis dedos, moverla y que se le fuera ablandando porque lo que le venía era contundente.

-Te gusta –le pregunté.

-Hágame suyo, mi Amo, quiero ser suyo de verdad.

-Ya tú eres mío, yo contigo hago lo que me de la gana.

-Está bien, haga lo que le de la gana, mi Amo –exclamó en su locura de placer. Las ganas que me lo clavara lo tenían ciego.

Tomé de nuevo la correa y miré su espalda. Limpiecita, sin una mancha, virgen todavía… Le acaricié para que sintiera el cuero y así darle a entender que debía prepararse, faltaban unos cuantos azotes, su espalda los necesitaba. Con una mano le toqué los hombros y sentí la suavidad y la textura limpia de su piel. Era muy blanco y algunas pequitas salpicaban su espalda. Aquí la estrategia ya no fue el goteo. Estaba muy entrada la noche para sutilezas. Le asenté un correazo cruzado con toda la fuerza de mi brazo que, por la sorpresa, lo hizo perder la posición y buscar voltearse. Cuando pude ver su pecho allí apunté la correa sin misericordia. Pero volvió a presentarme su espalda con valentía. La zanahoria se le había salido por lo que tuve que volvérsela a encajar hasta lo más grueso. El segundo azote despiadado hizo una cerrada equis con el primero. Las lineales marcas que dejaba la correa se dibujaban perfectamente, parecían trozos de autopista en medio de sinuosas colinas. Bárbaro. Le di sólo tres más, pero que trío. Lo crucé. Casi lo dejé inconciente.

Para congraciarme quise hacer un receso. Lo cubrí con mi cuerpo, y comencé a besarle el cuello, a lamerle la orejita. También le acaricié su pelito escaso.

-¿Suficiente? –le pregunté, al oído, en un susurro.

-Sí, por favor, ya no más correa…, Amo.

Quise ser condescendiente, casi como si se tratara de un niño.

-¿Quieres que te saque la zanahoria y te haga mío?

Yo me meneaba cubriendo con mi cuerpo todo el suyo. Le saqué la zanahoria e hice, por un rato, los preludios del Amor acercándole la punta de mi verga en su mero culito y revolviéndome contra él, gozándolo entre sus piernas sin nada de penetración.

-Usted es mi Amo y yo su esclavo, para siempre, si me mete eso que tiene ahí.

Yo, algo inocente, creí que se trataba de otra cosa, y recordé "lo que tenía ahí", detrás del colchón, la mazorca de maíz.

-Te voy a quitar la poca virginidad que te queda, esclavo –le susurré al oído.

-Si, sí. Déle.

Salió a relucir la gruesa mazorca. Me senté sobre sus muslos detrás de sus nalgas y no pude dejar de deslizar mis dedos por las rectas rojizas que marcaba su blanquita espalda. Lo cubrí un poco haciendo que le metería el pene. Pronto encaminé hacia adentro la punta de la mazorca, y en medio del primer estremecimiento de mi esclavo le clavé como cinco centímetros más. Trató de retirarme con su mano y se percató que le estaba metiendo otra cosa que no era mi verga.

-No, ¿qué es eso? ¿Qué me está metiendo? Amo, no, no, Amo… así nooo –exclamó mi desesperado esclavo.

En medio de su rabieta golpeaba con sus puños la cama.

-Es una sorpresita que te tenía.

Empujé los últimos diez centímetros, lentamente, pero en un sólo movimiento. Gritó, se revolcó, tuve que obligarlo y aplicarle fuerza. ¿Qué culpa tenía la mazorca de tener ese diámetro tan atroz? Terminó por relajarse para poder soportar y cayó sobre la cama como muerto. Se la moví por dentro para que sintiera cada grano de maíz en sus intestinos. Me sentí satisfecho por toda la noche y decidí cogerme a mi esclavo por el hocico. La mazorca no necesitaba más tratamiento porque estaba firmemente incrustada en su lugar. Lo volteé y abrí mi piernas entre su cara y dirigí mi verga. Me lo cogí, por la boca, literalmente y me deleité enormemente al saber que los chorros de leche estaban alimentándolo. Después lo saqué para terminar enlechándole la cara.

Un errorcito lo comete cualquiera. Mi esclavo era sumiso y obediente, y hasta ahora se había comportado muy bien. Pero se le salió parte del semen que le deposité por las comisuras de los labios.

-Estúpido, botaste mi leche, ¿por qué no te la tragaste? –le increpé violentamente y lo multé con tremendo coscorrón que sonó seco en su cráneo.

-Todavía me queda –medio entendí que decía.

-Traga entonces –ordené.

Lo hizo apretando los ojos.

-¿No te queda nada? Déjame ver, abre la jeta.

Comprobé que no le quedaba nada de leche en la boca.

-Ahora lame la que botaste y cómete toda la que tienes en la cara.

Con mi dedo índice como rastrillo fui arrastrando la espesa sustancia desde sus mejillas a sus labios. Cuando no quedó nada hice que me lamiera los dedos. Yo me sentía creativo y mi esclavo era complaciente. Me quedé mirando como se secaba la capita de leche que le había quedado sobre la piel de su rostro. Lo noté incómodo y no era para menos. Parecía estar sufriendo horrores sin que yo en ese momento le estuviera haciendo nada que doliera. Le acaricié el pecho, le pellizqué suavemente las tetillas y deslicé el canto de mis dedos por su mandíbula.

-Ya cambia esa cara, ¿no ves que te estoy acariciando?

-Amo –me recordó, casi llorando–, lo que tengo en el culo.

Cierto, no recordaba que el culo de mi esclavo seguía atravesado por la dura mazorca.

-¿Quieres que te la saque ya?

Con señas de llanto en su cara afirmó.

-Eleva las piernas hasta arriba.

Todavía seguía incrustada donde yo la dejé. La halé un poco y presentaba resistencia. Pensé en la seguridad de mi esclavo, lo que menos deseaba era que tras la mazorca se vinieran la mitad de sus intestinos. La atornillé para irla aflojando. Fui a la cocina y busque una bolsa plástica por que lo que sí era seguro es que la mazorca saliera empañetada de mierda. También busqué un el rollo de papel higiénico para que se limpiara una vez saliera la mazorca. Girándola con cuidado se la fui sacando poco a poco.

-Para que le la lleves de recuerdo –le dije y se la mostré.

Siguió portándose bien y obedeció, pero disciplina es disciplina.

-De todas maneras tengo que castigarte por haber escupido mi leche –quise anunciarle.

-Más no, por favor, Amo, estoy cansado, deja para otro día –pidió el pinche esclavo con su vocecita de esclavo que tanto me gustaba.

Para cortar en seco cualquier conato de rebeldía de su parte lo tomé por la oreja y sentí que le moví el cartílago, así lo llevé, casi colgando, y lo metí en el espacio de la ducha.

-Ponte de espaldas y para las nalgas hacia mí.

Dejé caer el chorro de orine, tibio y saladito, que hizo estragos en el las laceraciones de sus nalgas. Como se meneaba deliciosamente, tuvo que apoyarse de la pared para poder aguantar. Detuve la micción y volví a ordenarle

-Arrodíllate.

Le oriné la espalda apuntando a las líneas rojitas.

-Ahora voltéate.

Había tomado tanta agua que tenía mucho orine que ofrecer. Le mee el pedacito de pene y subí lentamente por su abdomen, su pecho y sus hombros. Cuando llegué al cuello volví a detenerme. No quería darme la cara, tuve que obligarlo, a falta de cabello para manejarlo lo tomé por las orejas y lo obligué a enfrentar el chorro de orine que dirigí entre sus ojos. Me detuve de nuevo porque ya no me quedaba mucho.

-¿Es que nunca te habían meado que tienes tanto asco?

Los últimos chorros eran para que se los bebiera. Con sus ojos, y negando con la cabeza, me suplicaba que no lo hiciera. Trató de evadirse pero lo sujeté firmemente, tuve que aplicarme y dejé sentir la fuerza de mis manos en su cara. No quería separar los dientes y se los abrí apretando con mis dos dedos pulgares hasta que logré meterlos y mantenerle la boca abierta. No le di mas tregua y oriné el primer chorrito dentro. Sólo lo miré. El pocito de orine continuo un momento en su boca. Le saqué los pulgares pero no dejé de sujetarlo firmemente para que no la botara. Al fin supo que, obligatoriamente, debía apachurrar los ojos y tragar. Cuando lo hizo tuvo arcadas.

-Si vomitas vas a lamer el piso.

Terminé de orinar en su frente y sobre su cabello.

-Ahora báñate y vístete para que te largues, tienes cinco minutos.

Me preparé para caer en la cama en lo que mi esclavo saliera. Encendí la radio y me puse a meditar en lo sucedido mientras hacía figuras sobre un papel. Yo estaba muy conforme con la noche. Satisfecho por haber hecho realidad tantos sueños y fantasías que desde niño albergué y que ahora purgaban por salir. Mi mente seguía acelerada, elucubrando, tramando más maldades que hacerle a mi sumiso esclavo. Pero ya estaba bien para ser mi primera vez. Además, ya él estaba todo maltratado. Y yo deseoso que saliera del baño ya vestido y se fuera rápido. "Se acabó el numerito".

Salió vestido. Al verlo me levanté y abrí la puerta.

-Amo, es que no puedo irme todavía, es peligroso. ¿No me podría quedar aquí hasta que amanezca? –me preguntó con muchísima humildad.

-No, aquí no, mi casa es muy pequeña y yo tengo ya sueño, anda saliendo –le respondí secamente.

-Amo, por favor, no me puedes echar así, pueden atracarme en el camino a buscar el carro al centro comercial. Esta zona es muy peligrosa a esta hora.

Su voz era pasiva, su expresión indulgente, imploraba. Imitando su vocecita le contesté:

-Pira o te saco a patadas.

Debía hacerle entender de una vez que era mejor que saliera de mi casa. Pero mi esclavo se arrodilló frente a mí con las manos juntas frente a su cara y comenzó a rogar. En medio de su sumisión era un rebelde. Tanto era su deseo de quedarse que hasta pensé en someterlo y expulsarlo sin contemplaciones, pero a la vez entendía que sí, en verdad, mi esclavo era una pieza muy apetecible para cualquier hampón. Y que podían matarlo, o robarle el carro, lo menos sería que le sacaran las tarjetas de crédito, un secuestro express y tantos etcéteras. Sonreí al pensar cuando lo fueran a violar. Pero miré dentro de sus ojos y descubrí algo que no dejó de sorprenderme. La brillantez de su mirada delató que mi esclavo aun no estaba satisfecho. Eso sí me hizo volver a cerrar la puerta y colocarme frente a él. Con un sólo chasquido de mis dedos y la seña del pulgar arriba se puso de pié.

-Quítate la ropa, pues.

¿Qué hace un Amo, ya harto de tanto castigar, al ver que su esclavo se acerca manso y desnudo?

-Ponte contra la pared –le ordené fríamente.

Ya me fastidiaba su mirada permanente sobre mí como si fuera un perro que está pendiente a cada movimiento del Amo. Analizando de lejos la espalda quedó como surcada por las pistas de un gran aeropuerto. Puse a calentar agua para hacer café. Del conjunto de sus nalgas sí podían sacarse muchas composiciones porque las tonalidades variaban del rojo al rosado. Y llegaban a intensificarse en franjas irregulares de un color profundo y oscuro, con textura coagulada en algunas líneas delgadas. Había bordes moraditos donde la sangre había fluido debajo de la piel y esta todavía no estaba totalmente rota. Antes de beber el café eché sobre él un chorro de ron. Estaba caliente, el roncito le dejó un delicioso aroma. Mientras esperaba que el café se entibiara busqué la correa y sin que se lo esperara le puse la sexta pista que le faltaba al aeropuerto. Mi esclavo cayó de rodillas porque no se esperaba el solitario azote, y sumiso presentó sus hombros para que yo hiciera trizas de ellos. Le coloqué la correa como si fuera un collar.

-Ahora eres mi perro –le dije.

Lo halé con la correa y lo paseé por la habitación en cuatro patas. Cuando me detuve a terminar de tomar mi café se puso a lamerme los pies.

Aun después del café de lo que tenía ganas era de acostarme en la cama y dormir. Decidí amarrar al perro a la base de la mesa de dibujo para que no molestara. Tomé un rollo de cuerda de nylon amarillo, se lo puse al cuello y lo até. Pero antes de llegar a mi cama mi mente, rebuscando en sus recuerdos, encontró la imagen de un monaguillo que pasaba largas horas atado y amordazado, con todos los movimientos restringidos. Primero até los tobillos, a ellos junté las muñecas, y de ahí una línea corta al cuello para mantenerlo encorvado. La cuerda terminaba atada a la pesada base de la mesa de dibujo. Le puse una mordaza para que no me molestara con sus ladridos y me fui a la cama donde caí rendido varias horas. Desperté en medio de la noche soñando con las peores torturas. Recordé que mi esclavo estaba allí y volteé a mirarlo. Eran las cuatro y media de la madrugada, faltaba para que asomara el sol, pero la vela dedicada al Marqués seguía iluminando tenuemente mi habitación. Mi esclavo todavía respiraba. De allí en adelante tuve relámpagos de sueño muy contaminado por fuertes imágenes eróticas. Por la ventana avanzaba el frío de la madrugada, me arropé y comencé a masturbarme. Saber que yo estaba en mi camita bien acogedora y tibia mientras mi esclavo tiritaba desnudo en el suelo me llenó de regocijo.

No quise llegar al orgasmo para no perder fuerza pero casi era irremediable, sentí que mi pene eyacularía solo, sin tocarlo. Al fin me quité la sábana, me levanté, encendí la luz y tomé agua. Mi esclavo se movió y posó en mí su triste mirada. Me acerqué a él y le quité la mordaza.

-Abre esa jeta y prepara el guargüero que vas a volver a tragar leche.

Hizo un gesto de impotencia. Me agaché, entré bajo la mesa de dibujo y le puse la verga cerca de la boca. El contacto con sus labios terminó de desatar el orgasmo.

-Sí te la tragas toda te desato y te cambio de posición –le ofrecí para animarlo, y completé–, pero si se te sale una gota vas a quedarte así varias horas más.

Eyaculé, tragó, y siguió lamiéndome la verga mientras seguí descargando semen. Y tragó dos veces más. Se esforzó tanto que lo premié con lo prometido. Cuando se vio libre comenzó a estirarse en el suelo con temblores en sus músculos. Todo el cuerpo parecía electrizado por calambres. Después de un rato pudo ponerse de pie y caminó. Parecía un ciervito recién parido aprendiendo a caminar. Recuperé mi cama y me arropé. Entrecerré los ojos pero no le perdí pista y esperé a que se desestresara. Entró al baño y allí duró unos minutos. Salió y se lavó las manos y la cara, y se miró al espejo. Caminó a la nevera y tomó un vaso de agua. Mi esclavo estaba destrozado, rengueaba.

-¿Suficiente? –le pregunté cuando se atrevió a acercarse a mí.

-Sí, Amo, suficiente por hoy, en cuanto amanezca me voy.

-No –le corregí–, que si ya descansaste lo suficiente, para seguir.

A esas alturas ya yo tenía esbozado como vería mi esclavo la salida del sol.

-Amo, no, ¿qué más quiere hacer usted conmigo? –me dijo.

-Tranquilo –le respondí–, no va a dolerte, sólo quiero que recibas el día atado en mi cama, ¿sí?

Mi esclavo no quiso llevarme la contraria y se dejó atar sin remilgos. Quedo boca arriba con las manos y las piernas abiertas atadas a cada esquina de mi cama. Acaricié su pecho. Fue tan dócil que lo cubrí con mi cuerpo, le besé los labios y me quedé un rato frente a él mirándolo muy de cerca a los ojos. Después besé su torso, mordisqueé un poquito las tetillas. Tomé su pene en mi mano y lo examiné de cerca. Le destapé el prepucio y surgió su pene de niñito, Así es el pene los niños, sólo que lleno de vida, no como un pescado muerto. Sus testículos, que no llegaban a los tres centímetros de largo, se perdían entre el pellejero del escroto. Pensé que mi esclavo, desde el punto de vista genital, no se había desarrollado.

-Tienes un lindísimo pene, mi esclavo –le dije.

Se lo besé en el tronco, y hasta deje recorrer mi lengua por él.

-Comparado con el suyo no es nada, mi Amo –respondió él.

-No es cuestión de comparar, todos somos diferentes –expresé comprensivamente.

Comencé a masturbarlo suavemente.

-¿Tú ya acabaste? –le pregunté con afecto.

-Sí –me respondió–, una vez, cuando sentí la correa no aguante y me corrí solo, sin tocarme.

-Eres un buen esclavo, ¿sabes?

Tomé una corbata negra que usaba en los entierros y con ella le vendé los ojos. Y lo dejé sólo un rato. El velón encendido en nombre del Marqués de Sade no había consumido ni la mitad. Miré y debajo de la llama reflejaba su baile incandescente en un laguito de esperma derretida. ¿Qué mas tributo al divino Marqués que utilizar el velón ofrendado a él para seguir torturando a mi esclavo? Tomé el velón y lo lleve a la cama con mucho cuidado de no derramar ni una gota de esperma. No sé qué esperaba mi esclavo pero de mí no debía ser menos. Volví a masturbarlo y logré que llegara a una blanda erección que, al parecer, era lo máximo a lo que podía aspirar. Desnudé su glande y traté de dirigir la primera gota de esperma para que cayera justo sobre él. Pero la cera líquida resbaló por el costado de la vela y se derramó en su entrepierna. Al sentirse quemado mi esclavo comenzó a gritar con desespero.

-No, no, ya, yaaa, ¿qué me está haciendo ahora? No, por favor, no me torture más así, está bien ya, yaaa…, yaaa –y continuó gritando.

-Yaaa, yaaa, yaaa, ya deja de rebuznar –me burlé tranquilamente.

Se quedó callado. Examiné la vela y noté que necesitaba tener un pico para de que pudiera derramarse la cera en el lugar preciso que yo deseaba. Y me dediqué, tomé una tijera y comencé a fabricarle un canal y un pico. Volví a estirar el prepucio hacia atrás y busque otra vez derramar la cera justo sobre el glande. Pero no, al fluir la esperma derritió el pico, volvió a chorrear por el borde de la vela y cayó sobre su vientre. Esta vez mi esclavo se desesperó y comenzó a gritar como loco. Tanto que tomé del cesto de la ropa sucia uno de mis calcetines de jugar fútbol, que más sucio no podría estar, no sólo por el sudor de mis pies, también tenía restos de grama, algo de tierrita y el sabor al cuero de los tacos. Y se lo metí en la boca abierta que gritaba.

-¿Te vas a callar, mierda? –le increpé mientras lo hacía.

Sonreí cuando miré su torso. Al fin había encontrado el punto débil de mi esclavo, sus gritos desesperados me lo hicieron comprender.

Afortunadamente había tenido una experiencia fabricando velas y observando las reacciones de mi esclavo bien valía dedicarle unos minutos a la preparación. Tomé una cacerola y puse a hervir agua, después tomé una jarrita de peltre, puse el velón en ella y dejé que se derritiera en baño de maría. Si el envase con la cera se pone a fuego directo es peligroso porque enseguida se produce la llama. Cuando miré que la vela comenzaba a derretirse en la jarrita metálica fui, me senté a su lado y seguí acariciándole el pecho, le di más mordisquitos en sus tetillas. Como había dejado de gritar le saqué el calcetín de la boca.

-¿Te dolió tanto así? –le pregunté.

-Sí Amo, es terrible, eso no puedo soportarlo, por favor, ten piedad.

"Piedad", ah palabrita para sonar bonito. Seguí besándolo con todas las de la ley, con lengua y todo. Apreté mi cuerpo al suyo y le lamí el cuello. Mi esclavo deliraba de placer al sentirme. Luego me levanté y miré por la ventana que la madrugada comenzaba a alumbrarse. Hacía frío y cerré la ventana. Corrí la pesada cortina. Tomé un cassette con música de rock que me gustaba mucho porque en el fondo se oían latigazos y desgarradores gritos. Fui a la cocina y al ver que ya la vela estaba casi líquida y sólo quedaban algunas islas blancas, bajé la llama y dejé que se calentara un poco más.

Volví con él. Apoyé los codos a cada lado de su cabeza y seguí besándolo con pasión y ternura. Después me puse a conversar y le di algunas pautas.

-Oye, no debes gritar así, no es conveniente, ¿no sabes que hay vecinos?

-Es que fue demasiado, ¿qué era eso, aceite hirviendo? –preguntó.

-No, pero no es mala idea –le respondí.

-No me echaste un ácido, ¿verdad? –dijo.

-Oye, te me estás poniendo creativo –exclamé sonriendo.

-Nunca pensé que yo pudiera aguantar tanto dolor, hubiera querido desmayarme.

Volví a besarlo y traté de catar en sus labios el sabor de mi semen.

-Tranquilo, pronto va a amanecer y todo habrá pasado.

Tomé el calcetín y la puse frente a su hocico para que la oliera. Como buen perro olfateó que se la iba a volver a meter, y su mente dedujo o intuyó

-No, Amo, no, por favor.

-Se hace lo que el Amo diga, ¿sí o no?

-No, no, no.

En medio de sus protestas, de sus dientes apretados, de sus movimientos restringidos, volví a atapuzarle todo el calcetín de fútbol dentro del hocico y quedó con la boca muy abierta.

Mi inexperiencia como Amo me llevó a cometer una torpeza. Volví a la cocinita y miré que ya la vela estaba totalmente derretida. Se la notaba muy líquida pero al no tener como calibrar su temperatura tomé una cucharilla, la mojé en la cera y se me ocurrió dejar caer una gota sobre la piel de mi brazo. Enseguida me arrepentí de haberlo hecho, el dolor me privó, un grito oscuro salió de mi boca.

-Maldita sea.

Doblé mis piernas y presioné mi brazo con desesperación, me levanté y corrí al lavamanos para dejar caer bastante agua fría sobre la gotita. Fue terrible pero funcionó, comprobé que ya la cera estaba lo suficientemente caliente y apagué la llama.

Me senté en mi cama, al lado del esclavo. Como tenía la vista cancelada por mi corbata negra no podía ver que en mi mano traía la jarrita hasta la mitad de esperma echando humitos, ni que la tomaba cuidadosamente con un trapo para no quemarme con el metal; pero trataba de oír, de oler, de tener un atisbo de cómo continuaría su martirio.

-¿Dónde habíamos quedado? –me pregunté a mi mismo, pero verbalicé mis pensamientos.

Volví a retirar el prepucio y se asomó la húmeda cabecita de su pene. Y esta vez no hubo fallo, el chorrito de cera se derramó justo allí. Parecía un poseído retorciéndose sobre la cama. Me puse de pie para evitar que en uno de sus bruscos movimientos pudiera hacer que se derramara la esperma. Supe que en mi mano tenía un arma muy poderosa, muy dañina y perversa. No era la simple esperma que chorreaba de una vela. Era como fuego derretido. Nunca lo había imaginado. Temí por la integridad de mi esclavo y llevé la jarrita a la cocina. Después volví y quise revisar su pene para analizar los resultados. Lo toqué y tembló aterrorizado. Que fuerte, miré que la línea de piel donde había resbalado la cera, se perdería. Allí mismo deseché la idea de chorrearle todo el todo el torso de esperma como había planeado. Pero ¿qué amante del divino Marqués va a desperdiciar una oportunidad así, y más teniendo al sumiso esclavo atado firmemente a la cama? Además, yo conocía sobre ese suplicio con cera desde hace años, y no iba a ser mi esclavo más sensible que otros. Comencé a acariciarlo y a buscar lugares donde la piel fuera más delicada.

Comprendí que una espalda y unas nalgas podrían ser lo más apropiado para el castigo con esperma derretida. Pero ya la espalda de mi esclavo era un aeropuerto y las nalgas un cuadro abstracto, ya allí no había ningún incentivo, por ahora. Toqué su entrepierna de piel suave, elevé y apreté el pellejero del escroto y aislé los pequeños testículos. Me decidí y volví por la jarrita. El payaso de mi esclavo se desmayó cuando sintió caer el chorrito de cera derretida sobre sus insípidas bolitas. Para rematar le salpiqué un poquito la entrepierna y tuvo un espasmo. Dudé que de verdad se hubiera desmayado y para comprobarlo derramé otro chorrito en la línea entre los pelos del pubis y el ombligo. Lo reviví, y siguió retorciéndose otro rato en la cama, tratando de gritar desesperadamente. Le subí un poco el volumen al rock y volví a llevar la caliente jarrita a la cocina. Dejé que gozara y me asomé a la ventana. Ya en Caracas entraba la mañana y esta prometía ser soleada. Deporte, fue lo que me vino a la mente cuando aspiré el aire mañanero, pasar todo el sábado haciendo deporte. Era lo único que terminaría de liberarme de lo que me estaba sucediendo y poder razonar con tranquilidad. Me sentía poseído. A unas cuadras divisé el centro comercial donde mi esclavo había estacionado el carro. Volví. Tomé la jarrita, fui a la cama, y derramé otro hilito que bajó por el pliegue de la axila y siguió su función sobre la cama, ya con mucho menos ahínco. Un chorrito sobre la otra axila, por la simetría, y todo terminó.

Entré al baño para tomar una ducha y me entraron deseos de orinar. Comencé a hacerlo pero me detuve, recordé la boca de mi esclavo y la cara de sufrimiento que me brindaba cada vez que yo me detenía sabiendo que debía tragar. Lo encontré extrañamente calmado, le quité la mordaza y lo liberé de la corbata sobre sus ojos.

-¿Es suficiente o necesitas más? –le pregunté.

-Suficiente, Amo, suficiente, ya –respondió.

-Oye, estaba meando y recordé lo mucho que te gusta beber mi orine –le dije ya pasando una pierna sobre su cara.

-No, no Amo, no me gusta, no mi Amo, por favor –me respondió él.

-¿Vas a abrir la jeta por las buenas o por las malas?

-Amo, comprende, no me lo hagas…, eso no, es que eso me gusta.

-Igual que si te gustara.

El dedo índice de mi mano derecha se metió en punta empujando la encía hacia arriba, y cuatro dedos de mi mano izquierda se formaron en gancho detrás de su labio inferior, y halaron hacia abajo. Si no abría la boca le arrancaba los labios. Al fin pude meter la verga en la boca y seguí orinando de a poquito, dándole tiempo a que tragara. Luego sí me bañe, me vestí con ropa y zapatos deportivos. Tomé un peine de cerdas gruesas y comencé a ordenar mi cabello. Me acerqué a la cama y lo liberé de sus ataduras. Soné mis dedos cuando terminé.

-Tienes cinco minutos para bañarte y vestirte.

-Tengo hambre, esclavo –le manifesté cuando bajábamos en el ascensor–, llévame a desayunar al centro comercial.

Caminamos en silencio y busqué un restaurantito que ofrece desayunos criollos. No era barato pero el ambiente y la atención bien lo valían, además la comida era estupenda. Ese ambiente lo quería para conversar algunas cositas con él.

-Creí que no saldría vivo de tu casa –dijo, cuando nos sentamos y leíamos la carta.

Desde ese momento volvió a tutearme y yo también supe que el jueguito había terminado.

-Nunca te mataría, ¿cómo crees? –le respondí.

-Tú metes miedo, huevón, eres demasiado perverso –me dijo–, ahorita no, ya pareces un muchacho normal, pero sí te hubieras visto la cara anoche

-¿Cómo era? –pregunté.

Vino el mesero y me saludó. Se llamaba Carlos, era flaquito pero todo lo llevaba bien puesto, me constaba. Cada quien ordenó lo suyo y Carlos se retiró guiñándome un ojo.

-Pero, ¿cómo, siendo tan joven, sabes tanto? ¿Quién te enseñó todas esas maldades? –me preguntó.

-Nadie –respondí–, es decir, he leído libros y visto imágenes, pero lo más importante está aquí, es algo intuitivo –expresé señalando con un dedo índice a mi cabeza–. Cuando yo era pequeño, como de diez años, tenía un amigo llamado Luís José. Entre los dos torturábamos animales, sobretodo ranas.

-¿En serio? Pero… ¿cómo…? ¿Una pobre rana? –me preguntó realmente asombrado.

-Sí, pequeñitas, así, y de piel blanca como la tuya.

Mientras él creía que me analizaba, yo trataba de poner el cuento bien cruel, para escandalizarlo.

-¿Y que les hacían a las ranas? –preguntó con interés.

-Las crucificábamos a una tabla. Un alfiler en cada mano y uno en cada pie –detallé.

-Pobrecitas. ¿Alfileres en las manos y los pies? ¡Que horror!

-Se revolcaban de dolor igual que tú anoche.

Tenía los ojos clavados en los míos y yo proseguí tan divertido como si le estuviera echando un chiste.

-Cuando ya teníamos varias clavadas en la tabla venía lo peor para ellas –proseguí.

-¿Qué les hacían? –preguntó, casi con miedo.

-Las electrocutábamos, una por una, hasta que les hervía la carne.

No me quitaba la vista de encima y tenía la boca abierta. Yo no dejaba de mirarlo fijamente. Como psicólogo que era mi esclavo, con seguridad estaba tratando de analizar mi mente. Y yo lo miraba fijamente, sin reservas, porque ya él sabía ya muy bien como era yo.

-Me salvé entonces, ¿ves?, tú haz llegado a matar sólo por sentir placer.

-Oye, ¿y tú analizas así a todos los que te dan una pela? –le pregunté bromeando.

-Eso no fue sólo una pela –me respondió–, fue diferente. No es difícil lograr que un hombre se quite la correa y acepte cuerearte, pero nunca había conocido a alguien que le gustara torturar de esa manera. Tú, de verdad, eres sádico por naturaleza, y se nota que tienes experiencia.

Me sorprendí.

-¿Experiencia yo?, si es la primera vez que lo hago –le dije.

-Sí, seguro, primera vez… –dejó colar con incredulidad.

-Seguro –argumenté–, tú eres mi primer esclavo, nunca había encontrado a alguien que se dejara joder aunque sí sabía que existían. Afortunadamente apareciste.

Vino Carlos con el desayuno. Cuando cada uno tuvo uno en frente el suyo, no pude evitar hacerle una segunda a Carlos.

-Javier –le dije a mi esclavo–, te presento a mi pana Carlos.

Se dieron la mano y hablamos algo de rutina. Mientras comíamos nos olvidamos el uno del otro, yo sin embargo me quedé pensando.

-Oye, esclavo, ahora aclárame algo que no entiendo –le pedí después–, cuéntame, ¿cómo es que te gusta tanto que te jodan? ¿De donde crees que te viene eso?

Él no vaciló en responderme

-Mi hermano me jodió tanto durante mi niñez y mi adolescencia… Siempre me pagaba, cuando le daba la gana, injustamente. Él es mucho mayor que yo. Y mis padres, que murieron hace dos años, ya eran viejos y dejaban que él hiciera conmigo lo que le diera la gana, como es cura.

-Cura, ¿cura? Con razón.

Me quedé pensando en lo mucho que me jodió mi madre. Cómo se lucía siendo yo sólo un niño. Pero a mi no me había quedado el gustico, al contrario, ahora quería desquitarme. Tal vez en eso la heredé. En lo retorcida que era a la hora de planificar sus castigos. En los largos espacios de humillación y silencio a que me sometía. Y como se divertía avergonzándome, incluso hasta obligarme a desnudarme delante de mis primas más pequeñas. Nunca supe por qué llegó a ser tan mala conmigo, que era simplemente un niño bastante inocente, en el fondo. Me quedé mirando profundamente dentro de los ojos de mi esclavo.

-¿Qué pasa? ¿Por qué pones esa cara? –preguntó.

-Nada, mi esclavo –le respondí.

-No te lo había dicho pero tienes un apartamentito muy bonito y bien decorado –me dijo–, ¿todos esos dibujos que están en las paredes los hiciste tú?

-No todos, hay también de mis amigos –le respondí–. Oye, y hablando de otra cosa, ¿cuándo regresas tú a Caracas?

-¿Tú acaso quisieras volver a verme? –me preguntó.

-Claro que sí, le respondí. Bueno, cuando te cures de lo de anoche.

-Yo tendría que pensarlo, no sé… –respondió él.

-¿Cómo que pensarlo? ¿Cómo que pensarlo? Tú eres mi esclavo, compórtate y no digas ridiculeces si no quieres que te castigue en público.

-¿Serías capaz? –preguntó.

-Ya tú me conoces.

-Está bien, te reconozco como Amo y me entrego a ti como tu esclavo si firmamos un contrato –me dijo.

-Vas a seguir con eso, desde anoche estás con la misma cantaleta del contrato y yo no entiendo, ¿qué tipo de contrato es ese?

-Uno que ponga límites a nuestra posible relación.

-Y yo ya te dije cual era el límite, no te voy a matar. No te voy a sacar los ojos, ni te voy a perforar con un cuchillo, ¿qué más quieres tú?

-Es que no quiero que me orines más, no me gusta –reventó al fin.

-No te gusta todavía.

-Me da demasiado asco.

Miré que Carlos se acercaba con su eterna sonrisa y meneando su culito de manera que indicaba que era un culito satisfecho. Era un buen polvo el morenito. Su llegada sirvió para que el tema quedara suspendido. Sirvió más café con leche, agua en las copas.

-Tráeme la cuenta, Carlos –pidió mi esclavo antes de que este se retirara.

Recordé que mi esclavo tenía e las nalgas escocidas y el asiento ya deba estar haciendo mella porque se retorcía incómodo.

-¿Te arde el culo?

-Se me está sancochando, ya quiero irme.

Carlos trajo la cuenta y mi esclavo pagó con efectivo. Antes de salir del local fui al baño y me siguió.

-¿Y ese contrato que tú dices es por escrito? –le pregunté.

-Claro, podemos escribirlo.

-Entonces escribe esto. El esclavo hace lo que el Amo diga. Repite.

-El esclavo debe obediencia al Amo, sí –dijo.

-El Amo es joven, deportista, no fuma, no se mete drogas, come sano.

-Está bien, el Amo es fuerte y se mantiene muy saludable.

-Por eso los meaos del Amo son sagrados. El esclavo deberá agradecer cuando el Amo lo mee o lo haga beber orine.

Cerré con llave, le pasé e seguro a la puerta del bañito y comencé a abrirme la bragueta.

-Amito nooo.

-Cada vez que el Amo lo pida, el esclavo se arrodillará y beberá.

No quería. Mi pene afuera esperando y él no se arrodillaba.

-¿Sellamos el trato o no?

Se arrodilló el muy sumiso, abrió su boca y le eché un corto chorrito. Se lo tragó y abrió su boca para recibir más pero no hubo repetición.

-Listo, puedes levantarte.

Lo hizo y se quedó mirando al piso. Me cerré la bragueta.

-¿Qué se dice?

-…gracias Amo.