Mi primer -cuatro-
Mi primera orgía no fue de lo más memorable, pero abrió el camino para que mi chica y yo conociéramos al que la iba a embestir salvajemente frente a mí.
Con Ana me fui a vivir cuando yo tenía 24 años y ella 34. Era divorciada y esa "experiencia" que había adquirido en la cama (invariablemente se refería a su ex como un semental que sólo pensaba en coger y que, incluso, una vez hizo un trío con Ana y otra invitada, pero aquella se escandalizó) se le notaba.
Ana era una mujer extremadamente sensual. Delgada, de pechos pequeños, grandes caderas, de pelo corto que se teñía de rubio, casi oro. No era una beldad, pero en el trabajo traía a varios boquiabiertos y me odiaron cuando me eligió a mí.
A su lado perdí no sólo la virginidad, sino que entré en una vorágine donde el deseo, con mucha frecuencia, era calcinante. Ana no ponía reparos en que viéramos juntos mis revistas eróticas y que incluso me "inspiraran" mientras me hacía ella una felación. Llegó a correrse varias veces nada más de ver cómo me masturbaba yo, o con preguntarme qué me gustaban de determinadas pornstars o conejitas de Playboy.
Trabajábamos en el mismo sitio... Ella era cajera y yo estaba en otra área. Repentinamente, un sábado advertí que estaba platicando largo y tendido con una cliente. Como las fantasías de las revistas comprendían tríos, tuve, de un modo rápido y no menos sorprendente, oportunidad de pasar del papel a la realidad:
Ana me dijo que esa nueva amiga suya, Guille, vivía sola cerca de nuestro departamento no tenía pareja y... se sentía atraída hacia mí. Me pareció una broma, pero el caso es que sin tapujos me comentó que a Guille le gustaría "estar conmigo".
Esta mujer era delgada, de unos 35 años, con los senos aún muy firmes, pero un rostro que revelaba un gran nerviosismo (como una Susan Sarandon venida a menos y siempre en crisis). El caso es que hicimos los arreglos para ir a su departamento los dos un sábado en la tarde, luego de que Ana dio su anuencia para que me cogiera a su amiga.
La idea era que estuviéramos los tres, pero para mi sorpresa encontré que Guille había invitado esa tarde a un amigo suyo, Ricardo (un tipo como de unos 38 años, delgado, moreno, con cara de burócrata e intenciones muy precisas). Cenamos, conversamos y parecía que todos allí sabíamos que aquello acabaría en un intercambio. Las caricias fortuitas (tomar la mano, el brazo) eran constantes por parte de todos.
Empezamos a beber. Nos pusimos a jugar a la botella, a prenda. La primera en quedar desnuda fue Ana y parecía sentirse muy cómoda. Ricardo no le quitaba la vista de encima. Guille se comenzó a portar un tanto distanciada... y a mí, en lugar de enfriarme el ánimo esa actitud, empezó a gustar la idea de ver a Ana con Ricardo. Éste, por su edad, era obvio que tenía experiencias muy superiores a las mías. Seguimos desnudándonos,
pero faltaba algo para detonar. Y Guille propuso que jugáramos a la gallina ciega. Hoy no recuerdo cuáles fueron los "castigos", sólo sé que en un momento dado Ricardo atrapó a Ana y decidimos que el castigo sería un beso. La habitación del departamento estaba en penumbras (una lámpara de rincón alumbraba todo y ante todo se advertían las siluetas). Ana tomó la iniciativa.
Pensé que sería un beso pequeño, pero ella se le repegó a Ricardo, y mientras con su mano izquierda le tomó la verga, le dio un beso largo, profundo. Se podía intuir por las siluetas que su lengua húmeda estaba en acción. Ricardo no pudo ser indiferente a esa invitación y la abrazó con fuerza mientras sus labios se pegaban con una lujuria formidable. Me prendí nada más ver eso. Seguimos jugando, pero después de un rato en que no hubo más chisporroteo, nos sentamos en la sala, sobre la alfombra. Guille, yo, Ana y Ricardo. Y Guille dijo: ¿Y ahora qué hacemos?
Y Ricardo le respondió: "Lo que venimos a hacer, ¿no?"
Un poco por la posición en que estábamos a mí me correspondía con la anfitriona. Ricardo se llevó a Ana un poco más lejos, quizá para no estorbar. Yo me acerqué a Guille. Nos empezamos a besar, pero como que ella no estaba ahí. Tenía un cuerpo bonito, muy cuidado, pero era como hacerle el amor a un iceberg. Mientras, del otro lado, más cerca del comedor (todos sobre la alfombra), oía a Ricardo musitarle algo a Ana y a ella riendo primero tímidamente.
Los encuentros de esa noche, debo confesarlo, fueron breves. Algunos besos, caricias, penetración y coito. Hoy creo que para todos aquello fue una orgía, si es que así puede denominarse porque no hubo intercambio sexual más allá del dictado desde el momento en que llegamos al departamento de Guille y vimos que Ana tendría también con quien pasar el rato. Nunca supe si Guille alcanzó el orgasmo. Era como una piedra. Dura y ajena a mis intentos por encenderla. Acabé antes, y los otros aún seguían en posición clásica (misionero).
Ana tuvo un orgasmo antes de que Ricardo acabara. Me gustó verla, tan dócil, entregada; sujeta a la voluntad y a la calentura de un individuo que había conocido unos minutos y que, a diferencia de los compañeros del trabajo, había conseguido cogérsela sin tanta dilación y ceremonia. Y todo, además, frente a su pareja.
Me acerqué a Guille y los dos, en un abrazo a medias, los vimos. Acabaron y como si se fuera a acabar el encanto, nos vestimos y partimos, cada quien a su casa. Ricardo también vivía por allí y supo dónde trabajábamos.
Ana me reclamó esa noche que la hubiera dejado con Ricardo, pero había en su voz un acento falso. Su aprobación a desnudarse sin empacho ni pudor, el beso y el toqueteo en la gallina ciega, la certeza de que en esa reunión no iba a cogérmela yo y finalmente esa abierta disposición al cuerpo de Ricardo, me indicaban que lo había disfrutado, pero como era su primera vez se sentía un tanto culpable... no así yo. Eso fue el prólogo.
Muy pronto empezamos a incorporar a nuestras fantasías a Ricardo. Era su presencia un fantasma que Ana invocaba con placer porque yo me calentaba al imaginarlos y ella gozaba con la idea de tener dos vergas dándole por todos lados. Ricardo, no ajeno a esa fantasía, empezó a ir al trabajo a saludarnos. Fue fácil darse cuenta que deseaba recorrer nuevamente el cuerpo de Ana, pero esta vez sin prisas del primer encuentro. Y no lo culpo. Ana tenía un aspecto cachondo. Si eras hombre era fácil que imaginaras a Ana haciéndote una mamada. Se parecía, para dar una referencia, a una actriz llamada Jennifer Tilly (La novia de Chucky)
Ana llegó a veces a encontrarse con él en el mismo microbús y llegaba a casa muy caliente, a contarme que Ricardo le había metido mano o la había rozado con una rodilla. Eso bastaba para que se excitara tremendamente y eso se traducía en una incandescente mirada y en un temblor en la voz (en otra ocasión, Ana se corrió en un transporte público; ella iba leyendo una novela erótica de Juan García Ponce y un vecino de asiento comenzó a rozarle furtivamente la rodilla. Ella no ocultó el cúmulo de sensaciones y dejó que el tipo le acariciara el brazo muy discretamente.
Cuando me lo contó, Ana añadió que de haber podido le hubiera abierto la bragueta y le hubiera hecho una mamada, nomás para comprobar que la realidad puede ser tan proclive a la lujuria como en los relatos de García Ponce).
En una ocasión, Ricardo hizo una pequeña reunión con dos amigas más. Una de ellas me gustó mucho. De pequeña estatura, morena, de senos grandes, ligera de moral... o al menos eso parecía (contaba que su esposo no
estaba en México, "me quiero reventar ahora que estoy solterita", aseguraba con una boquita que se podía intuir sabía mucho de chupar testículos). Pero Ricardo parecía querer acaparar todo y al final nada pasó. Bailó simultáneamente con las tres, toqueteando mucho a Ana y eso no le gustó a sus otras invitadas.
(Este relato continúa en "Tres en la cama" y allí no hay chispas, sino incendios entre Ana, Ricardo y este compartido).