Mi prima (4)
De los masajes a algo más.
Mi prima IV
De los masajes a algo más.
Masajes de ese tipo los repetí algunas veces más, inclusive de día; lo cual me daba el indicio de que ella los disfrutaba. No fueron pocas las veces que yo despertaba, y al rebalsarme la calentura, la despertaba con un masaje, al cual rara vez respondía mal, nunca más que dándose vuelta, jamás manifestándomelo verbalmente.
De súbito un nuevo deseo me poseía la voluntad: tocarla más íntimamente por las noches. El miedo era mayor, claro está, pero no con poca pericia me hice de la habilidad de tocarle el culo por debajo del pantalón de dormir, o las tetas por debajo de la remera. Gradualmente iba extendiendo la zona de placer táctil, escabullendo mi dedo por debajo de la bombacha. Vale recordar que esto sucedía bien tarde a la madrugada, cuando yo la creía profundamente dormida.
Cuando estaba boca arriba, podía tocar su monte de venus y sus vellos (abundantes por cierto), pudiendo con algo de astucia rozarle los labios mayores, sintiendo el calor húmedo de su concha. Sacaba el dedo, me relamía y tenía acabadas epilépticas. Cuando estaba boca abajo el roce con el culo era objeto de delirios, así como el deslizar mi dedo hacia dentro de su cueva . No me animaba a meterle el dedo en el ano por miedo a que despertara. Tampoco me animaba a lubricar mi mano, porque el mismo motivo que mencioné recién. Ignoraba si ella sentía algo. Todas las mañanas y los días transcurrían con total normalidad; nada en su temperamento o en el trato conmigo me hacían ver que ella notaba mi toqueteo nocturno.
Una noche, metiéndole el dedo en la vagina, siento una humedad distinta a otras ocasiones; al sacar el dedo, me observo, y tenía sangre en la punta. La sorpresa y morbo me hicieron pasármelo por la pija, y lubricar una paja en la cual casi desfallezco de gloria.
Fue una ocasión en la cual quise contemplar con mis propios ojos su concha. Con esfuerzo, y paciencia, bajé su pantalón de dormir y su ropa interior, quedando a mi vista su voluminoso monte de venus, y sus generosísimos pendejos, alfombrando la entrada a su argolla. No queriendo concentrarme en ninguna zona en especial, me dirigí arriba y corrí al costado su remera escotada y su corpiño, vislumbrando una de sus tetas, y su pezón que no distinguía en tonalidad de su piel (aunque la oscuridad quizás acentuaba ese efecto). Succioné su teta sin titubear, con un gran esfuerzo, ya que me encontraba a unos cuarenta centímetros arriba de su posición, así que mi acción era lo más parecido a una jirafa agachándose a beber agua de un charco. Mi prima, como quien tiene un acto reflejo, se lo subió, no súbitamente, sino más bien sintiendo incomodidad de la ropa.
Yo seguía a mil, entonces procedí a meter mi dedo en su concha, rozando sus labios, humedeciéndome el tacto, y recorriendo desde la parte inferior de sus genitales hasta la zona del clítoris. Metí un dedo...estaba tan húmedo que era muy fácil meterlo. Me aventuré con otro más, y era todo tan delicioso, la verga me palpitaba de goce, y su concha estaba tan abierta que era increíble que estuviera durmiendo. En eso la veo a mi prima levantar la cabeza de la posición en la que estaba, mirarme y decir
-Fabián ¿Qué estás haciendo?
Yo no atiné a decir nada, cualquier palabra hubiera estado de más.
-Boludo, ¿Qué carajo hacés? Somos primos, pelotudo, sacá la mano.
Yo veía el mundo pasar en un segundo; pero no era una retrospectiva, era una predicción, la sucesión de hechos que habría desde ese momento: ella contándole a mis padres, mis tíos enterándose, yo señalado como un paria, ignorado para cualquier encuentro familiar. Los leprosos me van a tener compasión pensaba. Todo esto en menos de tres segundos.
Ella seguía balbuceando, hablando ella sola, a la par que subía su pantalón y se tapaba
-Qué pibe enfermo, Dios. Vos estás loco.
-Perdoname, perdoname che. era lo único que podía decir, y el lamento era sentido, me sentía muy avergonzado de mi atrevimiento-
-Andá a lavarte la mano por lo menos.
-Sí, sí.
Me levanté casi corriendo, como un soldado que marchaba hacia el deber, o hacia la muerte, su destino incierto. Toscamente me lavé: no tenía fuerza ni coordinación suficiente para asear mi mano correctamente, era casi un zombi, estaba atontado, atónito, estupefacto.
Cuando volví ella me seguía regañando, a lo cual solo atinaba a disculparme, de todo corazón. Luego de unos instantes que me parecieron eternos, ella me dice
-Quedate tranquilo, no le voy a decir nada a tu mamá.
Yo no daba crédito a lo que oía. Sin embargo mi escepticismo era mayor, casi equiparable al terror que sentía. Esa noche no dormí. No volvió a dirigirme la palabra, pero yo sentía el eco de la voz de mi prima, ofuscada primero, compasiva después. Se me disociaba el concepto sobre ella: ¿Estaba enojada por lo que hice, o comprendió en dos segundos mis actos, mis razones, analizó sus actitudes, su desfachatez sexual, y supo atribuir semejante acto contra natura de mi parte, a su flirteo diario?
Habré dormido pocos minutos. Aproximadamente a las seis de la mañana, el despertador sonó. Teníamos que ir con mi padre a un lugar, bien temprano, porque el viaje era largo. Mi prima estaba incluida. No me animé a despertarla, y la dejé seguir durmiendo.
Mis miedos si antes se habían multiplicado por la contradicción de mi prima, ahora se elevaban a la potencia: ella se quedaría sola en casa, con mi madre. Yo no volvería hasta después de las tres de la tarde, lo que le daba tiempo de sobra para contarle todo, para que mi madre contara a mi tía, planeara un castigo, midiera sus palabras para arrojarme la inmundicia de mi acto perverso en la cara. Ese día fue incomodísimo. Yo no paraba de pensar en lo sucedido, cada minuto que me quedaba conmigo mismo era un tormento, por lo cual siempre buscaba comunicarme con alguien, no para descargar mis inquietudes, sino para cubrirlas con un manto de diálogos nimios, que tenían como único propósito calmar mis temores.
En el camino de regreso, mis miedos tocaban límites inverosímiles; temblaba ante el miedo de que descubrieran lo sucedido por mi turbado lenguaje corporal, o que me diera a entender mi madre que tenía conocimiento de los hechos.
Llegamos con mi padre, y apenas llego, mi prima me aborda y me comenta que mi madre le había enseñado a depilarse el bozo. Quedé absorto, totalmente absorto. Mis miedos se derrumbaron algo, y traté de no ponerme en evidencia de ninguna forma.
Durante ese día no adiviné que mi prima le hubiera dicho nada a mi madre. Me reconforté, pero a medias; temía que cualquier actitud mía desembocara en lo injustificable de mis actos.
A partir de la noche siguiente, mi prima corrió el colchón mucho más lejos de mi cama. Yo disimuladamente lo acercaba, aunque mas no fuera por el simple hecho de contemplarla. Ella se fue a los pocos días. Es más, ya había estado más tiempo del debido. No pensé en atribuir mi manoseo a la partida de ella.
Al alejarse, nuevos miedos me congelaban, todas las noches, la sangre: podría contarle a mis tíos, a su hermano, o a una prima con la que ella compartía mucho tiempo.
Afortunadamente, nada de esto pasó, pero los miedos de que a cualquier hora del día ella estuviera hablando de lo sucedido, me causaban una incomodidad terrible. Incomodidad que se calmó un poco cuando ella volvió a casa a visitarnos, quince días después.
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