Mi prima, mi amante, mi puta y ante todo mi mujer

Acojo a la más pequeña de mis primas cuando huye del hijo puta de su marido, sin saber que ese acto de generosidad cambiaría mi vida por completo. Acostumbrada a un maltratador, mi prima se encapricha por mí y no parara hasta convertirse en mi mujer.

Faltaría a la verdad si os dijera que nunca había soñado con tirarme a una de mis primas porque el capullo de mi tío Miguel había tenido no una sino tres preciosidades a cada cual más buena. Pero mis fantasías se hicieron realidad con la que jamás había ocupado las frías noches que pasé en el pueblo y del modo más inesperado.

Muy a mi pesar, he de reconocer que al igual que todos los chavales de mi pandilla durante años había fantaseado con María, la mayor de esa estirpe. Morenaza impresionante de grandes tetas y mayor culo, no solo era de mi edad sino que era de mi pandilla y por eso fue la primera en la que me fijé nada mas salir de la adolescencia.

Pero nuestro parentesco y la férrea vigilancia que ejercen los mayores en las poblaciones pequeñas hicieron imposible que ni siquiera pensara en hacer realidad mis sueños y por eso me tuve que conformar con pajearme en la soledad de mi habitación mientras mi mente volaba imaginando que ella y yo éramos algo más que primos.

A los veinte años, mi fijación cambió de objetivo y fue la segunda, Alicia la que se convirtió en parte de mis ilusiones. Morena como su  hermana mayor, la naturaleza la había dotado de unos pechos todavía más enormes y aunque la llevaba tres años, tengo que confesar que con ella tuve un par de escarceos antes de que se buscara un novio serio. Cuando digo escarceos fueron escarceos porque no pasé de un par de besos y unos cuantos tientos a esas dos ubres que me traían loco pero nada más.

En cambio nunca y cuando digo nunca es nunca, posé mis ojos de un modo que no fuera fraterno en Irene, la pequeña. Con una cara dulce y bonita, mi primita era una flacucha sosa y remilgada que además de nuestra diferencia de edad era la mejor amiga de mi hermanita.

Si a eso le añadimos que al igual que una gran parte de los jóvenes del pueblo, salí a la capital a estudiar y ya inmerso en la vorágine de la gran ciudad, nunca me volvió a apetecer volver al pueblo de mis padres, mis visitas se fueron reduciendo poco a poco, hasta terminar por no pisar esas calles de mi infancia más que el día de Navidad.

Con los años, terminé la carrera. Me puse a trabajar en una multinacional donde ascendí como la espuma y con treinta años, me convertí en el director para Costa Rica.  Ese país me enamoró y por eso cuando a los dos años de estar ahí me propusieron darme todo Centroamérica solo puse como condición no moverme de San Jose.

Con el apoyo de los jefes de Nueva York convertí esa ciudad en mi base de operaciones  y en mi particular trozo de cielo que mi abultada cuenta corriente me permitió. Vivía solo en un chalet enorme al que solo accedían mis conquistas para follar porque escamado que alguna quisiera quedarse a compartir conmigo algo más, al día siguiente las echaba con buenas palabras aduciendo trabajo.

Trabajo, viajes y mujeres era mi orden de prioridades. Por muy buena que estuviera la tipa en cuestión si sucedía un imprevisto, la dejaba colgada y acudía a resolver sin mirar atrás. Lo mismo ocurría si me venían con un destino apetecible, lo primero que hacía era despedir a la susodicha no fuera a intentar pegarse a la excursión.

Por suerte o por desgracia, esa idílica existencia terminó un día que recibí la llamada de mi hermanita pidiéndome un favor.  Por lo visto Irene se acababa de separar de un maltratador y el tipejo le estaba haciendo la vida imposible. Huyendo de él, había dejado el pueblo pero la había seguido a Madrid y allí la había amenazado con matarla si no volvía con él.

-¿Qué quieres que haga? pregunté apenado por el destino de la flacucha.

-Necesito que la acojas en Costa Rica hasta que su marido acepte que nunca va a volver- contestó con un tono tierno que me puso los pelos de punta.

-¡Tú estás loca!- protesté viendo mi remanso de paz en peligro.

Sin dejarse vencer por mi resistencia inicial,  mi hermana pequeña usó el poder que tenía sobre mí al ser mi preferida para sacarme un acuerdo de mínimos y muy a mi pesar acordé con ella que Irene podría esconderse de ese mal nacido durante un mes en mi casa.

-Pero recuerda: ¡Solo un mes! ¡Ni un día más!- exclamé ya vencido.

La enana de mi familia soltando una carcajada, me dio las gracias diciendo:

-Verás que no será tan malo. ¡A lo mejor te acostumbras a tenerla allí! ¡Te quiero hermanito!

-¡Vete a la mierda!- contesté y de muy mala leche, le colgué el teléfono.

Ni siquiera había pasado dos minutos cuando recibí un mail de mi manipuladora hermanita en mi teléfono, avisándome que esa misma tarde mi prima aterrizaba en el aeropuerto de San José.

-¡Será cabrona! ¡Ya estaba cruzando el charco mientras hablábamos!- sentencié mirando el reloj y calculando que me quedaban dos horas para recogerla.

Sabiéndome usado apenas tuve tiempo de avisar a mi criada para que preparara la habitación de invitados antes de salir rumbo a la terminal internacional…

Mi prima Irene llega echa un guiñapo.

Tal y como me había contado eran tales los hematomas y la hinchazón que lucía mi pobre prima en su rostro que me costó reconocerla al salir de la aduana y por eso tuvo que ser ella la que corriendo hacia mí, me abrazara hundiéndose en llanto mientras a mi alrededor la gente nos miraba con pena pero también escandalizada por el estado en el que llegaba.

«¡Dios mío!», pensé al ver su maltrato, «¡No me extraña que haya querido poner kilómetros de por medio!».

Alucinado por la paliza que había recibido, en vez de ir a casa y mientras Irene no paraba de llorar que no hacía falta, llamé a un amigo médico para que la reconociera y me asegurara que no tenía nada que no se curara con el paso del tiempo. Afortunadamente después de un extenso chequeo, mi conocido me confirmó que los golpes siendo duros eran superficiales y que no le habían afectado a ningún órgano interno.

Lo que no hizo falta que me contara fue que lo verdaderamente preocupante era su estado anímico porque durante todo el tiempo tuve que permanecer cogido de su mano dándole mi apoyo mientras por sus mejillas no dejaban de caer lágrimas. Solo  me separé de ella cuando la enfermera me avisó que tenía que desnudarla. Aprovechando el momento salí al pasillo y una vez en solo no pude reprimir un grito:

-¡Menudo hijo de puta! ¡Cómo se le ocurra venir lo mato!

No me considero un hombre violento pero en ese momento de haber pillado a ese maldito le hubiese pegado la paliza de su vida.   Hecho una furia, cogí el teléfono y desperté a mi hermana, quien todavía dormida tuvo que soportar mi bronca y mis preguntas sobre cómo era posible que nadie hubiese tomado antes cartas en el asunto. Su respuesta no pudo ser más concisa:

-Le tienen miedo.  Manuel es un matón y todo el mundo lo sabe.

Indignado hasta la medula, le espeté que no me podía creer que el tío Miguel se hubiese quedado con los brazos cruzados mientras apaleaban a su hija pequeña.

-Es un viejo y nadie se lo ha contado. Los únicos hombres de la familia son los maridos de las primas y están acojonados.

-¡Vaya par de maricones! ¡Les debería dar vergüenza!..

Cortando mi perorata, mi hermana me contestó:

-¿Ahora comprendes porque te la he mandado? ¡Necesita de alguien que la proteja!

Os confieso que en ese instante asumí mi papel de macho de la manada y ya que nadie en la familia tenía los arrestos suficientes para enfrentársele, supe que debía ser yo quien lo hiciera y por eso antes de colgar, me dije a mi mismo que mi próximo viaje iba a ser al pueblo a ajustar las cuentas con ese cobarde.

Dos horas después y con Irene bien asida de mi brazo, la llevé a casa. Una vez allí, llamé a la criada y presentándola como mi prima, le dije que se iba a quedar indefinidamente. Acostumbrada a mi esquivo ritmo de vida sobre todo en materia de faldas, no me costó reconocer en su rostro la sorpresa que le producía que una mujer se quedara más de una noche en ella pero luciendo una sonrisa de oreja a oreja, la cuarentona la acogió  entre sus brazos y separándola de mí, la llevó escaleras arriba dejándome solo en mitad del salón mascullando barbaridades sobre lo que haría si el causante de tanto dolor caía en mis manos…

Poco a poco Irene se va recuperando.

Durante los siguientes días, mi prima hizo poca cosa más que vegetar. Hundida en una profunda depresión, deambulaba por el chalet de un sillón a otro, donde se sumía en un prolongado silencio del que solo salía para llorar. Sin llegar a imaginar el infierno que había sufrido en compañía del perro sarnoso que había escogido como pareja, dejé mi ajetreada agenda y me ocupé en cuerpo y alma en hacerle compañía.

Mi rutina se convirtió en ir temprano al trabajo y al terminar acudir a su encuentro para que sintiera que conmigo estaba a salvo sin darme cuenta que mientras se curaban las heridas de su cuerpo, con esa actitud iba creando una dependencia hacia mí de la que no fui consciente hasta que fue demasiado tarde.

También os he de confesar que una vez superada parcialmente su depresión, su  propio carácter  dulce y cariñoso hizo que yo me sintiera a gusto en su compañía por lo que las más que evidentes pruebas que Irene se estaba encaprichando conmigo, me pasaron totalmente desapercibidas.

De lo que fui consciente fue que la rubia flacucha de mi infancia había desaparecido dejando en su lugar a un espléndido ejemplar de mujer que de no ser por su delicada situación me hubiera intentado ligar sin dudar lo más mínimo. Os lo digo porque apenas llevaba dos semanas en casa cuando al volver del trabajo la descubrí nadando y sin saber con lo que me encontraría fui a su encuentro con las defensas bajas.

Al llegar hasta la piscina, quién salió del agua no fue mi primita sino una diosa griega de la belleza hecha mujer. Casi boqueando por la sorpresa, me quedé con la boca abierta al observar la perfección de ese cuerpo que hasta entonces había pasado oculto a mis ojos.

«¡No puede ser!», exclamé mentalmente valorando el innegable alboroto que se produjo en mis hormonas al verla salir con ese escueto bikini. «¡Es preciosa!».

Los maravillosos pechos de sus dos hermanas no solo quedaban  eclipsados por los de ella sino que la belleza de ambas quedaba en ridículo cuando a la cara de Irene se le sumaba un trasero de ensueño. Incapaz de retirar mi mirada de su piel mojada, mis ojos recorrieron su cuerpo con un insano y nada fraternal interés.

«¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta que es un bombón?», me dije al contemplar sus contorneadas piernas ya sin rastro de moratones, «¡Está buenísima!».

Mi examen fue tan poco discreto que Irene no pudo evitar el ponerse como un tomate al sentir la manera con la que me deleité observándola y completamente avergonzada, cogió una toalla con la que taparse antes de decirme como me había ido en el trabajo y de preguntarme que quería que me preparara de cenar.

Esa pregunta que en otro momento y hecha por otra mujer me hubiese puesto los pelos de punta al ser la típica que se le hace a un marido, me pareció natural y saliendo de mi parálisis, recordé que esa noche tenía una fiesta. Sin pensármelo le propuse que me acompañara y aunque en un inicio se negó aduciendo que no estaba preparada, tras mi insistencia aceptó a regañadientes.

Pidiéndome permiso para irse a su cuarto, Irene salió del jardín mientras me quedaba mirando descaradamente el contoneo de ese culo de campeonato. Sus nalgas duras y bien formadas eran una tentación irresistible de la que no me pude o no me quise abstraer y siguiéndola en su huida, disfruté como un enano de la manera en que lo movía.

«¡Menudo culo!», suspiré tratando de alejar de mi cerebro las ideas pecaminosas que se iban amontonando con cada uno de sus pasos. «¡Es tu prima pequeña y está desvalida!», inútilmente intenté pensar mientras entre mis piernas se despertaba un apetito insano.

Cabreado conmigo mismo, me tomé una ducha fría que calmara o apaciguara la calentura que asolaba mi cuerpo pero por mucho que intenté olvidar esos dos cachetes me resultó imposible y viendo que mi sexo me pedía cometer una locura, busqué la solución menos mala y me puse a imaginar que castigaba a los cobardes de sus cuñados tirándome a sus hermanas. Por ello y mientras el agua caía por mi piel, visualicé a  María y a Alicia ronroneando en mi cama mientras sus maridos esperaban avergonzados que terminara desde el pasillo.

Muy a mi pesar y aunque lo intenté con todas mis fuerzas, cada vez que una de esas dos dejaba sus quehaceres entre mis muslos era la cara de Irene la que me besaba y aunque fueron sus nombres los que grité cuando llegando al orgasmo derramé mi semen sobre la ducha, la realidad que era en la flacucha en la que estaba pensando.

«¡Soy un cerdo degenerado!», maldije abochornado por mi acto y jurando que no dejaría que mi pito se inmiscuyera entre ella y yo, salí a secarme.

Ya frente al espejo, malgaste más de media hora tratando de auto convencerme que no iba a permitir tener ese tipo de pensamientos sobre ella pero todos mis intentos fueron directo a la basura cuando la vi bajando por las escaleras.

«¡Es la tentación en estado puro!», protesté totalmente perturbado al reconocer que me resultaba imposible retirar mi mirada del profundo escote de Irene y que de forma tan magnífica realzaba el vestido rojo que portaba.

Al contrario que en la piscina, mi prima no solo no se cortó al ver el resultado de las dos horas que se había pasado arreglando sino que comportándose como una cría, en plan coqueta me preguntó:

-¿Estoy guapa?

Varias burradas se agolparon en mi garganta pero evitando decir algo que me resultara luego incómodo, tuve el buen sentido de únicamente decir:

-Voy a  ser el más envidiado de la fiesta.

Ese sutil piropo la alegró y entornando sus ojos, sonriendo contestó:

-Eres tonto- y olvidando por un momento era de mi familia, me soltó: - Seguro que se lo dices a todas.

Que se equiparara al resto de las mortales me dejó helado y reteniendo mis ganas de salir corriendo sin rumbo fijo huyendo de esa trampa para humanos con piernas, hipócritamente sonreí mientras la llevaba hacía el coche. Durante el trayecto hacia el festejo no pude dejar de mirar de reojo la impresionante perfección de sus tobillos y pantorrillas.

«¡Hasta sus pies son increíbles!», murmuré buscando concentrarme en el camino.

No sé si lo hizo a propósito pero justo en ese instante la abertura de su falda se abrió dejando vislumbrar el edén de cualquier hombre y me quedé tan impresionado con semejante muslamen que estuve a punto de salirme de la carretera.

Muerta de risa, cerró su falda diciendo:

-Deja de mirarme las piernas y conduce.

Que fuera consciente de la atracción que sentía por ella me aterrorizó, no fuera a ser que considerara que mi ayuda era interesada y por ello, haciéndome el gracioso le solté:

-La culpa es tuya por ser tan descocada. No soy de piedra.

Mis palabras lejos de cortarla, la impulsaron a hacer algo que me desconcertó porque acercando su cuerpo hacia mi asiento, me dio un beso en la mejilla mientras me decía:

-Siempre has sido mi primo preferido.

El tono con el que imprimió a su voz terminó de asustarme por el significado oculto que escondía. Afortunadamente no tuvimos ocasión de continuar esa conversación porque justo en ese instante llegamos a la fiesta y más afectado de lo que me gusta reconocer, me bajé del coche con un bulto de consideración que a duras penas el pantalón que llevaba conseguía esconder.

Mi erección era tan manifiesta que no le pasó desapercibida pero cuando ya creía que se iba a indignar, pasando su mano por mi cintura Irene me susurró:

-Eres un encanto. ¿Pasamos adentro?

La felicidad de su mirada me debió puesto de sobre aviso pero más preocupado por disimular el estado de mi sexo, no le di mayor importancia al hecho que pegándose a mí, Irene entrara apoyando su cabeza en mi hombro donde nos esperaban mis amigos.

Como no podía ser de otra forma, en cuanto los asistentes al evento nos vieron entrar de ese modo supusieron erróneamente que esa rubia en vez de ser mi adorada primita era la última de mi conquistas. Para ellos debió de ser tan claro el tema que la anfitriona, una antigua compañera de sábanas se acercó y luciendo la mejor de sus sonrisas, me pidió que le presentara a mi novia. Antes que pudiera intervenir, Irene aceptó el papel diciendo al tiempo que se acaramelaba más a mi lado:

-Soy algo más que su novia. Vivo en su casa. Me llamo Irene.

Mi ex amante se quedó de piedra porque sabía de mis reservas a perder la intimidad y asumiendo que lo nuestro iba en serio, solo pudo felicitarla por conseguir cazar al soltero inexpugnable. Su respuesta provocó la carcajada de mi prima y sin sacarla de su error, aprovechó para sin disimulo acariciar mi trasero mientras le decía:

-Edu lleva años queriéndome pero no fue hasta una semana cuando me di cuenta que yo también le amaba.

Cortado y confundido solo pude sonreír mientras ese engendro del demonio se pavoneaba ante mis amistades de tenerme bien atado. Mi falta de respuesta exacerbó su osadía y mordiendo mi oreja, me soltó con voz suficientemente baja para nadie lo oyera

-Lo que he dicho es verdad. Te quiero primito.

Reconozco que esa confesión me terminó de perturbar y como vil cobarde busqué el cobijo de la barra mientras mi familiar se reía de mi huida.

«¿Qué coño le pasa a esta loca?», me pregunté al tiempo que pedía mi copa: «¿No se da cuenta que está jugando con fuego?».

Aun sabiendo que podía ser cierto ese supuesto afecto no por ello me hacía feliz al comprender que debía ser producto de su propia situación afectiva y no queriendo ser segundo plato de nadie, me bebí de un solo trago el whisky que me puso el camarero mientras el objeto de esa desazón tonteaba con mis amigos. Lo que no me esperaba fue que mi corazón se encogiera lleno de celos al observar ese coqueteo y ya francamente preocupado por lo que suponía, me dejé caer hundido en un sofá mirando cada vez más cabreado que uno de los donjuanes de la fiesta posaba sus ojos sobre mi prima.

«Se lo tiene ganado a pulso», sonreí al ver su cara de angustia cuando el desprevenido ligón creyendo que era una presa fácil, le agarraba de la cintura.

El sujeto desconociendo que esa maniobra había avivado el recuerdo de sufrimientos pasados se vio empujado violentamente mientras Irene se echaba a llorar presa de la histeria. Obligado por las circunstancias me levanté de mi asiento al comprobar los malos modos con los que el costarricense se había tomado tanta brusquedad. Mi prima al verme me buscó y hundiendo su cara en mi pecho, me rogó hecha un manojo de nervios que la sacara de ahí.

-Tranquila, ya nos vamos- susurré en su oído al mismo tiempo que la alzaba entre mis brazos y  ante el silencio de todos los presentes, la sacaba al exterior.

Durante la vuelta a casa y mientras Irene no paraba de llorar como una loca, me eché la culpa de haberla forzado antes de tiempo y por mucho que intenté consolarla, todos mis intentos resultaron inútiles. Ya en mi chalet, al aparcar el coche Irene seguía sumida en su dolor por lo que nuevamente tuve que cogerla y cargando delicadamente con ella la llevé hasta su cama.

Al depositarla sobre el colchón, creí más prudente retirarme pero entonces con renovadas lágrimas mi prima me pidió:

-No te vayas. Necesito sentirte cerca.

Conmovido por su dolor, me coloqué a su lado. Momento que esa rubia aprovechó para abrazarme con una desesperación total mientras posaba su cara sobre mi pecho sin darse cuenta que al hacerlo podía sentir como estos se clavaban contra mi cuerpo avivando la atracción incestuosa que sentía por ella. Sin moverme para que mi pene inhiesto no revelara mi estado, esperé que se quedara dormida pero para mi desgracia el cansancio hizo mella en mí e involuntariamente me quedé transpuesto antes que ella.

Tres horas después me desperté todavía abrazado a ella aunque durante el sueño algo había cambiado, una de mis manos agarraba firmemente el generoso pecho de Irene. Sorprendido y excitado por igual sopesé su volumen delicadamente temiendo que si hacía algo brusco mi prima se  diera cuenta y me montara un escándalo.

«¡Es impresionante!», sentencié tras valorar su dureza y su tamaño.

El saber que era el seno más perfecto que había tenido en mi poder me hizo palidecer al saber que era un fruto prohibido y no solo por anticuados reparos sino porque sabía que me iba a arrepentir si daba otro paso.

«No soy un cabrón que se aprovecha de una mujer indefensa», me dije levantando mi brazo lentamente liberé mi mano y me marché sin hacer ruido.

Ya en mi cama, el recuerdo de Irene volvió con mayor fuerza y rememorando las sensaciones que experimenté al tener entre mis dedos su pecho y contra mis deseos, mi sexo se levantó con tal fuerza que no me quedó otra que dejarme llevar por mi memoria e imprimiendo un lento vaivén a mi mano comencé a pajearme mientras soñaba que esa criatura venía hasta mi cama ronroneando que la hiciera mía.

En mi mente, mi prima se acercaba ronroneado a mí mientras dejaba caer los tirantes de su camisón mientras se contorneaba dotando a sus meneos de una sensual lentitud. Para entonces Irene se había  convertido en una depredadora cuya presa era yo y mirándome a los ojos, fue recorriendo centímetro a centímetro la distancia que le separaba de su objetivo mientras mi cuerpo empezaba a reaccionar.

«¡Qué belleza!», maldije mentalmente al darme cuenta que no podía separar mis ojos del bamboleo de sus pechos y que mi pene había adquirido una considerable dureza solo con esos preliminares.

Lo siguiente fue indescriptible, esa chavala agachó la cabeza y como si fuera una gatita se puso a olisquear como si fuera en busca de su sustento y frunciendo la nariz, llegó a escasos centímetros de mi entrepierna tras lo cual metió su mano bajo mi pijama y me soltó con una seguridad que me dejó desconcertado:

-He venido por lo que ya es mío.

Para entonces mi corazón bombeaba a toda velocidad e impotente ante sus maniobras, me quedé paralizado mientras esa monada frotaba su cuerpo contra el mío.

-¡Chúpame los pechos! ¡Sé que lo estas deseando!- exclamó poniendo esos manjares a escasos centímetros de mi boca y antes que pudiera hacer algo por evitarlo, rozó con ellos mis labios.

Aunque sabía que era producto de mi imaginación, boqueé al verlos. Grandes y de un color rosado claro, estaban claramente excitados cuando forzando mi entrega, esa mujer forzó mi derrota presionando mi boca sin dejar de ronronear. Forzando mi voluntad retuve las ganas de abrir mis labios y con los dientes apoderarme de sus areolas. Mi falta de respuesta azuzó su calentura y golpeando mi cara con sus pechos, empezó a gemir mientras me decía:

-¡Te he ordenado que me comas las tetas!

Ese exabrupto me sacó de las casillas y aprovechando que mi pene había salido de su letargo,  empezó a frotar su sexo contra mi entrepierna. De forma lenta pero segura, incrustó mi miembro entre los pliegues de su vulva y comenzó a masturbarse rozando su clítoris contra mi verga aún oculta bajo el pijama.

-¡No te hagas el duro! ¡Sé que eres un perro que lleva babeando con follarse a una de nosotras desde hace años!- soltó mientras con su mano sacaba mi miembro de su encierro.

Mi subconsciente me había traicionado dejando al descubierto mi fijación por esas hermanas mientras en mi imaginación esa rubia se estaba empalando usando mi verga como su instrumento de tortura. La veracidad de esa acusación no aminoró mi excitación al sentir los pliegues de su  sexo presionando sobre mi tallo mientras se hundía en su interior.

-¡Cumple tu sueño cabrón y úsame!- chilló descompuesta.

Su aullido coincidió con mi orgasmo y derramando mi simiente sobre las sábanas, lloré de vergüenza al saber que lo quisiera o no todo lo ocurrido era una premonición de lo que me iba a pasar si no hacía algo para ponerle remedio…

Continuará



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