Mi pequeña colita bien, gracias (Parte número 08).
Octava parte de esta historia, con contenido escatologico, en la que su protagonista, contandonos su vida, pretende animar y homenajear a los muchos varones que, por desgracia, no se encuentran demasiado bien dotados. Confío en que sea del agrado de todos los que lo lean.
Para sustituirla decidí contratar a Aryane, una bella y jovencísima mestiza que, como mi madre, era brasileña y que comenzó a trabajar en mi domicilio poco antes del verano que es el periodo del año en el que desempeño mi actividad laboral en horario de mañana y tengo las tardes libres. La chica era mejor cocinera que Celia a pesar de que no la gustaba complicarse demasiado con las comidas y casi siempre recurría a lo más fácil y la agradaba hacer bien las cosas pero se lo tomaba con tanta calma que, como no la daba tiempo a terminar por la mañana, tenía que volver por la tarde aunque, como no tenía nada mejor que hacer, no la importaba. Su físico y su nacionalidad influyeron mucho en mi elección y al contratarla me dijo que iba a tener ocasión de comprobar que era muy limpia y pulcra y estaba en lo cierto puesto que, en cuanto llegaba a mi domicilio y mientras me hablaba, se quitaba delante de mí la ropa, incluso la interior, para no mancharla y tras exhibir sus bonitas y prietas “peras”, su precioso culo, su arreglado “felpudo” pélvico y su amplia y deseable almeja que siempre mantenía muy abierta, lo que según me indicó mientras ella misma se la acariciaba con la mano era una de las consecuencias de las muchas veces que la habían metido un buen nabo por ese agujero, se cubría con una especie de picardías lo suficientemente corto como para que, a lo largo de la tarde, la dejara en varias ocasiones el chocho y el culo al descubierto.
Llevaba mes y medio ocupándose de las labores domésticas de mi casa cuándo comenzó a darme su ropa interior, después de haberla llevado puesta durante dos ó tres días seguidos y sin limpiarse al terminar de orinar y de defecar para que, además de en su “fragancia”, el tanga quedara bien impregnado en su micción y en sus excrementos, con intención de que la exhibiera junto a las prendas íntimas de Vega y con la condición de que un par de veces al mes la acompañara a un comercio de lencería y la comprara a mi gusto, dos ó tres conjuntos con el tanga menguado de tela y a ser posible, con transparencias.
Los días en que dedicaba parte de la tarde a planchar aprovechaba para contarme lo que había sido su vida hasta entonces lo que me permitió enterarme de que era hija de un español puesto que a su madre, que era de ascendencia india y vivía en una de las zonas más marginadas del país, la había fecundado cuándo, siendo una cría en edad escolar, decidió iniciarse en el sexo y la mejor forma que encontró para debutar fue en el turístico al poner sus encantos a disposición de dos compatriotas míos que se encontraban disfrutando de su periodo vacacional y habían decidido desplazarse a aquella comarca con fines claramente sexuales. Como les excitaba el poder follarse a una muchacha tan joven, a base de comprarla alimentos y ropa interior, la consiguieron convertir en una dócil y obediente corderita a la que desvirgaron vaginal y analmente y obligaron a chupar el pene a uno de ellos mientras el otro se la tiraba metiéndola la picha por el coño ó por el culo para, más adelante, comenzar a hacerla el “bocadillo” al “clavársela” al mismo tiempo por ambos agujeros. Uno de ellos “dio en el blanco” y la dejó preñada de ella que se convirtió en la primera descendiente de la mujer que, más adelante, tuvo otros siete hijos y cada uno de diferente padre.
La joven me explicó, asimismo, que en aquella zona, en la que había vivido de pequeña, se estaba mucho más pendiente de las fiestas, de los “saraos” y de mantener el mayor número posible de relaciones sexuales que de trabajar por lo que, a pesar de que con el uso de los preservativos se había conseguido reducir el número de embarazos y de enfermedades venéreas, era habitual que las féminas empezaran a parir a temprana edad y que, en pocos años, se juntaran con una prole tan numerosa como la de su progenitora.
Ella no había sido ninguna excepción y desde muy joven la había gustado ofrecerse en la calle y pasarse la mayor parte del día abierta de piernas para poder sentir en su interior las delicias y en algunos casos, los devastadores efectos que la ocasionaba un buen miembro viril y la potencia sexual de ciertos varones que no se cansaban de joderla y de echarla leche. Sus primeros ingresos los empleó en colocarse el DIU con el propósito de poder disfrutar plenamente del sexo sin tener que preocuparse de posibles embarazos no deseados. Además de haber mantenido en su todavía corta existencia un gran número de contactos sexuales esporádicos con originarios del país y con turistas, a los dieciséis años se lió con Julio Cesar, un dentista con nombre de emperador romano que la doblaba en edad y que había tenido diez hijos con las tres hembras con las que había vivido. Su lema era que en la variedad estaba el gusto y lo cumplía a rajatabla puesto que le gustaba sacar el mayor provecho carnal posible de las distintas mujeres que acudían a su consulta, la mayoría de las cuales accedía gustosamente a abonarle parte de su trabajo “en especie”.
Diana, una jovencísima golfa de raza blanca que se había convertido en su otra concubina y ella le ayudaban en la consulta en la que las obligaba a permanecer con las tetas y el culo al descubierto puesto que sólo las permitía mantener cubierto el potorro con una especie de taparrabos que colgaba de un espectacular consolador de rosca que se tenían que introducir bien profundo en la seta y que las obligaba a permanecer sumamente mojadas y a orinar con relativa frecuencia lo que, sin extraerse el consolador, tenían que hacer en unos cubos para que las pudiera magrear mientras las veía mear. En cuanto una dama que le gustaba entraba en la consulta, Julio Cesar la intentaba engatusar con su labia mientras la iba quitando la ropa hasta que las dejaba en bolas. A algunas meonas las agradaba oponer una ligera resistencia ya que las daba mucho morbo que Diana y ella las tuvieran que sujetar e incluso, inmovilizar mientras el dentista las desnudaba. Una vez que lucían sus encantos, se recreaba mirándolas y las “morreaba” mientras se restregaba vestido con ellas.
En cuanto la fémina se acomodaba en el sillón la hacía colocar los pies sobre él con intención de tener despejado el acceso a su ojete que la “taladraba” con sus dedos para hurgarla con ellos al mismo tiempo que la mamaba las tetas. Se solía recrear tanto forzándolas el orificio anal con movimientos circulares de “mete y saca” que más de una liberaba su esfínter y se “jiñaba” por lo que solían tener preparados unos recipientes para, en estos casos, ponérselos debajo del ano y recoger su evacuación.
Le gustaba dedicar una atención especial a su almeja mientras permanecían con la boca abierta para ponérsela muy jugosa y al terminar, las volvía a “morrear” y a mamar las tetas antes de colocarse en medio de sus abiertas piernas para comerlas el chocho ó introducirlas su puño por vía vaginal con el que las solía forzar hasta que la cerda de turno quedaba tan fina y salida que, en cuanto la mostraba su tieso “plátano” con el capullo abierto y encorvado hacía arriba, se abalanzaba sobre él para chupársela y con tantas ganas y tal intensidad que el dentista la obligaba a continuar hasta que, tras darla un par de “biberones”, se meaba en su boca ó se la sacaba para soltarla la lluvia dorada en la cara mientras la insultaba. Como se pasaba más de una hora encerrado en la consulta con cada hembra, Diana y ella tenían que concertar cita con todas las mujeres que la pedían a intervalos de hora y media.
Una vez que la fémina terminaba de chupársela y sin tener demasiado en cuenta sus atractivos físicos puesto que lo que le interesaba era que fueran ardientes y guarras, quedaba con las más salidas y viciosas en una vivienda en la que, a cambio de mantenerla en las debidas condiciones de habitabilidad, permitía que Diana y ella residieran y que usaba como “picadero” para trajinarse tanto a las clientes como a ellas. A pesar de que no era partidario de repetir más de dos ó tres veces con la misma hembra, puesto que prefería zumbarse a lo que llamaba “carne fresca”, había varias que visitaban su consulta con mucha más frecuencia de la debida para poder mantener allí un primer contacto sexual antes de retozar juntos en esa vivienda en la que se cepillaba como un poseso a sus clientes evidenciando ante ellas que disponía de una potencia sexual encomiable aunque cada vez que se encontraba a punto de eyacular se la enjeretaba a Diana ó a ella para, delante de la mujer, mantenerla muy profunda mientras las daba unas soberbias lechadas. Julio Cesar tenía el “mástil” tan grueso y largo que, a base de “clavárselo”, la fue desplazando poco a poco el “paraguas” lo que ocasionó que, antes de que se diera cuenta y se lo volvieran a colocar en su sitio, la hiciera un “bombo” y al no dejarla abortar, la convirtió en madre soltera habiendo tenido que dejar a su hijo, de poco más de dos años, al cuidado de la “tía” Diana para poder emprender su viaje a España. Desde que parió Julio Cesar solía penetrar a Diana asiduamente por vía vaginal mientras que a ella la aumentó el sueldo con la condición de poder metérsela con asiduidad por el culo para desquitarse de que la pareja con la que llevaba cuatro meses viviendo no le permitiera “clavársela” por detrás con tanta regularidad como él pretendía.
Aryane reconocía que, en su país, se pasaba el día inmersa en el “chupa-chupa” y en el “mete, moja y saca” pero que, desde que había llegado al mío y a pesar de la fama de ardientes y salidos conquistadores que teníamos los varones españoles, no había logrado “comerse una rosca” y que, para colmo, estaba compartiendo vivienda con unas compatriotas que se prostituían por lo que todas las noches las escuchaba desde su habitación y aunque no quisiera, acababa poniéndose tan sumamente “burra” que se tenía que consolar “haciéndose unos dedos” lo que, asimismo, reconoció que hacía todas las mañanas mientras se restregaba desnuda en mi cama.
C o n t i n u a r á