Mi pequeña colita bien, gracias (Parte número 13).
Parte trece de esta historia, con contenido escatologico, en la que su protagonista, contandonos su vida, pretende animar y homenajear a los muchos varones que, por desgracia, no se encuentran demasiado bien dotados. Confío en que sea del agrado de todo aquel que lo lea.
El inicio de nuestra convivencia resultó muy satisfactorio para ambos puesto que, a pesar de las limitaciones que nos imponía mi “colita”, nos pasábamos los días inmersos en una frenética actividad sexual y el trabajar juntos nos ayudaba a ello puesto que, en cuanto teníamos ganas, nos encerrábamos en mi despacho, en un archivo ó en un cuarto de baño para dar satisfacción a Perla mamándola las tetas, comiéndola la almeja hasta que me daba su lluvia dorada y lamiéndola el orificio anal antes de que me efectuara una felación para ponerme tieso el rabo con intención de que la diera mi “salsa” mientras me realizaba una cabalgada vaginal. En nuestro domicilio me centraba en estimularla con las bolas chinas, el consolador de rosca y los vibradores hasta que la dejaba de lo más ansiosa por sentirse penetrada por la braga-pene adquirida en París antes de que, cuándo menos se lo esperaba, la enjeretara mi salchicha para joderla y mojarla con mi leche y con mi orina. Al acabar con ella, Perla dedicaba un buen rato a darme por el culo, cada día con el “instrumento” de la braga-pene más gordo y más largo, intentando provocarme la defecación para, al igual que hacía con la suya, poder “degustar” e ingerir mi evacuación a medida que iba apareciendo por mi ojete. El que me poseyera por detrás a diario me permitió regularizar el tránsito intestinal y lograr superar el estreñimiento crónico que padecía.
Pero, al cumplirse nuestro primer año de vida en común, debimos de perder el frenesí inicial y todo cambió. Perla parecía estar agotada, su poder de recuperación no era tan bueno como antes y evidenciaba el estar asqueada de sentirse penetrada, una y otra vez, por los “juguetes” y por la braga-pene y a pesar de que la echaba todos los días un par de lechadas y sus posteriores meadas, pretendía que nos olvidáramos de todo el “instrumental” y que, aunque fuera de eyaculación única, la “clavara” mi miembro viril más de dos veces al día y que la volviera a dar satisfacción usando mi boca, mi lengua y mis puños.
Por mi parte y también en esa época, sufrí un bajón en mi rendimiento sexual desde que volví a ascender en mi trabajo para ocupar un cargo directivo de mucha responsabilidad que, durante los primeros meses, me desbordó lo que ocasionó que, a cuenta del estrés, cada día me costara más conseguir que se me pusiera erecta para poder echar a Perla las dos lechadas diarias a las que se había acostumbrado mientras Vega volvía a estar muy presente en mi memoria. La continuaba considerando la fémina más idónea para compartir mi vida y no dejaba de recordar lo agradable y delicioso que me resultaba el darla satisfacción y que me la diera a mí; lo que me agradaba mantener mi tranca introducida en su boca, en su chocho y en su culo; comerla el potorro y lamerla el ojete; ingerir su lluvia dorada y su evacuación y lo mucho que me excitaba que, cuándo me la follaba echado sobre ella, me sobara los huevos ó me hurgara analmente con sus dedos.
Pero Perla no se daba por vencida con facilidad y aparte de hacerme comprender que a Vega la había matado años atrás un tumor vaginal, comenzó a buscar soluciones para mi problema eréctil. Un día me indicó que mejoraría considerablemente si tenía estómago para tirarme a diario a algunas de las abuelitas que se alojaban en la residencia de ancianos en la que trabajaba Rubí pensando que, si era capaz de trajinármelas a ellas, me iba a resultar mucho más grato y placentero el zumbármela a ella con lo que, sobre todo los fines de semana, podíamos llegar a mantener varias sesiones sexuales para intentar igualar y superar el número de lechadas que la había dado aquel memorable sábado en París. Se llegó a poner tan pesada que, aunque la idea no me cautivaba lo más mínimo ni me hacía ninguna ilusión, no me quedó más remedio que probar.
Como Rubí trabajaba en el turno de noche y finalizaba su jornada a las ocho de la mañana, tenía que levantarme a las seis para estar en la residencia medía hora más tarde. La joven me esperaba en la puerta en compañía de Nerea, una alta, delgada y escultural compañera de poblado cabello rubio, para permitirme el acceso. Ellas elegían a las residentes entre las de menos edad y las que disfrutaban de mejor estado de salud por lo que, en penumbra, las seguía hasta una habitación en donde se alternaban para que una de ellas se encargara de despertar a sus dos ocupantes mientras la otra me desnudaba. En cuanto lucia mis atributos sexuales las gustaba sobármelos y menearme la “colita” mientras, después de destaparlas, subirlas el camisón hasta el cuello y quitarlas la braga, decidía con cual de las dos me apetecía más acostarme. Rubí me decía que no me fijara en sus caídas tetas y que me centrara en su coño y en su culo puesto que, al menos, esos agujeros continuaban dando pis y caca. A pesar de que a esas horas estaban más dormidas que despiertas en cuanto me metía en la cama con la elegida y me frotaba un poco con ella, se espabilaba lo que las jóvenes solían aprovechar para colocarla debajo del trasero unas toallas ó unos empapadores. Rubí imaginaba que no me motivaba el cepillármelas por lo que me intentaba estimular perforándome el ojete con sus dedos mientras Nerea, agarrándola con fuerza de la cabeza y dedicándola toda clase de insultos, obligaba a su compañera de habitación a tumbarse desnuda boca abajo entre mis piernas y a introducirse mi verga y mis huevos en la boca para que me los chupara y me los succionara hasta que conseguía ponerme la “pistola” en condiciones. Varias de ellas evidenciaron que aquella era la primera vez que efectuaban una felación, quizás porque cuándo eran jóvenes no se llevaba ó porque no habían tenido ocasión de realizarla, mientras demostraba que tenía un estómago a prueba de bombas al dedicarme a magrear la muy poco apetecible “delantera”, la seta y el culo a la anciana con la que me había acostado.
Algunas de las abuelas tenían el “muelle” flojo y en cuanto las sobaba un poco la almeja se las salía un chorro de pis ó se meaban de autentico gusto. A pesar de los enérgicos hurgamientos anales de Rubí y de la exhaustiva felación que Nerea obligaba a efectuarme a su compañera de habitación, mi chorra solía tardar en alcanzar su erección y cuándo lo conseguía, me echaba sobre la anciana a la que había sobado, que permanecía con las piernas muy abiertas, se la “clavaba” hasta el fondo y procedía a darla unos envites mientras Rubí, sin dejar de hurgarme y Nerea me animaban a joderla y a explotar con todas mis ganas dentro del chocho de la anciana. Pero, como aquello no me terminaba de motivar, me pasaba un buen rato centrado en mis movimientos de “mete y saca” hasta que, más a cuenta de los exhaustivos hurgamientos anales de Rubí que de la excitación sexual que llegaba a alcanzar, la echaba una ración de “salsa” para, manteniendo mi cipote introducido en su coño, no tardar en culminar soltándola mi espumosa orina al comenzar a perder la erección. A las más obesas Rubí y Nerea las hacían colocarse a cuatro patas para que se mostraran bien ofrecidas y las pudiera dar por el culo puesto que las agradaba ver como las poseía por detrás. Como la mayoría de las abuelas habían considerado como antihigiénico y antinatural el sexo anal, desvirgué el trasero a muchas de ellas comprobando que, al no motivarme, la estrechez del conducto y el que las hicieran mantener bien apretadas sus paredes réctales a mi “colita”, retrasaba aún más mi descarga. Una vez que las echaba mi leche y su posterior micción tenía que apresurarme a sacarlas el ciruelo puesto que la mayoría de ellas sufría un impresionante proceso diarreico.
A varias de las ancianas las estimulaba el mantener aquellos contactos sexuales a una edad en la que ni remotamente pensaban en sentirse penetradas y jodidas por un hombre mucho más joven que ellas pero otras se limitaban a dejarse hacer con resignación porque así se lo mandaban Nerea y Rubí, que se mostraban muy dominantes con aquellas septuagenarias y no disfrutaban como debían mientras me la chupaban ó me las follaba aunque, durante el proceso, se llegaran a mear y a cagar de gusto y las encantara sentir caer y depositarse dentro de ellas mi leche y mi pis.
No hubiera durado un mes en aquel cometido de no haber sido porque Nerea y Rubí me dijeron que podía repetir todas las veces que quisiera con las ancianas que más me habían agradado pero, tras pasarme casi de tres meses tirándomelas, el continuar manteniendo aquella actividad sexual me pareció contraproducente puesto que cada día me sentía menos motivado al trajinármelas por lo que la minga tardaba más en ponérseme tiesa y a pesar de pasarme mucho tiempo moviéndome echado sobre ellas ó arrodillado detrás cuándo permanecían a cuatro patas, comencé a sufrir algunos “gatillazos” puesto que a las ocho no había sido capaz de echarlas ni una gota de leche. Además y a pesar de que Nerea y Rubí me aseguraron en varias ocasiones que todas las abuelas habían dado su consentimiento previo y que lo tenían todo controlado, el que buena parte de las ancianas tuviera bien la cabeza me hizo temer que alguna de ellas y aunque fuera sin querer, hablara y nos delatara a los tres.
C o n t i n u a r á