Mi pequeña colita bien, gracias (Parte número 04).
Cuarta parte de esta historia, con contenido escatologico, en la que su protagonista, contandonos su vida, pretende animar y homenajear a los muchos varones que, por desgracia, no se encuentran demasiado bien dotados. Confío en que sea del agrado de todo aquel que lea la historia.
Pude librarme de ellos cuándo acabé mis estudios universitarios y conseguí encontrar una nueva ocupación laboral, mejor retribuida, en la que tardé pocos meses en conseguir mi primer ascenso al hacerme con un cargo ejecutivo que me obligaba a mantenerme en contacto con un buen número de personas y entre ellas, un par de seductoras cuarentonas casadas, llamadas Carmen y Sandra, que se conservaban de maravilla y evidenciaban ser unas golfas. Como estaba desesperado y lo anhelaba desde hacía bastante tiempo, lo único que me importaba era que aquellas cerdas se abrieran de piernas para mí y como parecían ser fáciles, me junté a ellas como una autentica lapa hasta que conseguí mi propósito después de convencerlas de que, aunque no era cierto, en unas obras estaba dando un trato de favor a la empresa que ellas dirigían.
Ambas vivían en unas lujosas residencias, llenas de comodidades y de criadas que se debían de ocupar hasta de limpiarlas el culo cuándo terminaban de cagar, pero decidimos mantener nuestros contactos en una vivienda que Carmen, que era la más agraciada, tenía desocupada. Como sólo la usaba como “picadero” no había de nada, ni tan siquiera agua ni luz, por lo que, en múltiples ocasiones, me las tuve que follar a oscuras y teníamos que llevar hasta el papel higiénico para limpiarnos. Logré convencerlas para que, al menos, pusieran una cama hinchable en una de las habitaciones con el propósito de tirármelas echado sobre ellas con más comodidad que acostados en el suelo. No las importaba que mi “lámpara mágica” tardara en ponerse tiesa para, luego, descargar con celeridad en cuanto se la “clavaba” ya que pretendían desahogarse y actuar en reciprocidad con sus respectivos cónyuges puesto que, si sus maridos habían dejado de mostrar interés por ellas para dar satisfacción a sus “amiguitas”, ellas tenían el mismo derecho a buscarse un “amiguito” para recibirla. Las agradaba recordar al cabrón de su cónyuge cada vez que me chupaban el ciruelo comentando en voz alta lo mucho que las estimulaba el mantenerlo en su boca, cuándo se sentían jodidas mientras mantenía mi “colita” en el interior de su cueva vaginal y sobre todo, al recibir mi leche y mi posterior meada.
Una de ellas se ocupaba de ponerme tiesa la minga, meneándomela con su mano y chupándomela, mientras “hacía unos dedos” a la otra para que el chocho se la fuera poniendo jugoso. Aunque tenían que emplear su tiempo para que llegara a lucir en condiciones, en cuanto me empalmaba se la “clavaba” hasta el fondo a la que había estado masturbando que, mientras me movía y ella se acordaba de su marido, me solía recordar que todavía estaba en edad de fecundar por lo que me hacía prometerla que, para evitar dejarla preñada, la iba a sacar el nabo cuándo estuviera a punto de copular pero, como me resultaba sumamente delicioso y excitante el mantenerlo en el interior de su coño, al notar que se iba a producir mi descarga sentía tanto gusto que me paralizaba y la echaba libremente y con todas mis ganas una soberbia lechada para, un poco después y sin extraérselo, mearme. Al principio me solían recriminar mi forma de actuar pero, a medida que fue pasando el tiempo, las dejó de importar que no las sacara el “plátano” y, en su lugar, llegaron a reconocer que nunca las habían echado tanta cantidad de lefa en un único polvazo y que, al igual que sucedía con mi orina, las encantaba sentirlo caer en su interior.
Pasaron varios meses antes de que comenzaran a quejarse de que las costaba ponerme el pene tieso para que, luego, eyaculara con tanta celeridad que no las daba tiempo a disfrutar de las gratas sensaciones de la penetración ni a llegar al clímax, de que no fuera capaz de echarlas, al menos, un polvo a cada una y de que, un día tras otro, me tomara la libertad de mojarlas el interior de la seta con mi leche y con mi lluvia dorada puesto que, asimismo, querían recibir mis líquidos dentro de su boca y de su culo. A pesar de ello, continué descargando con asiduidad y con total libertad dentro de su almeja ya que me había informado de que, echándolas la orina después de darlas la leche, las posibilidades de hacerlas un “bombo” eran muy remotas.
Después de haber disfrutado durante meses del frenesí que me suponía el mantener a mi picha introducida en su cueva vaginal, decidí debutar en el sexo anal. Sandra se convirtió en la primera mujer a la que se la “clavé” por el ojete y la pionera en sentirla dentro de su culo mientras iba comprobando que llegaba a sentir las mismas “delicias” al alternarme en metérsela por el potorro y por el ano. Desde que comencé a introducírsela por detrás con asiduidad, Carmen y Sandra se sentían mucho más golfas y se comportaban como tales mientras las iba propinando unos buenos envites con mis movimientos de “mete y saca” y ellas intentaban colaborar moviéndose de la manera más adecuada al mismo tiempo que mantenían fuertemente apretadas sus paredes réctales a mi “pistola”. A cuenta de la ingente cantidad de leche que las echaba al eyacular y de la lluvia dorada que recibían un poco después, muchos días las pude ver mear y cagar y aunque “degustaba” e ingería regularmente sus micciones, me quedaba con las ganas de hacer lo propio con sus excrementos pero no me atrevía a colocar mis labios en su orificio anal con el propósito de que me cayeran en la boca para que, a cuenta de ello, no se enturbiara nuestra relación puesto que me habían dicho que el “jiñar” era un acto muy íntimo y que nos las motivaba el verse obligadas a hacerlo delante de mí. Al menos y a base de insistir, conseguí que, cuándo terminaban, me dejaran lamerlas el ojete e introducirlas lo más profundo que podía la lengua para intentar limpiarlas las paredes réctales.
Nuestra relación duró más de tres años, manteniendo contactos diarios durante dos, hasta que Sandra quedó preñada sin estar segura de si había sido la “semilla” de su cónyuge, la del jardinero ó la mía la que la había fecundado pero, como se lo iba a enjeretar a su marido y no quería meterse en más líos hasta que pariera, dejó de retozar conmigo por lo que continué manteniendo relaciones en solitario con Carmen a la que, por la tarde y en la vivienda que usaba como “picadero”, se la “clavaba” a días alternos por vía vaginal y anal mientras algunas mañanas me visitaba en el trabajo para poder encerrarse conmigo en mi despacho con intención de efectuarme una felación para que pudiera culminar dándola “biberón” ó empapándola las tetas con mi “salsa”. Incluso, cuando podía “escaquearse”, pasábamos la velada nocturna juntos en mi domicilio siendo habitual que, además de motivarnos con todo tipo de cerdadas, a lo largo de la noche y a intervalos de unas cuatro horas entre polvo y polvo, me consiguiera sacar tres lechadas pero, al comenzar a sentir los primeros efectos de su eminente menopausia y ver que Sandra después de haber parido a una preciosa niña no estaba dispuesta a volver a ser infiel a su cónyuge, decidió que sólo se abriría de piernas para un hombre mejor dotado y más viril que estuviera dispuesto a trajinársela y a echarla un par de polvos seguidos todos los días.
C o n t i n u a r á