Mi prima

Cumpliendo la lista de perversiones que se ha propuesto cumplir, Eva invita a su prima a dormir a su piso, aprovechando que ésta pretende ir de rebajas al centro. Este relato forma parte de mi novela de conversión lésbica "Las diez perversiones de Eva". Chicas, escribidme, soy bi y me encantáis!

Un efecto inesperado de que te den por culo es que vas coja durante unos cuantos días. Eso nadie me lo había explicado ni se intuía en los vídeos pornográficos con los que me solazaba. Las actrices y actores enculados se mostraban en la toma siguiente tan frescos como una lechuga recién cortada. Tampoco nadie me había contado que cuando te merendabas una polla de considerable tamaño la vagina dolía como si te hubieran metido un palo de escoba hasta el fondo. Por no hablar de las magulladuras y articulaciones que sin estar descoyuntadas recuperaban su posición habitual. Nunca había estado tan dolorida.

El lunes fui incapaz de ir a trabajar. Caminaba como un cangrejo y me tenía que sentar sobre un flotador que corrí a comprar a la tienda de los chinos. Por suerte estábamos a punto de entrar en verano y la compra no resultaba extraña, por mucho que me probé varios de ellos para dar con el que tenía el perímetro exacto de mi pandero delante del dependiente que me miraba con cierta alucinación. Llegaron las lamentaciones y el arrepentimiento, lo de conjurarse que nunca más y que no merecía la pena cuando en realidad había sido el polvo de mi vida. Si les hubiera pedido la doble penetración anal y vaginal, algo que me rondó la cabeza, creo que hubiera acabado en el hospital. Por fortuna no era una fantasía que me excitara.

Al cabo de una semana todos los síntomas habían desaparecido excepto el dolor en el ano. Era algo comprensible. Si aquella gigantesca verga no me cabía en la boca el esfuerzo del esfínter por acomodarla debió ser titánico.

Recordaba la fantástica tarde del domingo y por primera vez en tiempo no tuve que añadir fantasía a los hechos acontecidos. Bastaba con rememorarlos tal y como ocurrieron para que los jugos vaginales fluyeran y la masturbación no necesitara saliva ni gel lubricante.

Me encontraba todavía convaleciente del polvo del siglo cuando recibí la llamada de mi prima Carmen. Iba a pasar por el centro y se preguntaba si la querría acompañar a hacer unas compras en las rebajas. La verdad es que la idea no me entusiasmaba. Barruntaba alguna excusa para evitar el encuentro cuando le dije exactamente lo contrario de lo que deseaba : que no habría problema para que nos viéramos el sábado. Y si le apetecía podía quedarse a dormir en casa ahora que los niños estaban en el campamento.

Es una constante en mi pensar o decidir algo y hacer a renglón seguido exactamente lo contrario. Debe ser una jugarreta del subconsciente. Lo cierto es que en mi lista de webs visitadas había algunas que me perturbaban y avergonzaban de forma especial. Era tanta la vergüenza que me causaban que la fantasía que representaban había quedado descartada desde el principio. Las relaciones lesbianas entre hermanas o entre hijas y madres no me atraían en absoluto en el mundo real, de hecho las repudiaba, pero me asomaba a las mismas por Internet con la misma voracidad con que contemplaba otras perversiones que sí tenía intención de llevar a la realidad. Es cierto, pensé en Carmen para follármela. Pensé en ella mucho antes de siquiera planteármela como una fantasía realizable. Era la víctima perfecta.

Carmen era cinco años mayor que yo. De pequeña había sido una niña gruesa con la que todo el mundo se metía, incluida su madre, la cual sentía vergüenza de su hija por parecerse a su padre y por ser gorda. La apuntaba a cualquier actividad física – ballet, baloncesto – donde la niña se acomodaba en un grupo de no-amigas donde seguía siendo la “gorda del tutú” o la “pivot gorda”. Mortificada por el racionamiento de comida, el desprecio y la constante actividad física que no parecía ser nunca suficiente fue desarrollando ese sentimiento tan feo de no sentirse querida por nadie. La recuerdo de nuestros juegos infantiles fantaseando con un marido que le dejaría comer platos de macarrones con queso sin limitación y que tendría niños a los que daría de comer (?!), todo ello mientras era mortificada por una madre que en las fiestas de cumpleaños, incluida la suya, la vigilaba para que no ingiriera ningún alimento que no fuera dietético.

Llegada la adolescencia se obró el milagro y como un globo que suelta lastre mi prima soltó la grasa para afinarse lo suficiente para quererse un poquito a si misma. Comía lo mismo y hacía el mismo ejercicio físico que antes, pero fuera cual fuera la causa, su cuerpo se estilizó para descanso de mi tía que siempre se adjudicó el éxito alcanzado 'gracias' a las torturas que inflingió a una hija a la que parecía odiar fuera cual fuera su peso. Para entonces Carmen ya se había vuelto desconfiada e introvertida y la madre, suspirando, la sometió a una ronda de psicólogos que sopesando entre culpar a la inocente o a la espantosa madre eligieron a la primera por ser la segunda quien abonaba los costes de cada sesión y no era cuestión de perder clientes.

Huyendo de su madre, huyendo de todo, se casó con el primero que le mostró afecto y al que finalmente espantó por las cosas de un carácter estropeado por humillaciones y ofensas previas de las cuales su marido no tenía culpa alguna. Se quedó más o menos sola, según se interprete un divorcio con guardia y custodia de dos niños, niños en los que volcó un amor desmedido y una protección axfisiante. Para alejarse su madre se fue a vivir a una ciudad del extrarradio donde era difícil llegar a una mujer con una prótesis de cadera.

Confieso que de pequeña era culpable de reirme de mi prima con todo el resto de la manada. Pensaba, como todos los débiles, que mientras te ríes de alguien evitas que se rían de ti. Luego me di cuenta de mi error y si alguien se quedaba con ella y jugaba a sus juegos de formar una familia, a esperar al marido para darle la cena o para anunciarle que esperaba un bebé, esa debía ser yo. Ella en realidad no me gustaba. No me gustaban sus juegos que consideraba aburridos y demasiado cursis. No me gustaba porque quedándome con ella también sufría alguna burla. Pero ante el desprecio de los demás haberla dejado sola hubiera sido aún más cruel porque me habría desnudado como persona, por mucho que ahora se que fue por lástima y no por sentir un verdadero aprecio hacia ella.

Un día, cuando contaba 6 años, jugábamos en la esquina del jardín de sus padres dentro de una pequeña casita de plástico que le habían comprado por Navidad. La recuerdo de color naranja con el techo verdoso y un tobogán minúsculo adosado en un costado. Cabían dentro dos niños como máximo. Para entonces Carmen ya era algo mayor para juegos de niños pero seguía jugando conmigo adaptándose a mi edad o fingiendo que lo hacía porque intuía que disfrutaba como si también se hubiera detenido en los 6 años. Aquel día yo era el recurrente marido que llegaba a casa tras una dura jornada laboral. Llamé a la puerta y me recibió mi prima algo encorbada porque las dimensiones de la casita no eran adecuadas a su desarrollo corporal. Me hizo pasar solícita, me preguntó si había pasado un buen día en la oficina y luego me sirvió un plato con hortalizas de plástico. Cuando acabé de comer mientras me miraba arrobada me cogió de la mano y me dijo que íbamos a hacer un bebé. Le dije que no sabía cómo se hacía eso y ella se prestó a explicarme su versión de los hechos. Me explicó que primero los adultos se daban dos besos en las mejillas. Me los estampó en la cara. Luego se quitaban la ropa pero como hacía un poco de frío no lo hicimos. A continuación se tumbaban en la cama – y como no teníamos nos estiramos en el suelo – y hacían ruido un rato. Lo de hacer ruido me pareció confuso y me puse a ladrar pero ella me interrumpió para iniciar un jadeo asmático que todavía recuerdo cuando algunos de mis amantes esforzados me dejan su esperma como quien expulsa una piedra del riñón.

Me pareció una manera un poco rara de hacer bebés pero ella me aseguró que había visto y escuchado a sus padres seguir tan extraño protocolo. Que había visto a sus padres desnudos en el baño y estaban cubiertos de pelo “ahí abajo”. Y acto seguido, para contestar mi cara de extrañeza, se levantó la falda y bajándose un poco las braguitas, me mostró un incipiente vello. Luego me explicó que además su padre tenía un 'tubito' a través del cual meaba sin tener que sentarse en la taza del water. Me propuso construir unos tubitos parecidos para ponerlo entre nuestras piernas y así poder hacer pipí de igual manera. Hicimos unos cilindros sencillos con papel enrollado y cuando los acoplamos a nuestros bajos acabamos con las manos mojadas de orina. Para acabar la pseudo clase de sexo me mostró los pechos obligándome a asomarme desde el cuello del vestido para ver cómo los bultos que yo también tenían iban tomando en ella una forma más redondeada y precisa.

Recuerdo que la visión de su pubis con el vello ralo me venía a la memoria a menudo durante mi niñez, no tanto porque hubiera sentido algo sexual, si no porque viví a partir de entonces pendiente de que se produjeran los mismos cambios en mi. No sabía muy bien qué significaba poseer pelitos ahí abajo pero servía para hacer bebés y eso parecía, al menos para Carmen, de capital importancia.

La adolescencia de Carmen nos separó y para cuando yo ya tenía pelos y sabía muy bien para lo que servían, mi prima se casó joven con un buen hombre que no supo lidiar con todos los traumas que su mujer arrastraba. Los recuerdo felices el día de la boda, poco más.

Años más tarde me reencontré con ella. Volvía a estar gorda pero ahora tenía la excusa de los dos niños que había parido. Vivía sola con sus hijos, lejos de Madrid, unida a la ciudad por el ténue cordón umbilical que apenas la unía con su madre a la que evitaba siempre que podía. Me llamaba cuando precisaba de alguien con quien hablar o visitar tiendas y obtener consejo cuando se probaba ropa a lo Pretty Woman. Se había divorciado hacía más de cinco años y desde entonces no había mantenido más relación sexual que con su dedo índice. O eso al menos suponía porque en sus relatos aburridos de llevar y traer niños a las extraescolares o ir a trabajar a la oficina de seguros no había espacio para la carne o el pescado. Aún así siempre se maravillaba de mi soltería, como si su ejemplo fuera el no va más. E incluso a veces dejaba caer que sus visitas eran remedio a mi soledad en lugar de lo contrario.

Ni me sentía a gusto ni a disgusto con ella. Ahora que volvía a ser gorda y renunciaba a la delgadez, salvo esporádicas y estúpidas dietas que a veces seguía por no decir que no hacía nada contra la grasa, se había vuelto hasta divertida. Claro que pasar de acompañarla de tiendas a acostarme con ella mediaba un salto sobretodo mental que no se si estaba dispuesta a llevar a cabo. Había la posibilidad del rechazo y que este conllevara que Carmen hablara con el resto de la familia explicando lo que había intentado hacer con ella. El estigma del incesto y el lesbianismo, como diría la ultraderecha, sobre mi persona. Y también existía el peligro que una mujer con tantas carencias sexuales pudiera devenir un problema sentimental que no estaba de acuerdo en soportar.

Pergeñé un plan sencillo. Invitarla a dormir en casa ya que los niños se encontraban con el padre. Comprar una botella de vino y emborracharla un poco. Acostarnos juntas y hacer alguna cochinada. Hacerla sentir culpable por la mañana y alejar cualquier tipo de sentimentalismo. En realidad ambas debíamos sentirnos culpables y conjurarnos a no repetir la experiencia. Adiós y vuelta a su ciudad dormitorio del extraradio. Si la vergüenza era mucha era probable que su próxima visita tardara mucho en producirse. Y al igual que tras lo ocurrido aquella tarde en su casita de plástico, con un poco de suerte, nunca más volveríamos a hablar del tema.

Podía funcionar o no. Dependería de sus necesidades de sexo. Si en los cinco años que habían transcurrido desde su divorcio no había tenido sexo mi plan sería factible. Claro que la mente humana es inescrutable y no siempre se guía, al menos en nosotras las mujeres, por los picores del conejito.

La esperé en la estación de tren y cogimos un taxi hasta el centro. Recorrimos las tiendas del centro para buscar algunas rebajas que le interesaran. Miraba el reloj constantemente y cuando le pregunté por qué lo hacía me dijo que quería pillar el tren de vuelta de las siete para ver un programa de televisión que le interesaba. Le dije que podía verlo en casa, bromeé que tenía tele, y quedarse a dormir. A fin de cuentas no tenía que encargarse de los niños aquel fin de semana. Dudó unos instantes. Le dije que al menos me haría compañía y como estaba convencida de mi soledad al final accedió. Ella no se dio cuenta pero mi conejito aplaudió la respuesta.

Cenamos sushi bien regado con el vino blanco que había comprado. El encargado de la licorería me aconsejó enfriarlo hasta casi congelarlo para que entrara sin que se notara su efecto alcohólico. A media comida se había soltado y ya me estaba explicando sus torpes intentos de reiniciar algún tipo de relación, aunque fuera meramente sexual, con otro hombre. Después de un par de años de casta vigilia tras el divorcio y otros dos de frustrados intentos con una variada colección de amantes con los que no llegó ni en una ocasión a la cama ya había renunciado a tener ningún tipo de relación y vivir la vida en la calma de ser madre y tocarse de vez en cuando para evitar nuevos errores. Reímos como locas imaginando sus masturbaciones apresuradas cuando la llamada de la jungla la parecían abocar al bar más cercano a la búsqueda del mandril de turno.

La cosa se puso interesante cuando inquirió sobre mi vida sexual. Le expliqué la relación que acababa de mantener con los culturistas como si hubiera sido con un único hombre, no fuera a creer que era una rarita. Por supuesto que el tema de la lactancia lo mantuve en el más íntimo secreto. Ya no digamos lo de Carlos. No quería que cogiera sus bolsas y desapareciera para siempre. El alcohol la desinhibía y eso hizo que me preguntara detalles sobre lo que habíamos hecho. Fui muy específica, sobretodo en lo que respectaba al tamaño de la verga de mi amante. Y entonces me mordí el labio para, fingiendo vergüenza, explicar que me había dejado penetrar por detrás. Y que me había hecho daño. Carmen, que hasta el momento me había escuchado con el codo apoyado en la mesa, aguantando la cabeza en la palma de su mano y recorriendo con el dedo el borde de la copa de vino, pareció despertar para increparme cómo era posible que me hubiera dejado hacer algo así con semejante verga. Fingí que estaba arrepentida porque el culito me dolía todavía y eso que había transcurrido una semana. Se levantó de la mesa y cogiéndome de la mano me condujo hasta el dormitorio para que se lo enseñara. “¡Bingo!” grité para dentro, porque lo lógico hubiera sido que me conminara a acudir al médico. Tras unas pocas protestas me subí a la misma cama donde había sido desvirgada y con cierta torpeza levanté el vestido para, colocándome en popa, mi prima me bajara las bragas hasta las rodillas. Las dos estábamos bastante mareadas en ese momento. Ella tenía los ojos como los de un pescado muerto y a mi me giraba la habitación como si estuviera dentro de un carrusel.

Exhaló un “¡uy!” que casi me preocupó. Me explicó que el ano se veía más dilatado de los normal y algo enrojecido. Con suavidad me palpó el borde y hasta sentí un dedo perdido tocándome el bollito por detrás. No fue un toque intencionado pero me hizo dar un pequeño brinco. Se ofreció a buscar una farmacia para pedir una crema hasta que le hice ver que estaba – que estábamos – demasiado borrachas para salir de casa. Le expliqué que en la mesita de noche tenía una crema lubricante que calmaba bastante el dolor. Se hizo con ella y aunque me la podía haber aplicado yo misma, no se le ocurrió tal cosa. Ella misma con sumo cuidado fue untándome el orificio a la vez que imagino hacía una buena mirada a mi rajita vista desde atrás.

¡Anda, niña! - dijo cuando terminó la inspección y tras dos palmadas en las nalgas - , ¡que ya te lo he visto todo ! - rió con ganas.

Nos metimos en la cama a las 10. Habíamos vaciado dos botellas de vino blanco helado y estábamos muy cerca de la borrachera total. Si al principio me pidió un pijama para pasar la noche al final se metió en la cama en bragas y sujetador. Un sujetador con aros que ante su manifiesta incomodidad aceptó a retirar dejando al descubierto dos tetas aceptables pero no tan grandes como esperaba dado lo gruesa que estaba. Yo me metí en la cama al contrario, desnuda de abajo pero con sujetador, mientras ella no paraba de reír y decir que era una cochina y que la iba a violar. Me excusé diciendo que a veces las bragas se metían por entre las nalgas mientras dormía y eso me irritaba. Algo tenía que decir para justificarme.

Hicimos zapping hasta que sobre las doce conectamos con una película europea subtitulada donde se mostraban abundantes desnudos. La miramos en silencio. Nos dio calor y retiramos la sábana. Carmen miraba distraidamente mi desnudez y yo la suya. En un intermedio publicitario me giré hacia ella y le recordé aquella vez que meamos como lo hacían los hombres. Movió los muslos y noté que estaba excitada. Me quité el sujetador alegando nuevas molestias textiles. Solo restaban sus braguitas. Se volteó hacia mi y sus pechos cayeron suavemente sobre el colchón. Nuestras miradas se cruzaron un largo instante. Me confesó que tras aquella experiencia de nuestra niñez también se excitó durante mucho tiempo recordando cómo se había exhibido frente a mi. Y un día había bajado la mano y se había tocado por primera vez. No esperé ni un segundo más. También bajé la mano y metiéndola entre la braga y la carne, venciendo su débil resistencia, alcancé su mojado conejito mientras ella arqueaba el cuerpo como si hubiera sido alcanzada por el rayo. La abracé y besé. Ella, mirándome con sorpresa, dejó de hacer fuerza para evitar mi mano y permitió que la sorpresa fuera sustituida por los orgasmos. Murmuraba que ella no era lesbiana a lo que respondí que yo tampoco lo era, que aquello era placer y nada más. Que sus hijos, que si los vecinos, que si el gato. Al final le susurré silencio como se pide a los niños que callen y seguí frotando sus labios y su escondido clítoris entre los gruesos pliegues de sus labios para ir arrancando gemidos de una vagina olvidada y agradecida.

Cuando quiso devolverme el placer la detuve. Ella estaba mucho más necesitada que yo. Aseguró que ya no podría correrse más veces y ante eso me coloqué a horcajadas sobre ella para retirar definitivamente sus bragas y hundir mi cabeza entre sus piernas. Al primer lametón en su bollito sentí como se estremecía de placer y yo misma estaban tan excitada que restregaba mi coño por sus pechos y su cuerpo hasta que su boca lo alcanzó con la torpeza de la principiante. Y no paraba de repetir “¡qué placer!, ¡oh, que placer!” hasta convertirse en un mantra que me hacia llenar mi boca con su coño en bocanadas cada vez más grandes, salvajes y descontroladas. Luego me acerqué a su rostro y la besé para que probara su propio sabor. Y aunque yo no tenía polla la abrí de piernas para encajar mi cadera y empujar como si la tuviera para arrancar de mi prima un postrer orgasmo.

Carmen se quedó tendida, inerme. Miraba el techo mientras trataba de recuperarse de la confusión. Todo había pasado en apenas diez minutos. De ser madre, casta, hetero y ex mujer de alguien había pasado a ser una bollera mediadas dos botellas de vino en un breve lapso de tiempo. Y así, moviendo los ojos como si en el techo hubiera alguna explicación a sus actos y murmurando cosas inconexas, se dejó penetrar por delante y por detrás con mis dedos mientras mis besos cubrían su boca y sus pechos sin que por ello mostrara ningún tipo de emoción o placer.

Dormimos abrazadas. O al menos yo sí dormí abrazada a ella. Cuando me despertaba la miraba y ella seguía rígida, mirando el techo. Le daba un beso en la mejilla que acogía sin reaccionar y le acariciaba el ensortijado conejito antes de caer de nuevo en el sopor.

Cuando el sol entró por la ventana miré a mi alrededor y Carmen ya no estaba. La casa estaba demasiado silenciosa. Me levanté para buscarla. Se había ido. Sobre la mesa del comedor me encontré una nota donde en letras mayúsculas se leía : EVA.

Querida niña,

siento marcharme de esta manera pero lo que anoche ocurrió está fuera de mis esquemas. No se si podré mirarte a los ojos por la mañana ni lo que sientes por mi, si es que tal sentimiento existe. No te diré si he disfrutado porque supongo que somos ya adultas y conscientes del placer que experimenta quien nos acompaña en la cama. Sea lo que sea que ocurriera anoche, estuviera o no planeado o fuera fruto del alcohol, espero que comprendas que yo no quiero seguir ese camino y soy feliz tal y como estoy. Y también soy feliz como soy y no quiero cambiar.

Ahora mismo estoy muy confusa y no quiero renunciar a tu amistad y por supuesto sigues y seguirás siendo mi prima. Nos veremos más veces pero ahora mismo siento muchísima vergüenza. Y como no se qué piensas ni qué quieres de mi es mejor poner distancia entre nosotras. Llámame cuando quieras y te llamaré cuando baje a Madrid pero te ruego por favor que olvidemos lo que ha pasado, que no lo menciones nunca ni por supuesto lo expliques a nadie. Me moriría de vergüenza. Lo siento mucho. Me vuelvo a casa en el primer tren de la mañana.

Hasta pronto,

Carmen”.

Caminé sin rumbo por la ciudad. Podía hacer una nueva muesca en mi panel imaginario de fantasías y perversiones : incesto con mi prima. Me sentí mal. El sexo con Carmen me había dejado mal sabor de boca, sin pretender con ello hacer un chiste pornográfico. La emborraché para conseguir lo que quería. Sabía de sus debilidades y carencias. Me aproveché de ella como su madre la había elegido como víctima propiciatoria. Si yo hubiera sido un hombre podría haber sido acusado de violación y poco o nada tendría para defenderme.

Aquel domingo se me hizo largo. Me hubiera gustado llamarla y pedir perdón pero no lo hice. Estaba demasiado preocupada por mi misma, pensando que tal vez había llegado demasiado lejos. Hice propósito de enmienda pero como siempre ocurre en estos casos a veces culpas a la vida o a la suerte de tus propias elecciones. Y los propósitos de enmienda se olvidan tan fácilmente como te habías propuesto cumplirlos a rajatabla.

Estaba sentada en un banco del parque cuando una sombra me apartó del sol.

  • ¿Eva?

La mujer que me reconocía era la ama de leche. Ni siquiera me acordaba de su nombre. Me explicó que se había mudado a un piso de la zona para estar cerca de su madre que ya estaba muy mayor. Se había convertido en mi vecina. Cualquier otra se habría sentido incomodada por el fortuito encuentro pero no fue mi caso: necesitaba hablar. Se interesó por mi estado y dijo que su sexto sentido le había dicho que no estaba bien. En otros casos se habría escabullido evitando el contacto, tal y como obraba con otros clientes y clientas, pero al verme se le había despertado una ternura casi maternal.

Se sentó a mi lado y charlamos un buen rato. Luego me invitó a su casa respondiendo a mi extrañeza diciendo que no me iba a cobrar nada.

La casa estaba tan cerca de la mía que desde el ventanal estaba segura de poder verla. Los enseres de la mudanza continuaban en las cajas de cartón y hasta tuvo que sacar la funda protectora del sofá para que nos pudiéramos sentar.

Repetimos el ritual. Nos desnudamos por completo y me tendí en su regazo. Los pezones, parece que por falta de ordeño, rezumaban leche sin necesidad de chuparlos. Me explicó que no había tenido clientes los últimos días por la mudanza y estaba a reventar, a pesar de haberse vaciado con un sacaleches unas cuantas veces.

Volvió a ser tierna y cariñosa. Y su mano pasaba de su sexo al mío mientras me cantaba nanas en un idioma que jamás había escuchado. Me dormí tranquila y reconfortada, llenando mi boca de dulce leche y sintiendo su dedito dentro de mi vagina subiendo y bajando poquito a poco, como si de un chupete se tratara.