Mi perro me llena más que los hombres

La Aventura De Una Mujer Que Prueba EL Sexo Animal..... Con Su Perro.

MI PERRO ME LLENA MÁS QUE LOS HOMBRES

Los hombres me habían decepcionado.

No tenía hijos y estaba divorciada; a mis 35 años había disfrutado muy poco del sexo, tal vez por no conocer al varón capaz de satisfacer mis deseos más secretos e impuros, a tal grado que muchas veces me pregunté si era frígida.

En medio de un mar de dudas me fui a vivir sola a un departamento y me llevé al Sultán, un bonito perro San Bernardo al que adoraba y por el que hubiera sido capaz de dar hasta mi vida, dado el amor que le profesaba.

Una vez instalada en lo que sería mi nuevo hogar, para no pasar la noche sola instalé a mi perro en una alfombra situada en mi dormitorio, al pie de mi cama matrimonial, tan grande y solitaria.

Aquella calurosa noche de julio me sentía tremendamente excitada y lamenté no tener un amante para coger sin descanso y poner en práctica mis fantasías más lujuriosas.

Acababa de dejar a mis amigas después de cenar en un buen restaurante y había bebido más de la cuenta. Llevaba un vestido de lino muy vaporoso y corto, que dejaba ver mis bien torneadas piernas y mis muslos muy bronceados por el sol.

me contemplé en los espejos murales del baño y me divertí bailando muy cachonda y, traviesa, me pasaba la lengua entre los labios en señal de querer mamar un tremendo y erecto falo que imaginaba justo frente a mi rostro, mientras escuchaba el tintineo de mis zapatos de tacón S9nando demasiado fuerte en el silencio de la madrugada.

Al mismo tiempo, mi mente comenzó a evocar el fastidio de mis vecinos; pensé que alguno de ellos podía llamar a mi puerta, indignado por el escándalo que nacía pisando fuerte y bailoteando en el cuarto de baño.

De suceder eso, me acercaría provocativa hacia él, mientras liberaba mis pechos y pellizcaba ardientemente mis pezones con la punta de mis dedos, y con pasos más sensuales, abriría lentamente mis piernas hasta quedar a escasos centímetros de su cuerpo y de aquel delicioso miembro que para entonces ya estaría hinchado de ganas; de inmediato, me liberaría completamente de la ropa restante y giraría hasta quedar de espaldas a el para que así mi incipiente amante pudiera deleitarse con un par de nalgas firmes que se le ofrecían sin restricción.

Entonces, seguramente él me tomaría con fuerza de las caderas para penetrarme sin piedad mientras yo le facilitaría la tarea inclinándome poco a poco hacia delante para abrir mi culo al máximo y poder sentir ese exquisito trozo de carne en lo más profundo de mis entrañas y así, como dos amantes apasionados, haríamos el amor durante toda la noche.

Pero eso era simplemente una ficción, así que me arremangué la falda y me senté a horcajadas sobre el retrete.

Tenía los calzoncitos de seda roja enlazados en mis tobillos, así que me los quité y adopté una postura más cómoda.

Me acaricié la vulva y jugué con mis pelos ensortijados, disfrutando al máximo de acariciarme con malsana insistencia los bordes arrugados y rosados de mis labios íntimos; después de tirar de uno de ellos me puse a orinar, gozando con el chocar del chorro de líquido caliente sobre la tapa.

Después deslicé uno de mis temblorosos dedos por el clítoris que sobresalía de mis pelos húmedos, mientras hundía otro par en la oquedad de mi entrepierna.

Al levantarme me quité el vestido, luego me despojé del sostén y mis tetas preciosas y muy voluminosas se balancearon en el aire.

Me miré al espejo y disfruté viendo mi pubis juvenil de labios mayores gruesos y color rosa crudo, que al abrirse entre mis muslos se doblaban.

Era como una boca abierta y húmeda que tenía ganas de ser penetrada por el pene de un hombre muy bien dotado, fuerte y salvaje.

Ansiaba, deseaba a un Tarzán humano con corbata y una cuenta bien nutrida en el banco que me electrizara la piel con sus besos y caricias y que, penetrándome sin piedad, me transportara al paraíso del goce supremo.

Despertando de mis fantasías gratificantes pero utópicas, me fui a la cocina y saqué un tarro de miel de la alacena; me unté los dedos y me dirigí muy decidida al dormitorio.

Allí estaba el Sultán, grande, fornido, mirándome con sus ojos encendidos. Me fijé en sus pequeñas orejas caídas y en su boca rasgada, babeante. Él alzó su cuello corto, grande y robusto, mientras se dirigía a mí.

Observé su bajo vientre y vi su enorme miembro que salía de su capucha levantándose provocativamente. Era rojo, grueso y muy largo, por lo que no pude evitar el excitarme, así que le di mis dedos llenos de miel que él chupó con ansiedad.

Nerviosa ante el paso decisivo que iba a dar, me senté en el borde de la cama y le mostré mi vulva abierta, rosada, húmeda y sobretodo, hambrienta.

Froté con miel mi sexo, la raja, los labios y sus zonas próximas, logrando así captar su atención. El Sultán entendió mis deseos y con su lengua enorme y rugosa lamió mi cavidad íntima volviéndome loca de gusto al sentir el roce incesante de aquel trozo de carne caliente en mi clítoris, hasta el punto de hacer que mi vagina estallara repetidas veces en copiosos e increíbles orgasmos.

También gocé de aquellas enloquecedoras caricias en mi ano, que estaba rugoso por la miel que extendí cachondamente hasta esa zona para que mi fiel amigo lamiera mi orificio posterior.

Luego me puse a cuatro patas en la alfombra como una perra en celo y le coloqué a Sultán unas manoplas de lana en las patas para que no me arañara. Fue entonces cuando se irguió y apoyó sus patas en mi espalda; su pito era largo y gordísimo, y aunque me inspiro cierto temor, dirigí aquella firme espada de carne roja a mi vagina para que entrase completamente en mí.

A medida que se introducía a mi candente gruta, crecía en mí el miedo ante un posible desgarro, ya que me llenó entera la gruta íntima tras un impulso salvaje.

No sé cuántos minutos permanecimos unidos, pero mientras escuchaba sus jadeos acompasados al ritmo de un ligero gemido de goce y su baba escurrir por mi espalda, sentí una cadena fantástica de orgasmos y al fin, tras echarme un río de esperma, se soltó de mi culo y se tumbó en la alfombra exhausto, lamiéndose esa cosa roja que me había hecho sentir el cielo a través del placer más absoluto e indescriptible.

Perdí el asco y, agradecida, le chupé el miembro a mi Sultán, pero me engolosiné de tal forma al sentir cómo se sacudía en deliciosos espasmos, que no me detuve hasta sentir poco después cómo eyaculaba abundantemente por segunda ocasión, pero esta vez, en el interior de mi boca.

Ignoro cómo pude hacerlo, pero lo cierto es que logré tragarme su esperma amargo y no me arrepentí de ello, ni vomité como temía. Nadie sabe que tengo un amante canino, pero son muchos los hombres que actualmente me cortejan y tal vez las claves de mi éxito con el sexo contrario están en la satisfacción que siento al tener un amante incansable como es mi perro y la seguridad que tengo de que con él nunca quedare embarazada, por lo que disfruto todo lo que puedo sin tomar ninguna precaución anticonceptiva.

No sé aún si me decidiré a enrollarme con alguno de esos hombres que me acosan, aunque en cualquier caso siempre tendré a Sultán como mi follador discreto e incondicional para que riegue mi cuevita cuando esté seca y hambrienta.

Visto el éxito de mi relación con Sultán, les aconsejo, amigas, que si aún no han probado de una experiencia tan desquiciante como la mía, no esperen más para revolcarse con su perro, que nunca las dejará insatisfechas y, además, es menos aburrido y más fiel que un hombre.

Espero que les agrade la historia!!

josseluishernandez@yahoo.com.mx